El gran espectáculo secreto (10 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: El gran espectáculo secreto
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Emitió un audible suspiro.

—¿Te ocurre algo? —quiso saber Carolyn.

—No, nada…, tengo calor —contestó Joyce.

—¿Es alguien a quien conocemos? —preguntó Trudi.

Antes de que Joyce pudiese encontrar una respuesta evasiva, vio que algo relucía entre los árboles.

—¡Agua! —exclamó.

Carolyn también la había visto. Su brillo le hacía entornar los párpados.

—Y mucha —observó.

—Yo no sabía que hubiera un lago aquí —comentó Joyce, volviéndose a Trudi.

—Y no lo había —respondió ésta—, por lo menos que yo recuerde.

—Pues ahora sí que lo hay —dijo Carolyn.

Avanzó por entre el follaje, sin cuidarse de elegir el camino menos tupido. Su atolondrado andar iba despejando el camino a tas otras.

—Mira, vamos a poder refrescarnos después de todo —dijo Trudi, yendo a buen paso detrás de ella.

Desde luego, era un lago,
como
de unos quince metros de ancho, su plácida superficie interrumpida por árboles medio sumergidos e islas de arbustos.

—Ha sido una inundación —dijo Carolyn—. Nos encontramos justo a los pies de la Colina. El agua se ha embalsado aquí después de la tormenta.

—Demasiada agua —murmuró Joyce—. ¿Es posible que cayera tanta esta noche?

—Pues si no, ¿de dónde viene? —preguntó Carolyn.

—Da igual —dijo Trudi—, parece fresca.

Pasó delante de Carolyn y se acercó al borde mismo del agua. El suelo se hacía cada vez más fangoso, y el barro les cubría las sandalias. Pero el agua, cuando llegaron junto a ella, era tan buena como su vista prometía, refrescantemente fría. Trudi se inclinó, hizo un cuenco con la mano, y lo sacó lleno de agua para refrescarse la cara.

—Yo no haría eso —advirtió Carolyn—, es probable que tenga cantidad de química.

—¿El agua de lluvia? —repuso Trudi—. ¿Qué agua puede ser más clara?

Carolyn se encogió de hombros.

—Haz lo que quieras.

—No sé qué profundidad tendrá —observó Joyce—. ¿Crees que habrá la suficiente para que podamos nadar?

—Yo diría que
no
—comentó Carolyn.

—Lo sabremos en cuanto probemos —dijo Trudi, y empezó a meterse en el lago.

Bajo sus pies se veían hierba y flores inundadas. El fondo era suave, y sus pasos levantaban nubes de barro, pero siguió avanzando hasta que el agua mojó el dobladillo de sus cortos pantalones.

El agua estaba fría. Ponía la piel de gallina. Pero eso era preferible al sudor que le había pegado la blusa al pecho y a la espalda. Miró hacia atrás, a la orilla.

—Está estupenda —dijo—. Voy a meterme.

—¿Así? —preguntó Arleen.

—No, claro que no. —Trudi se volvió hacia las otras, y se sacó la blusa de debajo de los pantalones al andar. El aire que llegaba del agua le cosquilleaba la piel, dándole una estremecida bienvenida. No llevaba nada debajo; ella hubiera sido más púdica en cualquier otra ocasión, incluso con sus amigas, pero la invitación del lago no admitía espera.

—¿Viene alguna de vosotras conmigo? —preguntó.

—Yo —contestó Joyce, y comenzó a desabrocharse las sandalias.

—Pienso que debemos dejarnos el calzado puesto —dijo Trudi—; después de todo, no sabemos qué hay en el fondo.

—Sólo hierba —replicó Joyce. Estaba sentada, aflojándose los nudos, sonriendo—. Esto es estupendo.

Arleen observaba aquel sonoro entusiasmo con desdén.

—¿No venís vosotras dos? —inquirió Trudi.

—No —dijo Arleen.

—¿Tienes miedo de que se te vaya el maquillaje? —le preguntó Joyce, sonriendo cada vez más.

—Nadie nos ve —intervino Trudi, antes de que la riña estallara—. ¿Y tú, Carolyn?

Ésta se encogió de hombros.

—No sé nadar.

