El comendador Mendoza (4 page)

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Authors: Juan Valera

Tags: #Drama

BOOK: El comendador Mendoza
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La idea, o mejor dicho, la teoría novísima, tal como estaba en la mente de D. Fadrique, era en compendio la siguiente:

Entendía el filósofo de Villabermeja que había una ley providencial y eterna para la historia, tan indefectible como las leyes matemáticas, según las cuales giran en sus órbitas los astros. En virtud de esta ley, la humanidad iba adelantando siempre por un camino de perfectibilidad indefinida; su ascensión hacia la luz, el bien, la verdad y la belleza, no tenía pausa ni término. En esto, el humano linaje, en su conjunto, seguía un impulso necesario. Toda la gloria del éxito era para el Ser Supremo, que había dado aquel impulso; pero, dentro del providencial movimiento que de él nacía, en toda acción, en toda idea, en todo propósito, cada individuo era libre y responsable. El maravilloso trabajo de la Providencia, el misterio más bello de su sabiduría infinita, consistía en concertar con atinada armonía todos aquellos resultados de la libertad humana a fin de que concurriesen al cumplimiento de la ley eterna del progreso, o en tenerlos previstos con tan divina previsión y acierto, que no perturbasen lo que estaba prescrito y ordenado; así como, aunque sea baja comparación, cuenta el inventor y constructor perito de una máquina con los rozamientos y con el medio ambiente.

Tal manera de considerar los sucesos se avenía bien con el carácter de D. Fadrique, corroborando su desdén hacia las menudencias, y su prurito de calificar de menudencias lo que para los más de los hombres es importante en grado sumo, y transformando su propensión a la alegría y a la risa en serenidad olímpica, digna de los inmortales.

En su moral no dejaba de ser severo. No había borrado de sus tablas de la ley ni una tilde ni una coma de los mandamientos divinos. Lo único que hacía era dar más vigor, si cabe, a toda prohibición de actos que produzcan dolor, y relajar no poco las prohibiciones de todo aquello que a él se le antojaba que sólo traía deleite o bienestar consigo.

En aquella edad, pensar así en España y en dominios ya hemos dicho que era expuesto; pero D. Fadrique tenía el don de la mesura y del tino, y sin hipocresía lograba no chocar ni lastimar opiniones o creencias.

Concurría a esto la buena gracia con que se ganaba las voluntades, no con inspirar trivial afecto a todo el mundo, sino inspirándole muy vivo a los pocos que él quería, los cuales valían siempre por muchos para defenderle y encomiarle.

En la primera mocedad, dotado D. Fadrique de tales prendas, y siendo además bello y agraciado de rostro, de buen talle, atrevido y sigiloso, consiguió que lloviesen sobre él las aventuras galantes, y tuvo alta fama de afortunado en amores.

Después de terminada la rebelión de Tupac-Amaru ascendió a capitán de fragata, y su reputación de buen soldado y de sabio y hábil marino llegó a su colmo.

Casi cuando acababan de espirar en el Cuzco los últimos indios parciales de la independencia de su patria, siendo atenaceados algunos con tenazas candentes antes de ahorcarlos, llegó la nueva a Lima de que habíamos hecho la paz con Inglaterra, logrando la independencia de su colonia, en pro de la cual combatimos.

Don Fadrique pudo entonces obtener licencia para navegar a las órdenes de la Compañía de Filipinas, y salió para Calcuta mandando un navío cargado de preciosas mercaderías. Tres viajes hizo de Lima a Calcuta y de Calcuta a Lima; y como llevaba muy buena pacotilla y un sueldo crecido, y alcanzó ventas muy ventajosas, se halló en poco tiempo poseedor de algunos millones de reales.

