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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

El fantasma de Harlot (3 page)

BOOK: El fantasma de Harlot
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Por lo tanto, después de trabajar tantos años con personas imperfectas aprendí a vivir un poco con las fallas de los demás, siempre que no significaran un peligro excesivo. Sin embargo, mi propia deserción del absoluto matrimonial me dejaba enfermo de miedo. La noche a la que me he venido refiriendo, en que avanzaba a ciegas, estaba casi seguro de que tendría un accidente. Me sentía atrapado en negociaciones invisibles y monstruosas. Me parecía (sin ningún atisbo de lógica) .que si permanecía vivo, a los demás les ocurrirían cosas terribles. ¿Pueden entenderlo? Yo no lo intento, pues estoy convencido de que en esa forma de pensar acecha la lógica del suicida. Kittredge, cuya mente es brillante, rica en intuiciones, observó en una oportunidad que el suicidio se entendería mejor a partir de la suposición de que no había una, sino dos razones para cometerlo: las personas pueden matarse por la razón obvia de que están acabadas, espiritualmente humilladas a la enésima potencia; igualmente, pueden ver su suicidio como la honorable finalización de un terror profundamente arraigado. Algunas personas, decía Kittredge, están tan comprometidas con los espíritus malignos que se creen capaces, con su solo deseo, de destruir ejércitos enteros de malignidad. Es como incendiar un granero para exterminar las termitas que de lo contrario podrían infestar la casa.

Lo mismo es posible afirmar acerca del asesinato, un acto abominable que, no obstante, puede ser patriótico. Kittredge y yo no hablábamos mucho de asesinato. Era un tema que nos avergonzaba, particularmente a mí. Mi padre y yo pasamos casi tres años de nuestras vidas tratando de asesinar a Fidel Castro.

Permítanme regresar, sin embargo, a esa carretera cubierta de hielo. Mi instinto de conservación mantenía el volante con una ligera presión, pero mi conciencia estaba lista para triturarlo. Había quebrantado algo más que un voto matrimonial: había roto un voto de amantes. Kittredge y yo éramos un par de amantes fabulosos, y no me refiero a nada tan vigoroso como copular hasta que aúllen los perros. Simplemente me atengo a la raíz de la palabra. Éramos amantes fabulosos. Nuestro matrimonio era la conclusión de uno de esos austeros mitos que nos instruyen en la tragedia. Si sueno como un asno por hablar de mí en un tono tan elevado es porque me siento incómodo cuando describo nuestro amor. Por lo general, no me refiero a él. La felicidad y la tristeza absoluta manan de una herida común.

Me atendré a los hechos. Son brutales, pero mejores que una ofuscación sentimental. Kittredge sólo había tenido dos hombres en su vida: su primer marido y yo. Empezamos nuestra relación mientras ella todavía estaba casada con él. Poco tiempo después de que empezara a traicionarlo —era la clase de hombre que hablaría de una traición— el marido tuvo una caída terrible cuando escalaba una montaña y se quebró la columna. Era el guía, y al perder pie arrastró consigo al muchacho que estaba amarrado a él en el saliente de roca. El ancla se soltó con la sacudida. Christopher, el adolescente que murió en la caída, era el único hijo del matrimonio.

Kittredge jamás pudo perdonárselo a su marido. El chico tenía dieciséis años y no coordinaba demasiado bien los movimientos. Nunca debió haber sido llevado a escalar esa ladera en particular. Además, ¿cómo perdonarse a sí misma? Nuestra relación le pesaba. Sepultó a Christopher y cuidó de su marido las quince semanas que permaneció en el hospital. Una noche, poco tiempo después de que él volviese a casa, Kittredge decidió meterse en la bañera y cortarse ambas muñecas con un afilado cuchillo de cocina, después de lo cual se recostó, dispuesta a desangrarse hasta morir. Pero fue salvada.

Por mí. Desde el día del accidente no había permitido que nos pusiéramos en comunicación. Ese hecho tan terrible había abierto un espacio entre nosotros como una fisura en la tierra que separara dos casas vecinas a un kilómetro de distancia. Bien podría haber sido decretado por Dios. Me dijo que no fuese a verla. No lo intenté. Sin embargo, esa noche que se cortó las venas, volé de Washington a Boston y de allí a Bangor, donde alquilé un coche y me dirigí a Mount Desert presa de un brutal desasosiego. Oí que me llamaba desde las cavernas más profundas de su ser, de las que ni siquiera ella tenía conciencia. Llegué a la casa y la hallé sumida en el silencio. Entré por una ventana. En la planta baja estaban el inválido y su enfermera; en el primer piso Kittredge, presumiblemente dormida en la cama. Vi la puerta del cuarto de baño cerrada; ella no contestó. Entonces rompí la puerta. Si me hubiese demorado diez minutos habría sido demasiado tarde.

Reanudamos nuestra relación. Ahora no había cuestionamientos. Estremecidos por la tragedia, reafirmados por la pérdida y dignificados por pensamientos compartidos, nos sentíamos profundamente enamorados.

