El Combate Perpetuo (14 page)

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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: El Combate Perpetuo
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Algunas cañoneras brasileñas no consiguen avanzar tan rápido como el resto y Norton ordena reducir la velocidad para que no se fragmente la dilatada formación. Mientras, la acorralada escuadra argentina observa cómo se va apostando el enemigo. Norton trasborda su insignia a la corbeta
Itaparica
y da la señal de ataque. Brown, de inmediato, pronuncia su orden:

—¡Fuego rasante, que el pueblo nos contempla!

Doce mil personas se han trepado a las terrazas de la ciudad o corren hacia las playas sucias con la incertidumbre pintada en sus rostros. El Gobierno, reunido bajo la Presidencia de Rivadavia, discute la conveniencia de autorizar a la tripulación a que se refugie en tierra para evitar así la carnicería inútil. Pero un humo denso ya se arremolina desde los buques, perforado por los vómitos de metralla.

La cantidad de naves entreveradas en el combate impide seguir con precisión los movimientos de uno y, otro bando. El excesivo calado de las grandes embarcaciones brasileñas obliga a que su jefe cambie la insignia al
Caboclo
y después a la goleta
Paula
en lo recio del cañonero. Las nubes de pólvora, demasiado opacas, son cruzadas por los proyectiles que no siempre dan en el blanco. Brown despacha varios botes para recorrer la línea y, en base a sus informaciones, afina la puntería de sus cañones. Leonardo Rosales, que regresaba de la costa uruguaya hacia donde había transportado tropas para el general Alvear, acude en ayuda de su jefe. Advertido, el comandante brasileño destaca una fuerza para impedir su ingreso en el combate. Brown no sólo utiliza con habilidad el fondeadero, cuya profundidad originó el nombre
Pozos
, sino que aprovecha la nueva maniobra enemiga para arremeter. El desenlace de la lucha se torna pasmoso.

Desde Buenos Aires esperan que al disiparse el humo descubrirán los restos carbonizados de su flota suicida. Pero al atardecer asumen el hecho increíble. Entonces rompen los gritos, saltan las cabezas, se agitan los brazos, vuelan pañuelos y sombreros. La gente corre hacia el agua. Varios jinetes galopan hacia la plaza de la Victoria. El clamor se extiende por toda la ciudad. Es incomprensible, sí, es maravillosamente incomprensible. Allí está la escuadra entera, salva, triunfante, con las banderas flameando en sus mástiles. Son todos los buques y todas las cañoneras, sin que faltase ninguno. La escuadra enemiga, en cambio, ya navega en retirada.

El pueblo está borracho de felicidad. Por fin una victoria. Una gran victoria. El Gobierno anuncia a Brown por telégrafo que desea recibido. La multitud, a pesar del frío, se aglomera en el muelle, sobre la Alameda, metiéndose en el barro, portando faroles y antorchas. Llegan músicos con tambores y trompetas. Y carruajes oficiales.

Brown desciende con su uniforme de gala, el mismo que animó a la tropa y usó durante el combate. Se lo ve sucio de sangre y pólvora. La gente se abalanza sobre héroe dando vítores, aplaudiendo, arrojando sombreros y corbatas al aire. Hombres y mujeres pugnan por tocarlo, abrazado, besado. No lo dejan subir al carruaje, llevándolo en andas. El país está de fiesta, acaba de protagonizar una jornada brillante que los poetas yo cantan con versos improvisados. La ululante comitiva se detiene en la Plaza de la Victoria ante una insólita aparición; muchachas ataviadas con los colores patrios vienen a su encuentro. "¡Adelante, adelante!", gritan unos. "¡Alto, alto!", piden otros. Las muchachas se acercan a Brown, iluminadas por las teas que oscilan alrededor, e instalan sobre sus cabellos manchados de canas una guirnalda de mirtos y laureles. Se produce un respetuoso silencio. Se arruga la piel, se atornilla la garganta. La emoción electrifica a Buenos Aires.

Rompen vivas y renace el barullo. A Brown le tiemblan los labios mientras se quita la corona. Los brazos de los exaltados lo elevan sobre el mar de gente que llena la plaza. La mujer que consagró al héroe es arrebatada por la conmoción y se desvanece. Ante los pórticos del Fuerte lo esperan el Presidente de la República y su Gobierno en pleno. Brown es descendido a tierra y camina hacia las autoridades. Rivadavia camina también hacia Brown. El primer Presidente y el mayor héroe naval de la República se estrechan en un abrazo.

Horas después los carruajes estacionan alrededor del Teatro Argentino. Una profusa iluminación engalana la noche fría. Se repone
El distraído
, celebrada comedia de Regnard. En la antesala zumba la animación de los saludos y el frote de los anchos vestidos de brocato y satén. El público llena la platea. Los balcones están repletos, hay gente parada en los pasillos. Buenos Aires celebra la victoriosa jornada. Rivadavia ingresa al palco presidencial, seguido por un cortejo de damas y funcionarios. Inclina su enrulada cabeza sobre la vaporosa pechera de encaje, y los acicalados acomodadores apagan algunas lámparas. Las caras sonrientes, predispuestas al goce, se concentran en el pesado telón con borlas de plata y carmín.