En las largas temporadas que D. Fadrique pasó en la India se aficionó mucho a la dulzura de los indígenas de aquel país y tomó en mayor aborrecimiento el fervor religioso y guerrero de otras naciones. Tippoo, sultán de Misor, se había empeñado en convertir al islamismo a todos los indostaníes y en dilatar su imperio hasta el Cabo Comorín, a donde nunca habían penetrado las huestes de otros conquistadores musulmanes. La horrible devastación del floreciente reino de Travancor, en las barbas de los ingleses, fue la consecuencia de la ambición y del celo muslímico del sultán mencionado. El Gobernador general de la India se resolvió al cabo a vengar y a remediar lo que hubiera debido impedir, y partió de Calcuta a Madrás con muchos soldados europeos y cipayos, y grandes aprestos de guerra. En aquella ocasión D. Fadrique tuvo el gusto de ganar bastantes rupias, sirviendo una buena causa y conduciendo a Madrás en su navío, con la autorización debida, tropas, víveres y municiones.

Parece que poco tiempo después de este suceso, y aun antes de que el rajah de Travancor fuese restablecido en su trono, y el sultán Tippoo vencido y obligado a hacer la paz, D. Fadrique, cansado ya de peregrinaciones y trabajos, con la ambición apagada y con el deseo de fortuna más que satisfecho, logró, de vuelta a Lima, obtener su retiro, y se vino a Europa, anhelante de presenciar la gran revolución que en Francia se estaba realizando, cuyos principios se hallaban tan en concordancia con los suyos, y cuya fama llenaba el mundo de asombro.

Don Fadrique, sin embargo, sólo estuvo en París algunos meses: desde fines de 1791 hasta Septiembre de 1792. Este tiempo le bastó para cansarse y hartarse de la gran revolución, desengañarse un poco de su liberalismo y dudar de sus teorías de constante progreso.

En Madrid vivió, por último, dos años, y también se desengañó de muchísimas cosas.

Entrado ya en los cincuenta de su edad, aunque sano y bueno, y apareciendo en el semblante, en la robustez y gallardía del cuerpo, y en la serenidad y viveza del espíritu mucho más joven, le entró la nostalgia de que padecen casi todos los bermejinos, y tomó la irrevocable resolución de retirarse a Villabermeja para acabar allí tranquilamente su vida.

Las cartas que escribió a su hermano D. José y a la chacha Ramoncica, que vivían aún, anunciándoles su vuelta definitiva y para siempre, fueron breves, aunque muy cariñosas. En cambio, escribió al P. Jacinto una extensa carta, que se conserva aún y que debe ser trasladada a este sitio. La carta es como sigue:

V

Mi querido P. Jacinto: Ya sabrá V. por mi hermano y por la chacha Ramoncica que estoy decidido a irme a ese lugar a acabar mi vida donde pasé los mejores años y los más inocentes de ella (¡buena inocencia era la mía!), jugando al hoyuelo, a las chapas, al salto de la comba y algunas veces al cané, y andando a pedradas y a mojicones con mis coetáneos y compatricios.

Entonces estaba yo cerril; pero ya V. se hará cargo de que me he pulido bastante peregrinando por esos mundos, y de que ahora son otras mis aficiones y muy diversos mis cuidados. Los frailes compañeros de V. no tendrán ya necesidad de amenazarme con los Toribios.

Mi estancia en el lugar no traerá perturbación alguna; antes, por el contrario, yo me lisonjeo de que reporte algunas ventajas. He hecho dinero y emplearé ahí mucha parte en fomentar la agricultura. El vino que ahí se produce es abominable y puede ser excelente. Trabajando se logrará hacerle potable y bueno.

Soñando estoy con las agradables veladas que vamos a pasar en el invierno, jugando a la malilla y al tute, disputando sobre nuestras no muy concordes teologías, y refiriendo yo a V. mis aventuras en el Perú, en la India y en otras apartadas regiones.

