— ¿Debo preguntar por qué? —dijo Kemper.
—No, no debe.
—Señor Pendergast, si le pillamos haciendo trampas será una situación muy incómoda para ambos.
—No haré trampas. Le doy mi palabra.
— ¿Se puede saber cómo influirá en el juego, si ninguno de los jugadores llega a tocar las cartas?
Pendergast sonrió enigmáticamente.
—Hay maneras de lograrlo, señor Kemper. ¡Ah, sí! También necesitaré una ayudante, una de las camareras, una persona invisible, discreta e inteligente que me traiga las bebidas y esté a mi disposición para una serie de… ¿cómo decirlo?… de encargos poco habituales que podría hacerle de repente. Deberá cumplirlos sin preguntas ni vacilaciones.
—Más vale que salga bien.
Pendergast hizo una pausa.
—Por descontado que, si tuviera éxito, esperaré otro favor a cambio.
—Por descontado —dijo Kemper.
Pendergast se levantó y se dispuso a salir del despacho y entrar en la central de seguimiento. Justo antes de que se cerrara la puerta, Kemper le oyó exclamar con meloso acento sureño:
— ¡Que me aspen si no es la postura del apadravyas! ¡A la edad que tienen!
La anciana del camarote 1039 se giró un poco en la cama, mascullando en sueños.
Poco después volvió a girarse, y sus murmullos se volvieron más inquietos. Había algo que no la dejaba dormir, unos golpes fuertes e insistentes.
Abrió los ojos.
— ¿Inge? —graznó.
La única respuesta fue otro golpe.
Levantó una mano huesuda para coger la barra de hierro que se extendía a lo largo de todo el cabezal, y muy despacio, dolorosamente, se sentó en la cama. Había estado soñando algo bastante bonito sobre Monty Hall y su concurso, la puerta número dos y la vaselina. Se pasó la lengua por los labios resecos, intentando recordar los detalles, pero ya se estaban perdiendo en una bruma de recuerdos huidizos.
— ¿Dónde estará esta chica? —masculló, sintiendo una punzada de miedo.
Se oyeron más golpes. Llegaban de fuera del dormitorio.
Bajo incontables capas de raso y algodón apareció una mano arrugada que se acercó a la mesita de noche, cogió una dentadura postiza y la ajustó a unas encías anémicas. Después, la misma mano buscó a tientas, abriéndose y cerrándose, hasta que se contrajo en torno al puño de un bastón. Entre gruñidos e imprecaciones, la andana se puso de pie. Se notaba el movimiento del barco. No despegó ni un momento la mano de la pared al ir hacia la puerta del dormitorio.
— ¡Inge! —gritó.
Tuvo otro ataque de miedo. Aborrecía no poder valerse sola, y le asustaba y avergonzaba su fragilidad. Siempre había sido independiente, y ahora aquella maldita vejez, aquella horrible dependencia de los demás…
Encendió la luz y miró a su alrededor, intentando dominar el miedo. ¿Dónde demonios estaba la chica? ¿No le daba vergüenza dejarla sola? ¿Y si se caía? ¿Y si tenía un infarto? Te compadeces de una chica, le das trabajo y ¿cómo te lo paga? Con falta de respeto, de lealtad y de obediencia. Seguro que Inge estaba tonteando con algún empleadillo del barco. Pues ya se le había agotado la paciencia. En cuanto el barco atracase en Nueva York, echaría con cajas destempladas a esa pequeña bruja. Sin previo aviso ni carta de recomendación. Tendría que volver a Suecia usando sus encantos, golfa, más que golfa.
Se paró a descansar en la puerta, apoyando todo su peso en el marco. Desde ahí se oían más los golpes. Procedían de la puerta principal de la suite. También se oía una voz.
— ¡Petey! ¡Eh, Petey!
Una voz en sordina, en el pasillo.
