El evangelio según Jesucristo (12 page)

BOOK: El evangelio según Jesucristo
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Estas palabras ya no fueron oídas por José, que se había alejado de su providencial palco, primero lentamente, como de puntillas, luego en una loca carrera, saltando las piedras como un cabrito, ansioso, razón por la que, faltando su testimonio, sea lícito dudar de la autenticidad de la filosófica reflexión, tanto en el fondo como en la forma, teniendo en cuenta la más que obvia contradicción entre la notable propiedad de los conceptos y la ínfima condición social de quien los había producido.

Enloquecido, atropellando a quien apareciese ante él, derribando tenderetes de pajareros y hasta la mesa de un cambista, casi sin oír los gritos furiosos de los tratantes del Templo, José no tiene otro pensamiento que el de que van a matarle al hijo, y no sabe por qué, dramática situación, este hombre ha dado vida a un niño, otro se la quiere quitar, y tanto vale una voluntad como otra, hacer y deshacer, atar y desatar, crear y suprimir. Se detiene de pronto, se da cuenta del peligro que corre si sigue esta carrera enloquecida, pueden aparecer por ahí los guardias del Templo y detenerlo, gran suerte, inexplicable, es que aún no hayan acudido atraídos por el tumulto. Entonces, disimulando como puede, como piojo que se acoge a la protección de la costura, se fue metiendo entre la multitud, y en un instante volvió a ser anónimo, la diferencia era que caminaba un poco más deprisa, pero eso, en medio de aquel laberinto de gente, apenas se notaba. Sabe que no debe correr hasta que llegue a la puerta de la ciudad, pero le angustia la idea de que los soldados puedan estar ya en camino, armados terriblemente de lanza, puñal y odio sin causa, y si por desgracia van a caballo, trotando camino abajo, quién los alcanzará, cuando yo llegue estará mi hijo muerto, infeliz pequeño, Jesús de mi alma, ahora, en este momento de la más sentida aflicción, entra en la cabeza de José un pensamiento estúpido que es como un insulto, el salario, el salario de la semana, que va a perderlo, y es tanto el poder de estas viles cosas materiales que el acelerado paso, sin llegar al punto de detenerse, se le retarda un tanto, como dando tiempo al espíritu para ponderar las probabilidades de reunir ambos beneficios, por así decir la bolsa y la vida. Fue tan sutil y mezquina la idea, como una luz velocísima que surgiera y desapareciese sin dejar memoria imperativa de una imagen definida, que José ni vergüenza llegó a sentir, ese sentimiento que es, cuántas veces, pero no las suficientes, nuestro más eficaz ángel de la guarda.

José sale al fin de la ciudad, el camino, ante él, está libre de soldados en todo lo que la vista alcanza, y no se notan señales de agitación popular en esta salida, como sin duda ocurriría si hubiera habido allí parada militar, pero el indicio más seguro es el que le dan los chiquillos, jugando a sus juegos inocentes, sin muestra de la excitación bélica que de ellos se apodera cuando bandera, tambor y clarín desfilan, y aquella ancestral costumbre de ir tras la tropa, si los soldados hubieran pasado no se vería un solo niño, por lo menos escoltarían al destacamento hasta la primera curva, acaso uno de ellos, de más fuerte vocación castrense, decidiría acompañarlos hasta el objetivo de su misión y así se enteraría de lo que le espera en el futuro, matar y ser muerto. Ahora, ya puede correr José y corre, corre, aprovecha el declive todo lo que los faldones de la túnica le permiten, la lleva levantada hasta las rodillas, pero, como en un sueño, tiene la sensación angustiosa de que las piernas no son capaces de acompañar el impulso de la parte superior del cuerpo, corazón, cabeza y ojos, manos que quieren proteger y tanto tardan. Hay quien se para en el camino para mirar, escandalizado, la alucinante carrera, chocante en verdad, pues este pueblo cultiva, en general, la dignidad de la expresión y la compostura del porte, la única justificación que José tiene no es la de que va a salvar al hijo, sino la de que es galileo, gente grosera, sin educación, como ha sido dicho más de una vez.

Pasa ya ante la tumba de Raquel, nunca esta mujer pensó que pudiera llegar a tener tantas razones para llorar a los hijos, cubrir de gritos y clamores las pardas colinas circundantes, arañarse la cara, o los huesos de ella, arrancarse los cabellos, o herir la desnuda calavera.

Ahora, José, antes incluso de llegar a las primeras casas de Belén, deja el camino y ataja campo a través, entre los matojos, Voy por el camino más corto, eso es lo que responderá si quisiéramos saber el motivo de esta novedad, y realmente tal vez lo sea, pero seguro que no es el más cómodo. Evitando encuentros con gente que anda trabajando en los campos, pegándose a las cercas para que no le vean los pastores, José tuvo que dar un rodeo para llegar a la cueva donde la mujer no lo espera a estas horas y el hijo ni a éstas ni a otras, porque está durmiendo. Mediada la cuesta de la última colina, teniendo ante sí la negra hendidura de la gruta, José se ve asaltado por un terrible pensamiento, el de que la mujer pueda estar en la aldea con el hijo, es lo más natural, siendo las mujeres como son, aprovecharía que estaba sola para ir a despedirse tranquilamente de la esclava Zelomi y de algunas de las madres de familia con quienes se había tratado durante esas semanas, a José le correspondería agradecer formalmente a los dueños de la cueva. Durante un instante se vio corriendo por las calles de la aldea, llamando a las puertas, Está aquí mi mujer, sería ridículo decir, Está aquí mi hijo, y ante su aflicción alguien le preguntaría, por ejemplo, una mujer con el hijo en brazos, Hay alguna novedad, y él, No, novedad ninguna, es que salimos mañana temprano y tenemos que hacer las maletas.