Los mormones creen que uno no se casa para esta vida solamente: si contrae enlace en el Templo, pasará la eternidad con su pareja. Yo no soy mormón, pero medidos incluso por una vara tan elevada, estábamos enamorados. No concebía que pudiese llegar a aburrirme en compañía de mi mujer, tanto en la vida como en la muerte. El tiempo transcurrido con Kittredge viviría para siempre; los demás nos interrumpían como si entraran en nuestro cuarto con un reloj en la mano.

No había empezado así nuestra relación. Ya antes del accidente nos queríamos mucho. Como éramos primos terceros, la sombra del incesto intensificaba la dicha. Pero se trataba de un afecto calificado, de primer nivel. No estábamos en absoluto preparados para morir el uno por el otro, ahora que habíamos superado una pésima racha. Su marido, Hugh Montague —
Harlot
— cobró más importancia en mi psique que mi pobre propio yo. Había sido mi tutor, mi padrino, mi padre sustituto y mi jefe. Entonces yo tenía treinta y nueve años, pero ante su presencia me sentía un muchacho de veinte. Cohabitar con su mujer hacía que me viera a mí mismo como un cangrejo ermitaño que acababa de mudarse a un caparazón más impresionante; simplemente esperaba que me desalojaran.

Naturalmente, como cualquier amante reciente en una relación tan importante, yo no le preguntaba a Kittredge cuáles eran sus motivos. Bastaba con que me deseara. Pero ahora, después de doce años juntos, diez de ellos como marido y mujer, puedo dar una razón. Estar casado con una buena mujer es vivir con tiernas sorpresas. Amo a Kittredge por su belleza y —debo decirlo— por su profundidad. Ambos sabemos que su pensamiento es más profundo que el mío. Aun así, a menudo me siento desconcertado ante la aparición de un espacio sorprendente en el brillante funcionamiento de su mente. No ha tenido una carrera semejante a la de otras mujeres. No conozco muchas graduadas de Radcliff que hayan trabajado para la CIA.

Ítem: La noche en que hicimos el amor por primera vez, hace doce años, llevé a cabo ese simple acto de homenaje con los labios y la lengua que muchos de nuestros graduados universitarios están preparados para ofrecer en el transcurso del acto. Kittredge, al sentir una serie totalmente inusual de sensaciones en el arco que va de muslo a muslo, exclamó: «Hace años que esperaba esto». En seguida afirmó que me aproximaba a la perfección pagana. «Eres el cielo del diablo», dijo. (¡No hay nada como la sangre escocesa!) No parecía tener más de veintisiete años esa primera noche, pero había estado casada dieciocho años y medio de sus cuarenta y uno. Me dijo que Hugh Tremont Montague (¿quién no le habría creído?) era el único hombre que había conocido. Por otra parte, Harlot era diecisiete años mayor, y de muy alto grado en el escalafón. Como una de sus habilidades era trabajar con los agentes dobles más calificados, había desarrollado un sentido finísimo para detectar las mentiras de las otras personas, mayor aún que el sentido al que éstas podían llegar a aspirar jamás. Para entonces ya no confiaba en nadie y, por supuesto, nadie a su alrededor podía estar seguro de cuándo Harlot decía la verdad. En aquellos lejanos días, Kittredge solía quejarse de que no sabía si él era un modelo de fidelidad, una abominación de infidelidad o un pederasta encubierto. Creo que empezó su relación conmigo (si preferimos escoger el motivo malo en vez del bueno) porque quería averiguar si era capaz de llevar a cabo un operativo bajo sus propias narices sin que él se diera cuenta.

El buen motivo vino después. Su amor hacia mí se profundizó no porque le hubiese salvado la vida sino porque fui sensible a la mortal desesperación de su espíritu. Ahora sé que para la mayoría de la gente esto no basta. Nuestra relación recomenzó. Esta vez hicimos del amor un valor absoluto. Ella era la clase de mujer que no puede concebir continuar en una situación así sin casarse. El amor era un estado de gracia, y debía ser protegido por muros sacramentales.

Por lo tanto, se sintió obligada a decírselo a su marido. Fuimos a Hugh Tremont Montague y él consintió en darle el divorcio. Posiblemente ése haya sido el momento más infeliz de mi vida. Yo le temía a Harlot como quien teme a un hombre que es capaz de decidir la muerte de otros. Antes del accidente, cuando era alto y delgado y parecía perfectamente constituido, se comportaba siempre como si la autoridad con que contaba fuese sagrada. Alguien de arriba lo había ungido.

Ahora, con la columna fracturada, confinado en la silla de ruedas, seguía teniendo autoridad. Pero eso no era lo peor; yo aún lo reverenciaba. No sólo había sido mi jefe, sino mi maestro en el único arte espiritual que respetan los muchachos y los hombres estadounidenses: el machismo. Daba lecciones vitales de cómo comportarse con gracia aun en situaciones de presión extrema. La hora que Kittredge y yo pasamos juntos a ambos lados de su silla de ruedas es una contusión en la carne de la memoria. Recuerdo que se echó a llorar antes de que terminásemos.

