El evangelio según Jesucristo (7 page)

BOOK: El evangelio según Jesucristo
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José miró hacia atrás, venía María en su asno, con un chiquillo ante ella, montando a horcajadas, a la manera de los hombres y, por un instante, imaginó que era ya su hijo y a María la vio como si fuera la primera vez, avanzando en delantera de la tropa femenina, ahora engrosada. Todavía resonaban en sus oídos las extrañas palabras de Simeón, pero le costaba trabajo aceptar que una mujer pudiera tener tanta importancia, al menos ésta suya nunca le dio señal, por mediocre que fuese, de valer más que el común de todas. Fue en este momento, pero entonces iba mirando hacia delante, cuando le vino a la memoria el caso del mendigo y de la tierra luminosa. Se estremeció de la cabeza a los pies, se le erizaron el pelo y las carnes, y aún más cuando, al volverse de nuevo hacia María, vio, con sus ojos claramente visto, caminando al lado de ella a un hombre alto, tan alto que sus hombros se veían por encima de las cabezas de las mujeres y era, por estos signos, el mendigo que nunca pudiera ver.

Volvió a mirar y allí estaba él, presencia insólita, incongruencia total, sin ninguna razón humana que justificara su presencia, varón entre mujeres. Iba José a pedirle a Simeón que mirase también él hacia atrás, que le confirmase estos imposibles, pero el viejo ya se había adelantado, dijo lo que tenía que decir y ahora se unía a los hombres de su familia para recobrar el simple papel de hombre de más edad, que es siempre el que menos tiempo dura. Entonces, el carpintero, sin otro testigo, volvió a mirar a la mujer. El hombre ya no estaba allí.

5

Habían atravesado en dirección al sur toda la región de Samaria, y lo hicieron a marchas forzadas, con un ojo atento al camino y el otro, inquieto, escrutando las cercanías, temerosos de los sentimientos de hostilidad, aunque más exacto sería decir aversión, de los habitantes de aquellas tierras, descendientes en maldades y herederos en herejías de los antiguos colonos asirios, que llegaron a estos parajes en tiempos de Salmanasar, rey de Nínive, tras la expulsión y dispersión de las Doce Tribus, y que, teniendo algo de judíos, pero mucho más de paganos, sólo reconocían como ley sagrada los Cinco Libros de Moisés y afirmaban que el lugar elegido por Dios para edificar su templo no era Jerusalén, y sí, imaginaos, el monte Gerizim, que está en sus territorios. Caminaron deprisa los de Galilea, pero aun así tuvieron que pasar dos noches en campo enemigo, al relente, con vigías y rondas, por si se daba el caso de que los malvados atacaran a la callada, capaces como son de las peores acciones, llegando al extremo de negar una sed de agua a quien, de puro tronco hebreo, de necesidad se estuviese muriendo, no vale mencionar alguna excepción conocida, porque no es más que eso, una excepción. Hasta tal punto llegó la ansiedad de los viajeros durante el trayecto que, contrariando la costumbre, los hombres se dividieron en dos grupos, delante y detrás de las mujeres y niños, para guardarlas de insultos o cosa peor. Pero estarían los de Samaria de humor pacífico en esos días, porque, aparte de aquellos con quienes en el camino tropezaron, gentes también de viaje, que satisfacían su rencor lanzando a los galileos miradas de escarnio y algunas palabras malsonantes, ninguna cuadrilla formal y organizada se precipitó de los riscos al asalto o apedreó en emboscada o asustó al inerme destacamento.

