El círculo oscuro (16 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca

BOOK: El círculo oscuro
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Al parecer era el único en ver las cosas de ese modo.

—El siguiente de mi lista es la estrella de cine, Claude Dallas.

LeSeur se fijó en que Kemper había empezado a sudar. Si llegaba a saberse… Se volvió hacia el terminal sin querer pensarlo.

—Número 822.

Se acercaron a una caja fuerte de mayor tamaño.

—Prometedor —murmuró Pendergast.

LeSeur la abrió con su llave. Dentro había varios baúles viejos cubiertos de pegatinas con destinos como Río de Janeiro, Phuket y Goa. Los cierres estaban protegidos con candados del tamaño de un puño.

—Hummm —dijo Pendergast.

Se inclinó hacia un baúl, acariciándose la barbilla con curiosidad.

—Señor Pendergast… —dijo el jefe de seguridad, en tono de advertencia.

Pendergast tendió dos manos esbeltas, una de ellas con un instrumento pequeño y brillante, y palpó el candado, moviéndolo entre los dedos. Se abrió con un click.

—El señor Dallas debería cambiar de candado —dijo.

Antes de que Kemper o LeSeur tuvieran tiempo de protestar, lo retiró, abrió el cierre y levantó la tapa.

Encima de todo había un traje de goma, unos cuantos látigos de crin de caballo trenzada, cadenas, esposas, cuerdas y varios artilugios de cuero y hierro cuya utilidad saltaba inmediatamente a la vista.

—Qué curioso —dijo Pendergast, acercando las manos.

Esta vez LeSeur no dijo nada al ver cómo sacaba una capa y un traje de Superman de licra, con la entrepierna cortada. Pendergast los examinó cuidadosamente, quitó algo del hombro, lo metió en un tubo de ensayo (aparecido de la nada) y volvió a dejar suavemente la prenda en su lugar.

—No creo que sea necesario mirar las otras cajas del señor Dallas.

—No lo es en absoluto —dijo secamente LeSeur.

—Y el último —dijo Pendergast— es Félix Strage, director del departamento de arte griego y romano del Metropolitan. Regresa de un viaje bastante desagradable a Italia, durante el cual las autoridades italianas le interrogaron acerca de una serie de adquisiciones que su museo realizó durante los años ochenta, piezas antiguas compradas de manera ilegal.

LeSeur miró un buen rato, duramente, a Pendergast, hasta que se volvió otra vez hacia el teclado.

—Número 597 —comentó—. Que quede algo claro antes de abrir la caja fuerte: usted no toca nada. Ya se encargará el señor Wadle de la manipulación. —Hizo una señal con la cabeza al vigilante—. Si abre cualquier cosa que contenga, su investigación terminará inmediatamente, antes de tiempo. ¿Me explico?

—Perfectamente —contestó el agente con afabilidad.

LeSeur se acercó a una de las cajas fuertes de la hilera inferior de la pared derecha, una de las mayores de toda la cámara acorazada, y buscó una llave distinta. Después se arrodilló, abrió la cerradura de la puerta de acero y tiró de ella. Dentro había tres cajas de madera grandes y anchas. La caja fuerte era bastante profunda, y había demasiada poca luz para tratar de distinguir los objetos.

Pendergast escudriñó las cajas sin moverse. Después de un momento se volvió, sacando un destornillador de su bolsillo.

— ¿Señor Wadle?

El vigilante miró dubitativamente a Kemper, que le hizo un gesto seco con la cabeza.

Wadle cogió la herramienta, desatornilló un lado de la caja (ocho tornillos en total) y la retiró. Dentro había plástico de burbujas y espuma protectora. Apartó el plástico, y al quitar dos bloques de espuma dejó a la vista una vasija griega.

Pendergast sacó una linterna de bolsillo y la enfocó en la caja abierta.

