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Authors: Gabriel García Márquez

Tags: #Novela Histórica, Narrativa

El general en su laberinto (7 page)

BOOK: El general en su laberinto
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«Entre él y nosotros está todo el mar de por medio», dijo.

Pero él lo paró de inmediato con una mirada vivaz.

«Ya no», dijo. «Estoy seguro que el pendejo de Joaquín Mosquera lo dejará volver».

Esa idea lo atormentaba desde su último regreso al país, cuando el abandono definitivo del poder se le planteó como un asunto de honor. «Prefiero el destierro o la muerte, a la deshonra de dejar mi gloria en manos del colegio de San Bartolomé», había dicho a José Palacios. Sin embargo, el antídoto llevaba en sí su propio veneno, pues a medida que se acercaba a la decisión final, aumentaba su certidumbre de que tan pronto como él se fuera, sería llamado del exilio el general Santander, el graduado más eminente de aquel cubil de leguleyos.

«Ése sí que es un truchimán», dijo.

La fiebre había cesado por completo, y se sentía con tantos ánimos que le pidió pluma y papel a José Palacios, se puso los lentes, y escribió de su puño y letra una carta de seis líneas para Manuela Sáenz. Esto tenía que parecer extraño aun a alguien tan acostumbrado como José Palacios a sus actos impulsivos, y sólo podía entenderse como un presagio o un golpe de inspiración insoportable. Pues no sólo contradecía su determinación del viernes pasado de no escribir una carta más en el resto de su vida, sino que contrariaba la costumbre de despertar a sus amanuenses a cualquier hora para despachar la correspondencia atrasada, o para dictarles una proclama o poner en orden las ideas sueltas que se le ocurrían en las cavilaciones del insomnio. Más extraño aún debía parecer si la carta no era de una premura evidente, y sólo agregaba a su consejo de la despedida una frase más bien críptica: «Cuidado con lo que haces, pues si no, nos pierdes a ambos perdiéndote tú». La escribió con su modo desbocado, como si no lo pensara, y al final siguió meciéndose en la hamaca, absorto, con la carta en la mano.

«El gran poder existe en la fuerza irresistible del amor», suspiró de pronto. «¿Quién dijo eso?»

«Nadie», dijo José Palacios.

No sabía leer ni escribir, y se había resistido a aprender con el argumento simple de que no había sabiduría mayor que la de los burros. Pero en cambio era capaz de recordar cualquier frase que hubiera oído por casualidad, y aquella no la recordaba.

«Entonces lo dije yo», dijo el general, «pero digamos que es del mariscal Sucre».

Nadie más oportuno que Fernando para esas épocas de crisis. Fue el más servicial y paciente de los muchos escribanos que tuvo el general, aunque no el más brillante, y el que soportó con estoicismo la arbitrariedad de los horarios o la exasperación de los insomnios. Lo despertaba a cualquier hora para hacerle leer un libro sin interés, o para tomar notas de improvisaciones urgentes que al día siguiente amanecían en la basura. El general no tuvo hijos en sus incontables noches de amor (aunque decía tener pruebas de no ser estéril) y a la muerte de su hermano se hizo cargo de Fernando. Lo había mandado con cartas distinguidas a la Academia Militar de Georgetown, donde el general Lafayette le expresó los sentimientos de admiración y respeto que le inspiraba su tío. Estuvo después en el colegio Jefferson, en Charlotteville, y en la Universidad de Virginia. No fue el sucesor con que tal vez el general soñaba, pues a Fernando le aburrían las maestrías académicas, y las cambiaba encantado por la vida al aire libre y las artes sedentarias de la jardinería. El general lo llamó a Santa Fe tan pronto como terminó sus estudios, y descubrió al instante sus virtudes de amanuense, no sólo por su caligrafía preciosa y su dominio del inglés hablado y escrito, sino porque era único para inventar recursos de folletín que mantenían en vilo el interés del lector, y cuando leía en voz alta improvisaba al vuelo episodios audaces para condimentar los párrafos adormecedores. Como todo el que estuvo al servicio del general, Fernando tuvo su hora de desgracia cuando le atribuyó a Cicerón una frase de Demóstenes que su tío citó después en un discurso. Este fue mucho más severo con él que con los otros, por ser quien era, pero lo perdonó desde antes de terminar la penitencia.

El general Joaquín Posada Gutiérrez, gobernador de la provincia, había precedido en dos días a la comitiva para anunciar su llegada en los lugares donde debía hacer noche, y para prevenir a las autoridades sobre el grave estado de salud del general. Pero quienes lo vieron llegar a Guaduas en la tarde del lunes dieron por cierto el rumor obstinado de que las malas noticias del gobernador, y el viaje mismo, no eran más que una artimaña política.

