Read El enigma de Copérnico Online

Authors: Jeam-Pierre Luminet

Tags: #Intriga, #Histórico, #Relato

El enigma de Copérnico (3 page)

BOOK: El enigma de Copérnico
14Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Sentaos, hijos míos, debéis de tener mucha hambre. Pero dime, obispo, ¿estos mocetones han salido de tu báculo? ¡Tres bastardos! ¡Bonita manera de guardar tus votos! ¿Pretendes hacer sombra a Su Santidad Inocencio VIII, que ha ido sembrando retoños por toda Italia y distribuye generosamente entre ellos la púrpura cardenalicia?

—Dios me guarde de ello —respondió Lucas, entre risas—. De los tres, el único que es hijo mío es Philip, ese grandullón que intenta inútilmente que le crezca una sombra de bigote. Tiene aptitudes de político el muchacho, y algún día podrá ser útil a Polonia.

Los otros dos son mis sobrinos, y me hice cargo de ellos al morir su padre, Nicolás Copérnico. Ese es el mayor, Andreas, y veo que no ha esperado vuestro permiso para empezar a devorar. ¡Andreas! Cuántas veces te he dicho…

—¡Déjalo, obispo, déjalo! Yo mismo tengo cinco chicos, y puedes creerme que no se andan con filigranas a la hora de zamparse cualquier cosa. ¿Y el otro?

—¿El otro? ¡Ah, es Nicolás! ¡Nicolás el sabio, Nicolás el artista! Maneja bien los pinceles, majestad, podéis creerme. Y además sabe luchar con los puños o con la espada tan bien como su tío. Un futuro obispo, tal vez…

—Muy bien, Nicolás, dime entonces —preguntó el rey, con una familiaridad brusca y un tanto cuartelera—, ese nombre, Copérnico, me recuerda algo… ¿No es el de una de mis villas, que tiene minas de cobre muy ricas?

Nicolás enrojeció, se mordió los labios para darse ánimo, y decidió en un instante que lo mejor era entrar en el juego y contestar en un tono ligero, como si se dirigiera a un abuelo y no a un monarca:

—Vuestra majestad conoce su inmenso y poderoso reino tan bien como un campesino su pequeña parcela. Por lo que sé, en Copérnico hay enormes yacimientos de cobre, pero el mineral no supone la fortuna para quienes lo arrancan de una tierra ingrata. Y por desgracia, Copérnico no es tampoco una de vuestras ciudades más bellas. No es más que una aldea con cabañas de troncos y habitantes que visten harapos.

—No obstante, un metal tan rico tendría que haberles dado prosperidad —observó el rey con un tono ligeramente cínico.

—Y, sin embargo, majestad —respondió Copérnico sin desconcertarse lo más mínimo—, no ha aprovechado más que a unos pocos. Entre ellos a mi abuelo, que tomó el nombre de su aldea natal, como era costumbre, y que fue a instalarse en Cracovia. Cuando su hijo, es decir, mi padre, alcanzó la mayoría de edad, marchó a su vez a Thorn, a ocuparse en batallar más que en negocios. Junto a mi tío, monseñor Lucas, consiguieron rechazar valerosamente a nuestros enemigos hasta sus lejanas tierras del poniente.

—Yo estuve allí, muchacho, yo estuve allí también —replicó el rey, impaciente por concluir—, y conocí a tu padre. Un bravo. Como sigue siéndolo nuestro querido Lucas. ¿No es cierto, obispo?

¿Pero qué quieres decirme, con esa historia del cobre? Come un poco antes…, bebe un vaso…

—El cobre, majestad, es la fortuna de Polonia, pero tal vez también su desgracia. Al parecer la plata se evapora en la aleación con la que se acuñan los zlotys, y…

—Alto, Nicolás, mi joven amigo —le interrumpió el rey—, te estás aventurando en arenas movedizas. A tu tío, que no tiene precisamente un carácter débil, no le faltan enemigos en su obispado y del otro lado de sus fronteras. Si añades a ellos a los orfebres y a los acuñadores de moneda, no doy gran cosa por su futuro. Ah, obispo, a propósito, tengo que hablar contigo ahora mismo a solas… No os levantéis, chicos, y seguid comiendo.

El viejo monarca se puso en pie, tomó a Lucas del brazo, y se lo llevó a una estancia vecina cuyas paredes conocían, sin duda, muchos secretos de Estado.

