El Cortejo de la Princesa Leia (13 page)

BOOK: El Cortejo de la Princesa Leia
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—¿Puedo servirte una copa o...? —preguntó Leia.

Han meneó la cabeza.

—Eh... No, gracias.

No dijo nada más y se limitó a quedarse inmóvil contemplando los cuadros, y después echó un rápido vistazo a la zona del dormitorio y el cuarto de baño. La suave claridad de las gemas de Gallinore amontonadas sobre su tocador iluminaba el dormitorio de Leia. Los soles gemelos que flotaban sobre el árbol de Selab habían dejado de emitir luz, como si estuvieran pasando por un ciclo nocturno.

—No te hace ninguna gracia que te envíen al sistema de Roche, ¿verdad? —preguntó Leia.

—Bueno... Eh... La verdad es que no voy a ir allí—admitió Han.

—¿No vas a ir allí? —preguntó Leia.

—He presentado mi dimisión.

—¿Cuándo ocurrió eso? —preguntó Leia.

Han se encogió de hombros.

—Hace cinco minutos.

Entró en el dormitorio de Leia y contempló la cama, el montón de gemas que había sobre el tocador, y los tesoros de Hapes esparcidos por todos los rincones. Una parte de Leia seguía sorprendida de que estuvieran allí, y se dijo que si tuviera una pizca de sentido común ya habría hecho que lo guardaran todo en un lugar seguro.

—Bien, ¿adonde irás? —preguntó—. ¿Qué vas a hacer?

—Voy a Dathomir —dijo Han.

Leia se quedó boquiabierta durante un momento.

—No puedes ir allí —dijo en cuanto se hubo recuperado de su estupor—. Dathomir está en territorio de Zsinj. Es demasiado peligroso...

—Antes de dimitir ordené que el
Indomable
atacara algunos de los puestos avanzados de Zsinj, en la frontera con el espacio de la Nueva República, causándoles el máximo de daños posible, y que se retirara a toda velocidad después. Zsinj se verá obligado a fortificar esos puestos avanzados y tendrá que retirar todas las naves de Dathomir, y eso debería bastar para que pueda escabullirme por alguna rendija. Ni siquiera sabrá que estoy allí.

—¡Eso es un abuso de autoridad! —exclamó Leia.

Han apartó su atención de las gemas, alzó la mirada hacia ella y sonrió.

—Ya lo sé.

Leia no dijo nada. Sabía que cuando Han estaba pasando por una de sus fases de tozudez, cualquier intento de hablar o de razonar con él era una pérdida de tiempo. Han volvió a encogerse de hombros.

—No le ocurrirá nada a nadie, Leia —dijo—. Ordené que llevaran a cabo el ataque con unidades teledirigidas de largo alcance. Nuestros soldados no correrán ningún peligro... Verás, creo que he pasado demasiado tiempo contemplando el holograma de ese planeta. Anoche soñé con él: estaba corriendo por la playa, el viento me acariciaba el rostro y el agua me salpicaba los tobillos... Todo era muy hermoso, ¿sabes? Así que cuando recibí las órdenes hoy, tomé una decisión. Me voy.

—¿Y qué harás allí?

—Si el planeta me gusta, quizá me quede en Dathomir. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez en que sentí arena debajo de mis pies..., demasiado tiempo.

—Estás cansado, y te has hartado de todo —dijo Leia—. No presentes tu dimisión. Tiraré de unos cuantos hilos, y recuperarás tu rango. Puedes tomarte unas cuantas semanas de descanso y...

Han había estado mirando el suelo, pero de repente concentró su atención en ella y clavó los ojos en su cara.

—Los dos estamos cansados —dijo—. Los dos estamos hartos de todo, Leia. ¿Por qué no vienes conmigo? Podrías huir conmigo, Leia...

—No puedo hacer eso —replicó Leia.

