El códice Maya (28 page)

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Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Intriga

BOOK: El códice Maya
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—He desenfundado el machete y ella ha saltado sobre él y lo ha hecho todo ella sola. —La rodeó con un brazo—. ¿Puedes levantarte?

—Sí.

La ayudó a ponerse de pie y ella se tambaleó un poco, pero enseguida se recuperó.

—Dame el rifle.

Tom lo recogió.

—Ya lo llevo yo.

—No, lo llevaré colgado del otro hombro. Tú lleva el pécari.

Tom no discutió. Ató de nuevo el pécari al palo, se lo puso el hombro y se detuvo para lanzar una última mirada al jaguar, tendido de costado, con los ojos vidriosos, en un charco de sangre.

—Vas a tener un montón de historias que contar cuando salgamos de aquí —dijo Sally sonriendo.

De nuevo en el campamento, Vernon y don Alfonso escucharon en silencio su historia. Cuando terminaron don Alfonso puso una mano en el hombro de Tom, lo miró a los ojos y dijo:

—Es usted
un yanqui
loco, Tomasito, ¿lo sabe?

Tom y Sally se retiraron a la intimidad de la cabaña, donde él le curó la herida con uno de los antibióticos de hierbas mientras ella permanecía sentada en el suelo con las piernas cruzadas y desnuda de la cintura para arriba, remendando su camisa con hilo de corteza que había fabricado don Alfonso. Ella no paraba de mirarlo con el rabillo del ojo, tratando de contener una sonrisa.

—¿Ya te he dado las gracias por haberme salvado la vida? —dijo finalmente.

—No las necesito. —Tom trató de disimular que se había ruborizado. No era la primera vez que la veía sin camisa (hacía tiempo que habían abandonado cualquier simulación de intimidad), pero esta vez sintió una intensa carga erótica. Notó cómo a ella le subía un calor por el pecho, dejándole los pezones erectos. ¿Sentía lo mismo que él?

—Sí que lo haces. —Ella dejó la camisa que remendaba, se volvió y, echándole los brazos al cuello, lo besó suavemente en los labios.

39

Hauser hizo detener a sus hombres junto al río. Más allá alcanzaba a ver las laderas azules de la Sierra Azul que se elevaban hacia las nubes como el mundo perdido de Arthur Conan Doyle. Cruzó el claro y examinó personalmente el sendero embarrado del otro lado. La lluvia constante había borrado casi todos los rastros, pero tenía la ventaja de revelarle lo recientes que eran las huellas de pies descalzos; no hacía ni dos horas que habían pasado por ahí. Parecía un grupo de seis hombres, una partida de cazadores tal vez.

Eran, por lo tanto, los indios con los que se había asociado Broadbent. No vivía nadie más en esas montañas selváticas dejadas de la mano de Dios.

Hauser se levantó de su postura arrodillada y reflexionó unos momentos. En esa selva era imposible llevar a cabo una persecución. Tampoco podría obtener nada de ellos mediante negociación. Eso le dejaba un solo curso de acción.

Indicó por señas a los soldados que avanzaran y se puso a la cabeza. Se movieron rápidamente por el sendero en la dirección que habían tomado los hombres. Había dejado atrás a Philip, bien esposado y vigilado por un soldado. A esas alturas el hijo de Broadbent estaba demasiado débil para continuar y no se hallaba en condiciones de escapar, y menos aún esposado. Era una lástima perder a un soldado cuando tenía tan pocos competentes, pero llegado el momento tal vez podría utilizar a Philip de baza en negociaciones. No debía subestimarse nunca el valor de un rehén.

Ordenó a sus hombres que marcharan a paso ligero.

Ocurrió exactamente lo que había sospechado. Los indios los habían oído acercarse a tiempo y habían desaparecido en la selva, pero no sin que antes Hauser advirtiera por dónde iban. Era un experto rastreador de la selva y los persiguió sin tregua, con una estrategia de guerra relámpago que aterrorizaría hasta al enemigo más preparado, y no digamos a un grupo de cazadores desprevenidos. Sus hombres se dividieron, y Hauser se llevó consigo a dos de ellos por una ruta alternativa para aislar a los indios.

Fue rápido, violento y ensordecedor. La selva se estremeció. Le hizo recordar con viveza los numerosos tiroteos en los que se había visto inmerso en Vietnam. Terminó en menos de un minuto; los árboles quedaron pelados y hechos trizas, los arbustos humeantes, el suelo pulverizado, y se elevó de él una bruma acre. De las ramas de un pequeño árbol colgaban orquídeas y vísceras.

Era realmente asombroso lo que podían hacer un par de simples lanzagranadas.

Hauser reunió los fragmentos de los cuerpos y determinó que habían muerto cuatro hombres. Los otros dos habían escapado. Por una vez sus soldados habían actuado de forma competente. Eso era lo que se les daba bien: matar a bocajarro, sin complicaciones. Tendría que recordarlo.

No le quedaba mucho tiempo. Necesitaba llegar al pueblo poco después de que lo hicieran los dos supervivientes, para atacarlo en el momento de mayor confusión y terror pero antes de que pudieran organizarse.

