Read El Demonio y la señorita Prym Online

Authors: Paulo Coelho

Tags: #Novela

El Demonio y la señorita Prym (12 page)

BOOK: El Demonio y la señorita Prym
9.54Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¡Huye! —gritó el extranjero.

Ella corrió en dirección al único refugio que tenía a su alcance mientras el hombre se encaramaba al otro árbol, con una agilidad poco corriente. Cuando el lobo maldito llegó cerca de él, ya estaba en lugar seguro.

El lobo empezó a gruñir y a saltar, a veces conseguía subir hasta la mitad del tronco, pero resbalaba inmediatamente.

—¡Arranca unas ramas! —gritó Chantal.

Pero el extranjero parecía estar en una especie de trance. Ella se lo repitió dos o tres veces, hasta que entendió lo que le decía. El hombre empezó a arrancar ramas y a tirarlas en dirección al lobo.

—¡No hagas eso! ¡Arranca las ramas, júntalas y enciéndelas! ¡Yo no tengo encendedor, haz lo que te mando!

Su voz tenía el tono desesperado de quien se encuentra en una situación límite: el extranjero juntó las ramas pero tardó una eternidad en encender el fuego; la tormenta del día anterior lo había dejado todo húmedo, y el sol no calentaba allí en esa época del año.

Chantal esperó a que las llamas de la improvisada antorcha tomaran fuerza suficiente.

Ella hubiera querido dejarlo allí durante todo el día para que se enfrentara al miedo que él quería imponer al mundo, pero tenía que salir y por ello se veía obligada a ayudarlo.

—Ahora demuestra que eres un hombre —gritó —.

Baja del árbol, sujeta con fuerza la antorcha, y mantén el fuego en dirección al lobo.

El extranjero estaba paralizado.

—¡Date prisa! —gritó ella, y el hombre, al oír su voz, captó toda la autoridad que se escondía detrás de sus palabras, una autoridad que provenía del terror, de la capacidad de reaccionar rápidamente, dejando el miedo y el sufrimiento para más tarde.

Bajó con la antorcha en las manos, ignorando las chispas que, alguna que otra vez, quemaban su rostro. Vio de cerca los dientes y la espuma que salía de la boca del animal, su miedo aumentaba, pero era necesario hacer algo, algo que debería haber hecho cuando su mujer y sus hijas fueron secuestradas y asesinadas.

—¡No desvíes la mirada de los ojos del lobo! —oyó decir a la chica.

La obedeció. Todo se hacía más fácil por momentos, ya no contemplaba las armas del enemigo, sino el enemigo que tenía dentro de sí mismo. Estaban en igualdad de condiciones, ambos eran capaces de provocar terror, el uno al otro.

Puso los pies en el suelo. El lobo retrocedió, asustado por el fuego: seguía gruñendo y saltando, pero no se le acercaba.

—¡Atácalo!

El hombre avanzó en dirección al animal, que gruñó con más fuerza que nunca y le enseñó los dientes, pero retrocedió aún más.

—¡Persíguelo! ¡Aléjalo de aquí!

Las llamas habían crecido y el extranjero se dio cuenta de que, en breve, se quemaría las manos; no le quedaba mucho tiempo. Sin pensarlo mucho, manteniendo la mirada fija en aquellos siniestros ojos azules, corrió en dirección al lobo; éste dejó de gruñir y saltar, dio media vuelta y se internó de nuevo en el bosque.

Chantal bajó del árbol en un abrir y cerrar de ojos. En poquísimo tiempo había cogido un puñado de ramitas y se había hecho su propia antorcha. —¡Vámonos! ¡Rápido!

—¿Adónde?

¿Adónde? ¿A Viscos, en donde todos los verían llegar juntos? ¿Hacia otra trampa en la que el fuego no producía el menor efecto? Ella se dejó caer en el suelo, con un inmenso dolor en la espalda y el corazón disparado.

—Enciende una hoguera —dijo al extranjero —. Y déjame pensar.

