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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

El fantasma de Harlot (10 page)

BOOK: El fantasma de Harlot
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Saqué de la funda la Luger de mi padre, cogí una carga de balas de 9 mm, inserté el cargador y oí cómo las balas llegaban a la recámara. Para el amante de las armas de fuego, ése es un sonido agradable (y en ese momento yo era un amante de las armas de fuego). Luego me dirigí a la puerta del dormitorio, la abrí, la cerré con llave, me metí la llave en el bolsillo y, arma en mano, caminé por el pasillo.

Mi padre solía decir que la Luger era la contribución más confiable que había hecho Alemania a la vida tranquila y placentera. De perfil, esa pistola es tan agraciada como Sherlock Holmes, y su peso en la palma de la mano hace que uno se sienta un buen tirador, del mismo modo que un buen caballo nos sugiere que podemos llegar a ser buenos jinetes. Ya me sentía preparado.

La Custodia es una casa con siete puertas, un signo, podría decirse, de la suerte que está lista a conceder. En la vieja casa tenemos una puerta principal, otra trasera y una entrada lateral para el Cunard (que da a una escalera que lleva a la playa), dos puertas a cada lado del Campamento, la salida de la despensa y una puerta trampa que da al sótano.

Elegí la puerta de la despensa. No había luz en las ventanas más próximas y el viento hacía suficiente ruido como para ahogar el chirrido de las bisagras o el cerrojo. Salí al exterior sin anunciarme.

Fuera, la oscuridad era absoluta. Sentí alivio porque el suelo estaba húmedo, lo que silenciaba mis pisadas. No me había sentido tan lleno de vida (al menos de esta manera) desde mi estancia en Vietnam hacía ya quince años. De hecho, antes de recorrer diez pasos volvió a mí todo lo que había aprendido cuando salía a patrullar con el pelotón. Es maravilloso ser conscientes de que todo nuestro cuerpo está alerta, las puntas de los dedos, la vista, el olfato, el oído, incluso el gusto al sentir el aire en nuestras lenguas.

Sin embargo, durante el tiempo que tardé en salir del extremo abierto del cobertizo, se me hizo evidente que era tan probable topar con un desconocido de guardia como pasar inadvertido a quienquiera estuviese vigilando la casa. Como he dicho, la noche era oscura, y el viento soplaba con tal furia que yo podía dar diez pasos rápidos sobre la alfombra de agujas de pino sin oír mis propias pisadas ni, si vamos al caso, el latigazo de alguna rama. Pronto me di cuenta de que para descubrir algo debía dar la vuelta a la casa desde cierta distancia y luego, cada cuarenta o cincuenta pasos, dirigirme en dirección a las luces. Si era lo suficientemente cuidadoso podría sorprender a alguien desde atrás, suponiendo, claro está, que ellos estuvieran donde yo creía. ¿Y si merodeaban, como yo? ¿Tenía que cuidarme las espaldas? Caminé en círculos en una y otra dirección.

Debo de haber estado fuera de la casa unos veinte minutos cuando di con el primer guardia. Un hombre de poncho, sentado en un tronco de árbol con un walkie-talkie en la mano. Lo vi desde una distancia de quince metros. Tenía la atención puesta en la puerta principal, cuya luz reveló su silueta. Había adoptado una postura que indicaba atención, aunque no excesiva: la de un cazador aguardando que el ciervo salga de su escondrijo. De inmediato sospeché que su misión era avisar por el walkie-talkie apenas apareciese alguien.

Durante un momento me sentí tentado de dispararle. Levanté la Luger, apunté al objeto oscuro que era su cabeza, y me di cuenta de que, tanto legal como espiritualmente, podía hacerlo. No recuerdo haberme sentido jamás tan seguro con un arma. En verdad, hacía quince años que no disparaba; la última vez había sido en Vietnam en medio de una feroz y repentina escaramuza. Todos disparaban sus armas al mismo tiempo y yo, enloquecido y ciego de furia, dominado por la fiebre del combate, descargué una Magnum 357 sobre unos matorrales cuyo aspecto no me gustaba. A diferencia de las películas de guerra que había visto, ningún oriental salió de detrás del follaje caminando atolondradamente; volé los arbustos, eso fue todo. ¡El poder de la Magnum!

Se trataba de manía de combate, mezclada con bastante miedo (¡y marihuana!) y apenas guardaba relación con el resto de mi vida. El mismo impulso surgió ahora del centro de mi ser, tan frío e implacable como el deseo de arrastrar a Kittredge hasta la Cripta. En una palabra, sentí el mal, y me gustó, y me enorgullecí de que no me temblara la mano. Nunca había sostenido tan firmemente un arma. Supuse que el hombre debía de formar parte de un grupo, por lo que no sería prudente disparar, ya que si lo hacía desencadenaría una situación que aún no comprendía del todo. Sin embargo, no me parecía peligrosa, al menos en ese momento, y en medio de aquellos bosques familiares. La noche parecía estar pendiente de algo que ambos, el guardia y yo, esperábamos que sucediera.