Vista desde aquí, la aldea, con sus casas iguales, las azoteas rasas, recuerda el tajo del Templo, piedras dispersas a la espera de que vengan los obreros a colocarlas unas sobre otras y alzar con ellas una torre para la vigilancia, un obelisco para el triunfo, un muro para las lamentaciones. Un perro ladró lejos, otros le respondieron, pero el cálido silencio de la última hora de la tarde flota aún sobre la aldea como una bendición olvidada, casi perdida su virtud, como un lienzo de nube que se desvanece.

La parada apenas duró el tiempo de contarla. En una última carrera el carpintero llegó a la entrada de la cueva, llamó, María, estás ahí, y ella le respondió desde dentro, fue en este momento cuando José se dio cuenta de que le temblaban las piernas, por el esfuerzo hecho, sin duda, pero también, ahora, por la emoción de saber que su hijo estaba a salvo. Dentro, María cortaba unas berzas para la cena, el niño dormía en el comedero. Sin fuerzas, José se dejó caer en el suelo, pero se levantó en seguida, diciendo, Vámonos de aquí, rápido, y María lo miró sin entender, Que nos vayamos, preguntó, y él, Sí, ahora mismo, Pero tú habías dicho, Cállate y arregla las cosas, yo voy a sacar el burro, No cenamos primero, Cenaremos de camino, Va a caer la noche, nos vamos a perder, y entonces José gritó, Te he dicho que te calles y haz lo que te mando.

Se le saltaron las lágrimas a María, era la primera vez que el marido le levantaba la voz y, sin más, empezó a poner en orden y embalar los pocos haberes de la familia, Deprisa, deprisa, repetía él, mientras le ponía la albarda al burro y apretaba la cincha, luego, aturdido, fue llenando las alforjas con lo que encontraba a mano, mezclándolo todo, ante el asombro de María, que no reconocía a su marido. Estaban ya dispuestos para la marcha, sólo faltaba cubrir de tierra el fuego y salir, cuando José, haciendo una señal a la mujer para que no viniera con él, se acercó a la entrada de la cueva y miró afuera. Un crepúsculo ceniciento confundía el cielo con la tierra. Aún no se había puesto el sol, pero una niebla espesa, lo bastante alta como para no perjudicar la visión de los campos de alrededor, impedía que la luz se difundiera. José aguzó el oído, dio unos pasos y de repente se le erizaron los cabellos, alguien gritaba en la aldea, un grito agudísimo que no parecía voz humana, y luego, inmediatamente, todavía resonaban los ecos de colina en colina, un clamor de nuevos gritos y llantos llenó la atmósfera, no eran los ángeles llorando la desgracia de los hombres, eran los hombres enloqueciendo bajo un cielo vacío. Lentamente, como si temiese que lo pudieran oír, José retrocedió hacia la entrada de la cueva y tropezó con María, que aún no había acatado la orden. Toda ella temblaba, Qué gritos son esos, preguntó, pero el marido no respondió, la empujó hacia dentro y con movimientos rápidos lanzó tierra sobre la hoguera, Qué gritos eran esos, volvió a preguntar María, invisible en la oscuridad, y José respondió tras un silencio, Están matando gente.

Hizo una pausa y añadió como en secreto, Niños, por orden de Herodes. Se le quebró la voz en un sollozo seco, Por eso quise que nos fuéramos. Se oyó un rumor de paños y de paja movida, María estaba alzando al hijo del comedero y lo apretaba contra su pecho, Jesús, que te quieren matar, con la última palabra afloraron las lágrimas, Cállate, dijo José, no hagas ruido, es posible que los soldados no vengan hasta aquí, la orden es matar a los niños de Belén que tengan menos de tres años, Cómo lo has sabido, Lo oí decir en el Templo, por eso vine corriendo hasta aquí, Y ahora, qué hacemos, Estamos fuera de la aldea, no es lógico que los soldados vengan a rebuscar por estas cuevas, la orden era sólo para las casas, si nadie nos denuncia, nos salvamos. Salió otra vez a mirar, asomándose apenas, habían cesado los gritos, no se oía más que un coro lloroso que iba menguando poco a poco, la matanza de los inocentes estaba consumada. El cielo seguía cubierto, empezaba la noche y la niebla alta hizo desaparecer Belén del horizonte de los habitantes celestes. José dijo, hablando hacia dentro, No salgas, voy hasta el camino a ver si ya se han ido los soldados, Ten cuidado, dijo María, sin darse cuenta de que el marido no corría ningún peligro, la muerte era para los niños de menos de tres años, a no ser que alguien que anduviera por el camino lo denunciase diciendo, Ese es el carpintero José, padre de un niño que aún no tiene dos meses y se llama Jesús, tal vez sea él el de la profecía, que de nuestros hijos nunca leímos ni oímos que estuvieran destinados a realezas y ahora todavía menos, que están muertos.

