El Encuentro (8 page)

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Authors: Frederik Pohl

BOOK: El Encuentro
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¡Imposible! ...o no del todo, pensó mirando a través del campo al lugar en que diez días antes descansaba la nave de Wan, que había desaparecido. Y cuando consiguió ganar algo de tiempo para correr al apartamento, no le sorprendió lo que encontró allí. Su cuenta corriente se había esfumado. Las ropas de Dolly se habían esfumado, las marionetas se habían esfumado, y también la propia Dolly se había esfumado.

Por aquel entonces yo no pensaba en Audee Walthers. Si lo hubiera hecho, seguramente habría llorado por él; o por mí mismo. Habría pensado que era una buena excusa para llorar. Yo conocía bien lo que se sufre con la tragedia del amante querido que desaparece, ya que había perdido a mi propio amor, encerrado en el interior de un agujero negro muchísimos años antes.

Pero lo cierto es que jamás pensé en él. Tenía mis asuntos para preocuparme. Lo que más me preocupaba eran los retortijones de mi intestino, aunque también pasaba mucho tiempo pensando en los nauseabundos terroristas que me amenazaban a mí y a todo lo que me rodeaba.

Desde luego que ésas no eran las únicas cosas desagradables a mi alrededor. Pensaba en mis exhaustas vísceras porque ellas me obligaban a hacerlo. Pero mientras tanto, las arterias que me había comprado se endurecían un poco más, cada día morían seis mil células en mi irremplazable cerebro; mientras tanto, las estrellas aminoraban la velocidad de sus cursos y el universo se encaminaba a su muerte definitiva y mientras tanto... Mientras tanto, si uno se paraba a pensarlo, todo se estaba precipitando en el vacío. Y tampoco a todo ello le dediqué ni uno solo de mis pensamientos.

Pero es así como nos comportamos, ¿no? Vamos tirando porque nos hemos amaestrado a nosotros mismos a no pensar en esos «entre tanto»... hasta que, como mis intestinos, llega el día en que nos obligan a hacerlo.

3
VIOLENCIA SIN SENTIDO

Una bomba en Kyoto que incineró mil esculturas de Budas de mil años de antigüedad, una nave sin tripulación llegada al asteroide Pórtico y que liberó una nube de esporas de ántrax cuando fue abierta, un tiroteo en Los Ángeles, y polvo de plutonio en el depósito de Staims para Londres: aquéllas eran las cosas que estaban cayendo sobre nosotros. Terrorismo. Actos de violencia que carecía de todo sentido.

—Al mundo le está pasando algo extraño —le dije a mi querida esposa Essie—. Los individuos se comportan sobriamente y con sensatez, pero en grupo se convierten en adolescentes alborotadores. ¡Hay que ver el infantilismo que demuestra la gente cuando se agrupa!

—Sí —asintió Essie, moviendo la cabeza—, es cierto, pero dime, Robín: ¿Cómo está tu intestino?

—Todo lo bien que cabe esperar —respondí despreocupadamente, y proseguí en tono jocoso—, ya no se encuentran órganos de calidad —puesto que aquellos intestinos eran, por supuesto, un trasplante, pequeña fracción tangible de los accesorios que mi cuerpo requiere para seguir en marcha, una de las muchas ventajas que comporta un Certificado Médico Completo—. Pero no estoy hablando de mis propias dolencias. Hablo de los males del mundo.

—Y está bien que lo hagas —convino Essie—, aunque en mi opinión, si te tensasen el intestino no hablarías de esas cosas con tanta frecuencia.

Se me acercó por detrás y colocó la palma de su mano sobre mi frente, mientras miraba distraídamente hacia el mar de Tappan. Essie comprende cualquier instrumento como pocas personas y posee varios premios que lo prueban, pero cuando quiere saber si tengo fiebre lo comprueba del mismo modo que su enfermera lo hizo con ella de pequeña en Leningrado.

—No está muy caliente —dijo sin demasiada convicción—, pero, ¿qué dice Albert?

—Albert dice —respondí— que es mejor que te metas en tus asuntos —le apreté la mano—. Sinceramente, me encuentro bien.

—¿Le preguntarás a Albert para estar seguros? —insistió. En realidad ella estaba seriamente preocupada por establecer una nueva cadena de sus establecimientos y yo lo sabía.

—Lo haré —prometí y le di una palmada en el trasero, todavía espléndido, cuando se volvió para dirigirse a su sala de trabajo. En cuanto se alejó, pregunté en voz alta—: ¿Albert? ¿Has oído?

En el proyector holográfico del otro lado de mi escritorio se hizo visible la imagen del programa de mi procesador de datos, que se frotaba la nariz con el mango de su pipa.

—Sí, Robín —dijo Albert Einstein—, claro que lo he oído. Como sabes, mis receptores están siempre en funcionamiento excepto cuando me ordenas específicamente que los apague o cuando la situación es claramente privada.

—Uh, uh... —dije, estudiándole. Mi Albert no es precisamente una belleza con su camiseta hecha un montón de pliegues debajo del cuello y los calcetines caídos sobre los tobillos. Essie podía enderezarlo en un momento si se lo pedía, pero a mí me gustaba de aquella manera.