—No es lo bastante profundo como para nadar.

—¿Y tú qué sabes? —observó Carolyn—. Sólo has vadeado un par de metros.

—Pues entonces no os alejéis de la orilla. Allí estaréis seguras.

—Es posible —murmuró Carolyn, no muy convencida.

—Trudi tiene razón —dijo Joyce, al darse cuenta de que la desgana de Carolyn era más por no descubrir su gordura que por el sudor—. ¿Quién va a vernos?

Mientras se desabrochaba los
shorts
se le ocurrió que entre los árboles podía haber mirones escondidos. Pero, ¡qué diablos! ¿No estaba diciendo siempre el reverendo que la vida era corta? Mejor no desperdiciarla. Se quitó la ropa interior y se metió en el agua.

William Witt conocía los nombres de cada una de las bañistas; en realidad conocía los nombre de ludas las mujeres de Grove que tenían menos de cuarenta años, y sabía dónde vivían, y cuál era la ventana de su dormitorio. Gozaba de una memoria prodigiosa, de la que procuraba no hacer ostentación ante sus compañeros de clase, para que no se corriese la voz. Aunque él no encontraba nada malo en mirar por las ventanas, sabía lo bastante para darse cuenta de lo mal visto que estaba. Pero, después de todo, él había nacido con ojos, ¿o no?, ¿por qué no usarlos?, ¿qué tenía de malo
mirar
? No era lo mismo que robar, o que mentir, o que matar a alguien. Era hacer aquello para lo que Dios había creado los ojos…, y William Witt no acababa de comprender qué encontraría la gente de malo en eso.

Se agachó, escondido entre los árboles, a una media docena de metros del agua, y casi al doble de distancia de donde las chicas se encontraban, mirándolas desnudarse. Notó que Arleen Farrel vacilaba, y eso le decepcionó. Verla desnuda hubiera sido una proeza que no hubiese podido guardar para sí solo. Era la chica más guapa de Palomo Grove: elegante, rubia y arrogante, lo mismo que se decía de las estrellas de cine. Las otras dos, Trudi Katz y Joyce McGuire, estaban ya en el agua, de modo que él se fijó en Carolyn Hotchkiss, que, en ese momento, se estaba quitando el sostén. Tenía pesados senos, y color rosa, y, al verlos, William Witt notó que la polla se le ponía dura dentro de los pantalones. Aunque ella se quitó el
short
y las bragas, William se quedó mirándole los senos. No conseguía entender la fascinación que otros chicos —él tenía diez años entonces— sentían por las partes bajas, que a él le parecían mucho menos incitantes que los senos, pues consideraba que eran distintos en cada chica, tan distintos como la nariz o las caderas. La otra parte (no le gustaba ninguna de las palabra que usaban para designarla) le parecía bastante carente de interés: una mata de vello y una ranura hundida en el medio. ¿Qué tenía eso de fantástico?

Siguió observando a Carolyn, que se metía en el agua, y contuvo una risita de placer al verla reaccionar ante el agua fría con un paso hacia atrás que hizo temblar sus carnes como si fuesen jalea.

—¡Ven, está estupenda! —la animaba la chica Katz.

Carolyn hizo acopio de valor y avanzó unos cuantos pasos más.

William Witt, en ese momento, casi no podía creer en su suerte: Arleen se había quitado el sombrero y se desabrochaba la blusa sin mangas. Después de todo, se iba con ellas. William Witt se olvidó de las otras y se fijo en Miss Elegante. Tan pronto como se dio cuenta de lo que las chicas —a las que llevaba una hora siguiendo sin que lo vieran— planeaban, su corazón empezó a latir con tal fuerza que pensó que se estaba poniendo enfermo. La velocidad del latido se duplicó ante la perspectiva de ver los serios a Arleen. Nada —ni siquiera el miedo a la muerte— le hubiera obligado a apartar la vista. Se impuso el reto de no olvidar detalle alguno para añadir veracidad a lo que iba a contar a los descreídos.