En los numerosos claustros de la Universidad Jagellon soplaba un viento de libertad, por más que los estudiantes hubieran de ir vestidos con una austera sotana negra con alzacuello blanco y bonete cuadrado del que colgaban unas cintas cuyo color indicaba el grado. Pero, tan pronto como sonaba la campana del final de las clases, los más ricos de entre ellos, hijos de grandes señores, corrían a la taberna instalada en la otra acera de la calle, donde les esperaban ropajes más atractivos. Salían entonces de las murallas hacia los barrios exteriores y hacía delicias que les habrían valido ser fulminados por sus profesores de teología. Entre los muros del colegio Maius únicamente se hablaba el latín y el alemán de Nuremberg. Fuera de ellos, prevalecía el polaco.

La acogida reservada por el rey Casimiro al obispo de Ermland y a sus tres protegidos se había difundido rápidamente por la capital y el colegio. Pero eran demasiados los estudiantes hijos de linajes más ilustres que el de los Copérnico y el bastardo de un Watzenrode, burgueses que olían aún a los pantanos prusianos de los que procedían. De hecho, los tres jóvenes de Thorn tenían un aspecto bastante rústico: al abrigo de las espesas murallas de su villa natal, su preceptor Bernard Soltysi apenas se había preocupado de inculcarles los modales refinados de la corte real.

Felizmente, como siempre sucede, acabaron por confundirse con aquella masa estudiantil. El resto lo hicieron el encanto y la seducción de Andreas, la fuerza física de Philip y sobre todo la facilidad y la rapidez con las que Nicolás, el más joven del trío, lo comprendía todo sin mostrar la menor arrogancia. No había en él nada del «buen alumno», del empollón pálido aislado en su rincón. Por el contrario, formaba parte de todas las alegres juergas ciudadanas, de todos los banquetes tabernarios. Tenía una gran habilidad dibujando al carboncillo y divertía a sus condiscípulos trazando en una esquina de la mesa su retrato o el de los profesores, convertidos en animales de granja.

La vida estudiantil en el colegio Maius de Cracovia no tenía, por consiguiente, nada que envidiar a la de las demás universidades del mundo. Nicolás disfrutó de ella, pero sobre todo disfrutó de las lecciones de un prestigioso profesor en artes liberales, Albert de Brudzewo, que en el curso de una larga estancia en Italia había conocido a Lorenzo el Magnífico, Marsilio Ficino, Pico della Mirandola y Leonardo da Vinci, había traducido muchas obras del griego, del árabe o del hebreo al latín y después al polaco, y mantenía una abundante correspondencia con los mayores talentos de Europa, dispuestos todos ellos a liberar al viejo mundo de las trabas de las edades oscuras a fin de hacer renacer la armoniosa belleza de la sabiduría de los antiguos.

Brudzewo, autor también de varias obras matemáticas, se dio cuenta muy pronto de las prodigiosas aptitudes de Nicolás en ese terreno, y de su vivo interés por aprender. Decidió darle clases particulares y le recomendó muchos libros que no tenían la menor relación con el derecho canónico. Un derecho canónico que Nicolás descuidaba sobremanera. Había asimilado muy pronto la dialéctica de la filosofía escolástica, que encontraba tan pesada en la forma como pueril en el fondo. Pero era necesario pasar por ella para obtener una sinecura, con la ayuda del tío Lucas, que le permitiría ser el continuador de su maestro Brudzewo en la búsqueda de los saberes antiguos y el descubrimiento de los nuevos.

Porque era eso a lo que quería dedicar su vida. En realidad, Nicolás Copérnico no sabía muy bien hacia dónde encaminarse. O más bien, deseaba devorarlo todo. Euclides, después la revelación de estudios recientes sobre la perspectiva en la pintura, sin olvidar las obras de renovación en curso en el castillo real, en la universidad y en varias iglesias de la ciudad, le parecían señales que lo convocaban de forma irresistible hacia la arquitectura. ¡Ser en Cracovia lo que había sido Brunelleschi en Florencia! ¡Construir! ¡Unir la belleza a la utilidad! Y todavía más ambiciones y sueños: seguir a Ficino o a Pico y excavar en el mantillo de la historia para desenterrar los textos auténticos de los siglos desaparecidos, textos olvidados o deformados, traicionados, sumergidos bajo la superficie de los palimpsestos o las falsificaciones de los copistas. Hacerlos renacer en su pureza prístina, traducirlos después al latín o bien a la lengua vulgar.