Sé que V., a pesar de los años, está firme como un roble, por lo cual me prometo que ha de dar conmigo largos paseos a caballo y a pie, y ha de acompañarme a cazar perdices. Tengo dos magníficas escopetas inglesas, que compré en Calcuta, y con las cuales he cazado tigres tan grandes algunos de ellos como borricos. Ya verá V. qué bien le va tirando con cualquiera de estas escopetas a las pacíficas y enamoradas perdices que acuden al reclamo en la estación del celo.

A pesar de nuestra edad, hemos de emplearnos todavía, si V. no se opone, en algunas cosas harto infantiles. Hemos de volver al Pozo de la Solana, como hace cuarenta años, a cazar colorines y otros pajarillos, ya con la red, ya con liga y esparto. Téngame V. preparado un buen par de cimbeles.

Todas las cosas de por allí se me ofrecen a la memoria con el encanto de los primeros años. Entiendo que voy a remozarme al verlas y gozarlas.

Tengo gana de volver a comer piñonate, salmorejo, hojuelas, gajorros, pestiños, cordero en caldereta, cabrito en cochifrito, empanadas de boquerones con chocolate, torta-maimón, gazpacho, longanizas y los demás primores de cocina y repostería con que suelen regalarse los sibaritas bermejinos. No por eso romperé con la costumbre contraída en otras tierras, sino que pienso llevar en mi compañía a un gabacho que he traído de París, el cual condimenta unos manjares que doy por cierto que han de gustar a V., aunque tienen nombres imposibles casi de pronunciar por una boca de Villabermeja; pero ya V. se convencerá de que, sin pronunciarlos, los mastica, los saborea, se los traga y le saben a gloria.

Por más extraño que a V. le parezca, llevo también vino a esa tierra del vino. Yo recuerdo que V. era un excelente catador; que V. tenía un paladar muy fino y una nariz delicadísima. Espero, pues, que ha de comprender y estimar el mérito de los vinos de
extranjis
que yo lleve, y que no caerán en su estómago como si cayesen en el sumidero.

Estoy muy contento de que me viva aún la chacha Ramoncica. Me han dicho que en su casa sigue todo como antes. Los mismos muebles, la misma criada Rafaela, y hasta el grajo, bien sea el mismo también, que por milagro de nuestro Santo Patrono vive aún, o bien sea otro que le reemplazó a tiempo, y parece el fénix renacido de sus cenizas.

Mucha gana tengo de dar un abrazo a la chacha Ramoncica, aunque, dicho sea entre nosotros, yo quería más a la pobre chacha Victoria. ¡Qué noble mujer aquélla! Aseguro a V. que no he hallado igual mujer en el mundo. Si la hubiera hallado, no sería yo solterón.

En este punto he sido poco feliz. No he hallado más que mujeres ligeras, casquivanas, frívolas y sin alma. Una sola, allá en Lima, me quiso de veras: con amor fervoroso, pero criminal. Yo también la quise, por mi desgracia, porque tenía un genio de todos los diablos, y queriéndonos mucho, la historia de nuestros amores se compuso de una serie de peloteras diarias. Aquellos amores fueron pesadilla, y no deleite. Ella era muy devota, había sido una santa y seguía en opinión de tal, porque procedimos siempre con cautela y recato. Sin embargo, en el fondo de su atribulada conciencia, en lo profundo de su mente, orgullosa y fanática a la vez, sentía vergüenza de haber humillado ante mí su soberbia y de haberse rendido a mi voluntad, y tenía miedo y horror de haber dejado por mí el buen camino, ofendiendo a Dios y faltando a sus deberes. Todo esto, sin darse ella mucha cuenta de lo que hacía, me lo quería hacer pagar, considerándome en extremo culpado. Lo que yo tuve que aguantar no tiene nombre. Créame V., P. Jacinto, en el pecado llevé la penitencia. Así es que me harté de amores serios para años, y me dediqué desde entonces a los ligeros. ¿Para qué atormentarse en un asunto que debe ser todo de amenidad, regocijo y alegría?