Al terminar el quinto acto se advierte que Guillermo Brown ingresa en el palco presidencial. Se sueltan los resortes, los cuerpos giran hacia atrás., Corre un rumor impetuoso y desde varios ángulos disparan vivas al Almirante. La platea se incorpora, aplaude frenéticamente. Brown apoya sus manos sobre la baranda de terciopelo. Su cabellera luce más cana que rubia, ya. Profundos surcos tajean su rostro y la sombra del cansancio amorata sus órbitas. Alto, sonriente, evoca a los caballeros de leyenda después de un torneo demoledor. Saluda bajando los párpados, diciendo gracias, gracias, más turbado que un niño. Ruega que la función se reanude enseguida. Porque lo abruma esa granizada de aplausos, gritos y exageraciones, y porque prefiere relajarse mirando la escena. Ama el teatro: en el revés de algunas hojas de su,
Diario de operaciones en la guerra contra el Brasil
ha escrito una escena con nítida caligrafía. Los investigadores del futuro se preocuparán en establecer si es una pieza que vio y lo emocionó al extremo de copiarla, o si es producto de una dormida vocación que intentó perfilarse en las tensas noches de vigilia.

La orquesta ataca los gruesos acordes del Himno Nacional. El Presidente, junto a Brown, lo contempla por el rabillo con profunda gratitud. Entre las damas patricias surge la iniciativa y determinación de bordar en letras de oro una bandera que perpetúe el épico combate.

XXI

La guerra continúa.

Otra división brasileña de 19 buques se extiende por el horizonte. El aire limpio y helado de esa mañana de julio y la apacible ondulación de las aguas favorecen un sereno desplazamiento de la fuerza que echa el ancla a la altura de Quilmes. Cunde la alarma en Buenos Aires. La victoria del combate de Los Pozos estuvo lejos de ser concluyente. La capitana convoca a los hombres de la escuadra nacional.

Un desconocido naviero de trinquete ocupa su puesto. Se llama Guillermo Finney. Tostado por los vientos del mar, con cicatrices de luchas cuerpo a cuerpo, nadie sabe que es poeta. Mientras tira de las cuerdas para desenrollar paños del mastelero se le ocurren unos versos sobrios y descarnados. Pero aún no los escribe: hay apuro. Sus compañeros corren. Ya se oye la bocina.

Brown, seguido por sus oficiales, embarca, dando enseguida la vela. Reúne en su cámara a los comandantes y expone el plan: reconocer a la flota enemiga durante la noche y separarle la vanguardia del resto. Es una maniobra de estilo clásico. Pero si no consigue llevarla a cabo, perforará con su nave la formación brasileña para desorganizada mientras el resto la someterá al cañoneo. —¿Han entendido?:
el resto la someterá al cañoneo
.

Las instrucciones finales aumentan la responsabilidad de cada comandante: "llegados a la línea de combate, los comandantes tendrán libertad de acción", "la capitana será el punto de reunión de las naves". Repite: "la capitana será el punto de reunión de las naves".

Los barcos brasileños están encabezados por la arrogante
Nitcheroy
. Desde las toldillas advierten una exagerada movilización de navíos mayores y menores en la escuadra argentina. Conociendo el estilo de Brown, no les sorprendería a los brasileños una acción nocturna. Para evitar riesgos, la vanguardia imperial se repliega hacia el grueso de la flota, que cierra filas en torno a la imponente fragata.

Brown hace una mueca de disgusto: no podrá realizar la primera maniobra (amputar la vanguardia enemiga). Sólo le queda el procedimiento anunciado: arremeter.

A eso de las diez y media de la noche, la
25 de Mayo
penetra con loca resolución entre los buques enemigos, conmoviéndolos con bala rasa y cañoneo. La oscuridad densa, el humo sofocante y el cruce desorganizado de los disparos producen la deseada confusión. Ahora debe intervenir el resto de la escuadra, como se ha ordenado. Pero el resto de la escuadra no interviene. Brown comprueba con rabia creciente que, a excepción de la Río comandada por Leonardo Rosales, todas sus demás embarcaciones han vuelto a quedar rezagadas. Otra vez solo, como frente a Colonia. El corazón le late en la cabeza.

—¡Miserables! ¡Inútiles!

Lanza un cohete alado que raya el cielo de esa noche resonante.

—¡Acérquense, malditos!

Pero no responden, continúan lejos.

—¡Traidores!

No se desprende la bocina de los labios. Que se mantenga la marcha a todo trapo y que las baterías escupan fuego incesante.

Su situación es demasiado crítica. Está dentro de las mandíbulas brasileñas: lo masticarán con deleite. Se acerca al timonel, recorre las cureñas, indica objetivos Los cañones arden, la pólvora tabica la garganta. Con vertido en un volcán que vomita lava del infierno recorre el desfiladero interminable. Los proyectiles hunden los costados de su barco, arrancan velámenes. Caen sus hombres. Los estampidos lo persiguen hasta que logra salir al mar abierto y vuela en amplio arco hacia el resto de su escuadra, burlando la maniobra destinada a cerrarle camino. El poeta Guillermo Finney, aferrado a una botavara, contempla el fiero rostro del Almirante bramando cólera. Lo ve convocando a los capitanes rezagados y espetándoles en las narices que precisa hombres de corazón y no timoratos con diarrea.