Pero Copérnico apenas alzaba su nariz hacia las estrellas y la danza de los planetas, a pesar de las incitaciones de su maestro, que por su parte sentía una afición apasionada por ese género de cosas. Nicolás no veía el menor interés en buscar en el cielo signos del futuro de los hombres; era algo que le recordaba demasiado la glosa de los exegetas. Condescendía aún con el
Almagesto
de Tolomeo, porque en aquella teoría planetaria había algunas sutilezas matemáticas; pero sus
Tetrabiblia
, que Nicolás se había visto obligado a leer en una mala traducción latina de la que un oscuro monje copista había hecho desaparecer los pasajes que le parecían excesivamente paganos para sustituirlos por comentarios confusos, le habían parecido de una pretensión que sobrepasaba todos los límites, y de una vanidad llena de verborrea. Atreverse a fijar el mundo de una vez por todas… «Ese Tolomeo no es más que un pedante», dijo un día a su maestro, que a punto estuvo de morir de un ataque de apoplejía. Nicolás decidió entonces no ocuparse más de lo que consideraba un mundo de inepcias y vaguedades: la astrología.

Una mañana de carnaval, Nicolás Copérnico se apartó de sus estudiosos condiscípulos para unirse a la alegre banda capitaneada por su hermano mayor Andreas, que lo esperaba en la taberna llamada del Colegio, y que los estudiantes habían rebautizado con el nombre de «Aquí mejor que enfrente».

Cuando Nicolás bajó de un salto los seis escalones que conducían a la sala baja en la que una veintena de jóvenes estaban sentados en torno a una gran mesa, fue recibido con un abucheo general:

—¡La puerta! ¡Vete al diablo! ¡Ahí fuera no hay calefacción! ¿Quieres matarnos de frío?

El recién llegado los contempló con un aire cómicamente desdeñoso:

—Vaya unas señoritas melindrosas. ¿Es que la cerveza y el alcohol de centeno no bastan para calentaros?

Esquivó por poco una jarra que le había lanzado uno de los estudiantes y luego, con una lentitud calculada, subió los escalones de la entrada, abrió la puerta de par en par y, saludando con una profunda reverencia al viento glacial que entraba entre torbellinos de nieve, declamó:

—¡Bienvenido a nuestro palacio, monseñor Carnaval! Consintió finalmente en cerrar la puerta, entre los aplausos y los gritos de sus camaradas. Cuando el carillón de San Estanislao dejó oír catorce campanadas, la borrachera empezaba ya a hacer vacilar las cabezas y el cerdo que se asaba en el espetón de la chimenea había adelgazado hasta un punto asombroso. Las conversaciones eran menos fluidas. Andreas se puso en pie, golpeó la jarra con su cuchillo y dijo a voces:

—Señores, señores, no iréis a dormiros ahora, cuando la fiesta apenas acaba de empezar. Es cierto que no hay carnaval sin borrachera, pero tampoco hay carnaval sin mujeres, bacanal sin bacantes. Dejad que os lleve al mejor burdel de la ciudad.

Fuera, había dejado de nevar. En el cielo, limpio de nubes, el sol hacía relumbrar el blanco cegador de la calle y los tejados. Bajaron hacia el puente que cruzaba el Vístula helado y entraron sin dificultad en la ciudad nueva. Era un día festivo y las puertas estaban abiertas. Atravesaron el barrio de la judería. Puertas y ventanas estaban cerradas. El pueblo de Abraham sabía demasiado bien que la fiebre del carnaval siempre corría el peligro de desatarse contra sus casas, matar a sus hijos, violar a sus mujeres. Al pasar delante de la sinagoga, uno de los compañeros de Copérnico escupió. Los demás empezaron a gritar y a golpear con sus bastones o sus espadas los muros y las puertas:

—¡Muerte a los judíos, envenenadores de pozos, profanadores de la hostia, comedores de niños!