Se volvió y gritó a sus hombres:


¡Arriba! ¡Vámonos!

Los hombres vitorearon, alentados por su entusiasmo, sintiéndose por fin en su elemento.

—¡Al pueblo!

40

Llovió durante una semana seguida sin que escampara. Avanzaron cada día sin tregua, subiendo y bajando ramales, bordeando precipicios precarios, cruzando corrientes rugientes, todo sepultado bajo la selva más densa que Tom habría creído posible. Si recorrían seis kilómetros al día se daban por satisfechos. Al cabo de siete días de lo mismo, Tom despertó una mañana y vio que había dejado de llover. Don Alfonso ya estaba levantado, atendiendo un gran fuego. Tenía una expresión grave. Mientras desayunaban, anunció:

—Anoche tuve un sueño.

El tono serio de su voz hizo que Tom se detuviera.

—¿Qué clase de sueño?

—Soñé que me moría. Mi alma subía al cielo y empezaba a buscar a san Pedro. Lo encontraba frente a las puertas. Me gritaba mientras me acercaba: «Don Alfonso, ¿es usted, viejo bribón?». «Sí —decía yo—. Soy yo, don Alfonso Boswas, que murió en la selva lejos de su hogar a los ciento veintiún años, y que quiere entrar y ver a mi Rosita.» « ¿Qué hacías en la selva, don Alfonso?», preguntaba él. «Estaba con unos
yanquis
locos que iban a la Sierra Azul», decía yo. « ¿Y llegaste?» «No», decía yo. «Entonces, don Alfonso, sinvergüenza, tendrás que volver.» —Se detuvo y añadió—: De modo que he vuelto.

Tom no estaba seguro de cómo reaccionar. Por un momento pensó que el sueño podía ser una de las bromas de don Alfonso, hasta que vio su expresión seria. Sally y él se cruzaron una mirada.

—¿Y qué significa ese sueño? —preguntó Sally.

Don Alfonso se llevó a la boca un trozo de raíz de
matta
y masticó pensativo, luego se echó hacia delante para escupir la pulpa.

—Significa que solo me quedan unos días más con vosotros. —Terminó su plato y se levantó, diciendo—: No hablemos más de esto y vayamos a la Sierra Azul.

Ese día fue peor que los anteriores, porque cuando dejaba de llover aparecían los insectos. Los viajeros subieron y bajaron con dificultad una serie de crestas empinadas por senderos embarrados, cayendo y resbalando sin cesar, atormentados por enjambres de mosquitos. Hacia el mediodía bajaron otro barranco donde resonaba el estrépito de agua. A medida que bajaban el ruido se hizo más intenso, y Tom se dio cuenta de que al fondo corría un río importante. Al abrirse el follaje en las orillas del río, don Alfonso, que iba el primero, se detuvo y retrocedió confuso, y les indicó por señas que permanecieran entre los árboles.

—¿Qué pasa?

—Hay un hombre muerto al otro lado del río, debajo de un árbol.

—¿Un indio?

—No, es una persona vestida con ropa norteamericana.

—¿Podría ser una emboscada?

—No, Tomás, o ya estaríamos todos muertos.

Tom siguió a don Alfonso hasta la orilla. Al otro lado del río, a unos cincuenta metros del lugar por donde se cruzaba, había un pequeño claro natural con un gran árbol en el centro. Atisbo un poco de color detrás del árbol y tomó prestados los prismáticos de Vernon para mirar con más detenimiento. Un pie descalzo, horriblemente hinchado, y parte de la pernera de un pantalón raído estaban a la vista. El resto lo ocultaba el tronco. Mientras miraba salió de detrás del árbol una nube de humo azulado, seguida de otra.

—A menos que los muertos fumen, ese hombre está vivo —dijo.

—Virgen santísima, tiene usted razón.

Talaron un árbol para cruzar el río. El ruido del hacha resonó por la selva, pero quienquiera que estaba detrás del árbol no se movió.

Cuando el árbol cayó, formando un puente tambaleante, don Alfonso empezó a cruzar el río receloso.

—Podría ser un demonio.

Cruzaron el tronco inestable con ayuda de la pértiga. Al otro lado del río ya no se veía al hombre.

—Debemos continuar y fingir que no lo hemos visto —susurró don Alfonso—. Ahora estoy seguro de que es un demonio.

—Eso es absurdo —dio Tom—. Voy a echar un vistazo.

—Por favor, no vaya, Tomás. Le robará el alma y la llevará al fondo del río.

—Iré contigo —dijo Vernon.


Curandera,
quédese aquí. No quiero que el demonio se lleve a todos ustedes.

Tom y Vernon se abrieron paso a lo largo de las grandes rocas lisas de la orilla del río, dejando a don Alfonso murmurando para sí con aire desdichado. No tardaron en llegar al claro y rodear el árbol.

Allí contemplaron a un ser humano destrozado. Estaba sentado con la espalda contra el árbol, fumando una pipa de brezo, y los miraba fijamente. No parecía indio, aunque tenía la piel casi negra. Su ropa estaba raída; tenía la cara en carne viva de rascársela, sangrante de picaduras de insectos. Tenía los pies descalzos hinchados y llenos de cortes. Estaba tan delgado que los huesos le sobresalían del cuerpo de forma grotesca, como los de un refugiado hambriento. Tenía el pelo greñudo, y una especie de barba llena de ramitas y hojas.