— ¿Qué? —exclamó la anciana—. ¿Quién es? ¿Qué quiere?
Los golpes cesaron.
— ¡Vamos, Pete! —contestó la voz—. No esperaremos toda la noche.
— ¡Eh, Petey, mueve el culo y sal! —dijo otra voz de borracho al otro lado de la puerta—. ¿Te acuerdas de las tías que hemos conocido esta noche en Trafalgar's? Pues han vuelto al club después de que te fueras, y desde entonces no hemos parado de darle al champán. Ahora están en mi cuarto, con un pedo de la hostia. Vamos, tío, es tu oportunidad para un buen polvo. La rubia alta tiene un par de tetas que…
La anciana empezó a temblar de rabia e indignación. Se cogió con más fuerza al marco de la puerta.
— ¡Dejadme en paz! —gritó a pleno pulmón—. ¡Fuera de aquí!
— ¿Qué? —dijo la primera voz, algo desconcertada.
— ¡Fuera de aquí, he dicho!
Una pausa, seguida por una risita.
— ¡Mierda! —dijo la segunda voz—. ¡Rog, la hemos cagado!
— ¡Qué va, tío! Estoy seguro de que dijo la 1039.
— ¡Voy a llamar a seguridad! —dijo la anciana con su voz estridente.
Al otro lado de la puerta, en el pasillo, se oyó una explosión de carcajadas, seguida por pasos que se alejaban.
La anciana se apartó jadeando de la puerta y se apoyó en el bastón para mirar en el salón. En efecto, no había dormido nadie en el sofá. El reloj marcaba las once y media. La habían abandonado. Estaba sola.
Se volvió despacio y regresó con gran esfuerzo al dormitorio, con el corazón latiéndole muy deprisa. Después de sentarse en la cama, y de dejar el bastón al lado, se giró hacia la mesita de noche, cogió el teléfono y marcó el cero.
—Centralita del barco —dijo una voz agradable—. ¿Qué desea?
—Páseme con seguridad —graznó la anciana.
Anh Minh vio al jugador justo después de que llegara a las mesas de blackjack del casino Mayfair. El señor Pendergast. Era el nombre que le había dado el señor Hentoff. Con su esmoquin negro, parecía un enterrador. Al verle parado en la puerta, paseando la mirada de sus ojos claros por la sala poco iluminada y elegantemente decorada, tuvo un ligero escalofrío. Muy fuerte tenía que jugar para que el señor Hentoff le asignase una camarera en exclusiva. Se acordó de las extrañas instrucciones que había recibido.
— ¿Le apetece beber algo? —preguntó acercándose a él.
—Un gin-tonic, por favor.
Al regresar con la bebida (solo tónica, tal como le habían indicado), encontró al extraño personaje en las mesas de apuestas altas, en compañía de un hombre joven, rubio y muy acicalado, que llevaba un traje negro. Se acercó y esperó pacientemente con la bebida en la bandeja.
—Total —decía en aquel momento el jugador, con un acento totalmente distinto —, que le di al tío veintidós mil seiscientos diez dólares, contantes y sonantes, en billetes de cien: uno, dos, tres, cuatro… y al llegar a cinco salió uno de veinte. Fue cuando me di cuenta de que me habían estafado. ¡Habían rellenado el fajo de cien con billetes de veinte! ¡Qué cabreo pillé! De veinte, y algunos de diez, y hasta de cinco y de uno.
—Perdone —dijo el joven, repentinamente enfadado—, pero me importan una mierda sus billetes de cien, de veinte o de lo que sea.
Se alejó deprisa, con mala cara, moviendo los labios como si hablara solo.
Pendergast se volvió sonriendo hacia Anh.
—Gracias.
Cogió el vaso y dejó un billete de cincuenta en la bandeja, mientras sus ojos recorrían nuevamente la sala.
— ¿Quiere que le traiga algo más?
