El círculo oscuro (48 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca

BOOK: El círculo oscuro
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Mientras los marineros se disponían a quitar la cuerda de la pasarela, las voces de la tripulación se mezclaban con las protestas y amenazas estridentes de los pasajeros. A LeSeur le sorprendió que aún tuvieran fuerzas para estar indignados. Suerte tenían con seguir vivos…

Se había hecho un gran esfuerzo para trazar con cuerdas, cintas y montantes móviles un recorrido para encauzar y gestionar eficazmente el movimiento de los pasajeros. LeSeur vio que el primero de la fila era Kemper. Parecía estar dando las últimas indicaciones a sus hombres. Había que identificar y fotografiar a cada pasajero (órdenes de la Policía Montada) antes de indicarle el autobús que se le había asignado. Sin excepciones.

LeSeur ya sabía que no les gustaría, pero algún tipo de acta legal tenía que levantar la compañía de los pasajeros que habían desembarcado del barco, para poder distinguir entre los desaparecidos y los heridos o indemnes. A LeSeur le habían dicho que la compañía quería una foto para impedir denuncias por heridas procedentes de pasajeros que no las hubieran sufrido. Después de lo que había sucedido, todo seguía girando en torno al dinero.

Desbloquearon la pasarela, y empezó a circular el triste flujo de pasajeros, que tenían más parecido con una fila de refugiados. ¿Y quién la encabezaba sino un hombre corpulento con el esmoquin sucio que apartaba a empujones a mujeres y a niños? Se abalanzó pegando gritos por la pasarela; su voz se oyó desde la proa.

— ¡Paso, paso, quiero hablar con el que manda! ¡No pienso dejar que me hagan fotos como a un delincuente!

Se abrió camino entre el personal de desembarque que se agolpaba en la base de la pasarela, pero con los estibadores y los agentes de la Policía Montada de St. John's que habían acudido para ayudar en la operación no se jugaba. Le cerraron el paso, y en vista de que se resistía, le esposaron y se lo llevaron a un lado.

— ¡Eh, a mí ni tocarme! —bramó—. ¿Cómo os atrevéis? ¡Yo dirijo un fondo de inversión libre de veinticinco mil millones de dólares en Nueva York! ¿Esto qué es, la Rusia comunista?

Le arrastraron inmediatamente hacia un furgón policial, y no paró de gritar hasta que le hicieron subir a la fuerza. Su caso pareció tener un efecto edificante en los que pensaban montar otra escena.

LeSeur hizo un esfuerzo para no prestar más atención al coro de quejas y voces indignadas. Entendía su enfado, y les compadecía, pero lo principal era que se trataba del modo más rápido de sacarles del barco; y aún faltaba encontrar a un asesino en serie.

Llegó Kemper, que se apoyó a su lado en la baranda para tener una visión más amplia del desembarque. Compartieron un momento de complicidad exhausta y silenciosa. Parecía que no hubiese nada que decir.

LeSeur volvió a pensar en las sesiones de preguntas que le esperaban, y se preguntó cómo explicar aquella… cosa tan rara que había visto atacando a Masón. Parecía una posesión diabólica. Desde entonces había repasado mentalmente decenas de veces la secuencia de los acontecimientos, pero seguía tan lejos de entender qué había visto como cuando lo había presenciado por primera vez. ¿Qué diría? ¿«Vi a un fantasma poseyendo a la capitán Masón»? Podía formularlo como quisiera, pero siempre se lo tomarían corno una evasiva, un indicio de locura… o algo peor. No, no podía contar lo que había visto realmente. Eso jamás. Diría que Masón había sufrido una especie de ataque, tal vez epiléptico, y se callaría el resto. Que averiguasen los forenses qué le había ocurrido a su cuerpo flácido y deshinchado.

Suspiró al ver desfilar a tanta gente bajo la llovizna, con paso cansino. Ahora ya no se veían tan poderosos, no; ahora parecían refugiados.

No dejaba de dar vueltas obsesivamente a lo que había visto. O tal vez no lo había visto… Tal vez todo fuera un fallo en la señal del circuito cerrado. En realidad podía ser perfectamente una mota de polvo que se había quedado dentro de la cámara, ampliada cientos de veces y agitada por la vibración de los motores del barco. El estrés y el agotamiento le habían hecho ver algo que no existía.

Sí, era eso. Tenía que serlo.

Sin embargo, pensó en lo que habían encontrado en el puente: el extraño cadáver de la capitán Masón desplomado en el suelo como un saco, con los huesos hechos papilla.

Alguien a quien conocía se acercó, sacándole de sus cavilaciones: un hombre corpulento, con bastón y un clavel blanco en una solapa inmaculada. LeSeur tuvo la sensación de que se le derretían las vísceras: era Ian Elliott, el principal directivo de la North Star Line. Seguro que había venido en avión para encargarse personalmente de que le pasaran por la quilla delante de todos. Kemper, que seguía a su lado, emitió un sonido gutural. LeSeur tragó saliva. Aún iba a ser peor de lo que había imaginado.

Elliott se acercó en un par de zancadas.