El general fue invencible una vez más. Entró por la calle principal, despechugado y con un trapo de gitano amarrado en la cabeza para recoger el sudor, saludando con el sombrero por entre los gritos y los cohetes y la campana de la iglesia que no dejaban oír la música, y montado en una mula de trotecito alegre que acabó de quitarle al desfile cualquier pretensión de solemnidad. La única casa cuyas ventanas permanecieron cerradas fue el colegio de las monjas, y aquella tarde había de correr el rumor de que a las alumnas les habían prohibido participar en la recepción, pero él les aconsejó a quienes lo contaron que no creyeran en chismes de conventos.

La noche anterior, José Palacios había mandado a lavar la camisa con que el general sudó la fiebre. Un ordenanza se la encomendó a los soldados que bajaron por la madrugada a lavar en el río, pero a la hora de la partida nadie dio razón de ella. Durante el viaje hasta Guaduas, y aun mientras transcurría la fiesta, José Palacios había logrado establecer que el dueño del hostal se había llevado la camisa sin lavar para que el indio taumaturgo hiciera una demostración de sus poderes. De modo que cuando el general regresó a casa, José Palacios lo puso al corriente del abuso del hostelero, con la advertencia de que no le quedaban más camisas que la que llevaba puesta. Él lo tomó con una cierta sumisión filosófica.

«Las supersticiones son más empedernidas que el amor», dijo.

«Lo raro es que desde anoche no volvimos a tener fiebre», dijo José Palacios. «¿Qué tal si el curandero fuera mágico de verdad?»

El no encontró una réplica inmediata, y se dejó llevar por una reflexión profunda, meciéndose en la hamaca al compás de sus pensamientos. «La verdad es que no volví a sentir el dolor de cabeza», dijo. «Ni tengo la boca amarga ni siento que me voy a caer de una torre». Pero al final se dio una palmada en las rodillas y se incorporó con un impulso resuelto.

«No me metas más confusión en la cabeza», dijo.

Dos criados llevaron al dormitorio una gran olla de agua hirviendo con hojas aromáticas, y José Palacios preparó el baño nocturno confiando en que él iba a acostarse pronto por el cansancio de la jornada. Pero el baño se enfrió mientras dictaba una carta para Gabriel Camacho, esposo de su sobrina Valentina Palacios y apoderado suyo en Caracas para la venta de las minas de Aroa, un yacimiento de cobre que había heredado de sus mayores. El mismo no parecía tener una idea clara de su destino, pues en una línea decía que iba para Curazao mientras llegaban a buen término las diligencias de Camacho, y en otra le pedía a éste que le escribiera a Londres a cargo de sir Robert Wilson, con una copia a la dirección del señor Maxwell Hyslop en Jamaica para estar seguro de recibir una aunque se perdiera la otra.

Para muchos, y más para sus secretarios y amanuenses, las minas de Aroa eran un desvarío de sus calenturas. Le habían merecido siempre tan escaso interés, que durante años estuvieron en poder de explotadores casuales. Se acordó de ellas al final de sus días, cuando su dinero empezó a escasear, pero no pudo venderlas a una compañía inglesa por falta de claridad en sus títulos. Aquél fue el principio de un embrollo judicial legendario, que había de prolongarse hasta dos años después de su muerte. En medio de las guerras, de las reyertas políticas, de los odios personales, nadie se equivocaba cuando el general decía "mi pleito". Pues para él no había otro que el de las minas de Aroa. La carta que dictó en Guaduas para don Gabriel Camacho le dejó a su sobrino Fernando la impresión equívoca de que no se irían a Europa mientras no se decidiera la disputa, y Fernando lo comentó más tarde jugando a las barajas con otros oficiales.

«Entonces no nos iremos nunca», dijo el coronel Wilson. «Mi padre ha llegado a preguntarse si ese cobre existe en la vida real».

«El que nadie las haya visto no quiere decir que las minas no existan», replicó el capitán Andrés Ibarra.

«Existen», dijo el general Carreño. «En el departamento de Venezuela».

Wilson replicó disgustado:

«A estas alturas me pregunto inclusive si Venezuela existe».

No podía disimular su contrariedad. Wilson había llegado a creer que el general no lo amaba, y que sólo lo mantenía en su séquito por consideración a su padre, a quien nunca acababa de agradecer la defensa que hizo de la emancipación americana en el parlamento inglés. Por infidencia de un antiguo edecán francés sabía que el general había dicho: «A Wilson le falta pasar algún tiempo en la escuela de las dificultades, y aun de la adversidad y la miseria». El coronel Wilson no había podido comprobar si era cierto que lo había dicho, pero de todos modos consideraba que le hubiera bastado con una sola de sus batallas para sentirse laureado en las tres escuelas. Tenía veintiséis años, y hacía ocho que su padre lo había enviado al servicio del general, después que concluyó sus estudios en Westminster y Sandhurst. Había sido edecán del general en la batalla de Junín, y fue él quien llevó el borrador de la Constitución de Solivia a lomo de mula por una cornisa de trescientas sesenta leguas desde Chuquisaca. Al despedirlo, el general le había dicho que debía estar en La Paz a más tardar en veintiún días. Wilson se cuadró: «Estaré en veinte, Excelencia». Estuvo en diecinueve.