—Sí. —Bajó la voz, indicando algo con un pequeño movimiento de los ojos—. ¿Ve a aquella mujer de allí? ¿La del vestido suelto hawaiano, un poco gruesa, que se pasea por las mesas de apuestas altas? Pues me gustaría hacer un pequeño experimento. Cambie este billete de cincuenta y llévele un montón de billetes y monedas sobre su bandeja; dígale que es el cambio de la copa que había pedido. Ella le dirá que no ha pedido nada. Usted finja no entenderla, y empiece a contar el dinero. Suéltele todos los números que pueda. Si esa mujer es lo que creo, quizá se enfadará como el joven con quien he estado hablando, o sea, que no se ponga nerviosa.
—De acuerdo.
—Gracias.
Anh fue a la caja y cambió el billete de cincuenta por diversos billetes y monedas. Lo puso todo en la bandeja y se acercó a la mujer del vestido suelto.
—Su cambio, señora.
— ¿Qué?
La mujer la miró distraídamente.
—Su cambio. Diez libras, cinco libras, dos de una libra…
—Yo no he pedido nada de beber.
Intentó irse. Anh la siguió.
—Su cambio. Uno de diez libras y tres de una libra, que suman trece libras, veinticinco peniques…
La mujer soltó un silbido de exasperación.
— ¿Acaso no me ha oído? Yo no he pedido ninguna bebida.
Anh persiguió a la mujer.
—La bebida son seis libras con setenta y cinco peniques, por tanto su cambio asciende a trece libras con veinticinco peniques.
— ¡Idiota! ¡Incompetente! —estalló la mujer, volviéndose hacia ella en un remolino de colores; se acercó con la cara congestionada.
—Lo siento mucho.
Anh Minh se batió en retirada con la bandeja de dinero, seguida por la mirada hostil de la mujer. Cuando volvió a la barra, llenó un vaso con tónica y cubitos y puso una rodaja de limón. Encontró a Pendergast paseando entre la multitud, atento a todo.
— ¿Una copa, señor?
El la miró. Anh tuvo la impresión de que era una mirada divertida. Pendergast habló rápido y en voz baja.
—Aprende deprisa. Bien, ¿ve a aquel hombre sentado a la izquierda del crupier en la mesa de su derecha? Pues échele encima esta bebida, necesito su asiento. Ahora.
Anh se dio ánimos y caminó hacia la mesa indicada.
—Su bebida, señor.
—Gracias, pero no he…
Sacudió la bandeja. La bebida se derramó en la entrepierna del hombre, que se levantó como impulsado por un resorte.
— ¡Pero bueno…!
— ¡Oh, cuánto lo siento, señor!
— ¡Mi esmoquin nuevo!
— ¡Perdone! ¡Lo siento mucho!
El hombre sacó un pañuelo del bolsillo del pecho y lo usó para sacudirse los cubitos y el líquido. Pendergast se acercó sigilosamente, dispuesto a cogerle el asiento.
— ¡Lo siento mucho! —repitió Anh.
— ¡Bueno, vale, no pasa nada! —El hombre se volvió hacia la crupier—. Me voy.
Recogió las fichas y se fue hecho una furia, momento en el que Pendergast se deslizó rápidamente en su asiento. La crupier barajó las cartas, las dejó encima de la mesa y le dio a Pendergast la carta de corte. Pendergast la introdujo en la baraja. La crupier cortó y cargó el sabot, introduciendo la carta de corte más abajo de lo normal.
Anh Minh se quedó cerca, preguntándose cuál sería la siguiente locura que le pediría Pendergast.
Aloysius Pendergast miró a los jugadores con una sonrisa de oreja a oreja.
— ¿Cómo va la noche? ¿Hay suerte?
El chino de la derecha de la crupier (su objetivo) no se dio por aludido. Las dos mujeres maduras del medio, que parecían hermanas, saludaron discretamente con la cabeza.
