Las vacaciones de verano las pasábamos siempre en las Poconos. Mi madre tenía asma y decía que el aire de la ciudad le sentaba mal, y a mi padre le encantaba pescar, así que teníamos una pequeña cabaña en una zona apartada de las montañas. Mi padre venía en coche para pasar los fines de semana con nosotros y yo, que me pasaba el resto de la semana a solas con mi madre, lo echaba mucho de menos. Por eso empecé a salir muy a menudo: me juntaba con otros chicos y vagabundeaba con ellos durante todo el día. Un verano, entre el penúltimo y el último curso del instituto, conocí a un chico a quien llamaré Chris Shelbourne. Su familia acababa de comprar una cabaña de verano por allí cerca. Chris era rubio, tenía los ojos azules y la mirada serena. Era delgado y de piel bronceada… Resultó que también era corredor y a los dos nos ilusionó tanto descubrir que teníamos una pasión en común que muy pronto nos convertimos en íntimos amigos.
En realidad, mis sentimientos hacia él se volvieron tan fuertes que ahora me pregunto por qué no supe interpretarlos correctamente. Tal vez porque mi educación sobre estas cosas era bastante pobre. Mi padre me había contado lo que creía que yo debía saber respecto a las chicas, pero jamás me había dicho que esos sentimientos pudieran darse también entre dos chicos. Qué yo supiera, no existía un nombre para lo que sentía pero me di cuenta, de forma instintiva, que aquel sentimiento era algo que debía ocultar a todo el mundo, incluso a Chris y a mí mismo. Chris, probablemente, experimentaba la misma confusión que yo.
Durante aquel verano, buscaba febrilmente cualquier oportunidad para estar conmigo, pero jamás analizó sus sentimientos.
Una hora sin Chris era una pérdida irreparable. Íbamos a pescar, hacíamos excursiones o nos tumbábamos al sol y hablábamos de atletismo. Soñábamos con llegar a ser destacados corredores en la universidad y con participar en los Juego Olímpicos. Cada día íbamos al bosque y corríamos quince o veinte kilómetros por caminos solitarios. Cruzábamos riachuelos y corríamos entre los arbustos de laurel de montaña. Poco después de conocernos, el laurel floreció y se llenó de flores rosas y blancas que despedían una intensa fragancia. Subíamos colinas y luego las bajábamos corriendo, libres como dos ciervos. Hiperventilados y llenos de energía, corríamos bajo los rayos del sol que se abrían paso entre las ramas de los árboles. En mi mente, el acto de correr estaba estrechamente ligado a lo que sentía cuando él estaba cerca.
A varios kilómetros de distancia, en el bosque, había un lago pequeño, solitario y cristalino. Cuando llegábamos allí, nos desnudábamos y nos íbamos a nadar. Yo había visto cientos de chicos desnudos en los vestuarios de la escuela, pero, cuando vi a mi querido amigo desnudo, mis sentimientos se transformaron en deseo sexual. Confuso y angustiado, tratando de actuar con naturalidad, siempre reprimía aquel sentimiento. Aparentemente, Chris hacía lo mismo. Y así fue cómo desaprovechamos el verano de 1952. Al final de nuestra última carrera, cuando nos acercábamos al límite del bosque pero aún no teníamos a la vista las cabañas, Chris se detuvo de repente y me dijo:
—Quiero despedirme aquí.
Me rodeó con los brazos. El pánico que sentimos en aquel momento, sin embargo, era tan intenso como el cariño que nos teníamos y lo único que hicimos fue abrazarnos torpemente. Nuestros cuerpos jadeantes y sudorosos se rozaron. Él me besó en la mejilla, cerca de la boca, y tras unos momentos de temblorosa vacilación yo hice lo mismo. Juramos que nos escribiríamos y que volveríamos a vernos el próximo verano. Al día siguiente, su familia cerró la cabaña y regresaron a Nueva Jersey. Aquel día fui a correr al bosque yo solo. Hubiera llorado amargamente, pero mi padre me había enseñado que los hombres de verdad no lloran. Jamás tuve el valor ni la habilidad verbal de poner mis sentimientos por escrito, así que nunca le escribí. El tampoco me escribió a mí. Al año siguiente, nos enteramos de que alguien había comprado la casita de los Shelbourne y jamás volví a ver a Chris.
Durante mi último año en el instituto tuve un par o tres de novias ocasionales, buscando en vano aquel sentimiento que Chris había despertado en mí. Al parecer, parte del problema se debía a que la energía de las chicas en lo que se refiere al sexo no estaba al mismo nivel que la mía. Aquel año gané la carrera de la milla en el Campeonato Universitario de Penn: mi padre estaba tan orgulloso que enmarcó aquellos primeros recortes de prensa y los tuvo colgados en la salita hasta que se volvieron amarillos.
Después de graduarme, en 1953, me sentí un tanto dividido: por un lado, quería ir directamente a la universidad y correr pero, por otro lado, la guerra de Corea seguía y yo me moría por ir y hacerme con un buen cinturón de cabelleras asiáticas.