Intentó moverse y lanzó un grito; parecía que tuviera un puñal clavado en el hombro. El extranjero juntó hojas, ramas e hizo la hoguera. A cada movimiento, Chantal se retorcía de dolor, y dejaba escapar un gemido sordo; debía de haberse herido gravemente al subir al árbol.

—No te preocupes, que no tienes ningún hueso roto —dijo el extranjero, al oír sus gemidos de dolor —. Yo he pasado por esto. Cuando el organismo llega al límite de la tensión, los músculos se contraen y nos juegan esta mala pasada. Deja que te dé un masaje.

—¡No me toques! ¡No te acerques! ¡No hables conmigo!

Dolor, miedo, vergüenza. Estaba segura dé que él había visto cómo desenterraba el oro; él sabía —porque el Demonio era su compañero, y los demonios conocen el alma de las personas — que esta vez Chantal pensaba robarle.

Como también sabía que, en ese instante, todo el pueblo estaba soñando con cometer el crimen.

Como sabía que no harían nada, porque tenían miedo, pero con la intención bastaba para responder a su pregunta: el ser humano es esencialmente malo. Como sabía que ella pensaba huir, la apuesta que habían hecho la noche anterior ya no tenía ningún sentido, él podría volver al lugar de donde vino (¿de dónde vino?) con su tesoro intacto y sus sospechas confirmadas.

Intentó sentarse en la posición más cómoda posible, pero no había manera; sería mejor que se quedara inmóvil. El fuego mantendría alejado al lobo, pero no tardaría mucho en llamar la atención de los pastores que había por allí. Y los verían juntos.

Recordó que era sábado. Todos estarían en sus casas llenas de trastos horribles, reproducciones de cuadros famosos colgadas en las paredes, imágenes de santos de escayola, intentando distraerse. Y, aquel fin de semana, tendrían la mejor distracción desde el fin de la segunda guerra mundial.

—¡No hables conmigo!

—No he dicho nada.

Chantal tenía ganas de llorar, pero no quería hacerlo delante de él. Contuvo sus lágrimas.

—Te salvé la vida. Merezco el oro.

—Te salvé la vida. El lobo estaba a punto de atacarte.

Era cierto.

—Por otro lado, creo que has salvado algo que hay dentro de mí —continuó el extranjero.

Era un truco. Fingiría que no lo había oído; aquello era una especie de permiso para quedarse con su fortuna, largarse para siempre y punto final.

—La apuesta de ayer. Mi dolor era tan grande que quería que todos sufrieran tanto como yo; sería mi único consuelo. Tienes razón.

Al demonio del extranjero no le gustaba nada lo que estaba oyendo. Pidió al demonio de Chantal que le ayudara, pero éste era un recién llegado y aún no tenía el control total sobre la chica.

—¿Y eso qué cambia?

—Nada. La apuesta sigue en pie y sé que voy a ganarla. Pero entiendo lo miserable que soy, como también entiendo por qué me convertí en un miserable: porque creo que no merecía lo que me sucedió.

Chantal se preguntó a sí misma cómo saldrían de allí; aún era de mañana, pero no se podían quedar en el bosque para siempre.

—Pues yo creo que me merezco el oro y lo cogeré, a no ser que tú me lo impidas —dijo ella — te aconsejo que hagas lo mismo; ni tú ni yo necesitamos volver a Viscos; podemos ir directamente al valle, hacer autostop y, después, cada uno sigue su camino.

—Puedes irte. Pero, en este momento, los habitantes de Viscos están decidiendo quién va a morir.

—Puede ser. Durante los próximos dos días discutirán sobre ello, hasta que se agote el plazo; luego, se pasarán dos años discutiendo quién debería haber sido la víctima. Son muy indecisos a la hora de actuar, e implacables a la hora de culpar a los demás; conozco a mi pueblo.

Si no vuelves, ni siquiera se tomarán la molestia de discutir; creerán que todo fue invención mía. —Viscos es igual a cualquier otra aldea del mundo, y todo lo que pasa en ella puede pasar en todos los continentes, ciudades, campamentos, conventos, no importa dónde. Pero tú no entiendes de estas cosas, como tampoco entiendes que esta vez el destino jugó a mi favor: elegí a la persona adecuada para ayudarme.