— ¿Está repartiendo buenas cartas? —preguntó a la crupier, una mujer menuda.
—Se hace lo que se puede —respondió ella con indiferencia.
Al echar un rápido vistazo a la sala, Pendergast se dio cuenta de que la mujer del vestido suelto hawaiano, que fingía hablar por un teléfono móvil, se estaba fijando en su mesa. Espléndido.
—Presiento que tendré suerte.
Dejó una ficha de diez mil libras en el círculo de apuestas, y la puso delante, para la crupier.
Las dos mujeres se quedaron mirando las fichas un momento y luego colocaron las suyas, más modestas, de mil libras. El chino empujó una ficha hacia el círculo de apuestas: también de mil.
La crupier repartió las cartas.
Pendergast se quedó con dos ochos. Las dos mujeres jugaron. El objetivo de Pendergast sacó un doce y se pasó con una lisura. La crupier sacó un veinte en tres cartas, y recogió el dinero de los cuatro.
En ese momento volvió la camarera con otra bebida, y Pendergast tomó un buen trago.
—Qué suerte más perra—dijo al dejarlo sobre un posavasos y coger más fichas.
Jugaron varias manos, hasta que Pendergast dejó de apostar.
— ¿Su apuesta, señor?
—Esta me la salto —dijo Pendergast. Se volvió hacia Anh Minh—. Traerme otro gin-tonic —dijo con voz pastosa—. Muy seco.
La camarera se fue.
El chino volvió a apostar, esta vez cinco mil. Su rostro de hombre maduro y cansado mantenía exactamente la misma expresión de antes. Esta vez paró en quince; la crupier sacó un seis y se pasó.
El sabot se fue vaciando. Pendergast vio con el rabillo del ojo que en la mesa contigua estaba ganando otro jugador marcado, al que vigilaba el joven rubio. El truco consistiría en obligar al de la mesa de Pendergast a perder más dinero, para compensar. El grupo de cartas que había detectado en el momento de barajar no estaba lejos, y era muy prometedor.
Saltaba a la vista que la observadora del vestido hawaiano también estaba atenta a la partida. Ahora que faltaba poco para que apareciese el grupo de naipes detectado por Pendergast, la cuenta que llevaba el agente ya era de once positivos. Su objetivo colocó un montón de fichas en el interior del círculo de apuestas: cincuenta mil.
Se oyó un murmullo.
— ¡Si él puede, yo también, qué diablos! —dijo Pendergast, poniendo otros cincuenta. Guiñó un ojo a su objetivo y levantó el vaso—. Por nosotros, amigo.
Cada una de las dos señoras apostó mil. Se procedió al reparto de cartas.
Pendergast se paró en dieciocho.
El objetivo sacó doce, pidió otra carta cuando la crupier mostraba un cinco (infringiendo la estrategia básica) y recibió un ocho.
Un «¡ooooh!» brotó entre la gente.
Las dos mujeres sacaron diversas cartas bajas, hasta que una de ellas pasó de veintiuno. Entonces la crupier completó su mano: tres, cinco, seis, cinco. Diecinueve. Ganaba el objetivo de Pendergast.
Jugaron algunas manos más, en las que la mayoría de las cartas que salían del sabot eran bajas. La cuenta de Pendergast no dejaba de aumentar. Aún quedaban por repartir muchos de los dieces, y la mayoría de los ases. Por si fuera poco, todos ellos estaban metidos en el grupo de cartas que él, con su aguda vista y su memoria prodigiosa, había seguido meticulosamente. Por ello, y por lo que había podido ver cuando la crupier barajaba y cortaba las cartas, supo la situación exacta de siete naipes en el grupo, lo que le permitió hacer una certera suposición acerca de la situación de muchas más. Su cuenta secundaria de ases estaba en tres. Había otros trece, dos de los cuales tenía localizados. Si sabía hacerlo, era su oportunidad. Todo dependía de controlar bien las cartas.