De modo que me alejé del hombre del walkie-talkie y continué mi inspección alrededor de la casa. Me sentía equilibrado, tranquilo, peligroso para los demás y en armonía con la aromática humedad de los pinos que me rodeaban. En ese espléndido estado debo de haber dado unos cincuenta pasos siguiendo el perímetro que me había trazado a mí mismo antes de encaminarme nuevamente hacia el centro. Esta vez no vi a nadie cerca del Campamento, ni de ninguna de las puertas. Sin embargo, la siguiente vez que me acerqué con la intención de dirigirme al Cunard, detecté, en el lugar donde la escalera de la playa desciende hasta la saliente de roca, cierto movimiento que parecía pertenecer más a un hombre que a un arbusto. Luego oí el aleteo de un poncho. Un sonido tan fuerte como el de una vela mayor al atrapar el viento. Otro guardia.

Apenas pude distinguirlo. No era más que una oscuridad en medio de otra. El Cunard, tal como lo he descrito, proyectaba su voladizo sobre la casa y permitía una vista de la bahía de Blue Hill. En ese momento me encontraba oculto por la negra invisibilidad del saliente de roca debajo del voladizo. Si daba un paso, revelaría mi presencia. Por lo tanto, retrocedí. Apenas acababa de salir de debajo del voladizo cuando se encendió una luz en la sala del Cunard. Desde donde me encontraba alcancé a ver, al otro lado de la ventana, la cabeza y los hombros de un hombre, un hombre que conocía pero cuyo nombre no recordaba. Podía jurar, aun así, que se trataba de alguien de Langley. Sí, era uno de nosotros.

Regresé a la leñera, manteniéndome a distancia del primer guardia. No temía particularmente por Kittredge. El desconocido del Cunard —que no obstante me resultaba familiar— no parecía amenazador, sino más bien preocupado. Estaba tan seguro de esto que guardé la Luger en el cajón de un viejo armario de la despensa, como si todo pudiera torcerse si seguía con el arma en la mano. El reconocimiento de los bosques, aunque resultó de un valor limitado, había fortalecido mi ego y calmado mi ansiedad. Pude determinar quién era el visitante: un alto oficial de la oficina de Seguridad. Y yo lo conocía. Lo conocía bien. Arnie Rosen. Reed Arnold Rosen. En el tiempo que había tardado yo en regresar a la casa, él se había trasladado del Cunard hasta nuestro estudio, y fue allí donde me lo encontré, sentado en mi sillón favorito, fumando su pipa. Reed Arnold Rosen, en una oportunidad Arnie, luego Ned, y ahora Reed, para sus amigos y compañeros de trabajo. Probablemente yo podía ser considerado ambas cosas. Habíamos hecho la instrucción juntos en la Granja y nos habíamos visto muchas veces cuando éramos ayudantes de Harlot. ¿Cuánto hacía de eso? ¿Veintisiete años? Sí, conocía a Reed y él me conocía a mí. Sólo que por la naturaleza de nuestra carrera, él había prosperado más que yo.

A pesar de ello, sentí el incontenible impulso de usar el viejo apodo de Arnie.

—Hola, Reed —dije.

—Te ves muy bien, Harry.

Yo sabía que no era cierto.

—Estoy hecho un asco —dije—, pero fuera está todo mojado.

Asintió.

—Yo también estuve fuera, pero más temprano.

En su traje con chaleco no había nada que delatase que efectivamente había sido así. La tela inglesa y un sastre de Londres le habían permitido exponerse a la humedad sin evidenciarlo.

Si el pedigrí de las personas fuese tan bueno como el de los perros, los mejores de nosotros (ya fueran escoceses, irlandeses, ucranianos, italianos o lituanos) habrían dejado atrás sus diferencias étnicas. Parecemos de una misma raza; somos lo que ha hecho de nosotros nuestro ambiente vocacional: de la Inteligencia estadounidense. Aun cuando mi vida profesional estaba a punto de zozobrar (y eso sin hacer mención de mi ropa embarrada), me irritaba un poco el que yo, que pertenecía a un buen criadero, tuviera en aquel momento peor aspecto que Rosen. El pulcro cuerpo de mediana estatura, el pelo canoso cortado al rape, la nariz corta y afilada, el firme labio superior (que siempre parecía estar apretando los dientes cubiertos de fundas), incluso sus gafas de marco metálico, se adecuaban al traje gris que llevaba puesto del mismo modo que una flor armoniza con su tallo.

Aun así, me alegré de verlo. Descubrir que mi inquisidor (a quien yo debía de haber estado aguardando desde hacía meses) era un oficial civilizado, de alta jerarquía, como Ned Rosen, hacía que me sintiese (es absolutamente imposible explicar la lógica de estos asuntos administrativos) de regreso en la Compañía.

—Menudo viajecito tuvimos que hacer para llegar a tus bosques —dijo.

Cuánto había mejorado desde los viejos tiempos. Cuando nos preparábamos juntos, Rosen, que había estudiado en Columbia y había pertenecido a la sociedad Phi Beta Kappa y a otras por el estilo, padecía de inflamación adenoidea. Su inteligencia nasal no dejaba de barrenar hacia delante. Era un tipo rechazado por todos los grupos exclusivos incluso antes de que se formaran.