—Humm. Parece un cáliz-crátera. Auténtico, no cabe duda. Al parecer el doctor Strage ha vuelto a las andadas, y sigue robando piezas antiguas para el museo. —Se irguió, guardó la linterna en un bolsillo y se apartó de la pared de cajas fuertes—. Gracias por su tiempo y su paciencia, señores.

LeSeur asintió. Kemper no dijo nada.

—Y ahora, disculpen que me vaya tan deprisa.

Hizo una inclinación y salió de la cámara.

Dentro del ascensor, mientras subía hacia la cubierta 12, Pendergast sacó la lista del bolsillo e hizo dos rayas, una sobre lord Cliveburgh y la otra sobre Dallas. Sobre Strage no hizo ninguna.

Capítulo 20

Caminando por un elegante pasillo, con Marya Kazulin a su lado, Constance Greene sintió una emoción poco habitual: la del misterio, el engaño y la investigación.

—Le sienta perfecto el uniforme —susurró Kazulin, con mucho acento.

—Gracias por traérmelo a mi suite.

—De nada. Lo único que nos sobra es uniformes. Bueno, tal vez ropa sucia…

—No estoy demasiado acostumbrada a utilizar este tipo de zapatos.

—De trabajo, como llevan enfermeras. Tienen suelas blancas, como las deportivas.

— ¿Deportivas?

— ¿No se dice así? —Marya frunció el entrecejo—. Bueno, acuérdese de que al ser camarera no puede hablar con pasajeros menos en camarotes, limpiando. Si cruzamos a alguien, no mire a los ojos. Apártese y mire suelo.

—De acuerdo.

La llevó por un recodo y una escotilla en la que no había nada escrito. Al otro lado había un cuartito para la ropa de cama, y un par de ascensores de servicio. Marya se acercó y pulsó el botón de bajada.

— ¿Con quién quiere hablar?

—Con las que limpian las suites más grandes, los dúplex y los triplex.

—Son las que hablan inglés mejor. Como yo.

Se abrió la puerta del ascensor y entraron.

— ¿Hay empleados que no hablen inglés? —preguntó Constance.

Marya pulsó el botón de la cubierta C. El ascensor empezó a bajar.

—Mayoría de personal no habla inglés. Prefiere así la empresa.

— ¿Sueldos más bajos?

—Sí, eso y que, como no puede hablar entre nosotros, no puede hacer sindicato. No puede protestar por condiciones de trabajo.

— ¿Qué les pasa a las condiciones de trabajo?

—Ya verá usted misma, señorita Greene, pero ahora debe tener mucho cuidado; si la pillan, a mí me despiden y dejan en Nueva York. Tiene que hacer como si es extranjera, y hablar mal inglés. Tenemos que buscar idioma que nadie más lo hable, para que no hagan preguntas. ¿Sabe algo más que inglés?

—Sí. Italiano, francés, latín, griego, alemán…

Marya se rió, esta vez sinceramente.

— ¡Pare, pare! Creo que no hay ninguno empleado alemán. Será alemana.

Las puertas se abrieron en la cubierta C. Constance y Marya salieron. La diferencia entre las cubiertas de pasajeros y las de servicio saltaba enseguida a la vista. No había ni moqueta ni cuadros ni maderas nobles. Más bien parecía un pasillo de hospital, un lugar claustrofóbico de metal y linóleo. Los fluorescentes escondidos en el techo, detrás de paneles, lo bañaban todo de una luz cruda. Se respiraba un aire enrarecido, desagradablemente caliente y saturado de olores: pescado hervido, suavizante para ropa, aceite de motor… Allí abajo se oía mucho más el profundo latido de los motores diesel. Había un constante trajín de empleados, algunos de uniforme y otros con camisetas o chándales sucios.

Marya la guió por el estrecho pasillo, a ambos lados del cual se sucedían puertas numeradas sin ventanas, que imitaban la textura de la madera.

