El Combate Perpetuo (16 page)

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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: El Combate Perpetuo
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Con el objeto de no despertar sospechas parte durante la noche con cuatro naves, dejando el resto de la escuadra en el fondeadero. El bergantín
Independencia
de su pequeña flota está mandado por Francisco Drummond de veinticuatro años, novio de su hija Elisa e inminente mártir de la nación. Brown ignora que el cielo ha dispuesto ponerlo de luto.

Los brasileños tienen apostados dieciséis buques en las inmediaciones para vigilar los movimientos de Brown y mantener algo del bloqueo ya perforado tantas veces. Lo descubren cuando navega a muchas millas de Buenos Aires. Intentan cerrarle el paso.

Por impericia de los prácticos, que se turban ante el inesperado avance enemigo, dos naves argentinas encallan en la arena. Brown ordena a las otras dos qua echen el ancla y se proceda a un auxilio inmediato. El viento y la marea son desfavorables, de manera que los esfuerzos resultan inútiles. Los brasileños se aproximan con las velas desplegadas y abren fuego. Brown indica a la
Congreso
que retorne a Buenos Aires antes que bloqueen toda salida. Los dieciséis buques imperiales operan con un excesivo despilfarro de municiones. Brown, en cambio, pide que se economice la pólvora.

El ataque anonada. La única nave libre y las dos aprisionadas tienen que absorber tremendos impactos. Cuando por fin caen las sombras, se reanuda el ahínco para reflotar los buques. Se los libera de peso arrojándose al agua cajas, masteleros, armamentos de mano y víveres para cuatro meses. Nada. Siguen trabados en el banco funesto. Dos naves brasileñas se aproximaron a pesar de la oscuridad para ensayar algunos tiros.

Al amanecer la flota brasileña ha crecido: diecinueve buques. Y rompen el fuego. Un buque brasileño de calado se acerca mucho y encalla también. Brown lo advierte, coloca el catalejo bajo el brazo y ordena a través de la bocina que se desprendan los botes para su abordaje. Es necesario aprovechar esta inesperada situación favorable. Pero antes que lleguen a destino, los brasileños consiguen reflotar su buque. Los botes disparan, frustrados. Un tiro hace volar la gorra del comandante brasileño Granville.

Norton se pasea enfurecido por el castillo de su barco porque tampoco consigue vencer con su enorme flota a la miserable formación republicana. Se aventura con su nave hacia el banco donde permanece trabado el
Independencia
mandado por Francisco Drummond con el propósito de destruido parte por parte, si no acepta la rendición.

Drummond se defiende con bravura. Cuando disminuye la pólvora, la reemplaza por cadenas: de la boca de sus cañones parten proyectiles similarmente eficaces. Ya son dos jornadas de lucha y la situación de los tres bajeles argentinos se ha tornado trágica: las velas cuelgan como despojos, los palos están quebrados en muchos sitios, los flancos muestran enormes agujeros. El círculo enemigo, incandescente, no da pausa al hostigamiento. Toda resistencia es suicidio.

Brown, comprendiendo que se le han acabado las municiones a Drummond, le transmite señales:

—Eche a tierra lo rescatable y prenda fuego al casco. Drummond, herido en la víspera por un astillazo que le voló la oreja, no se resigna a dejar su nave y contesta reclamando municiones para aguantar hasta la noche. Brown le dice que no tiene suficientes para él mismo. El joven capitán, no satisfecho, embarca en el único bote que le resta y cruza las aguas entre tiros y esquirlas Brown le demuestra que, en efecto, ya no le quedan municiones. Entonces el obstinado joven marino se dirige al tercer bajel. Una bala lo hiere en el muslo abriéndole una gruesa arteria. La ligadura no es suficiente. Lo conducen enseguida a su cámara. La hemorragia lo desvanece. Al rato consigue recuperar la conciencia y, pide que venga su amigo, el capitán Juan Cóe.

—Amado Juan —balbucea—, la vista se me nubla y no veré más las montañas de Escocia.

Francisco Drummond era el hijo menor de una distinguida familia del condado de Forfar, cuyo padre y hermanos murieron en las guerras de su país. Se incorporó a la escuadra de su compatriota Cochrane cuando éste luchó por la independencia del Brasil, en 1822. Pero al estallar la guerra con las Provincias Unidas solicitó su baja en la Marina imperial para incorporarse a la débil flota argentina. Fue apresado en Montevideo y, gracias a la intervención del cónsul inglés, puesto en libertad. Brown evaluó su pericia y lo incorporó con el grado de capitán. Francisco empezó a visitarlo con frecuencia a su casa de Barracas y se distraía en la conversación cada vez que pasaba Elisa como una exhalación angelical. Elisa había cumplido diecisiete años y tenía los ojos azules del padre; su dorada cabellera caía en espesos bucles sobre su piel de cuarzo. Quizá le evocaba estampas del ríspido país de brumas donde nació. El romance entre la tierna muchacha y el apuesto escocés obtuvo la aprobación del Almirante. Su comportamiento arrojado en la batalla de Juncal le valió ser ascendido a sargento mayor de Marina.