—¿Y cómo puedes decir si la situación es privada si no espías?

Apartó el mango de la pipa de su nariz y lo colocó sobre su pómulo, sin dejar de frotarlo contra su piel y sonriendo amablemente; la pregunta le resultaba familiar y no necesitaba contestarla.

Albert es realmente más un amigo que un programa de ordenador. Sabe lo suficiente como para no contestarme cuando le hago una pregunta retórica. Hace bastante tiempo yo tenía alrededor de una docena de programas a través de los que obtener información y tomar decisiones. Contaba con un programa para dirigir empresas que me decía qué tal iban mis inversiones y otro programa especializado en medicina que me informaba de cuándo debían reemplazarse mis órganos (entre otras cosas creo que conspiraba con mi programa «chef de cocina» para mezclar productos farmacéuticos con mi comida), y un programa «abogado» que me aconsejaba cómo librarme de problemas, y, cuando me metía en demasiados, mi viejo programa «psiquiatra» me explicaba por qué. O lo intentaba; yo no siempre le creía. Pero fui acostumbrándome más y más a un solo programa. Y así el programa con el que compartía yo la mayor parte de mi tiempo era mi consejero general de ciencia y hombre para todo a nivel doméstico, Albert Einstein.

—Robin —me dijo con tono levemente reprochador—, no me habrás llamado sólo para enterarte de si soy un metomentodo, ¿verdad?

—Sabes de sobra por qué te he llamado —le dije, y era verdad. Asintió con un movimiento de cabeza y señaló hacia la pared más alejada de mi oficina, sobre el mar de Tappan, donde se hallaba mi pantalla de intercomunicaciones. Albert la controla de la misma manera que controla cuanto poseo. Sobre ella apareció una especie de imagen de rayos X.

—Mientras hablábamos —dijo—, me he tomado la libertad de recorrerte con un ultrasonido, Robin. Mira esto. Éste es tu último trasplante intestinal, y si lo miras de cerca... aguarda, ampliaré la imagen. Supongo que distinguirás la inflamación de toda esta área. Creo que no es otra cosa que un rechazo.

—No necesitaba que me lo dijeses —respondí a la vez que hacía chasquear mis dedos—. ¿Cuánto tiempo hay?

—¿Antes de que sea algo crítico, quieres decir? Ah, Robin —dijo seriamente—, eso es difícil de contestar, puesto que la medicina no es una ciencia exacta...

—¿Cuánto?

Suspiró.

—Puedo darte un mínimo y un máximo aproximados. No es previsible ningún fallo catastrófico en menos de veinticuatro horas, pero casi seguro en un plazo máximo de sesenta días.

Me relajé. No era tan malo como podía haberlo sido.

—¿Así que me queda algún tiempo antes de que sea grave?

—No, Robin —contestó con la misma seriedad—, ya lo es. El malestar que ahora sientes irá en aumento. Deberías comenzar a medicarte inmediatamente en cualquier caso, pero aun así es de prever que tengas dolores fortísimos bastante pronto —hizo una pausa para estudiarme—. Creo que, a juzgar por la expresión de tu rostro —prosiguió—, por alguna razón de tipo idiosincrásica deseas aplazarlo todo lo que puedas.

—¡Quiero detener a los terroristas!

—Ah, sí —asintió—. Ya sé que quieres hacerlo. Y, de hecho, es algo digno de hacer, si se me permite el comentario. Por esa razón quieres ir a Brasilia para interceder con la comisión Pórtico —era cierto; las peores operaciones que los terroristas llevaban a cabo las realizaban desde una nave que nadie había sido capaz de localizar todavía— e intentar que compartan datos contigo para así poder moverse contra los terroristas. Lo que quieres de mí, pues, es la seguridad de que el aplazamiento no te matará.

—Exacto, querido Albert —sonreí.

—Puedo darte esa seguridad —dijo gravemente—, o, por lo menos, puedo seguir controlándote hasta que tu mal sea grave. Pero en ese momento, tendrás que someterte sin falta a una nueva intervención.

—De acuerdo, mi querido Albert —le sonreí, pero no me devolvió la sonrisa.

—Sin embargo —prosiguió—, no me da la impresión de que ésa sea la única razón para aplazar la substitución. Creo que tienes algo más en mente.

—¡Oh, Albert! —suspiré—, me resultas bastante aburrido cuando actúas como Sigfrid von Shrink. Desaparece como un buen muchacho.

Y eso hizo, aunque tenía aspecto pensativo; y tenía toda la razón del mundo para estar preocupado, pues se hallaba en lo cierto.

Era que, en algún lugar dentro de mí, en aquel sitio inlocalizable en el que conservo intacto el sentimiento de culpa que Sigfrid von Shrink no logró desterrar por completo, albergaba la convicción de que los terroristas tenían razón. No me refiero a que la tuviesen en lo que significaba asesinar y poner bombas o volver loca a la gente. Eso nunca está bien. Quiero decir que tenían razón al creer que tenían quejas, una queja malvada e injusta contra la humanidad, y por lo tanto no se equivocaban al exigir que se les prestase atención. Yo no quería simplemente detener a los terroristas. Quería hacerles bien.