—Esta cubierta es de los dormitorios —explicó en voz baja—. Compañeras mías de habitación limpian algunos camarotes grandes. Hable con ellas. Diremos que es amiga que conozco de lavandería. Acuerde que es alemana, y que habla mal inglés.

—Me acordaré.

—Necesitamos razón para que usted pregunte.

Constance pensó un poco.

— ¿Y si digo que limpio los camarotes pequeños, y que quiero subir de categoría?

—Vale, pero no insista mucho, aquí gente es capaz de dar puñaladas en la espalda por conseguir trabajo con mejores propinas.

—Entendido.

Marya cambió de pasillo y se detuvo frente a una puerta.

—Esta mi habitación—dijo—. ¿Preparada?

Constance asintió con la cabeza. Marya respiró hondo y abrió.

La habitación del otro lado tenía el tamaño de una celda de cárcel, unos cuatro metros por tres. En la pared del fondo había seis armarios pequeños. No había sillas, mesas ni cuarto de baño. Las paredes de la izquierda y la derecha estaban ocupadas por literas espartanas; tres por lado. En la cabecera de cada litera había un pequeño estante con una lámpara. Constance se fijó en que todos estaban llenos de libros, fotos de seres queridos, flores secas, revistas… Una pequeña y triste impronta de la persona que ocupaba la litera.

— ¿Aquí dentro duermen seis? —preguntó con cierta incredulidad.

Marya asintió con la cabeza.

—No tenía ni idea de que estuvieran tan apretados.

—Esto nada. Debería ver cubierta E, donde es que duerme el personal SCP.

— ¿SCP?

—Sin Contacto con los Pasajeros. Los que lavan ropa, limpian sala de las máquinas y preparan comida. —Marya sacudió la cabeza—. Como una cárcel. Pasan tres o cuatro meses sin ver la luz de día, ni respirar aire fresco. Trabajan seis días cada semana, y diez horas cada día. La paga es veinte a cuarenta dólares al día.

— ¡Pero eso es menos que el salario mínimo!

— ¿Salario mínimo de dónde? Aquí estamos en ninguna parte, en medio de mar. Aquí no hay leyes salariales. El barco es registrado en Liberia. —Miró a su alrededor—. Mis compañeras ya han ido a comedor. Vamos a buscar.

Seguida de cerca por Constance, recorrió un itinerario complicado por pasillos estrechos que olían a sudor. El comedor de empleados estaba en el centro del barco. Era una sala grande y con el techo bajo, donde el personal (todos de uniforme) se agrupaba en mesas largas como de cafetería, con la cabeza inclinada sobre el plato. Cuando se sumaron a la cola del bufé, Constance miró a su alrededor y se quedó impactada por la sencillez de la sala, en las antípodas de los opulentos comedores y majestuosos salones de los que disfrutaban los pasajeros.

— ¡Cuánto silencio! —dijo—. ¿Por qué no habla nadie?

—Porque todos son cansados. Y por lo de Juanita, la criada que volvió loca.

— ¿Loca? ¿Qué le pasó?

Marya sacudió la cabeza.

—Alguna vez pasa, pero normalmente al final de viaje largo. Juanita volvió loca… se arrancó los ojos.

—Dios mío… ¿Tú la conocías?

—Un poco.

— ¿Parecía que tuviera problemas?

—Todos tenemos problemas —dijo Marya con seriedad—. Si no, no aceptaríamos trabajo así.

Eligieron entre una variedad de platos muy poco apetitosos: cortes grasientos de carne curada, col aguada, arroz blando, pastel de carne pegajoso y anémicas porciones de bizcocho.

Marya se dirigió a una de las mesas que tenían cerca, donde dos de sus compañeras de dormitorio daban apáticos bocados. Se las presentó a Constance: una griega joven y morena que se llamaba Nika, y Lourdes, una filipina de mediana edad.

—A tú nunca te había visto —dijo Nika con mucho acento.