—¡Qué es eso de quedarse atrás con cualquier excusa! —extiende el índice hacia el fondo de la noche—. ¡Mañana mismo los echaré a tierra!

Los oficiales tratan de explicarle que no pudieron avanzar por falta de viento.

Pero Brown les da la espalda y, alumbrado por un candil, se pone a controlar el ordenamiento de las municiones para el combate que proseguirá, con el primer resplandor de la aurora inminente. Examina las naves, una por una, protegido por la oscuridad. Su paso rengo pero firme, identificable a distancia, suena como membrana de tambor. Guillermo Finney se estremece al contemplar esa figura resuelta, espectral.

Pronto supo el enemigo quién estaba a bordo

y comenzó a pensar

si Brown era solamente un hombre.

El enemigo solicita refuerzos urgentes. La claridad naciente dibuja una escuadra brasileña engrosada con rapidez. A Brown se le mejora el humor y se aproxima al joven Tomás Espora, que no se despega del catalejo, y le sacude una amistosa palmada.

—Hoy tendremos un día de gloria... si todos nuestros hombres cumplen con su deber, como espero lo haga este buque.

Después, con la bocina en la mano, recorre las diversas secciones infundiendo coraje. Instruye a los que no participarán al comienzo en la batalla:

—Permanezcan tendidos en el piso para no ser blanco fácil.

Sube al entrepuente y felicita nuevamente a los pocos oficiales que se desempeñaron con tanto valor en el cruce temerario del desfiladero. Su mirada clara, con destellos de diablo y de ángel, provoca sonrisas y aplomo entre sus hombres. Se dirige a los artilleros y cabos de pieza. Reconocen que están asustados por la superioridad del enemigo.

Brown les hace distribuir una ración de ron a cambio de una promesa: esmerarse en la buena puntería.

—Lo demás corre por mi cuenta —los tranquiliza, Guillermo Finney musita:
Pido a la Providencia que proteja a nuestro héroe
.

Brown hace las anotaciones en su Diario, eleva una rápida plegaria a Dios y sube a la toldilla. A su lado, mirándolo a los ojos, aguarda Juan Antonio Toll, su asistente.

—Dirija esta señal a nuestra escuadra antes que el humo nos oculte de su vista: "es preferible irse a pique que rendir el pabellón".

"Al principio de esta larga guerra — reflexiona Brown— teníamos indudablemente buenos marinos, aunque en pequeño número, si se compara con la gente de tierra que integra la mayoría de la tripulación. Pero estos buenos marinos se nos han ido acabando. Ahora apenas guardan la proporción de uno a diez:—Y tal vez menos. Mis tropas contienen demasiados brasileños traidores a su emperador y reos de prisiones argentinas. No se equivocan los oficiales que dicen tener más recelo de sus propias tripulaciones que de las enemigas. Y yo no me equivoco al tener más recelo de algunos soberbios oficiales que de mi cuestionable tripulación".

Observa el despliegue de movimientos que responden a sus claras instrucciones. Hombres andrajosos y miserables deben alcanzar un objetivo de cíclopes. Entre los que trepan escalerillas y entre los que se alistan para un posible abordaje y entre los que animan al resto de la tropa, distingue a los gauchos de barba sucia y tendones vibrátiles: estos vagos son lo mejor de la armada.

Brown se apoya entonces contra un mástil porque lo recorre un perturbador hormigueo. Late muy fuerte su corazón. Sabe de qué se trata: es el miedo. Lo reconoce. Es el miedo que lo asaltaba cuando niño en Foxford, cuando vio el cuerpo sin vida de su padre en Filadelfia" cuando estuvo por morir en una playa ardiente del Caribe. Sabe que finalmente logrará espantado con la acción, los bocinazos y las maldiciones. Pero en ese momento le hace transpirar hielo. Le hace transpirar hielo porque dice lo que él niega: que el peligro desborda, que empieza una batalla en condiciones muy desfavorables. Pero dará esa batalla. Aunque le estrangule el miedo. Qué rabia le produce sentirse así.

Descarga un puñetazo contra el mástil. ¡Adelante!

Tomás Espora iza la bandera. Los instrumentos tocan generala. Comienzan los disparos. Son las seis y cuarenta y tres minutos de la mañana. La planicie de las aguas, aún cubierta por la espesura de la noche, se estremece. Ha empezado una jornada excepcional.

Los brasileños están sorprendidos por la tenacidad de Brown que, a pesar de su evidente desventaja, no fue a cubrirse en los fondeaderos. Por el contrario, inicia el ataque. Esta vez pretende cortar la cola de la formación enemiga como hizo Nelson en Trafalgar. Norton, advertido, ordena desplazarse para rodeado mientras le lanza un torrente de proyectiles. En la mutua persecución la
25 de Mayo
logra mutilar la Itaparica. Pero varios buques de la escuadra argentina sufren impactos que los obligan a separarse de la batalla.

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