—Es justo lo que estás planeando hacer con Isolder. Vas a huir con él. ¿Por qué no puedes darme el mismo tiempo que le vas a dar a él? Chewie y Cetrespeó van a reunirse conmigo a bordo del
Halcón
dentro de una hora. Podrías venir con nosotros, Leia. Quién sabe, quizá te enamorarías de Dathomir... Quizá volverías a enamorarte de mí.

Han parecía tan desesperadamente triste y daba tanta pena que Leia se sintió culpable por haberle ignorado y dejado abandonado durante los últimos días. Se acordó de lo que había sentido el día en que Vader dejó atrapado a Han en la carbonita y lo envió a Jabba el Hutt, y de la alegría que habían compartido cuando el Emperador fue derrotado. Entonces Leia le amaba. «Pero ya hace mucho tiempo de eso», se dijo.

—Escucha, Han, siempre te apreciaré mucho —se encontró diciendo de repente—. Ya sé que resulta difícil, pero...

—Pero adiós y esperas que me vaya bien durante el resto de mi vida, ¿no? —preguntó Han.

Leia descubrió que estaba temblando. Han fue hacia su tocador, y Leia se dio cuenta de que estaba contemplando el reluciente metal negro de la Pistola de Mando.

—¿Funciona de verdad? —preguntó.

Han alargó la mano hacia el arma, y Leia comprendió lo que planeaba hacer.

—¡No la toques! —gritó.

Han cogió el arma, giró sobre sí mismo moviéndose más deprisa de lo que Leia jamás hubiese creído posible y la apuntó.

—¡Ven conmigo a Dathomir!

—¡No puedes hacer esto! —le suplicó Leia, alzando una mano como si pudiera desviar el haz de energía del arma con ella.

—Creía que te gustaban los tipos que viven al margen de la ley —dijo Han.

Un chorro de chispas azules brotó del cañón del arma, y trajo consigo el olvido y la noche.

—¿Estás seguro de que el general Solo ha secuestrado a la princesa? —preguntó la Reina Madre.

La imagen de su madre llegaba hasta él mediante la holovisión, pero aun así Isolder no se atrevía a alzar la mirada hacia su rostro velado.

—Sí, Ta'a Chume —respondió—. Una cadena de emisoras colocó un mini-ojo espía en el pasillo que llevaba a sus habitaciones, y la cámara filmó a Leia saliendo de ellas con el general. Caminaba como una sonámbula, y Solo iba armado con la Pistola de Mando.

—Bien, ¿y qué piensas hacer para recobrar a la princesa?

Isolder podía sentir el peso de la mirada de la Ta'a Chume. La Reina Madre le estaba poniendo a prueba. En Hapes las mujeres que ocupaban posiciones de autoridad solían hablar despectivamente de la «ineptitud de los hombres», y de su aparente incapacidad de hacer nada bien fueran cuales fuesen las circunstancias.

—La Nueva República ya ha reunido a un millar de sus mejores detectives para que sigan la pista de Han Solo. Astarta recibe informes sobre sus progresos cada hora, y hemos enviado mensajes a varios cazadores de recompensas.

—Mírame a los ojos —dijo la Ta'a Chume en voz baja y suave, y en un tono lleno de amenaza.

Isolder alzó la mirada hacia ella e intentó relajarse. Su madre llevaba una tiara de oro y un delgado velo amarillo oscurecía sus rasgos. Las luces que había a su alrededor se reflejaban en el oro de tal manera que la tiara casi parecía generar una aureola de energía y poder palpables. Isolder centró su mirada más allá del velo y en los ojos oscuros que parecían taladrarle.

—El general Solo es un hombre desesperado —dijo la Ta'a Chume—. Sé qué estás pensando. Quieres rescatar a la princesa Leia de sus garras personalmente, ¿verdad? Pero debes recordar el deber que has contraído ante tu pueblo: eres el Chume'da. Tu esposa y tus hijas deben reinar algún día. Si haces cualquier cosa que ponga en peligro tu vida, estarás traicionando las esperanzas y los sueños de tu pueblo. Debes permitir que nuestros asesinos se encarguen del general Solo. ¡Prométemelo!

Isolder clavó la mirada en el rostro de su madre e intentó ocultar sus intenciones, pero el esfuerzo no le sirvió de nada. Su madre le conocía demasiado bien. Su madre conocía demasiado bien a todo el mundo.

—Perseguiré al general Solo hasta dar con él y traeré a mi novia a casa —dijo Isolder.

Isolder esperó el estallido de furia de su madre, y esperó oír la ira ardiente de su voz derramándose sobre él como un torrente de magma. Podía sentirla en el silencio que siguió a sus palabras, pero la Ta'a Chume no era la clase de mujer que muestra su irritación.

—Cometes una ligera desobediencia hacia mí —dijo con calma, y su voz casi parecía un suspiro—, pero pienses lo que pienses, tu tendencia a la heroicidad altruista no es ninguna virtud. Si pudiera te curaría de ella. —Después guardó silencio durante unos momentos mientras Isolder esperaba a que dictara su castigo—. Supongo que te pareces demasiado a tu padre... El general Solo probablemente buscará refugio en los dominios de algún señor de la guerra, alguien que tenga alguna posibilidad de mantener a raya al poderío de la Nueva República. Reuniré a mis asesinos y llevaré una flota a Coruscant inmediatamente. Naturalmente, si doy con Solo antes que tú, le mataré.

Isolder permitió que su mirada bajara hacia el suelo. Había albergado la loca esperanza de que el secuestro de Leia hiciera que su madre se olvidara de su viaje y se mantuviera lejos. Pero en el fondo su reacción tenía mucho sentido, ya que Solo había secuestrado a la sucesora de la Ta'a Chume. El honor exigía que su madre adoptara todas las medidas necesarias para rescatar a la princesa.

—Sé que estás disgustada, pero cuando era un niño solías decirme que Hapes sólo sería tan fuerte como aquellos que lo guiaran. He reflexionado a menudo en tus palabras, y he acabado creyendo en ellas y las he convertido en mi guía.

Isolder puso fin a la comunicación, se reclinó en el asiento y empezó a pensar. Casi compadecía a Han. El general Solo no podía imaginar la clase de recursos que su madre emplearía contra él.

El cabo Reezen había conseguido pasar siete años de vida militar envuelto en una relativa oscuridad, sin atraer jamás los elogios o la atención de que se creía merecedor. Eso era algo que ocurría con mucha frecuencia en los departamentos de inteligencia militar. Luchabas y sudabas durante años para resolver un gran caso, con la esperanza de que el azar te proporcionaría una brizna de información que acabaría resultando ser de utilidad.

Por eso planeaba enviar su informe directamente al señor de la guerra Zsinj para que fuera visto únicamente por sus ojos, y firmar los documentos con su nombre para que ninguno de sus superiores pudiera atribuirse el mérito. Era lo justo, ¿no? El cabo Reezen era la única persona que se había percatado de que los tres ataques seguidos por retiradas a toda velocidad producidos durante un período de nueve días eran maniobras concebidas para alejar a la flota de Zsinj de sus posiciones actuales. Estaba claro que la Nueva República planeaba alguna clase de ataque a gran escala, con la esperanza de abrir un agujero lo bastante grande como para poder enviar una flota a través de él. Y tenía que tratarse de una flota —algo más importante que una mera nave espía—, pues de lo contrario nadie habría gastado tanto dinero intentando asegurarse de que las naves conseguirían recorrer el pasillo sin sufrir daños.

Reezen estaba totalmente convencido de que pronto ocurriría algo de grandes dimensiones. El presentimiento era tan fuerte que se había convertido en certeza, y Reezen había actuado en consecuencia calculando los vectores y evaluando los posibles objetivos militares hasta reducir su lista a seis, que luego había clasificado por orden de posibilidad. Había tanto territorio que cubrir, y tantos factores inciertos... Reezen meditó por última vez en los objetivos posibles, y de repente decidió mirar más allá de las posibilidades obvias. Allí, muy lejos en sus mapas, estaba Dathomir, y Reezen estudió el planeta y empezó a sentir un extraño cosquilleo en los huesos.

Dathomir ya estaba bien protegido, y se encontraba tan lejos de las fronteras del territorio de Zsinj que la Nueva República no podía estar al corriente de las operaciones que el señor de la guerra desarrollaba allí. ¿El astillero? ¿Sería posible que la Nueva República estuviera planeando lanzar un ataque contra el astillero? No, su sexto sentido le decía que no se trataba de eso. Querían algo que se encontraba en el planeta. Dathomir era un lugar tan inhóspito, tan duro y peligroso... Había cierto número de prisioneros a los que la Nueva República podía querer liberar —suponiendo que la Nueva República estuviera enterada de la existencia de la colonia penal—, pero nadie podía ser lo suficientemente estúpido como para tratar de llegar hasta allí. Reezen había conocido a los nativos, y la sola idea de posarse en Dathomir bastó para que un escalofrío recorriera su columna vertebral de un extremo a otro. Aun así, el planeta parecía estar haciéndole señas. «Aquí, aquí... ¡Vendrán aquí!»

Cuando era un adolescente Reezen había asistido a un desfile militar en Coruscant con su padre, y durante el desfile Darth Vader, Señor Oscuro del Sith, había pasado muy cerca de él. De hecho, Lord Vader había ordenado detener el desfile, se había parado para mirar a Reezen y le había dado una palmadita en la cabeza. Reezen recordaba cómo su rostro asustado se había reflejado en el casco del Señor Oscuro, y recordaba el terror helado que había sentido cuando aquel guantelete metálico le había dado una palmadita en la cabeza, pero Vader se había limitado a decirle «Cuando sirvas al Imperio, confía en tu sensibilidad», en voz baja y suave, y luego se había alejado con el desfile.

Reezen redactó una tímida sugerencia de enviar refuerzos a Dathomir a pesar de su creencia de que la Nueva República no atacaría, y después se volvió hacia su terminal de ordenador y tecleó la secuencia que enviaría la advertencia codificada a Zsinj.

El señor de la guerra era un hombre muy concienzudo. Zsinj se encargaría del resto.

Capítulo 8

Leia despertó en la oscuridad. Llevaba mucho rato totalmente inmóvil y con los ojos clavados en la negrura. Se había estado concentrando en permanecer lo más quieta posible, y el esfuerzo de concentración había sido tan grande que le dolía la cabeza y tenía calambres musculares. Las últimas palabras de Han habían sido «Acuéstate y no te muevas», y Leia se había esforzado por obedecerlas con toda su voluntad.

La repentina comprensión de la traición cometida por Han hizo que gritara su nombre e intentara sentarse. Su cabeza chocó con algo duro, y tuvo que volver a acostarse. Sintió una rejilla debajo de ella, y oyó el familiar gruñido ahogado de los motores hiperespaciales del
Halcón Milenario.
Habían pasado cinco años desde que Leia se escondió por última vez en el compartimento para el contrabando del
Halcón,
y el compartimento seguía oliendo exactamente igual que entonces.

«Voy a matarte, Han Solo —se dijo—. No, pensándolo mejor, tendrás mucha suerte si me conformo con matarte...» Buscó a tientas en la oscuridad que la rodeaba intentando encontrar el pestillo, dio con él e intentó correrlo. El pestillo se negaba a moverse. Leia lo examinó con las puntas de los dedos y descubrió que estaba roto. Giró sobre sí misma, encontró algo pequeño y metálico y empezó a golpear el techo con el objeto.

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