—Es que me tocan los camarotes de la cubierta 8 —contestó Constance, sin olvidarse del suyo, el alemán.

La mujer asintió.

—Pues ten cuidado, que no es tu comedor. No dejes que te vea ella.

Señaló con la cabeza a una mujer baja, hirsuta y maciza, rubia teñida, con el pelo muy crespo, que lo observaba todo desde el fondo, ceñuda, en un rincón.

Hablaron de esto y de lo otro, en una extraña mezcla de idiomas profusamente aliñada de palabras en inglés, que parecía ser la lengua franca de las cubiertas de servicio del
Britannia
. El principal tema de conversación era la criada que se había vuelto loca y se había mutilado a sí misma.

— ¿Dónde está? —preguntó Constance—. ¿Se la llevaron del barco en transporte médico?

—Demasiado lejos de tierra para un helicóptero —dijo Nika—. La han encerrada en la enfermería, y ahora tengo que hacer yo la mitad de las habitaciones suyas. —Puso mala cara—. Yo ya sabía siempre que Juanita se meterá en líos. Siempre hablando de que vela en las habitaciones de pasajeros, y entrando donde no podía entrar… Una buena camarera no ve nada, no se acuerda de nada, solo hace su trabajo y no abre boca.

Constance se preguntó si Nika había cumplido alguna vez el último requisito.

Nika siguió hablando.

— ¡Cómo hablaba ayer en la comida! Todo rato que si en ese camarote había correas de cuero en la cama, y un vibrador en el cajón… ¿Para qué mira en armario? La curiosidad mató al gato. Y ahora tengo yo que limpiar mitad de las habitaciones suyas. Este barco es barco de Jonás.

Apretó la boca en una mueca de reprobación, a la vez que se apoyaba en el respaldo con los brazos cruzados. Ya estaba dicho.

Hubo murmullos y gestos de aquiescencia.

Nika, envalentonada, separó los brazos y volvió a abrir la boca.

—También ha desaparecido un pasajero en barco. ¿Vosotras sabíais? Quizá saltó. ¡Les digo que este barco es barco de Jonás!

Constance se apresuró a intervenir, para poner coto a la avalancha de palabras.

—Me ha dicho Marya que trabajas en los camarotes más grandes —dijo—. ¡Qué suerte! A mí solo me tocan los estándar.

— ¿Suerte? —Nika la miró con incredulidad—. Para mí es doble trabajo.

—Pero hay mejores propinas, ¿no?

Resopló.

—Los ricos son que dan menos propina. Siempre quejando, y quieren todo perfecto. Hoy el ρυπαρός de triplex ya me hace ir tres veces para hacerle otra vez la cama.

La suerte sonreía a Constance. Solo había dos suites triplex, y una de ellas la ocupaba uno de los integrantes de la lista de Pendergast (Scott Blackburn, el multimillonario de la informática).

— ¿Te refieres al señor Blackburn?

Nika sacudió la cabeza.

—No. ¡Blackburn aún peor! Tiene propia camarera, que le hace la cama. ¡Y ella me trata como si yo soy su criada! Ese triplex también lo lleva yo, gracias a Juanita.

— ¿Se ha traído a su propia criada? —preguntó Constance—. ¿Por qué?

— ¡Se trae todo! La cama, las alfombras, los cuadros… Hasta piano. —Nika sacudió la cabeza—. ¡Bah! ¡Qué cosas feas! Feas y ρυπαρός

— ¿Perdón?

Constance fingió desconocer la palabra.

—Los ricos son locos.

Nika dijo otra palabrota en griego.

— ¿Y su amigo del camarote de al lado, Terrence Calderón?

— ¡Ah, ese muy bien! Me da buena propina.

— ¿También limpias su camarote? ¿Se ha traído sus cosas?

Nika asintió con la cabeza.

—Algunas. Muchas antigüedades, francesas, preciosas.

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