O, por lo menos, no quería empeorar más su situación, y ahí es donde entrábamos en la moralidad de todo el asunto. ¿Cuánto hay que robarle a otra persona para que el acto le convierta a uno en ladrón?

La pregunta surgía frecuentemente en mi mente, y no tenía un sitio adecuado a donde ir a preguntar. No podía acudir a Essie, porque con Essie la conversación siempre acababa regresando a mi intestino. Ni tampoco con mi viejo programa psicoanalítico, ya que aquellas conversaciones siempre iban de «¿Qué puedo hacer para mejorar las cosas?» a «¿Por qué, Robín, crees que tienes que mejorarlas?» Ni siquiera con Albert. Podía hablar con Albert de cualquier cosa, pero cuando le hago preguntas de ese tipo me mira como si le estuviera pidiendo que me definiese las propiedades del flogistón. O de Dios. Albert no es más que una proyección holográfica, pero se adapta a su entorno sorprendentemente bien, tan bien, que incluso hay ocasiones en las que parece que realmente está aquí de verdad. Así que mira pensativamente a su alrededor dondequiera que nos encontremos —en la casa del mar de Tappan, por ejemplo, que debo admitir está bastante agradablemente decorada— y dice algo como «¿Por qué me haces esas preguntas tan metafísicas, Robín?» y yo sé que la parte no pronunciada de su mensaje es «Por Dios Bendito, muchacho, ¿no te enteras de que lo tienes todo?»

Bueno, sí que me entero. Hasta cierto punto es verdad. La buena suerte que tuve, propia de un Dios, me proporcionó un fajo de billetes cuando menos lo esperaba, y el dinero llama al dinero, y ahora puedo comprar todo lo que está en venta. Incluso cosas que no lo están. Ya poseo toda una serie de cosas que vale la pena tener. Poseo Amigos Poderosos. Soy una Persona con la que Hay que Contar. Soy amado, verdaderamente muy amado, por mi querida esposa Essie, y frecuentemente, también, a pesar de que ambos llevamos mucho tiempo juntos. Así que digamos que me río y cambio de tema... pero nadie me ha dado una respuesta.

Incluso ahora, sigo sin tener respuesta, aunque ahora las preguntas son mucho más enrevesadas.

Otra cosa que tengo sobre mi conciencia es que estoy dejando al pobre Audee Walthers hundirse en su miseria mucho tiempo mientras yo divago, así que voy acabar este punto.

La razón por la que me sentía culpable con respecto a los terroristas era que ellos eran pobres y yo rico. Había una gran Galaxia allí afuera para ellos, pero no teníamos ninguna manera de acercarles a ella, al menos no lo suficientemente rápido, y ellos no dejaban de chillar. Morían de hambre. Veían en la pantalla de PV todo lo gloriosa que podía ser la vida para algunos de nosotros y luego miraban a su alrededor en sus propias cabañas y chozas y se daban cuenta de las pocas posibilidades que tenían de que aquellas buenas cosas pudiesen ser suyas antes de morir. A eso se le llama, como dice Albert, la revolución de las expectativas crecientes. Debería haber habido una cura para ello, pero yo no podía encontrarla. Y la pregunta que giraba en mi mente era si yo tenía derecho a empeorar las cosas, si yo tenía derecho a comprar los órganos de alguien, sus arterias y su integumento, cuando los míos se gastasen.

Desconocía la respuesta entonces, y la desconozco ahora. Pero el dolor de mi intestino no era tan malo para mí como el de contemplar lo que significaba para mí robarle la vida a alguien, por el mero hecho de que yo podía y él no.

Y mientras yo estaba sentado allí, apretándome la mano contra el vientre y preguntándome qué iba a ser cuando fuese mayor, el resto del universo continuaba ocupándose de sus asuntos.

Y muchos de sus asuntos eran preocupantes. Estaba la cosa esa del Principio de Mach que Albert había intentado e intentado explicarme, y que sugería que alguien, quizás los Heechees, estaba intentando apretujar el universo como en una pelota para así volver a escribir las leyes de la física. Increíble. Y a la vez, increíblemente escalofriante cuando uno se pone a pensarlo... pero era algo que ocurriría millones o miles de millones de años más tarde, por lo que yo no lo calificaría de preocupación agobiante. Los terroristas y los crecientes ejércitos estaban cada vez más al alcance de la mano. Los terroristas habían secuestrado una cápsula que iba dirigida hacia el Alto Pentágono. Conseguían nuevos reclutas con que engrosar sus filas en el Sahel, donde las cosechas habían vuelto a fallar.

La «cosa esa del principio de Mach» de la que habla Robin, en
aquella época no era más que una especulación, aunque como dice Robin bastante alarmante. Es un tema complicado. Por el momento, permítanme que diga tan sólo que había indicios de que la expansión del universo se había detenido y había comenzado una contracción, y parecía incluso sugerirse, a partir de antiguos fragmentos de grabaciones Heechees, que el proceso no era natural.

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