El día que España derrotó a Inglaterra (30 page)

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Authors: Pablo Victoria

Tags: #Historia, Bélico

BOOK: El día que España derrotó a Inglaterra
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Desnaux había ordenado la retirada con toque de trompeta ante la im­posibilidad de una rendición honorable; los soldados huían hacia el cami­no de las barracas de la playa y se arrojaban al agua. Lezo hizo señales para que los botes de los navíos fueran bajados y recogieran la gente del mar. El San Carlos, el África y el San Felipe prestaron toda la colaboración a aquel pequeño Dunkerke estableciendo una cortina de fuego para que el enemi­go no cayera sobre las tropas en retirada que ahora huían en desbandada. Pero por un momento el Castillo fue bombardeado por los navíos españo­les y a los ingleses les tocó el turno de huir en desorden, amparándose del fuego del cañón. A las cinco de la tarde, aprovechando el respiro, se comen­zó a ver la guarnición del Castillo salir por las grietas, los parapetos y cuanta ventana había, escapando del enemigo. En el interior del Castillo, algunos soldados destacados para ese propósito, detenían con fuego de fusilería a los granaderos ingleses, dando tiempo a que huyera el resto de la guarni­ción. Los últimos hombres de España y América que como héroes cubrían esta retirada también, infortunadamente cayeron bajo el fuego español que buscaba la protección del mayor número; la guerra era así de cruel. Pero los ingleses no daban cuartel. Concentraron su mortífero fuego en los tres alu­didos navíos, hasta que el San Carlos y el África se fueron a pique; el San Felipe cogió fuego y muchos de sus marinos se lanzaron al agua huyendo de las llamas. Se oían los gritos de los heridos afectados por el agua salobre del mar que carcomía la carne viva de las heridas. La Galicia corrió en su auxi­lio, pero el navío estaba también ingobernable. Había llegado el fin.

—¡Abandonad el buque, General! Cartagena os necesita y no debéis caer prisionero. Los ingleses comienzan a bajar las cadenas y se aprestan a entrar a la bahía —sugirió el capitán de La Galicia, Don Juan de Agresote. Lezo cogió su diario de guerra, su único testimonio para la historia de aquellos acontecimientos, y abandonó el buque; pensó: «será lo único que me defenderá, y hablará de mis advertencias, si se pierde la Plaza». Lezo tenía bien presente sus antiguas dificultades con el Virrey del Perú y no quería que se repitiera la historia. Esta vez estaría armado para defenderse. Estando en estas cavilaciones, reparó en que, si el bote era alcanzado por algún proyectil, no podría salvarse nadando…; sus lesiones, nuevas y vie­jas, se lo impedirían. Además, ¿de qué serviría el diario hundido en las aguas?

—Bajad cuantos botes podáis y cargadlos de pólvora y munición. Echad a pique el navío, Capitán —ordenó Lezo.

—Sí, Señor, pero subid pronto al bote —gritó el Capitán. Los ingleses se aproximaban y Lezo sabía lo que le esperaba si caía prisionero.

Las lanchas fueron arrojadas al mar y cargadas con pólvora y cartuchos. Lentamente se fueron alejando del barco herido. Procedió a repartirlos a los otros navíos, los buenos y desguazados, que permanecían en las inme­diaciones respondiendo, como podían, el fuego enemigo. Lezo contem­plaba desde su lancha aquel espectáculo de muerte inútil, pavor y desor­den, algo que él hubiese querido prevenir. También observaba cómo cincuenta botes enemigos desembarcaban más gente en la ensenada, rum­bo a Varadero, al tiempo que una nueva fuerza invasora forzaba el camino hacia el fuerte de San José. Sus defensores lo abandonaron cuando vieron que en el San Luis ondeaba ya la bandera británica; sus defensores fueron recogidos por las lanchas y botes disponibles de la Armada española; o de lo que quedaba de ella. En ese momento ordenó Lezo a Don Félix Celdrán ir a bordo de la fragata el Jardín de la Paz y echarla a pique con sus cuarenta barriles de pólvora, pero la situación era de tal emergencia que Celdrán no pudo más que prenderle fuego. El enemigo se acercaba a zancadas. Lezo y su gente tuvieron que huir hacia Bocagrande; el Virrey también salió hacia el mismo sitio a encontrase con el General para hacer una evaluación de la grave situación, en tanto que el oficial Manuel Moreno alcanzaba a Lezo para comunicarle que La Galicia peligraba y que pronto sería tomada por el enemigo. Lezo ordenó el rescate de los cuarenta hombres y su capitán, quienes todavía permanecían en la nave, y volvió a dar instrucciones para que el heroico navío fuese hundido. Nada de esto se pudo lograr. El enemi­go se había apoderado de la embarcación y hecho prisioneros a sus su­pervivientes, quienes, hasta el último momento, intentaron impedir el abordaje.