Un poco antes de llegar a Ramalá, donde los creyentes más fervorosos o de más apurado olfato juraban percibir ya el santísimo aroma de Jerusalén, el viejo Simeón y los suyos dejaron el grupo para, como antes se dijo, censarse en una aldea de éstas. Allí, en medio del camino, con gran profusión de bendiciones, hicieron sus despedidas los viajeros, las madres de familia le dieron a María mil y una recomendaciones hijas de la experiencia, y se fueron todos, unos bajando al valle, donde pronto podrán reposar de sus fatigas de cuatro días de camino, otros para Ramalá, en cuyo caravasar pasarán la noche que va cayendo. En Jerusalén, finalmente, se han de separar los que quedan del grupo que salió de Nazaret, la mayor parte para Bercheba, todavía con dos días de viaje por delante, y el carpintero y su mujer, que se quedarán cerca, en Belén. En medio de la confusión de abrazos y de adioses, José llamó aparte a Simeón, y con mucha deferencia, quiso saber si desde que hablaron tuvo algún recuerdo más de la visión. Que no fue visión, ya te lo dije, Fuese lo que fuese, a mí lo que me interesa es conocer el destino de mi hijo, Si ni tu propio destino puedes conocer y estás ahí, vivo y hablando, cómo quieres saber el destino de algo que no tiene existencia todavía, Los ojos del espíritu van más lejos, por eso imaginé que los tuyos, abiertos por el Señor a las evidencias de los elegidos, quizá hubiesen conseguido alcanzar lo que para mí es pura tiniebla. Es posible que nunca llegues a saber nada del destino de tu hijo, quizá tu propio destino esté a punto de cumplirse, no preguntes, hombre, no quieras saber, vive sólo tu día. Y, habiendo dicho estas palabras, Simeón posó la mano diestra sobre la cabeza de José, murmuró una bendición que nadie pudo oír y fue a unirse a los suyos, que lo esperaban. Por un sendero sinuoso, en fila, empezaron a descender hacia el valle, donde, al pie de otra ladera, casi confundida con las piedras que del suelo rompían como fatigados huesos, estaba la aldea de Simeón. No volvería José a tener noticia de él, sólo, pero mucho más tarde, sabría que murió antes de censarse.

Después de dos noches pasadas a la luz de las estrellas y al frío del descampado, ya que, por miedo a un ataque por sorpresa, ni hogueras encendieron, los de Nazaret se sintieron felices al acogerse una vez más al resguardo de las paredes y arcadas de un caravasar. Las mujeres ayudaron a María a bajar del burro, diciendo, piadosas, Mujer, que esto va a ser pronto, y la pobre murmuraba que sí, que sería pronto, como de eso era señal, a todos evidente, el repentino, o así lo parecía, crecimiento de la barriga. La instalaron lo mejor que pudieron en un rincón recogido y fueron a tratar de la cena que ya se retrasaba, de la que luego vinieron todos a comer.

Esta noche no hubo charlas, ni recitado, ni historias contadas alrededor de la hoguera, como si la proximidad de Jerusalén obligase al silencio, mirando cada uno dentro de sí y preguntando, Quién eres tú, que a mí te pareces pero a quien no sé reconocer, y no es que lo dijeran de hecho, las personas no se ponen a hablar solas así, sin más ni menos, o que lo pensaran conscientemente, pero lo cierto es que un silencio como éste, cuando fijamente miramos las llamas de una hoguera y callamos, si quisiéramos traducirlo en palabras, no hay otras, son aquéllas y lo dicen todo.

Desde el lugar donde estaba sentado, José veía a María de perfil contra el resplandor del fuego, una claridad rojiza, reflejada, le iluminaba en una media tinta el rostro de este lado, dibujando su perfil en luz y contraluz, y pensó, sorprendido al pensarlo, que María era una hermosa mujer, si ya se le podía dar ese nombre, con aquella carita de chiquilla, sin duda tiene ahora el cuerpo deformado, pero a él la memoria le trae una imagen diferente, ágil y graciosa, pronto volverá a ser lo que era, después de nacer el niño. Pensaba José esto, y en un instante inesperado fue como si todos los meses pasados, de forzada castidad, se hubiesen rebelado, despertando la urgencia de un deseo que se le iba dispersando por toda la sangre, en ondas sucesivas, irradiando vagos apetitos carnales que empezaban a aturdirlo, para refluir después, más fuertes, caldeados por la imaginación, hasta el punto de partida. Oyó que María soltaba un gemido, pero no se acercó a ella.