Yo no podía creerlo. Más tarde, Kittredge me dijo que fue la única vez que lo vio llorar. Se le sacudían los hombros, le subía y le bajaba el diafragma, las piernas tullidas permanecían inmóviles. Era un lisiado reducido a su dolor. Nunca olvidé esa imagen. Si comparo este abominable recuerdo a una contusión, debo agregar que nunca se curó del todo. Se oscureció. Estábamos sentenciados a conservar un gran amor.

Kittredge tenía fe. Para ella, creer en la existencia del absurdo era entregarse al demonio. Estábamos aquí para ser juzgados. De modo que nuestro amor sería medido por las alturas a las que pudiera trepar desde la mazmorra de sus bajos comienzos. Yo me suscribí a su fe. Para nosotros, era la única creencia posible.

Por eso, ¿cómo pude pasar mis horas más recientes de este gris día de marzo derramándome y deslizándome sobre los extremadamente amistosos pechos y vientre de Chloe? Los besos de mi amante eran como caramelo, blandos y pegajosos, interminablemente húmedos. Era indudable que, desde la secundaria, Chloe había estado haciendo el amor con la boca a sus amigos. Su surco era un meollo bien lubricado, sus ojos sólo se iluminaban cuando estaba excitada. Si por un momento nos deteníamos, ella se ponía a hablar con la más feliz de las voces sobre lo primero que le venía a la cabeza. Su charla siempre se refería a caravanas (vivía en una), a lo fácilmente que se incendiaban, y a camioneros con grandes acoplados que pedían una taza de café con aires de gran importancia. Contaba anécdotas de antiguos novios a quienes veía en el comedor del pueblo.

«Vaya —dije como si me dirigiera a mí mismo—, cuánto ha estado comiendo. ¡Gordo!» Luego tuve que preguntarme: «Chloe, ¿es tu culo eso tan grande que tienes detrás?». Le eché la culpa a Bath. «Aquí no hay otra cosa que hacer en invierno más que comer, y buscar a tíos tan hambrientos como tú.» Me dio una palmada amistosa en las nalgas como si jugásemos en el mismo equipo (un gesto típico en los pueblos pequeños cuando alguien quiere saber cuánto vale una persona) y volvimos a lo nuestro. Había un deseo en mi carne (despertado por la gente común) que ella accionaba con sólo apretar un gatillo. Deslizarse y resbalar y cantar a coro, mientras ululan los demonios del bosque.

La conocí fuera de temporada en el restaurante donde trabajaba. Era una noche tranquila, y yo no solamente estaba solo sino que era el único comensal en esa sección del salón. Me atendió con aire amigable y sereno, compenetrada con la idea de que una comida que me gustase era más conveniente para ella que una comida que no me gustase. Como otras buenas personas materialistas, también era maternal: consideraba que el dinero venía en varias clases de sabores emocionales. Se necesitaba dinero feliz para comprar un artefacto confiable.

Cuando pedí el cóctel de gambas meneó la cabeza.

«No pida gambas —dijo—. Han muerto y resucitado tres veces. Pida la sopa de mariscos.»

Eso hice. Me guió en mi elección durante toda la comida. Quería que la bebida estuviera bien. Todo lo hacía sin aspavientos: yo quedaba libre para refugiarme en mis propios pensamientos, ella en los suyos. Charlábamos con el excedente que nos dejaba el estado de ánimo. Puede que una de cada diez camareras disfrute tanto con un cliente solitario como Chloe. Al cabo de un rato me di cuenta de que me sentía muy cómodo con ella, y eso que se trataba de una conquista accidental, lo cual no era mi estilo.

Volví al restaurante otra noche tranquila y ella se sentó y tomó el postre y el café conmigo. Me contó acerca de su vida. Tenía dos hijos, de veinte y veintiún años. Vivían en Manchester, New Hampshire, y trabajaban en la fábrica de papel. Declaró tener treinta y ocho años, y dijo que su marido se había separado de ella hacía cinco. La sorprendió con otro. «Tenía razón. Yo era una borracha entonces, y uno no puede confiar en una borracha. Tenía los tobillos gordos y redondos como patines.» Rió de tan buena gana que parecía estar contemplando su propio retozar pornográfico.

Fuimos a su caravana. Tengo una habilidad que, creo, fue desarrollada por mi profesión. Me concentro en lo que tengo entre manos. Puedo hacer caso omiso de crisis interdepartamentales, infracciones burocráticas, filtraciones de información secreta, incluso ataques del inconsciente, como mi primera infidelidad a Kittredge. Tengo un paquete que considero de tipo medio, buen servidor, una polla tan vulnerable como la de cualquiera. Vibra cuando la alientan y se marchita cuando la culpa se aproxima. De modo que es un testimonio de mi poder de concentración y de las exhibiciones voluptuosas de Chloe (puede decirse que es un crimen contra el placer público verla con ropa) el que, considerando la singularidad y la magnitud de mi transgresión matrimonial, sólo hubiera un asomo de flaccidez, de vez en cuando, en el buen muchacho de allí abajo. La verdad es que tenía hambre de lo que Chloe podía ofrecer.

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