— ¿Capitán LeSeur?

LeSeur se puso rígido.

—Señor…

—Quería felicitarle.

Fue tan inesperado, que por un momento LeSeur creyó no haber entendido lo que había oído. Quizás fueran alucinaciones. De cansancio para ver cosas raras iba sobrado.

— ¿Señor? —preguntó en un tono muy distinto.

—Gracias a su valor, a su conocimiento del mar y a su serenidad, el
Britannia
todavía está a flote. Aún no conozco toda la historia, pero lo que voy sabiendo me hace pensar que el desenlace podría haber sido muy distinto. Quería venir a darle las gracias personalmente.

Elliott tendió una mano.

LeSeur se la estrechó con una sensación de irrealidad.

—Le dejo para que siga con el desembarque, pero cuando hayan bajado todos los pasajeros, si le parece bien, podrá informarme con todo detalle.

—Por supuesto, señor.

—Luego está la cuestión del
Britannia
.

— ¿Cuestión? No sé si le entiendo…

—Necesitará un nuevo capitán después de las reparaciones, ¿verdad?

Sonrió ligeramente antes de volverse e irse.

Fue Kemper quien rompió el silencio.

—No puedo creerlo —murmuró.

LeSeur tampoco. Tal vez era la estrategia que habían ideado los relaciones públicas de la North Star: presentarles como héroes que habían salvado la vida a dos mil quinientos pasajeros. O tal vez no. En todo caso, él no pensaba cuestionarlo. Y estaría encantado de contárselo todo a Elliott; bueno, casi todo…

Se acercó un agente de la Policía Montada, interrumpiendo sus reflexiones.

— ¿Cuál de ustedes dos es Kemper? —preguntó.

—Yo —dijo el jefe de seguridad.

—Un hombre del FBI quiere hablar con usted.

LeSeur vio salir de las sombras de la superestructura a un hombre delgado. Era el agente del FBI, Pendergast.

— ¿Qué quiere? —le preguntó.

Pendergast se acercó a la luz. Llevaba un traje negro, y tenía la cara tan demacrada y cadavérica como todos los que bajaban de aquel desdichado barco. Llevaba una caja larga y fina de caoba debajo de un brazo, y el otro enlazado en el de una joven de pelo corto y oscuro, y ojos profundamente serios.

—Señor Kemper, gracias por este interesantísimo viaje.

Con esas palabras soltó el brazo de la joven e introdujo una mano en el maletín que llevaba.

Kemper le miró con cara de sorpresa.

—A los oficiales de un barco no hace falta darles propina.

—Creo que esta sí la querrá —contestó Pendergast, sacando del maletín un paquete envuelto en hule y tendiéndoselo.

— ¿Qué es? —preguntó Kemper al cogerlo.

Pendergast no dijo nada más. Se limitó a dar media vuelta y a fundirse de nuevo en las sombras del amanecer junto a la joven, hacia la masa humana en movimiento.

LeSeur esperó a que Kemper deshiciera el envoltorio.

—Parecen sus trescientas mil libras —dijo, mientras Kemper contemplaba con muda sorpresa los fajos de billetes manchados.

—Nunca había conocido a nadie tan raro —dijo Kemper, como si hablara solo.

LeSeur no le escuchó. Volvía a pensar en el demonio que había engullido a la capitán Masón.

Epílogo

Por fin era verano en el valle de Llölung. El río Tsangpo corría fragoroso por su lecho de guijarros, alimentado por la nieve que se derretía en las grandes montañas del fondo. Las grietas y huecos del suelo del valle se habían llenado de flores. Sobre los picos planeaban las águilas, cuyos agudos gritos resonaban en la gran pared de granito de la cabecera del valle, mezclándose con el rumor constante de la catarata que saltaba por su borde y caía en un solo chorro sobre las rocas de abajo. Más allá se erguían las tres grandes cumbres, el Dhaulagiri, el Annapurna y el Manaslu, envueltos en glaciares y nieves eternas, como tres reyes fríos y remotos.

Pendergast y Constance, montados a caballo, subían uno al lado del otro por la estrecha senda, seguidos por un poni de carga que llevaba en el lomo una caja larga, envuelta en una lona.

—Deberíamos llegar antes de la puesta de sol —dijo Pendergast, observando el camino que ascendía sinuoso y desdibujado por la pared de granito.

Siguieron adelante en silencio.

—Me parece sorprendente —dijo Pendergast— que con lo adelantado que está Occidente en tantos aspectos, siga en la prehistoria en lo relativo a comprender los mecanismos más profundos de la mente humana. El Agoyzen es un ejemplo perfecto del gran adelanto que le lleva Oriente en este aspecto.

— ¿Tienes alguna idea más sobre cómo funciona?

—Pues ahora que lo dices, el otro día, por pura coincidencia, del un artículo en The Times que podría aclarar un poco las cosas. Trataba de un objeto matemático descubierto hace poco que recibe el nombre de E8.

— ¿E8?