Cuando Desnaux se encontró con Lezo y el Virrey en Bocagrande, se aprestó a dar un parte de guerra.

—Señor Virrey, Señor General, como sabéis, la fortaleza ha caído.

—¿Cómo se portaron los hombres, Coronel? —preguntó el Virrey.

—Como valientes, señor. Los neogranadinos han sido tan valientes como los españoles.

—Todos son españoles, Coronel. Los de allende y aquende el mar. Es la misma raza heroica —replicó Lezo con un mohín.

—Noté que en la carga a bayoneta los ingleses retrocedieron y hubo minutos de clara confusión —añadió el Coronel.

—Temen a los nuestros, Desnaux —agregó el general Lezo, recordando sus viejos tiempos cuando abordó el Stanhope—. Siempre ha sido igual en los abordajes; allí nosotros hemos tenido gran ventaja a lo largo de las guerras navales… —En ese momento, también llegaba el alférez Ordigoisti, encarga­do de llevar las estadísticas de guerra, para dar el parte de que en Bocachica el enemigo había perdido setecientos hombres, entre ellos el Ingeniero en Jefe.

El General volvió a intercambiar recriminaciones con el Virrey, recor­dándole que el 24 y 25 de marzo lo había prevenido sobre la importancia de realizar una retirada ordenada del San Luis y salvar a aquellos hombres para la defensa de Cartagena, propiamente dicha. Los acontecimientos se habían precipitado de tal manera que el virrey Eslava se sentía aplastado por ellos. No obstante, pudo aún defenderse:

—Pero vos, General, por estaros ocupando en tareas de escritor y no en las tareas de la guerra, también tenéis responsabilidad en estos aconteci­mientos… Inclusive, habéis preferido salvar vuestro diario que a vuestros hombres… —dijo como si un rayo de maledicencia hubiese cruzado por su mente. Estas palabras, dichas al calor de los enfrentamientos, cobrarían, más adelante, una inusitada trascendencia.

El castillo de San Luis había recibido el fuego de 6.068 bombas y 18.000 cañonazos, según Lezo anotó en su diario puntual. Estas cifras provenían del alférez Ordigoisti que de manera curiosa llevaba un minucioso regis­tro estadístico de todo cuanto acontecía; el alférez era un burócrata mili­tar que, como ocurría en casi todos los menesteres de la América española, formaba parte del batallón de gente dispuesta a ocuparse de tales detalles. Esta manía por lo puntual había sido heredada de los tiempos de Felipe II.

Se habían logrado rescatar cuatro piquetes compuestos de artilleros, marineros y trabajadores; en total, doscientos hombres, aproximadamente. Las bajas habían sido de más de 370 hombres entre muertos, heridos y capturados. Lezo había perdido cuatro navíos, La Galicia, el San Carlos, el San Felipe y el África, de los cuales el primero había sido capturado, aunque en muy mal estado. El enemigo, por su parte, había perdido diez navíos que quedaron imposibilitados de hacer fuego o volver a entrar en combate; a juzgar por datos imprecisos, se puede calcular en cerca de 1.800 las bajas sufridas por Vernon en esta primera fase de la guerra, contando la gente perdida en los navíos.