Tendido en el camastro, contempla el perfil alargado de la bella Elisa a través de las enceguecedoras explosiones. Juan Cóe se arrodilla a su vera y le acaricia la mano cubierta de sangre.

—Me devora la sed... —murmura—. Recibe mi reloj, para que lo envíes a mi madre... y este anillo, que lo entregarás a Elisa Brown.

Entrecierra los ojos fatigados: "Dile al general que muero tranquilo, porque creo haber cumplido con mi deber, que es como un hombre debe morir".

En eso ingresa Guillermo Brown. Cóe se aparta. El Almirante se inclina sobre el bravo y hermoso muchacho, que yace sucio, con enormes hematomas en varias, partes del cuerpo. Le estrecha la muñeca y le habla con voz impaciente, conmovida.

—Pancho, ¿me conoces?

Drummond abre grandes los ojos, que oscilan de sorpresa. Contrayéndose, mira al amado jefe.

—Almirante —se esfuerza por incorporarse y repetir la sentencia, tan conmovedora como inútil—: muero cumpliendo con mi deber.

—Sí, mi querido hijo, has hecho tu deber —le acaricia el brazo.

Las grandes frases no borran una tragedia. Se agacha sobre la frente fría y lo besa. Los que contemplan la escena sienten un desorden en el pecho.

Brown se incorpora cuando el herido se desvanece.

Mira al teniente Johnston y, con la voz quebrada, le dice:

—Subamos, Innis, es otro valiente que perdemos. Al morir Drummond, su buque ya es un ataúd. Pero los brasileños lo siguen cañoneando sin misericordia. El
Independencia
arde como un leño de chimenea.

El Almirante retorna a su puesto. Tiene frío. Tiene una horrible sensación de lobreguez. Ordena trasbordar gente y artículos rescatables a la
Sarandí
.

En Buenos Aires corre la noticia de que el glorioso Almirante pudo haber sucumbido junto con su tripulación estoica. Pero Brown es un dios del mar: no bastaron dos jornadas de lucha ni el asedio de dos docenas de fortalezas para destruirlo.
Neptuno del Plata
recita un poeta trepado a un tolmo. Y dice verdad: la acción no se redujo a la defensa: Brown maltrató nueve barcos enemigos y puso a dos fuera de combate. Aunque él también fue herido y forzado a delegar el mando.

Las fanfarrias de la costa se apagan, no obstante, cuando el cañón anuncia que llega el cadáver de un jefe. El cuerpo del joven Francisco Drummond es conducido a tierra. Atraviesa el largo camino que le abre la multitud, retraída de golpe. Es velado por los hijos ilustres del país. Y al entierro acuden sus compañeros de armas y un interminable cortejo. El cañón dispara cada cuarto de hora.

Elisa Brown, apretando el anillo contra su pecho, no logra reponerse. Las flores de la galería que solía cuidar, se marchitan. Los árboles se desfolian, entristecidos. Sus ojos claros se nublan tras una melancolía opaca y maciza. Su madre; desconsolada, teme que pierda la razón, como la Ofelia que describió Shakespeare. Y sus temores tienen fundamento: la abatida muchacha rumia las tardes que caminó junto al imborrable Pancho, quien de noche reaparece para contarle su muerte. Jamás superará este duelo.

Un aire de tragedia se expande por la casona de Barracas.

Al final del año Juan Ramón Balcarce escribe una carta: "... ayer (27 de diciembre) ha sucedido una catástrofe que todos lamentan. El general Brown estaba a bordo de la Escuadra cuando su hija mayor, de diecisiete años de edad, se fue a bañar a las seis de la tarde y se ahogó en el canal de las Balizas, a la vista de su hermanito menor que la acompañaba...".

Como el Jefté bíblico, paga las glorias de sus batallas con el sacrificio de su hija. Incomprensible recompensa a las fiebres del combate, a los misterios del deber.

Cerca de la tumba de Drummond, en el cementerio protestante de Buenos Aires, cubierta por azucenas y adelfas, instalan la lápida de la joven Elisa. Allí se puede leer: "Tus padres, admiradores de tus virtudes y que lloran tu desgraciado destino, inclinándose ante los mandatos de Dios, levantan este mármol sobre la tierra que cubre tus despojos".

El pastor eleva los ojos al cielo duro y también evoca al legendario Jefté.

Para los humanos suelen resultar intolerablemente crueles los designios del Señor.

XXV

Las dificultades que acosan al gobierno de Rivadavia apresuran las negociaciones de paz con el Brasil, aunque ya había comenzado a disminuir su presión sobre el Río de la Plata. El doctor Manuel García, en representación de los argentinos, cede a las maniobras diplomáticas de los ingleses y se extralimita en sus atribuciones: firma una Convención Preliminar desfavorable que las Provincias Unidas repudian. Sin embargo, su traspié es demasiado oneroso para no producir una conmoción. La cabeza visible sobre la que se centran los reproches es el Presidente de la República. Bernardino Rivadavia no puede sostener su autoridad y renuncia el 27 de junio de 1927; al día siguiente se despide de los marinos de la Escuadra Nacional: "Séame lícito —expresa— agradeceros los días de gloria con que habéis señalado la época de mi mando. A vosotros y a vuestro invicto Almirante se debe el terror que inspira el pabellón argentino a los que osaron llamarse dominadores del Río de la Plata".