—Lo descubrió un equipo de científicos del MIT. Para dibujar una imagen del E8 fue necesario que un superordenador resolviera doscientas mil ecuaciones, para lo cual empleó cuatro años; aunque ellos mismos reconocen que era una imagen muy imperfecta. En el periódico salía una reproducción tosca. Al verla me llamó la atención su similitud con el mándala Agoyzen.

— ¿Qué aspecto tiene?

—Bastante indescriptible. Es una imagen de una complejidad alucinante hecha de líneas, superficies y imágenes entrelazadas, esferas dentro de otras esferas, que ocupa casi doscientas cincuenta dimensiones matemáticas. Dicen que el I'.H es el objeto más simétrico posible. Es más: los físicos creen que podría ser una representación de la estructura interna profunda del universo, de la auténtica geometría del espacio-tiempo. Resulta increíble pensar que hace mil años unos monjes de la India descubrieron esta imagen tan extraordinaria y la plasmaron en una pintura.

—Sigo sin entenderlo. ¿Cómo es posible que el simple hecho de mirarlo altere el cerebro?

—No estoy seguro. Por alguna razón, su geometría activa las redes cerebrales. Crea una resonancia, por decirlo de algún modo. Quizá en un nivel profundo nuestros propios cerebros reflejan la geometría básica del universo. El Agoyzen es un cruce poco común de neurología, matemáticas y misticismo.

—Extraordinario.

—Al embotado pensamiento occidental le quedan todavía muchas cosas que valorar en la filosofía y el misticismo orientales, aunque ya estamos reduciendo un poco las distancias; en Harvard, por ejemplo, unos científicos han empezado a estudiar el efecto de las prácticas meditativas tibetanas en el cerebro, y se han quedado atónitos al descubrir que provoca cambios físicos permanentes en el cerebro y en el cuerpo.

Llegaron a un vado del Tsangpo, donde el río, ancho y poco profundo, corría alegremente sobre un lecho de piedras, y el sonido del agua lo llenaba todo. Los caballos se metieron con cuidado en el torrente, y al llegar al otro lado prosiguieron el viaje.

— ¿Y el fantasma de humo? ¿Para eso también hay alguna explicación científica?

—Hay una explicación científica para todo, Constance. No existen los milagros, ni la magia; solo descubrimientos científicos por realizar. Evidentemente, el fantasma de humo era una tulpa o «forma de pensamiento», una entidad creada mediante un acto de intensa imaginación y concentración.

—Los monjes me enseñaron algunas técnicas de creación de tulpas, pero me pusieron en guardia contra su peligrosidad.

—Es extremadamente peligroso. La primera que describió el fenómeno en Occidente fue la exploradora francesa Alexandra David-Néel, que aprendió los secretos para crear una tulpa bastante cerca de aquí, junto al lago Manosawar. Lo probó para experimentar, y parece que empezó a visualizar a un monjecillo regordete que se llamaba fray Tuck. Al principio el monje solo existía en su cabeza, pero con el paso del tiempo empezó a adquirir vida propia. David-Néel le vela de vez en cuando por el campamento, asustando a los demás viajeros. A partir de ahí las cosas fueron de mal en peor; David-Néel perdió el control del monje, que empezó a transformarse: se volvió más grande y esbelto, y mucho más siniestro. Adquirió vida propia, como nuestro fantasma de humo. Ella intentó destruirlo reabsorbiéndolo en su mente, pero la tulpa se resistía con uñas y dientes, y el resultado final fue una lucha psíquica que casi mató a David-Néel. La tulpa del
Britannia
era una creación de nuestro amigo Blackburn, y a él sí le mató.

—O sea, que Blackburn era un adepto.

—Sí. De joven viajó y estudió en Sikkim. Comprendió inmediatamente qué era el Agoyzen, y cómo podía usarlo, para desgracia de Jordán Ambrose. No fue ninguna coincidencia que acabara en las manos de Blackburn. Sus viajes por el mundo no tenían nada de aleatorio. Podría decirse que el Agoyzen buscó a Blackburn, usando a Ambrose de instrumento. Blackburn, con sus miles de millones y su conocimiento de Internet, estaba en la situación perfecta para difundir por todo el planeta la imagen del Agoyzen.

Viajaron un rato en silencio.

—Por cierto —dijo Constance—, no me has contado cómo lograste que la tulpa atacase a la capitán Masón.

Pendergast tardó un momento en contestar. Se notaba que aún era un recuerdo muy doloroso. Por fin habló.

—Al liberarme de sus garras, dejé que se formase en mi mente una sola imagen: el Agoyzen. Básicamente implanté esa imagen en la tulpa. Le di un nuevo deseo.

—Cambiaste su objetivo.

—Exacto. Cuando se alejó de nosotros, buscó a los otros seres vivos que habían mirado el Agoyzen; en el caso de Masón, además era alguien empeñado en destruirlo, al menos indirectamente. Por ello les aniquiló a ambos.

— ¿Y después?

—No tengo la menor idea de adonde fue. Dado que ha terminado todo tal como empezó, como quien dice, es posible que haya regresado al plano del que surgió; a menos que se desvaneciese con la muerte de su creador… Sería interesante oír qué dicen los monjes al respecto.

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