Nicolás se mordía los labios, silencioso, maldiciendo su cobardía por no atreverse a ejercer de aguafiestas. Su tío Lucas y su maestro Brudzewo —al que algunos calificaban de converso— le habían enseñado que aquellas gentes, fugitivas de Francia y España, habían sido acogidas en Polonia por el primer Jagellon para que un país todavía bárbaro pudiera aprovechar sus conocimientos sobre medicina, lenguas antiguas, letras de cambio y otros saberes que eran también los de Arabia, Persia, India o Catay. Se sintió aliviado cuando el cortejo salió finalmente de la judería sin haber tropezado con ninguno de sus habitantes, porque a buen seguro lo habrían atacado.

Entraron en el barrio de los húngaros, de una reputación pecaminosa bien establecida. Adosado a la muralla, un gran edificio de color cinabrio se aferraba a las gruesas almenas como una hiedra mineral y maloliente. Un farol rojo, cubierto por un capuchón de nieve, colgaba frente a la puerta claveteada y pintada de un rosa repulsivo. Nicolás conocía aquel albergue, en cuya enseña se leía «El Ramillete de Violetas», por haberlo visitado dos o tres veces antes, en el curso de alguna juerga esporádica. En cambio su hermano Andreas, acompañado siempre por el bravo Philip, que le servía de guardaespaldas, era un habitual. De modo que cuando se abrió la mirilla, no les pusieron ningún obstáculo para entrar, porque el patrón había reconocido a uno de sus clientes más asiduos.

La gran sala en la que entraron pretendía imitar a un harén turco, con paredes revestidas de azulejos con arabescos, y almohadones amontonados por todas partes, sobre los que estaban tendidas una docena de muchachas casi desnudas. En el centro había un pequeño estanque circular, sin agua, repleto de flores secas. Hacía un calor infernal porque en la chimenea y en las dos estufas, que nada tenían de turco, rugía el fuego, alimentado sin cesar por una anciana sirvienta.

No eran más que ocho estudiantes. Los demás, más tímidos o sencillamente prudentes, habían preferido quedarse en la ciudad alta para seguir el desfile del carnaval. Mientras sus compañeros se repartían risas y codazos, Andreas, sintiéndose en su elemento, señaló a una muchacha muy joven, de tez oscura, larga cabellera negra y unos ojos inmensos realzados por una gruesa capa de polvos, que se mantenía un poco apartada.

—¡Vaya, una nueva! ¿Cómo te llamas, pequeña?

—Cleopatra —respondió la muchacha, con un fuerte acento bohemio.

Su delgada túnica transparente y la diadema de hierro que llevaba podían, con mucha imaginación, recordar el atuendo de la reina de Egipto.

—Pues bien, Cleopatra —replicó alegre Andreas—, ven a dar al césar lo que es del césar.

Y la pareja subió abrazada la escalera que rechinaba, mientras Nicolás empezaba a sentir una incomodidad aguda. Había bebido menos que los demás, y el paseo bajo aquel frío lo había despejado. No era la visita al burdel lo que le incomodaba hasta ese punto; se había provisto de un condón de vejiga de puerco, previendo lo que iba a ocurrir. Pero se sentía inquieto sobre todo por la actitud que su hermano, desde el principio, había tenido en la taberna. Andreas había estado bebiendo con rabia una jarra tras otra, y luego, en la judería, había gritado tales insultos que su hermano pequeño no reconocía ya a su amigo de la infancia, al hermano con el que lo compartía todo, no como el primogénito, sino como un gemelo. Lo cierto era que, desde que se instalaron en Cracovia, Andreas había cambiado. Unas veces adoptaba aires de cabeza de la familia, lo que resultaba muy molesto porque aquel muchacho frágil como el cristal, siempre en tensión y con los nervios a punto de saltar, en realidad tenía necesidad de ser protegido por un Nicolás sensato y reflexivo, o por un Philip sólido y lleno de buen sentido; otras veces desaparecía durante toda una semana y no asistía a las clases, sin que su hermano menor consiguiera averiguar dónde había pasado aquel tiempo.

BOOK: El enigma de Copérnico
14Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Angels Twice Descending by Cassandra Clare
The Scent of Blood by Tanya Landman
Emerald City by Chris Nickson
Keturah and Lord Death by Leavitt, Martine
The Tennis Party by Madeleine Wickham, Sophie Kinsella
Peaceable Kingdom (mobi) by Jack Ketchum
An Almost Perfect Murder by Gary C. King
Rebound by Ian Barclay