Arleen lo hacía todo con gran lentitud. Si no fuera porque él la conocía, hubiera pensado que sabía que tenía público, debido a la forma de actuar y de hacer ostentación. Sus senos fueron una decepción para Willian Witt: no tan grandes como los de Carolyn, no tan jactanciosamente enormes, con grandes pezones oscuros, como los de Joyce. Pero la impresión general, cuando Arleen se despojó de los cortados vaqueros y de las bragas, fue maravillosa. Al verla así, le dio pánico, los dientes le castañetearon como si tuviera la gripe. El rostro le ardía, las tripas le sonaban como una carraca. Más tarde William Witt, contaría a su psicoanalista que ése fue el primer momento de su vida en que se dio cuenta de que iba a morir. En realidad, eso lo dijo hablando del pasado; lo cierto era que, en esos momentos, la muerte estaba muy lejos de su mente. Y la visión de la desnudez de Arleen, y su pasar inadvertido al tiempo que era testigo de ella, marcó para él ese momento como inolvidable. Estaban a punto de ocurrir cosas que, durante algún tiempo, le iban a hacer desear no haber mirado nunca allí (más tarde vivió con el miedo de ese recuerdo); pero, cuando, después de varios años, el terror de aquella visión fue suavizándose, William Witt recordaba de nuevo la imagen de Arleen entrando en el agua de aquel lago repentino como se recuerda un icono.

Aquél no fue el momento en que vio por primera vez que se iba a morir, pero, quizá, la primera ocasión en que comprendió que dejar la existencia no debía de ser tan malo si la belleza lo acompañaba por el camino.

El lago era seductor; su abrazo frío, pero tranquilizante, no tenía resaca, como el del mar; no había oleaje que batiese contra la espalda, sal que escociese en los ojos. Era como una piscina construida sólo para ellas cuatro; un idilio al que nadie en todo Grove tenía acceso.

Trudi, que era la mejor nadadora de las cuatro, fue la que se puso a la cabeza, ya desde la orilla, con más vigor, descubriendo, conforme avanzaba, que, contrariamente a sus esperanzas, el agua se hacía más profunda. «Ha debido de irse acumulando donde el suelo es naturalmente más hondo», razonó. Quizá se hallaba incluso en un lugar donde en otros tiempos hubo un pequeño lago, aunque ella no recordaba ningún sitio de ese tipo en sus vagabundeos con Sam. En ese momento, la hierba desapareció bajo sus pies, que rozaron roca desnuda.

—No te adentres demasiado —le gritó Joyce.

Se volvió. La orilla estaba más lejos de lo que había calculado. La superficie del agua se extendía ante sus ojos, y reducía a sus amigas a tres trazos rosa, uno rubio y dos castaños, medio sumergidos en el mismo delicioso elemento que ella. Por desgracia, sería imposible conservar ese trozo del paraíso para ellas solas. Arleen sería incapaz de resistir hablar de ello. Por la tarde ya se habría descubierto el secreto, y, al día siguiente, una multitud. Lo mejor era disfrutar lo más posible de esa intimidad. Y, con ese pensamiento, se lanzó hacia el centro del lago. A diez metros de la orilla, haciendo la plancha en una profundidad de agua que no le llegaría al ombligo, Joyce miraba a Arleen en el borde del lago: se inclinaba para salpicarse el vientre y los senos. La belleza de su amiga le causó un espasmo de envidia que recorrió todo su cuerpo. No era de extrañar que Randy Krentzman y los que eran como él se volviesen tontos sólo con verla. Se sorprendió preguntándose qué se sentiría al acariciar el cabello de Arleen como un chico lo haría, o al besar sus senos o sus labios. La idea la poseyó tan fuerte que, de repente, perdió el equilibrio en el agua, tragando mucha al intentar enderezarse. Cuando se recuperó se volvió de espaldas a Arleen, y, dando una brazada que salpicó, se dirigió hacia aguas más profundas.

Más lejos, Trudi gritaba algo.

—¿Qué dices? —preguntó Joyce, chillando, mientras suavizaba sus brazadas para oír mejor.

Trudi reía.

—¡Caliente! —gritó mientras salpicaba a su alrededor.

—¡Aquí está caliente!

—¿Bromeas?

—¡Ven y lo verás! —contestó Trudi.