Recordó, y el recuerdo, como un cubo de agua fría, apagó de golpe las sensaciones voluptuosas que había estado experimentando, recordó al hombre que viera dos días antes, en un momento rapidísimo, caminando al lado de su mujer, aquel mendigo que los perseguía desde el anuncio de la gravidez de María, pues ahora José no tenía dudas de que, aunque no hubiera vuelto a aparecer hasta el día en que él mismo pudo verlo, el misterioso personaje siempre estuvo, a lo largo de los nueve meses de la gestación, en los pensamientos de María.

No tuvo valor para preguntarle a la mujer qué hombre era aquél y si sabía por dónde se fue, que tan deprisa desapareció, porque no quería oír la respuesta que temía, una preguna capaz de dejarlo estupefacto. De qué hombre me hablas, y si se obstinara, lo más seguro sería que María llamase a testimoniar a las otras mujeres, Habéis visto vosotras a algún hombre, venía algún hombre en el grupo de las mujeres, y ellas dirían que no, y moverían la cabeza con aire de escándalo y tal vez una de ellas, más suelta de lengua, dijera, Todavía está por nacer el hombre que, sin ser por precisiones del cuerpo, se acerque al lado de las mujeres y con ellas se quede. Lo que José no podría adivinar es que no había malicia alguna en la sorpresa de María, pues ella realmente no vio al mendigo, fuera éste aparición o bien hombre de carne y hueso. Pero, cómo puede ser esto verdad, si él estaba allí, a tu lado, si lo vi con estos ojos, preguntaría José, y María respondería, firme en su razón, En todo, así me dijeron que está escrito en la ley, la mujer deberá al marido respeto y obediencia, por lo tanto no volveré a decir que ese hombre no iba a mi lado, si tú dices lo contrario, diré sólo que no lo vi, Era el mendigo, Y cómo puedes saberlo si no llegaste a verlo el día en que apareció, Tenía que ser él, Sería más bien alguien que iba por su camino, y, como andaba más lento que nosotras, lo rebasamos, primero los hombres, luego las mujeres, y quizá estaba a mi lado cuando miraste, fue eso y nada más, Entonces confirmas, No, sólo busco una explicación que te deje satisfecha, como es deber también de las buenas mujeres.

A través de los ojos semicerrados, casi dormido, José intenta leer la verdad en el rostro de María, pero la cara de ella se ha vuelto negra como el otro lado de la luna, el perfil es sólo una línea recortada contra la claridad ya desvanecida de las últimas brasas. José dejó caer la cabeza como si hubiera renunciado definitivamente a comprender, llevándose consigo, para dentro del sueño, una idea absurda, la de que aquel hombre habría sido una imagen de su hijo hecho hombre, llegado del futuro para decirle, Así seré un día, pero tú no alcanzarás a verme así. José estaba dormido, con una sonrisa resignada en los labios, pero triste se hubiera sentido de oír a María decirle, No lo quiera el Señor, que de ciencia cierta sé yo que este hombre no tiene dónde descansar la cabeza. En verdad, en verdad os digo que muchas cosas en este mundo podrían saberse antes de que acontecieran otras que de ellas son fruto, si, uno con el otro, fuese costumbre que hablen marido y mujer como marido y mujer.

Al día siguiente, por la mañana temprano, tomaron el camino de Jerusalén muchos de los viajeros que pasaron la noche en el caravasar, pero los grupos de caminantes, por casualidad, se formaron de manera que José, aunque manteniéndose a la vista de los coterráneos que iban a Bercheba, acompañaba esta vez a su mujer, siguiendo al lado ella, pisándole los talones, por así decir, precisamente como el mendigo, o quienquiera que fuese, hiciera el día anterior. Mas José, en este momento, no quiere pensar en el misterioso personaje. Tiene la certeza, íntima y profunda, de que fue beneficiario de un obsequio particular de Dios, que le permitió ver a su propio hijo antes de haber nacido, y no envuelto en fajas y mantillas de infantil flaqueza, pequeño ser inacabado, fétido y ruidoso, sino hombre hecho, alto un palmo más que su padre y de lo que es común en esta raza, José va feliz porque ocupa el lugar de su hijo, es al mismo tiempo el padre y el hijo, y hasta tal punto es fuerte en él esta sensación que, súbitamente, pierde sentido aquel que es su verdadero hijo, el niño que va allí, aún dentro del vientre de la madre, camino de Jerusalén.