Inglaterra, a través del hábil Lord Ponsonby, estimula a las partes para llegar a un arreglo que beneficiará precisamente a Inglaterra. El 27 de agosto de 1828 se firma la Convención Preliminar de Paz que es ratificada por la Convención Nacional reunida en Santa Fe. Para el canje de las ratificaciones que ponen fin a la dolorosa contienda —independizando a la Banda Oriental— son designados Guillermo Brown y Miguel de Azcuénaga.

El general Juan Ramón Balcarce, ministro de Guerra y Marina, le remite sus despachos de brigadier general, el más elevado rango del escalafón, afirmando que esta distinción merecida por tantos títulos, es "muy pequeña si la comparamos con los importantes y grandes servicios que usted tan gloriosamente ha prestado a la causa pública".

Brown, en su respuesta, "fluctúa entre los sentimientos de gratitud y los que tiene de su no merecimiento". Afirma que eligió este país como su patria y que sus deseos se colman al ser admitido por sus ciudadanos. "Habiendo conducido la guerra —añade— y debiendo por lo mismo la fuerza naval recibir una nueva forma", cree que su persona es innecesaria y ruega ser separado del servicio activo. Pero si en otra ocasión fuese reclamado, "con el mayor alborozo" se apresurará en volver a luchar con "tan dignos compañeros y valientes compatriotas". Pero, entretanto, "desea contemplar en la vida privada las glorias de la Patria" y "educar a sus hijos de manera que, penetrados de la dignidad del país, puedan un día ser útiles y elevar los votos de su padre".

Brown quiere retirarse, pero no lo dejarán hacer su voluntad.

El término del conflicto no conduce a una pacífica organización nacional. Recrudece la añeja tirria entre federales y unitarios. El general Juan Lavalle, reputado como la mejor espada de la República, al terminar el año 1828 decide deponer al coronel Dorrego y asumir la Gobernación de Buenos Aires que ejercía el popular jefe federal. Lo impulsa una limpia aspiración… que no le deja ver la limpia aspiración de su adversario. Comienza una etapa tenebrosa protagonizada por el enfrentamiento de estas dos personalidades puras y recias. Lavalle ha sido convencido de que el mal de la República puede ser extirpado con las armas y que, entre otros, exhibe un nombre: Dorrego. Es un soldado que no entiende matices, intrigas, intereses, ni diversidad de enfoques. Con el sable desenvainado corre a salvar a la patria del monstruo que la amenaza. Y se convierte él mismo en monstruo.

Dorrego organiza sus fuerzas en la campaña, donde los gauchos lo adoran. Lavalle decide buscarlo donde esté. Necesita delegar el mando que acaba de asumir en Buenos Aires y elige al hombre más popular de la ciudad. Brown se resiste, prefiere aislarse en su caserón de Barracas a participar en esta guerra sucia. El general insiste que tiene obligaciones patrióticas inexcusables y le asegura que sus funciones durarán poco tiempo. Insiste hasta imponerle el título de Gobernador delegado, el 6 de diciembre de 1829.

El domingo siguiente más de doscientos ciudadanos presididos por el Jefe de Policía ingresan en el salón de recibo del Fuerte para felicitar a Guillermo Brown por su flamante cargo. Uno de los concurrentes le dice con ampulosidad que el pueblo de Buenos Aires ha recibido con júbilo su designación porque en su persona los argentinos habían levantado un altar de reconocimiento y que, deseosos de ofrecerle un testimonio público de sus sentimientos le pedían que concediera a una parte de los allí congregados, el honor de hacer la guardia de la Fortaleza. Brown no quiere semejante homenaje, dice que se siente bien recompensado y les ruega que lo dispensen de esta nueva distinción. Pero la delegación no acepta retirarse, de modo que poco después, cincuenta hombres y tres oficiales, con música y bandera, relevan a la guardia veterana. El curtido y sensato Almirante no está feliz:

—La situación del país es triste —murmura mientras le presentan saludos.

Está inquieto, no encuentra sentido a la carnicería en curso.

—Esto es brutal e ilógico —repite a los allegados.

Presenta la renuncia, que Lavalle rechaza volviendo a recordarle sus deberes de soldado. Brown no duerme, se lo ve irritado, lee los partes de lucha con creciente dolor. El coronel Dorrego, apresado por los unitarios, solicita al Almirante Brown que utilice sus influencias para que le permitan salir del país. Brown escribe a Lavalle con encendida preocupación, solicitándole que acceda. Entiende con más inteligencia que los mismos argentinos el daño que puede originar cualquier exceso. En contraste con las opiniones de Juan Cruz Varela y Salvador María del Carril, es partidario de salvar esa vida "asegurando su comportamiento de no mezclarse en los negocios políticos de este país, con una fianza de 200.000 o 300.000 pesos de que responderían sus amigos".

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