»Alguien que, bajo su apariencia de mujer trabajadora y honrada, también desea vengarse.

Como no podemos ver al enemigo, porque, si miramos en el fondo de esta historia, el verdadero enemigo es Dios, que nos hizo pasar por lo que pasamos, desahogamos nuestras frustraciones en todo lo que nos rodea. Una venganza que nunca queda saciada, porque se dirige contra la propia vida.

—¿Se puede saber de qué estamos hablando? —dijo Chantal, irritada porque aquel hombre, la persona que más odiaba en el mundo, conocía muy bien su alma —. ¿Por qué no cogemos el dinero y nos vamos? —Porque ayer me di cuenta de que, al proponer lo que más me repugna, un asesinato sin motivo, como el de mi mujer y mis hijas, en realidad, deseaba salvarme. ¿Recuerdas el filósofo que mencioné en nuestra segunda conversación? ¿Aquel que decía que el infierno de Dios es el amor que siente por los hombres, puesto que la actitud humana Le atormenta a cada segundo de Su vida eterna?

»Pues bien, ese mismo filósofo dijo otra cosa:

"El hombre necesita de lo peor que hay en él para alcanzar lo mejor que existe en él."

—No lo entiendo.

—Antes, yo sólo pensaba en vengarme. Igual que los habitantes de tu aldea, yo soñaba, hacía planes día y noche, pero no los llevaba a cabo. Durante un cierto tiempo seguí por la prensa la reacción de personas que habían perdido a sus seres queridos de una manera similar, y todos terminaron actuando de una manera completamente distinta de la mía: formaron grupos de apoyo a las víctimas, entidades para denunciar las injusticias, campañas para demostrar que el dolor de la pérdida nunca puede ser sustituido por el fardo de la venganza...

»Yo también intenté enfocar las cosas desde un ángulo más generoso: no lo conseguí. Pero ahora que he cogido valor, que he llegado a este extremo, he descubierto, muy en el fondo, una luz.

—Sigue —dijo Chantal, porque ella también vislumbraba una luz.

—No quiero demostrar que la humanidad es perversa. Lo que sí quiero demostrar es que yo, inconscientemente, pedí las cosas que me sucedieron, porque soy malo, soy un degenerado, y merecía el castigo que la vida me impuso.

—Quieres demostrar que Dios es justo. El extranjero pensó un poco.

—Puede ser.

—Yo no sé si Dios es justo. Pero no se ha portado muy bien conmigo, y lo que ha destruido mi alma es esta sensación de impotencia. No consigo ser tan buena como desearía, ni tan mala como creo que necesito ser. Hace unos minutos pensaba que Él me había elegido para vengarse de toda la tristeza que los hombres Le causan.

»Creo que tú tienes las mismas dudas, a una escala mucho mayor: tu bondad no fue recompensada. Chantal se sorprendía de sus propias palabras.

El demonio del extranjero notaba que el ángel de la chica empezaba a brillar con más intensidad, y la situación se estaba invirtiendo por completo.

"¡Espabílate!", le decía al otro demonio.

"Ya lo hago —respondía —. Pero la batalla es dura." —Tu problema no es exactamente la justicia de Dios —dijo el hombre —. Sino el hecho de que siempre elegiste ser una víctima de las circunstancias. Conozco a mucha gente en esa misma situación.

—Como tú, por ejemplo.

—No. Yo me rebelé contra algo que me sucedió y poco me importa si a la gente le gusta o no mi actitud. Tú, al contrario que yo, creíste en tu papel de huérfana, desamparada, de persona que desea ser aceptada a cualquier precio; como eso no siempre sucede, tu necesidad de ser amada se transforma en un sordo deseo de venganza. En el fondo, a ti te gustaría ser como los otros habitantes de Viscos; es más, en el fondo, todos deseamos ser iguales a los demás. Pero el destino te dio una historia diferente.

Chantal negó con la cabeza.