Jerusalén, Jerusalén, gritan los devotos viajeros a la vista de la ciudad, alzada de repente como una aparición en lo alto de un cerro del otro lado, más allá del valle, ciudad en verdad celeste, centro del mundo, que despide ahora destellos en todas direcciones bajo la luz fuerte del mediodía, como una corona de cristal, que sabemos que va a convertirse en oro puro cuando la luz del poniente la toque y que será blanca de leche bajo la luna, Jerusalén, oh Jerusalén. El Templo aparece como si en ese mismo momento lo hubiese puesto allí Dios y el súbito soplo que recorre los aires y roza la cara, el pelo, las ropas de los peregrinos y viajeros, es tal vez el movimiento del aire desplazado por el gesto divino, que, si miramos con atención las nubes del cielo, podemos contemplar la inmensa mano que se retira, los largos dedos sucios de barro, la palma donde están trazadas todas las líneas de vida y de muerte de los hombres y de todos los otros seres del universo, pero también, y ya es tiempo de que se sepa, la línea de la vida y de la muerte del mismo Dios. Los viajeros levantan al aire los brazos estremecidos de emoción, saltan las oraciones, irresistibles, no ya a coro sino entregado cada uno a su propio arrebato, algunos más sobrios por naturaleza en estas expresiones místicas, casi no se mueven, miran al cielo y pronuncian las palabras con una especie de dureza, como si en este momento les fuese permitido hablar de igual a igual a su Señor. El camino desciende en rampa y, a medida que los viajeros van bajando hacia el valle, antes de abordar la nueva subida que los llevará a esta puerta de la ciudad, el Templo parece alzarse más y más, ocultando, por efecto de la perspectiva, la execrada Torre Antonia, donde, incluso a esta distancia, se ve a los soldados romanos vigilando los patios y las rápidas fulguraciones de armas. Aquí se despiden los de Nazaret, porque María viene agotada y no soportaría el trote seco de la montura en el descenso, si tuviera que acompañar el paso rápido, casi carrera precipitada, que es ahora el de toda esta gente a la vista de los muros de la ciudad.

Se quedaron José y María solos en el camino, ella intentando recobrar las perdidas fuerzas, él un tanto impaciente por la demora, justo cuando están tan cerca de su destino. El sol cae a plomo sobre el silencio que rodea a los viajeros. De pronto, un gemido sordo, irreprimible, sale de la boca de María. José se inquieta, pregunta, Son los dolores ya, y ella responde, Sí, pero en ese mismo instante se extiende por su rostro una expresión de incredulaidad, como si se encontrara ahora, de repente, ante algo inaccesible a su comprensión, y es que, verdaderamente, no fue en su propio cuerpo donde notó el dolor, lo había sentido, sí, pero como un dolor sentido por otra persona, quién, el hijo que dentro de ella está, cómo es posible que ocurra tal cosa, que pueda un cuerpo sentir un dolor que no es suyo, y sobre todo sabiendo que no lo es y, a pesar de ello, una vez más, sintiéndolo como si propio fuese, o no exactamente de esta manera y con estas palabras, digamos más bien que es como un eco que, por alguna extraña perversión de los fenómenos acústicos, se oye con más intensidad que el sonido que lo causa. Cauteloso, sin querer saber, José preguntó, Sigue doliéndote, y ella no sabe cómo responderle, mentiría si dijera que no, mentiría si dijera que sí, por eso calla, pero el dolor está ahí, y lo siente, pero es también como si sólo lo estuviese mirando, impotente para socorrerlo, en el interior del vientre le duelen los dolores del hijo y ella no puede valerle, tan lejos está.

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