Al verlos acercarse no reaccionó. Se limitó a mirarlos con ojos inexpresivos. Parecía más muerto que vivo. Luego dio un respingo, como si tuviera un ligero escalofrío. Se sacó la pipa de la boca y habló con un hilo de voz, apenas un susurro áspero:

—¿Qué tal estáis, hermanos míos?

41

Tom se sobresaltó, tan atónito se quedó al oír la voz de su hermano Philip salir de ese cadáver viviente. Se inclinó para escudriñarle la cara, pero no encontró ningún parecido. Retrocedió horrorizado. Por una llaga de su cuello pululaban gusanos.

—¿Philip? —susurró Vernon.

La voz graznó un sí.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—Morir. —Philip habló con toda naturalidad.

Tom se arrodilló y miró más de cerca la cara de su hermano. Seguía demasiado horrorizado para hablar o reaccionar. Puso una mano en su hombro huesudo.

—¿Qué ha pasado?

El hombre cerró los ojos un momento, luego los abrió.

—Más tarde.

—Por supuesto. ¿En qué estoy pensando? —Tom se volvió hacia su hermano.

—Vernon, ve a buscar a don Alfonso y a Sally. Diles que hemos encontrado a Philip y que acamparemos aquí.

Siguió mirando a su hermano, demasiado conmocionado para hablar. Philip estaba completamente tranquilo…, como si se hubiera resignado a morir. No era natural. En sus ojos se veía la serenidad de la apatía.

Don Alfonso llegó y, aliviado al enterarse de que el demonio del río había resultado ser un ser vivo, empezó a despejar una zona para montar un campamento.

Cuando Philip vio a Sally, se sacó la pipa de la boca y parpadeó.

—Soy Sally Colorado —dijo ella, tomándole la mano entre las suyas.

Philip logró asentir con la cabeza.

—Necesitamos lavarte y curarte.

—Gracias.

Llevaron a Philip río abajo, lo tendieron sobre un lecho de hojas de plátano y lo desnudaron. Tenía el cuerpo cubierto de llagas, muchas de las cuales estaban infectadas, y en algunas pululaban gusanos. Los gusanos, pensó Tom al examinar las heridas, habían sido en realidad una bendición, ya que habían consumido el tejido séptico y reducido las posibilidades de gangrena. Vio que en algunas de las heridas donde habían actuado los gusanos ya había un nuevo tejido de granulación. Las demás no tenían tan buen aspecto.

Con una sensación horrible miró a su hermano. No tenían medicinas, ni antibióticos, ni vendas, solo las hierbas de Sally. Lo lavaron con cuidado, lo llevaron de nuevo al claro y lo tendieron, totalmente desnudo, en un lecho de hojas de palma junto al fuego.

Sally empezó a clasificar los manojos de hierbas y raíces que había recogido.

—Sally es herbolaria —dijo Vernon.

—Preferiría una inyección de amoxicilina.

—No tenemos.

Philip permaneció tumbado de espaldas sobre las frondas y cerró los ojos. Tom le curó las llagas, rascándole la carne necrosada, e irrigando y haciendo salir a los gusanos. Sally espolvoreó un antibiótico de hierbas sobre las heridas y las vendó con tiras de corteza golpeada que había esterilizado en agua hirviendo y curado al humo. Lavaron y secaron las ropas raídas y volvieron a vestirlo con ellas, pues no tenían otras. Empezaba a ponerse el sol cuando terminaron. Lo sentaron, y Sally le trajo una infusión de hierbas.

Philip cogió la taza. Tenía mejor aspecto.

—Date la vuelta, Sally —dijo—, y déjame ver si tienes alas.

Sally se ruborizó.

Philip bebió un sorbo y luego otro. Mientras tanto, don Alfonso había pescado media docena de peces en el río y los asaba ensartados en palos al fuego. Les llegó el olor a pescado asado.

—Es curioso, pero no tengo apetito —comentó Philip.

—No es raro cuando estás famélico —replicó Tom.

Don Alfonso sirvió el pescado en hojas. Comieron en silencio, luego Philip habló:

—Vaya, vaya, aquí estamos todos. Una pequeña reunión familiar en la selva hondureña. —Miró alrededor con los ojos centelleantes, luego añadió—: Te.

Hubo un silencio y Vernon dijo:

—Ha.

—To —dijo Tom.

—Ca —dijo Philip.

Hubo otro largo silencio y Vernon dijo:

—Maldita sea. Do.

—¡Vernon lava los platos! —canturreó Philip.

Tom se volvió hacia Sally para explicarlo.

—Es un juego al que jugábamos —dijo con una sonrisa tímida.

—Supongo que sois realmente hermanos.

Philip soltó una carcajada.

—Pobre Vernon. Siempre terminabas en la cocina, ¿verdad?

—Me alegra ver que estás mejor —dijo Tom.

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