A las cuatro de la mañana del día 6 de abril, ya todo consumado, Lezo hacía su arribo a la ciudad después de veintiún días de ausencia en Bocachica y diecisiete de combate de día y de noche. A esa hora, es verdad, poca gente había en el muelle para recibirlo; pero había una hilera de paisanos, quienes aguardaban, impacientes, las noticias que ellos mismos ya conocían. Por eso, cuando el General bajó de la embarcación, la gente le abrió calle, aun­que nadie supo si para honrarlo o para mirar al vencido. Unos cuantos, más listos, aplaudieron; a otros se les vinieron las lágrimas. Atrás quedaba la otra gente de Cartagena que, aterrorizada, ni siquiera se atrevía a salir al muelle de miedo de que el inglés viniera detrás de Lezo. Los curiosos callaron sus congojas y cesaron los aplausos al paso del militar que sin gorra y sin casaca golpeaba con su toc toc las puertas mismas de Cartagena, que fueron abiertas para que entrara su defensor. La sangre manchaba su pantalón y su camisa. Todos confiaban en él, porque no había más remedio; pero todos callaron.

—Qué aspecto tienes, Blas —dijo Doña Josefa cuando abrió la puerta al marino—. ¿Qué es lo que ha ocurrido?

—Ruégale a Nuestra Señora de la Soledad y Desamparo para que Dios se apiade de nosotros. Se rompió la primera línea. Cartagena está perdida, Josefa, y estamos solos —dijo el General al llegar a casa, ahogando un ge­mido de dolor—. Debes partir.

—No partiré y descansa ahora, que es tarde y debes estar agotado. A Dios gracias, estás sano y salvo… Ah, pero estás sangrando…

—…del corazón —dijo Lezo y agregó—: Sí, es muy tarde. Tú lo has dicho, Josefa —y cayó fulminado como por un rayo de cansancio y desilu­sión. No alcanzó a oír lo que su mujer suspiró:

—No lo está mientras tú estés con nosotros. Lo sé; lo sé —y se dispuso a decir sola las oraciones de la noche en vista del reposo profundo de su marido…

El silencio de Dios, nuevamente, había tendido su largo manto sobre la heroica ciudad que ahora se aprestaba a vivir el día más glorioso de su historia.

Capítulo XIII

Solos

El hombre solitario es un dios o una bestia.

(Aristóteles)

¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?

(Salmo 22:2)

B
las de Lezo durmió hasta las nueve de la mañana y a esa hora se aprestó a desayunar y salir para dar instrucciones sobre la defensa. Distribuyó la marinería con sus condestables y oficiales en los baluartes y baterías. Se redujo la tropa a piquetes de cincuenta hombres para tener mayor movili­dad y poderse desplazar a donde conviniera. Fueron acuartelados en el con­vento de San Francisco ocho piquetes con cuatrocientos hombres y otros 250 fueron despachados para servir las piezas de artillería. Los dos navíos del Rey que quedaban indemnes, y que habían sido resguardados tras el dique submarino de Bocagrande, recibieron instrucciones de fondear entre el castillo de Cruz Grande y Manzanillo para cerrar el paso del enemigo que entraría por la bahía. Se abrieron los Reales Polvorines de la Marina, cuyas reservas de cañones, balas y pertrechos fueron sacadas y puestos a disposición del Virrey, quien los distribuyó a la artillería; también le entre­gó cien fusiles y cien pistolas. Del buque El Dragón fueron sacados pertre­chos y municiones para reforzar las baterías de tierra, entendiendo que es­tos barcos no podrían hacer frente por mucho tiempo a la Escuadra inglesa. La idea era enfrentarla hasta donde se pudiera y luego hundirlos in situ para bloquear, en esa garganta, el paso de los navíos ingleses hacia la parte más interior de la bahía en las puertas mismas de Cartagena. Don Blas dispuso también que unas embarcaciones mercantes fondeadas en Cruz Grande se hundieran en la garganta, junto con dos balandras y un bergantín, con el mismo propósito. Se intentó hacer, pues, una barrera submarina que impi­diera la navegación enemiga. Pero pronto se comprobó que éstos eran es­fuerzos infructuosos, porque el mar allí era profundo y se engullía lo que le tiraran. Lezo se sintió descorazonado.