Quizás por esta razón, y no porque apenas se dé
in rerum natura
, no alcancé nunca el amor de una chacha Victoria joven. Si le hubiera alcanzado, poco tierno soy de corazón, pero no lo dude V., hubiera muerto bendiciéndola, como murió el cadete, o hubiera conquistado por ella y para ella, no el grado de capitán, sino el mundo.

En fin, ya pasó la mocedad, y, no hay que pensar en novelerías.

Yo estoy desengañado y aburrido, si bien con desengaño apacible y suave aburrimiento.

Se me acabó la ambición; no siento apetito de gloria; no aspiro a ser del vano dedo señalado; tengo más bienes de fortuna de los que necesito; estoy sediento de reposo, de obscuridad y de calma, y por todo esto me retiro a Villabermeja; pero no para hacer penitencia, sino para darme una vida regalada, tranquila, llena de orden y bienestar, cuidándome mucho y viendo lo que dura un Comendador Mendoza bien conservado. Hasta ahora lo estoy. No parece que tengo cincuenta años, sino menos de cuarenta. Ni una cana. Ni una arruga. Todavía me llaman señorito, y no señor, y no faltan hembras de garbo que me califiquen de real mozo, ofendiendo mi modestia.

Mi mayor desengaño ha sido en mis ideas y doctrinas, si bien no ha sido bastante para hacerme variar.

Dios me perdone si me equivoco a fuerza de creerle bueno. Yo, creyendo en él y figurándomele como persona, tengo que figurármele todo lo bueno que concibo que una persona puede ser. Por consiguiente, no completando mi concepto de su bondad la gloria de la otra vida por inmensa que sea, supongo en esta vida que vivimos, por más que sirva para ganar la otra un fin y un propósito en sí, y no sólo el ultramundano. Este fin, este propósito es ir caminando hacia la perfección, y sin alcanzarla aquí nunca, acercarse cada vez más a ella. Creo, pues, en el progreso; esto es, en la mejora gradual y constante de la sociedad y del individuo, así en lo material como en lo moral, y así en la ciencia especulativa como en la que nace de la observación y la experiencia, y da ser a las artes y a la industria.

El mejor medio de este progreso, y al mismo tiempo su mejor resultado en nuestros días, es, a mi ver, la libertad. La condición más esencial de esta libertad es que todos seamos igualmente libres.

Figúrese V. cuánto me encantaría la revolución francesa y su Asamblea Constituyente, que propendía a realizar estos principios míos; que proclamaba los derechos del hombre.

Pedí mi retiro, dejé mi carrera, y, vine, lleno de impaciencia, desde el otro hemisferio a bañarme en la luz inmortal de la gran revolución y a encender mi entusiasmo en el sagrado fuego que ardía en París, donde imaginé que estaban el corazón y la mente del mundo.

Pronto se desvanecieron mis ilusiones. Los apóstoles de la nueva ley me parecieron, en su mayor parte, bribones infames o frenéticos furiosos, llenos de envidia y sedientos de sangre. Vi al talento, a la virtud, a la belleza, al saber, a la elegancia, a todo lo que por algo sobresale en la tierra, ser víctima de aquellos fanáticos o de aquellos envidiosos. Las hazañas de los soldados de la revolución contra los reyes de Europa coligados no podían admirarme. No me parecían la defensa serena del que confía en su valor y en su derecho, sino el brío febril de la locura, excitada por la embriaguez de la sangre y por medio de asesinatos horribles. París se me antojaba el infierno, y no atino ahora a comprender cómo permanecí tanto tiempo en él. Todo estaba trocado: la brutalidad se llamaba energía; sencillez el desaliño indecente; franqueza la grosería, y virtud el no tener entrañas para la compasión. Recordaba yo las épocas de mayor tiranía, y no hallaba época alguna peor, sobre todo si se considera que estábamos en el centro de Europa y que llevábamos tantos siglos de civilización y cultura. El tirano no era uno, eran varios, y todos soeces y sucios de alma y de cuerpo.

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