Joyce empezó a nadar hacia donde Trudi se deslizaba por el agua, pero su amiga se había vuelto hacia la zona caliente y Joyce no pudo resistir mirar de nuevo a Arleen. Ésta que al fin se había dignado sumarse al grupo de nadadoras, se sumergió hasta que su largo cabello se extendió alrededor de su cuello como un collar dorado. Empezó a dar unas brazadas rítmicas hacia el centro del lago. Joyce sintió algo parecido al miedo cuando pensó en la proximidad de Arleen. Quería compañía estimulante.

—¡Carolyn! —llamó—. ¿Vienes?

Carolyn movió la cabeza.

—Aquí hace calor —prometió Joyce.

—No te creo.

—¡Que sí, que es verdad! —gritó Trudi—. ¡Es estupendo!

Carolyn comenzó a ceder y a chapotear en el agua, siguiendo la estela de Trudi.

Trudi nadó unos metros más. El agua no iba siendo más caliente, sino que se agitaba, burbujeando a su alrededor. Sintiendo un miedo repentino, trató de hacer pie, pero el fondo había desaparecido. Pocos metros antes el agua tenía una profundidad, como mucho, de un metro y medio, pero ahora los dedos de sus pies ni siquiera rozaban el fondo. El terreno debía de haber sido arrastrado violentamente, en el mismo lugar, más o menos, donde la corriente cálida habla aparecido. Pensando que tres brazadas bastarían para devolverla a terreno seguro, tuvo la valentía de sumergir la cabeza.

A pesar de que era miope, a poca distancia veía bien, y el agua estaba clara. Podía ver hacia abajo, todo a lo largo de su cuerpo, hasta sus pies, que se agitaban como aletas. Pero más abajo no vio otra cosa que oscuridad profunda. El fondo había desaparecido. El susto hizo que respirara con dificultad, y le entró agua por la nariz. Gorgoteando y estremecida, sacó la cabeza para respirar.

Joyce estaba gritando.


¡Trudi! ¿Qué te ocurre, Trudi?

Ésta trató en decir algunas palabras para advertirlas, pero un terror primigenio se había apoderado de ella. Lo único que pudo hacer fue lanzarse en dirección a la orilla, su pánico sólo le permitía agitar el agua, demasiado fresca y extrañamente revuelta.
Oscuridad abajo, algo caliente al acecho para hundirme.

Desde su escondrijo, William Witt vio cómo se agitaba la chica. Su pánico hizo que la erección se le fuese. Algo extraño estaba su cediendo en el lago. Podía ver como dardos en la superficie del agua en torno a Trudi Katz, como peces que acababan de sumergirse. Algunos se desgajaban y se deslizaban hacia las otras chicas. No se atrevió a gritar. Si lo hacía, ellas se darían cuenta de que las estaba espiando. Lo único que pudo hacer fue seguir observando, con creciente alarma, cómo se desarrollaban los acontecimientos en el lago.

Joyce fue la primera en sentir el calor. Se extendía sobre su piel, y también en su interior, como un trago de coñac que agarra las entrañas. Esa sensación la distrajo del chapoteo de Trudi, y de su propio riesgo. Miraba con un extraño despego el agua asaeteada y las burbujas que rompían en la superficie, a su alrededor, surgiendo como lava, lenta y espesa. Incluso cuando intentó hacer píe y no tocó fondo, el pensamiento de que podía ahogarse fue más bien vago. Hubo otros sentimientos más importantes. Uno, que el aire que salía de las burbujas y sus alrededores era el aliento del agua, y el respirarlo, como besar al lago. Dos, que Arleen estaría nadando a su lado muy pronto, con su largo collar dorado flotando tras ella. Seducida por el placer del calor del agua, no se prohibió a sí misma pensamientos que hubiera rechazado unos minutos antes. Las dos, flotando juntas en el mismo cuerpo de agua cálida, acercándose más y más la una a la otra, mientras el líquido elemento que las separaba acunaba los ecos de cada uno de sus movimientos hacia atrás y hacia delante. A lo mejor las dos se disolvían en el agua, licuados sus cuerpos, hasta confundirse con el lago. Ella y Arleen, una fusión, liberadas de toda necesidad de vergüenza; más allá del sexo, en dichosa singularidad.

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