Dentro de la cueva, el negror podía palparse. María tenía miedo a la oscuridad, se había acostumbrado desde niña a la presencia continua de una luz en la casa, de la hoguera o del candil, o de ambas, y la sensación, ahora más amenazadora, por encontrarse en el interior de la tierra, de que unos dedos de tiniebla venían a cubrirle la boca la aterrorizaba. No quería desobedecer al marido ni exponer al hijo a una muerte posible saliendo de la caverna pero, segundo a segundo, el miedo iba creciendo en su interior y no tardaría en romper las precarias defensas del buen sentido, de nada valía pensar, Si no había cosas en el aire antes de apagar la hoguera, ahora tampoco las hay, en fin, de algo sirvió haberlo pensado, a tientas metió al niño en el comedero y luego, rastreando con mil cuidados, buscó el sitio de la hoguera, con una tea apartó la tierra que la cubría, hasta hacer aparecer algunas brasas que no se apagaron del todo, y en ese momento el miedo despareció de su espíritu, le vino a la memoria la tierra luminosa, la misma luz trémula y palpitante recorrida por rápidas fulguraciones como una antorcha que corriera por la cresta de un monte. La imagen del mendigo surgió y desapareció inmediatamente, alejada por la urgencia mayor de hacer luz suficiente en la cueva aterradora. María, tanteando, fue al comedero a buscar un puñado de paja, volvió guiada por el pálido lucero del suelo, y al cabo de un momento, resguardado en un rincón que lo ocultaba a quien de fuera mirase, el candil iluminaba las paredes próximas de la caverna con un aura desmayada, evanescente, pero tranquilizadora. María se acercó al hijo que seguía durmiendo, indiferente a miedos, agitaciones y muertes violentas y, con él en brazos, se sentó junto al candil, a la espera. Pasó algún tiempo, el hijo despertó, aunque sin abrir del todo los ojos, hizo algunos pucheros que María, madre experta ya, detuvo con el simple gesto de abrirse la túnica y ofrecer el pecho a la boca ansiosa del niño. Así estaban los dos cuando se oyeron pasos fuera. De momento, María tuvo la impresión de que su corazón se detenía, Serán los soldados, pero eran pasos de una sola persona, si fuesen soldados vendrían juntos, al menos dos, como es táctica y costumbre, y siendo en caso de busca con más razón todavía, uno cubriendo al otro para evitar sorpresas inesperadas, Es José, pensó, y temió que se enfadase con ella por haber encendido el candil. Los pasos, lentos, se aproximaron más, José entraba ya cuando de pronto un estremecimiento recorrió el cuerpo de María, estos no eran, pesados, duros, los pasos de José, quizá sea un vagabundo en busca de cobijo para una noche, antes había ocurrido dos veces y en esas ocasiones María no sintió miedo, porque no imaginaba que un hombre, por amargo e infame de corazón que fuese, pudiera atreverse a hacerle mal a una mujer con el hijo en brazos, no cayó en la cuenta María de que poco antes habían matado a los niños de Belén, algunos, quién sabe, en el mismo regazo de las madres, como en el suyo se encuentra Jesús, aún los inocentes mamaban la leche de la vida y ya el puñal hería su delicada piel y penetraba en la carne tierna, pero eran soldados esos asesinos, no unos vagabundos cualesquiera, que hay su diferencia, y no pequeña. No era José, no era soldado en busca de una acción guerrera cuya gloria no tuviera que compartir, no era un vagabundo sin cobijo ni trabajo, era, sí, de nuevo en figura de pastor, aquel que en figura de mendigo se le había aparecido una y otra vez, aquel que hablando de sí mismo dijo ser un ángel, aunque sin precisar si del cielo o del infierno. María no pensó, al principio, que pudiese ser él, ahora comprendía que no podía ser otro.

Habló el ángel, La paz sea contigo, mujer de José, sea también la paz con tu hijo, él y tú afortunados por tener casa en esta cueva, ya que, de no ser así, estaría ahora uno de vosotros despedazado y muerto, mientras el otro se hallaría vivo pero despedazado. Dijo María, Oí los gritos, Dijo el ángel, Sí, sólo los oíste, pero un día los gritos que no has dado han de gritar por ti, y antes de ese día oirás gritar mil veces a tu lado. Dijo María, Mi marido ha ido al camino a ver si los soldados ya se han retirado, no estaría bien que te encontrara aquí. Dijo el ángel, No te preocupe eso, me iré antes de que él llegue, he venido sólo para decirte que tardarás en verme, todo lo que era necesario que ocurriera ha ocurrido ya, faltaban esas muertes, faltaba, antes de ellas, el crimen de José. Dijo María, Qué crimen de José, mi marido no ha cometido ningún crimen, es un hombre bueno.

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