"¡Haz algo! —decía el demonio de Chantal a su compañero —. Aunque diga que no, su alma empieza a entender, y está diciendo que sí."

El demonio del extranjero se sentía humillado, porque el recién llegado se daba cuenta de que no era lo suficientemente fuerte para acallar al hombre.

"Las palabras no llevan a ninguna parte —respondió —. Dejemos que hablen, la vida se encargará de que actúen de una manera diferente."

—No quería interrumpirte —prosiguió el extranjero —. Por favor, sigue hablándome de la justicia de Dios.

Chantal se alegró de no tener que escuchar más aquello que no deseaba oír.

—No sé si tiene mucho sentido. Debes de haber notado que Viscos no es un pueblo muy religioso, aunque tenga una iglesia, como los demás pueblos de la comarca. Precisamente porque Ahab, a pesar de que San Sabino lo hubiera convertido, tenía serias dudas por lo que respecta a la influencia de los curas. Como la mayor parte de los primeros habitantes de Viscos eran bandidos, creía que los sacerdotes los llevarían de vuelta a la delincuencia con sus amenazas de tormentos eternos. Quien no tiene nada que perder jamás piensa en la vida eterna.

»En cuanto apareció el primer cura, Ahab captó la amenaza. Para compensarla, instituyó un ritual que había aprendido de los judíos: el día del perdón. Pero adaptó el ritual a su manera.

»Una vez al año, la gente del pueblo se encerraba en sus casas, hacían dos listas, se volvían en dirección a la montaña más alta, y elevaban la primera lista hacia al cielo.

» —Aquí tienes, Señor, mis pecados para contigo —decían al leer la relación de faltas que habían cometido. Trapicheos en los negocios, adulterios, injusticias y cosas por el estilo —. He pecado mucho y Te pido perdón por haberte ofendido tanto.

»Después, y en ello residía la invención de Ahab, sacaban la segunda lista del bolsillo, también la elevaban hacia el cielo, con el cuerpo vuelto en dirección a la misma montaña. Y decían algo así como: "Y ésta es la lista de Tus pecados para conmigo: me hiciste trabajar más de lo necesario, mi hija enfermó a pesar de mis oraciones, me robaron cuando intenté ser honrado, sufrí más de lo necesario... "

»Una vez terminada la lectura de la segunda lista, completaban el ritual: "Fui injusto Contigo y Tú fuiste injusto conmigo, olvida mis faltas, que yo olvidaré las Tuyas y podremos continuar juntos otro año."

—Perdonar a Dios —dijo el extranjero —. Perdonar a un Dios implacable que construye y destruye sin cesar.

—Esta conversación es demasiado íntima para mi gusto —dijo Chantal, mirando en otra dirección —.

No he aprendido tanto de la vida como para poder darte lecciones de nada.

El extranjero permaneció en silencio.

"Esto no me gusta nada", pensó el demonio del extranjero, que ya empezaba a ver una luz a su lado, una presencia que, de ninguna manera, pensaba admitir allí. Había alejado esa luz dos años atrás, en una de las muchas playas del mundo.

Por culpa de un exceso de leyendas, de la influencia de celtas y de protestantes, de algunos pésimos ejemplos del árabe que había pacificado el pueblo, de la constante presencia de santos y bandidos por los alrededores, el sacerdote sabía que Viscos no era un pueblo muy religioso, aunque sus habitantes fueran a bodas y bautizos (lo cual, hoy en día, era un recuerdo remoto), a funerales (cada vez más frecuentes) y a la misa de Navidad. Por lo que respecta al resto del año, pocas personas se molestaban en asistir a ninguna de las dos misas semanales (sábado y domingo, ambas a las once de la mañana); a pesar de ello, él insistía en celebrarlas, aunque sólo fuera para justificar su presencia allí. Quería dar la impresión de ser un hombre santo y ocupado.

BOOK: El Demonio y la señorita Prym
9.54Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Violation by Sallie Tisdale
Wildflower by Prudence MacLeod
Let's Ride by Sonny Barger
Zoombie by Alberto Bermúdez Ortiz