Había muchos heridos que estaban siendo atendidos en iglesias y con­ventos. Las provisiones empezaban a escasear y las autoridades tuvieron que imponer una severa restricción al consumo de alimentos. Las gentes comenzaron a cazar gatos, perros y burros para comérselos. Las autorida­des tuvieron que esconder los pocos caballos que quedaban para garanti­zar que los oficiales pudiesen inspeccionar el campo de batalla y hacer las previsiones necesarias para la defensa. Algunas mujeres más se aprestaban a salir en la última caravana que abandonaría la ciudad rumbo a Mompox hacia las dos de la tarde del 7 de abril; en las calles se veían los carromatos cargados de enseres y efectos personales que se enviaban a esa ciudad tra­tando de ponerlos a salvo del enemigo; las señoras y doncellas que queda­ban también debían guarecerse de unos frenéticos salvajes que entrarían a saquear y a violar. Las monjas, sin embargo, decidieron permanecer aten­diendo a los heridos, aunque ya se les había dado dispensa de salir de sus claustros y tomar rumbo al interior del país para también ponerse a salvo como las demás mujeres. Algunos ancianos marcharían con las damas cartageneras. Era preciso desocupar la ciudad de personas que no contri­buyeran a su defensa porque amenazaban convertirse en una carga para el resto de ciudadanos habilitados para el último combate. Los hombres más jóvenes y, en todo caso, disponibles para pelear, se quedarían prestando el servicio. Todos eran útiles; los que sabían y aun los que no sabían hacerlo. Se comenzaron a dar clases rápidas del manejo de los fusiles y del combate cuerpo a cuerpo con bayoneta calada. Se improvisaron piquetes de solda­dos que repartían instrucciones y organizaban cursillos de emergencia. La ciudad era un hervidero de actividad, tensión y nervios. Las madres se despedían de sus hijos y sus maridos. Vernon se aproximaba. El almirante Torres no vendría en defensa de la ciudad. Todo el mundo lo sabía. Esta­ban solos.

Lezo, subiendo a bordo de los únicos navíos que quedaban de su escua­dra, reunió la marinería y sus oficiales y les dijo:

—Soldados de España peninsular y soldados de España americana: Ha­béis visto la ferocidad y poder del enemigo; en esta hora amarga del Impe­rio nos aprestamos para dar la batalla definitiva por Cartagena de Indias y asegurar que el enemigo no pase. Las llaves del Imperio han sido confiadas a nosotros por el Rey, nuestro Señor; habremos de devolverlas sin que las puertas de esta noble ciudad hayan sido violadas por el malvado hereje. El destino del Imperio está en vuestras manos. Yo, por mi parte, me dispongo a entregarlo todo por la Patria cuyo destino está en juego; entregaré mi vida, si es necesario, para asegurarme que los enemigos de España no ha­brán de hollar su suelo, de que la Santa Religión a nosotros confiada por el Destino no habrá de sufrir menoscabo mientras me quede un aliento de vida. Yo espero y exijo, y estoy seguro que obtendré, el mismo comporta­miento de vuestra parte. No podemos ser inferiores a nuestros antepasados, quienes también dieron su vida por la Religión, por España y por el Rey, ni someternos al escarnio de las generaciones futuras que verían en nosotros los traidores de todo cuanto es noble y sagrado. ¡Morid, entonces, para vivir con honra! ¡Vivid, entonces, para morir honrados! ¡Viva España! ¡Viva el Rey! ¡Viva Cristo Jesús!

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