Ahora estaba casado con una agradable y gris dama episcopalista con quien una vez, debo admitirlo, tuve una cita memorable en Montevideo, y obviamente había aprendido mucho de ella. La nasalidad se había metamorfoseado en la resonancia de un alto oficial del gobierno.

—Sí —dijo—, pareces mojado, y yo no estoy seco.

Bastante calentamiento previo, sin embargo.

—¿Fuiste tú quien telefoneó a Kittredge esta noche? —pregunté. Se tomó su tiempo para responder, más por decoro que por cautela.

—¿Acerca de Hugh Montague?

—Sí.

—Harry, yo no le telefoneé. Le traje las noticias.

—¿Cuándo?

—Hace un rato.

Debió de haber llegado no mucho después de que yo hiciese mi llamada desde la gélida cabina telefónica del camino de la costa. De modo que estaba en la casa cuando regresé. Sus hombres de los walkie-talkies me habrían oído llegar por el bosque, habrían oído, presumiblemente, el castañeteo de mis dientes mientras buscaba la llave para abrir la puerta. Y se lo habrían comunicado al pequeño auricular que Reed llevaba en el oído.

Me puse de pie para atizar el fuego y pude comprobar que sí, tenía un audífono color piel en el oído derecho.

—¿Qué has estado haciendo desde que llegaste? —pregunté.

—Tratando de pensar.

—¿Dónde lo hacías?

—Bien, por lo general, en uno de los cuartos de huéspedes.

Dio una chupada a su pipa.

—Los que están fuera, ¿son tus damas de compañía?

—Se supone que sí.

—He contado dos.

—De hecho —dijo Reed—, hay tres de los nuestros allí fuera.

—¿Todos por mí?

—Harry, es un asunto complicado.

—¿Por qué no los haces entrar? —pregunté—. Hay otros cuartos de huéspedes.

Meneó la cabeza.

—Mis hombres —dijo— están preparados para esperar.

—¿Esperan a más personas?

—Harry, no juguemos al ping-pong. Debo discutir una situación que se nos ha ido de las manos.

Eso quería decir que en Langley nadie tenía idea de qué hacer a continuación.

Mi paseo Luger en mano no había calmado por completo mi ansiedad, después de todo. Me sentía lúcido. Exponerme al peligro era la receta ideal para mis malformaciones espirituales.

—Ned —pregunté—, ¿quieres un trago?

—¿Tienes Glenlivet?

—Sí.

Decidió explayarse acerca de sus virtudes. Eso me fastidió. No necesitaba oír el discurso que se había aprendido en su visita a las destilerías durante el viaje en coche que había hecho por Escocia con su gris esposa escocesa. Busqué una botella en el armario del estudio y serví dos vasos de whisky, puro. Me pregunté si después de todo no lo preferiría con hielo, aunque no se animase a confesarlo. Le pregunté:

—¿Por qué estás aquí?

Me di cuenta de que quería disfrutar un poco más del fuego del hogar y del scotch.

—Sí —dijo—, debemos aclarar eso.

—Me siento honrado de que te hayan enviado a ti —dije.

—Pues mañana por la mañana puedo verme deshonrado —replicó—. Este viaje es cosa mía.

—¿Sin autorización?

—No del todo. Verás, tenía prisa por llegar.

—Bien —dije—, no seguiremos jugando al ping-pong, ¿verdad?

No era propio de su carácter no cubrirse las espaldas. Nadie sabía mejor que él que podemos ser la burocracia más papelera del mundo. De modo que hay veces en que resulta muy importante conseguir el papel adecuado. Nos sentimos más felices cuando una acción poco ortodoxa puede rastrearse en un pedazo de papel.

Y cuando alguna vez nos obligan a movernos sin un programa, estatuto, directiva, memorándum o decreto presidencial, nos sentimos como si estuviéramos desnudos. Rosen no tenía ningún papel.

—Espero que estés preparado para este asunto —dijo.

—Puedes empezar.

Sonrió en señal de asentimiento. Como tenía la pipa en la boca, más que sonrisa, fue una mueca.

—¿Te ha dado Kittredge algún detalle acerca de lo que oyó sobre Harlot? —preguntó.

—Me temo que mi esposa no esté en condiciones de decir nada coherente.

—Harlot —dijo Rosen— dejó esta casa hace tres días, se fue solo en su bote, lo que, como sabes, no era algo inusual en él. Estaba orgulloso de su habilidad para gobernar solo la embarcación, a pesar de su incapacidad física. Pero no regresó. Esta mañana los guardacostas encontraron el bote a la deriva, comprobaron su identidad, y nos llamaron. ¿Puedes creerlo? En los papeles aparecía el teléfono de la oficina de personal de Langley como número al que avisar en caso de accidente. Mientras tanto, el cadáver de un hombre, en estado de descomposición, fue arrastrado hasta las marismas de la bahía de Chesapeake. Se notificó a la Guardia Costera, y poco después mi oficina hizo su aparición en escena. Hoy, justo antes del almuerzo.

—Tengo entendido que para vosotros se trata de un suicidio.

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