Había decidido regresar a Europa con el general, pero cada día aumentaba su certeza de que éste tendría siempre un motivo distinto para diferir el viaje. El que hubiera hablado otra vez de las minas de Aroa, que no habían vuelto a servirle de pretexto para nada desde hacía más de dos años, era para Wilson un indicio descorazonador.

José Palacios había hecho recalentar el baño después del dictado de la carta, pero el general no lo tomó, sino que siguió caminando sin rumbo, recitando completo el poema de la niña con una voz que resonaba por toda la casa. Siguió con poemas escritos por él que sólo José Palacios conocía. En las vueltas pasó varias veces por la galería donde estaban sus oficiales jugando a la ropilla, nombre criollo de la cascarela gallega, que él también solía jugar en otro tiempo. Se detenía un momento a mirar el juego por encima del hombro de cada uno, sacaba sus conclusiones sobre el estado de la partida, y proseguía el paseo.

«No sé cómo pueden perder el tiempo con un juego tan aburrido», decía.

Sin embargo, en una de las tantas vueltas no pudo resistir la tentación de pedirle al capitán Ibarra que le permitiera remplazado en la mesa. No tenía la paciencia de los buenos jugadores, y era agresivo y mal perdedor, pero también era astuto y rápido y sabía ponerse a la altura de sus subalternos. En aquella ocasión, con el general Carreño como aliado, jugó seis partidas y las perdió todas. Tiró el naipe en la mesa.

«Este es un juego de mierda», dijo. «A ver quién se atreve en el tresillo».

Jugaron. El ganó tres partidas continuas, se le enderezó el humor, y trató de ridiculizar al coronel Wilson por el modo en que jugaba al tresillo. Wilson lo tomó bien, pero aprovechó su entusiasmo para sacarle ventaja, y no volvió a perder. El general se puso tenso, sus labios se hicieron duros y pálidos, y los ojos hundidos bajo las cejas enmarañadas recobraron el fulgor salvaje de otros tiempos. No volvió a hablar, y una tos perniciosa le estorbaba para concentrarse. Pasadas las doce hizo parar el juego.

«Toda la noche he tenido el viento en contra», dijo.

Llevaron la mesa a un lugar más abrigado, pero él siguió perdiendo. Pidió que hicieran callar los pífanos que se oían muy cerca de allí, en alguna fiesta desperdigada, pero los pífanos siguieron por encima del escándalo de los grillos. Se hizo cambiar de puesto, se hizo poner una almohada en la silla para quedar más alto y cómodo, se bebió una infusión de flores de tilo que le alivió la tos, jugó varias partidas caminando de un extremo al otro de la galería, pero siguió perdiendo. Wilson mantuvo fijos en él sus límpidos ojos encarnizados, pero él no se dignó enfrentarlo con los suyos.

«Este naipe está marcado», dijo.

«Es suyo, general», dijo Wilson.

Era uno de sus naipes, en efecto, pero lo examinó de todos modos, carta por carta, y al final lo hizo cambiar. Wilson no le dio respiro. Los grillos se apagaron, hubo un silencio largo sacudido por una brisa húmeda que llevó hasta la galería los primeros olores de los valles ardientes, y un gallo cantó tres veces. «Es un gallo loco», dijo Ibarra. «No son más de las dos». Sin apartar la vista de las cartas, el general ordenó en un tono áspero:

«¡De aquí nadie se mueve, carajos!»

Nadie respiró. El general Carreño, que seguía el juego con más ansiedad que interés, se acordó de la noche más larga de su vida, dos años antes, cuando esperaban en Bucaramanga los resultados de la Convención de Ocaña. Habían empezado a jugar a las nueve de la noche, y habían terminado a las once de la mañana del día siguiente, cuando sus compañeros de juego se concertaron para dejar que él ganara tres partidas continuas. Temiendo una nueva prueba de fuerza en aquella noche de Guaduas, el general Carreño le hizo al coronel Wilson una señal de que empezara a perder. Wilson no le hizo caso. Luego, cuando éste pidió una tregua de cinco minutos, lo siguió a lo largo de la terraza y lo encontró desaguando sus rencores amoniacales sobre los tiestos de geranios.

«Coronel Wilson», le ordenó el general Carreño. «¡Firme!»

Wilson le replicó sin volver la cabeza:

«Espérese a que termine».

Terminó con toda calma, y se volvió abotonándose la bragueta.

«Empiece a perder», le dijo el general Carreño. «Aunque sea como un acto de consideración por un amigo en desgracia».

«Me resisto a hacerle a nadie semejante afrenta», dijo Wilson con un punto de ironía.

«¡Es una orden!», dijo Carreño.

Wilson, en posición de firmes, lo miró desde su altura con un desprecio imperial. Después volvió a la mesa, y empezó a perder. El general se dio cuenta.

«No es necesario que lo haga tan mal, mi querido Wilson», dijo. «Al fin y al cabo es justo que nos vayamos a dormir».

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