Finalmente, mis padres me permitieron alistarme en el Cuerpo de Marines, pero apenas había terminado la instrucción de reclutas cuando se firmó la tregua. Aquello me produjo una gran decepción, pero de todas formas me entusiasmaba ser marine. Me ascendieron a teniente, me incluyeron en el equipo de atletismo de los marines y me dejaron competir tanto como permitía el deber. Entrené duro y conseguí una mejor marca personal de 4'4"3, que en aquellos tiempos se consideraba muy buena: Roger Bannister había bajado de los cuatro minutos en 1954. Empecé a abrigar esperanzas de meterme en el equipo olímpico para los Juegos de 1956, pero cuando terminé mi período de servicio de cuatro años, a principios de 1956, el negocio de mi padre estaba en apuros. En lugar de entrenar, tuve que echarle una mano y empecé a trabajar de corrector en un periódico. Mortificado, me sentaba cada día en una ruidosa habitación de una gran ciudad y corregía los resultados de las pruebas de selección para los Juegos Olímpicos.
Aquel otoño fui a Villanova con una beca deportiva. Mis asignaturas principales eran de periodismo y las secundarias, de educación física, pero seguía trabajando por las noches y mi entrenamiento se resentía. Cuando por fin entré en el equipo universitario de atletismo, mis marcas estaban ya muy lejos de las que había conseguido en el Cuerpo de Marines. Para empeorar las cosas, en 1959, mi último año, salía con una chica que se llamaba Mary Ellen Rache. Mientras buscaba aquel sentimiento que había despertado Chris, la dejé embarazada. Por supuesto, mi obligación era casarme con ella y así lo hice. Ni su familia ni la mía se mostraron muy felices, porque aquélla no era la mejor forma de empezar un matrimonio.
En el siguiente año olímpico, 1960, cuando ya había terminado la universidad, no me quedó más remedio que asumir que con el peso de aquellas dos responsabilidades familiares en mi vida no había espacio para la competición amateur. Sin embargo, podía seguir en contacto con el deporte si elegía una profesión relacionada con ese mundo. Puesto que aún no tenía los créditos necesarios para ejercer de educador físico, tendría que ejercer de periodista. Pronto empecé a trabajar en el Eagle de Filadelfia como especialista en atletismo, mientras seguía estudiando por las noches. Cada mañana me levantaba temprano para correr unos cuantos kilómetros y conservar una forma física aceptable. El trabajo era estimulante y me pagaban bastante bien. Viajaba a todas las competiciones importantes, lo cual me alejaba de la incómoda situación que vivía con Mary Ellen. Me juntaba con los grandes corredores, compartía indirectamente sus fracasos y sus victorias, y acabé convirtiéndome en el clásico fetichista.
Fue más o menos por aquella época cuando empecé a admitir lo peligrosamente profundos que eran mis sentimientos. En los Marines, la disciplina y el trabajo duro me habían ayudado a suprimirlos, pero ahora se desbordaban de nuevo. Con la excusa de que no nos entendíamos, había dejado de mantener relaciones con Mary Ellen y me había acostumbrado a acostarme con prostitutas y ligues cada vez que salía de viaje. Acudía a las competiciones con una aguda excitación que me consumía. En el exterior, bajo el cielo, o en el interior, en estadios llenos de humo, observaba ávidamente a todos aquellos jóvenes atractivos. Me deleitaba con la imagen de sus espléndidos cuerpos resplandecientes de sudor, de sus músculos y tendones forzados hasta extremos casi inimaginables. De vez en cuando, alguno de aquellos hombres me parecía tan atractivo que despertaba en mí el mismo deseo doloroso que Chris.
Escribir crónicas dejó de satisfacerme muy pronto, porque lo que yo quería era meterme de lleno en el mundo del deporte. En 1961 me enteré de que había un puesto vacante de entrenador en un instituto de Filadelfia, el St. Anthony's : lo solicité y me lo dieron. Pagaban menos, pero a mí me abrió todo un mundo nuevo. Aquel primer año presenté un reducido equipo que arrasó en el Campeonato Universitario de Penn y atrajo bastante atención. El inconveniente era que no me gustaban los alumnos de instituto. Eran pequeñas bestias ruidosas. Al año siguiente, mi querida Villanova me ofreció el puesto de ayudante del entrenador de atletismo y me faltó tiempo para aceptar. Era mucho más agradable estar con universitarios porque, por lo menos, ya tenían conciencia de sí mismos.
En realidad, me resultó demasiado agradable estar con ellos. Fue en 1962, durante mi primer año como entrenador en Villanova, cuando finalmente tuve que confesarme a mí mismo que mis sentimientos tenían un nombre: homosexualidad. Es difícil expresar la intensidad del sufrimiento que experimenté. Mi educación me hacía verme a mí mismo con los peores ojos.
Los corredores son hombres, me había dicho mi padre. Un marine es un hombre, me habían dicho en las Fuerzas Armadas. Un entrenador es un hombre. Por Dios, si hasta los periodistas son hombres. Los periodistas que yo conocía eran una pandilla de golfos y puteros. Lo que más me chocaba era la ausencia en mí de las peculiaridades que, según la sociedad, definían a los homosexuales. Lo sabía todo sobre los maricas, o eso pensaba yo. Los maricas eran bailarines de ballet, decoradores de interiores y actores. Eran afeminados, guapos, agitaban las manos, meneaban el trasero y hablaban con voz entrecortada y aguda.
Cada día me encontraba en el vestuario con todos aquellos hermosos cuerpos desnudos, lo bastante cerca como para poder tocarlos. Los corredores de Villanova eran unos chicos bastante escandalosos: supuestamente, tocarle el aparato a alguien en la ducha era tan sólo un juego, un poco de diversión masculina pero, de vez en cuando, era fácil descubrir que por aquel vestuario también circulaban unos cuantos sentimientos auténticos. No se puede reunir a un montón de jóvenes llenos de energía e impulsos sexuales, adiestrarles en el culto al cuerpo y luego meterlos a todos desnudos en un vestuario, en un deporte tan duro como éste, sin que surjan ciertos sentimientos al azar.
De todos los atletas, los corredores son los que tienen mejor forma física y los que se ocupan más descaradamente de sus cuerpos. De hecho, mantienen una especie de relación amorosa con sus cuerpos, se preocupan por la manera en que su organismo reacciona a los entrenamientos, hablan de forma obsesiva, como viejecitas, sobre lesiones y enfermedades, evacuaciones intestinales y deficiencias minerales… Están más interesados en la fisiología que los investigadores en materia de sexo y se atreven a jurar, incluso, que son mejores amantes que los demás porque tienen los músculos de las caderas más fuertes. Fisiológicamente, correr constituye una adicción para ellos y, cuando no lo hacen, se suben por las paredes como drogadictos. Hasta sus hormonas están íntimamente familiarizadas con la energía que generan a borbotones: las hormonas masculinas, la fuerza; las femeninas, la resistencia.
Un cuerpo masculino sólo resulta atractivo cuando está en forma, por la musculatura. Se deduce, por tanto, lo mismo que se deduce que la noche sigue al día, que el mundo del deporte alberga tanta homosexualidad como cualquier otro sector de la sociedad norteamericana…, posiblemente más. La gente, sin embargo, sigue fingiendo que el deporte es el santuario lleno de estandartes del supermacho americano heterosexual. De vez en cuando, alguien tiene la suficiente valentía como para apuntar la verdad, como hizo Jim Bouton en
Ball Four
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, pero inmediatamente se le obliga a callar y se le llama enemigo del deporte. La homosexualidad es el gran trapo sucio del deporte americano.
Así pues, allí estaba yo, en los vestuarios de Villanova con todos aquellos jóvenes atractivos. De vez en cuando, veía a algún chico y mi intuición me decía que, si yo daba el primer paso, tal vez me correspondería. De hecho, conocía a un par de chicos que estaban liados, porque los sorprendí, igual que Gus Lindquist. Si los hubiera amenazado con desvelar sus actividades ante el entrenador jefe, podría haberlos chantajeado para llevármelos a la cama, pero me limité a dejarlos marchar tras un discurso al estilo marine sobre la integridad moral. Por desgracia, los dos estaban tan asustados que abandonaron el equipo.
Estaba lo bastante cerca como para tocar aquellos cuerpos…, pero no lo hice. La religión, la disciplina, la experiencia militar, la educación y el miedo puro me dieron la fuerza que necesitaba. Cada día le pedía a Dios que me diera fuerzas, sólo para ese día, y me ayudara a mantener las manos alejadas de mis chicos. Me convencí a mí mismo de que había depositado una confianza sagrada en no contaminar sus vidas con lo que por aquel entonces a mí me parecía un sentimiento obsceno. Y también se me ocurrió pensar que no podía permitirme aquellos sentimientos sin arriesgarme a que me pillaran.
Mantener mi fachada de marine me ayudó. Ponía cara de póquer, me mostraba duro, llevaba el pelo casi al rape, era conservador en la forma de vestir y ladraba a mis atletas como si fueran reclutas en Parris Island
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. Correr también me ayudó o, para ser más exactos, fue el cansancio que me producía correr lo que me ayudó a olvidar el dolor y la necesidad. Aquel año en Villanova empecé a entrenar en serio otra vez. No para competir (de todas formas, no podía, puesto que ya era profesional) sino para sobrevivir. Cada mañana me levantaba extraordinariamente temprano, hacía unos quince kilómetros a buen ritmo por la carretera y, si tenía tiempo, unas cuantas carreras rápidas en la pista.
Sentía curiosidad por saber cuál sería la actitud de mi padre respecto a la homosexualidad. Todavía tenía su negocio en Filadelfia y sus manos enormes seguían negras de tinta, pero ya estaba un poco cascado y encorvado por la artritis. Un día mencioné como por casualidad que en Villanova había un marica, pero mi padre se mostró muy poco dispuesto a admitir que existiera gente así. Finalmente, dijo: