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Authors: Mats Strandberg,Sara B. Elfgren

Tags: #Intriga, #Infantil y juvenil

El círculo (15 page)

BOOK: El círculo
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Cuando Minoo cerró la puerta tras de sí, el conserje saltó como si hubiera soltado un petardo encendido en la habitación.

Nicolaus se levantó y ella vio que llevaba unos pantalones de pana color granate, que no pegaban con la corbata.

—¡Vete de aquí! —susurró—. Este no es un lugar seguro.

—Pero entonces, ¿podemos vernos esta noche? En el teatro. Tenemos que hablar de muchas cosas.

Nicolaus frunció el ceño con expresión de disgusto.

—No puedo… Quiero decir… No sé nada… Ni siquiera sé quién soy.

De pronto, Minoo percibió una sombra que se deslizaba por el suelo. Bajó la vista y un gato negro como el azabache se la quedó mirando. Donde debería haber tenido un ojo se abría un agujero con el borde dentado.

Minoo prefería no mirar al gato. Tenía la sensación de que podría contraer la sarna si miraba demasiado tiempo aquel pelaje enmarañado y lleno de calvas.

Nicolaus se echó hacia atrás en la silla cuando el gato se subió de un salto a la mesa y empezó a pasearse por encima de los papeles.

—No me explico qué le pasa a esta bestia —se lamentó—. Me persigue allá donde voy.

El gato, que se había tumbado junto al teléfono, giró la cabeza y escudriñó a Minoo otra vez con su único ojo.

—¿Qué quieres decir con que no sabes quién eres? —preguntó Minoo apartando la mirada con asco cuando el gato empezó a lamerse el pelaje andrajoso.

Nicolaus suspiró profundamente.

—Me llamo Nicolaus Elingius. Eso pone en mi contrato de trabajo y en los papeles que certifican que soy el propietario de mi humilde morada desde hace un año —continuó con voz temblorosa—. Pero no recuerdo haberla comprado. No recuerdo nada salvo mi existencia aquí como conserje. No me acuerdo de mi padre ni de mi madre. No me acuerdo de a quién quiero ni de a quién odio, ni de si he tenido hijos… No recuerdo dónde vivía. No recuerdo por qué vine aquí.

Se inclinó sobre la mesa, con la cabeza entre las manos, y murmuró unas frases en lenguaje arcaico que Minoo apenas pudo comprender.

—Pero una cosa sí que sabes: tú serás nuestro guía —respondió Minoo prudente.

Entonces Nicolaus levantó la cabeza y le dijo con una tristeza infinita.

—He perdido ese privilegio. Yo estaba aquí, en el instituto, cuando a Elías se lo llevaron de la faz de la tierra. Y, sin embargo, no impedí que sucediera algo tan terrible.

—No sabías…

—Querida niña —la interrumpió Nicolaus—, ¿le pedirías a un ciego que guiara a otro ciego?

Desde aquella ocasión, Minoo ha visto crecer el desconcierto de Nicolaus cada vez que se lo ha cruzado. Un día se quedó plantado en un pasillo mirando como hipnotizado una lámpara mientras los alumnos se reían a sus espaldas. Ahora lleva varios días sin aparecer.

Rebecka se acerca al borde del escenario y se eleva suavemente. Entre las dos recogen las piezas y vuelven a ponerlas en la caja de plástico.

—No me parece bien que no estemos aquí todas —dice Rebecka.

Lleva semanas diciendo lo mismo. Minoo mete en la caja la última pieza. Rebecka ha intentado reunirlas a todas en el teatro, pero la única que ha mostrado un poco de interés es Minoo.

—Seguro que al final lo comprenderán —responde.

—¿Y qué las hará comprender? —pregunta Rebecka, casi enfadada—. ¿Es que tiene que morir alguien más? ¿No basta con Elías?

Minoo preferiría que no hubiera pronunciado su nombre. El nombre es lo que le evoca la imagen que ella tanto se esfuerza por olvidar: aquella cara pálida, aquel brazo lleno de cortes, tanta sangre en el suelo y los azulejos.

—Pero ¿en realidad, qué podemos hacer? —pregunta Minoo intentando ahuyentar los recuerdos—. Quiero decir… Nos dicen no se qué de que tenemos que combatir el mal y evitar la destrucción del mundo. Y luego, nada. Al menos nos podrían haber encomendado una misión.

—Pues eso es —asegura Rebecka—, que
esta
es nuestra misión. Lo que estamos haciendo ahora. Debemos conocernos. Y perfeccionar nuestros poderes. Eso es lo que dijo Ida. O sea, cuando no era ella.

—En cualquier caso, ya hemos visto cómo los «perfecciona» Anna-Karin —dice Minoo.

—Tengo que convencerla de que es peligroso. Intentaré hablar con ella otra vez —dice Rebecka, frotándose la frente.

—¿Cómo va eso? —le pregunta Minoo.

—No hay de qué preocuparse. Ahora aguanto más. Antes solo podía dedicarle unos minutos y enseguida me empezaba a doler la cabeza. Ahora se me pasa más rápido.

Minoo se echa la chaqueta por los hombros. Hace un frío húmedo que cala los huesos.

—Ha pasado algo más —continúa Rebecka.

Saca una de las piezas y la deja en el suelo, entre las dos.

—La verdad es que no sé si podré hacerlo en este momento —dice.

Rebecka entorna los ojos con esfuerzo. Minoo se queda mirando la pieza preguntándose qué va a pasar: por ahora no se mueve y se le ocurre que Rebecka debe de estar agotada.

Entonces lo ve. Al principio no lo comprende del todo. La espiral de humo es tan débil que una brisa tenue podría disolverla. Pero luego empieza a salir más humo y una de las esquinas de la pieza comienza a arder.

Rebecka la mira y, por un momento, Minoo teme que le prenda fuego a ella también. Tiene que reprimir el impulso de taparse la cara con las manos.

—¿Verdad que es raro? —pregunta Rebecka en un susurro.

Minoo no puede estar más de acuerdo. Al principio, la débil llama tiene ribetes azulados, pero pronto adquiere un tinte amarillo claro. Ya empieza a lamer dos de los bordes de la pieza de madera. Rebecka se inclina hacia delante y sopla para apagar el fuego.

—¿Desde cuándo te pasa esto? —dice Minoo.

—Desde ayer. Había una vela en la mesa y se me ocurrió apagarla. No fue muy difícil. Fue como… Apagarla con los dedos. Y entonces también intenté encenderla. Después me entró un dolor de cabeza fenomenal. Gustaf se preocupó un montón.

—Pero no vería…

—No, claro que no —respondió Rebecka con la mirada perdida y se metió las manos en el puño de la chaqueta—. Empieza a resultarme imposible no decirle nada a Gustaf. Esto es muy gordo.

—¡No
puedes
decirle nada!

Minoo habla con voz chillona aunque no pretendía gritar. Pero le dan pánico las palabras de Rebecka. ¿Es que no lo recuerda?
No confiéis en nadie. Ni siquiera en la persona que más queráis.

—Lo sé —dice Rebecka.

Se queda callada un buen rato.

—Lo que pasa es que hay tantas cosas de las que no hablamos —añade.

Minoo se da cuenta de que este es uno de esos instantes decisivos en los que es posible que dos personas se conviertan en amigas de verdad.

—Han corrido ciertos rumores sobre mí —continúa Rebecka.

Minoo duda, no está segura de si debe admitir que se pasó toda la secundaria oyendo rumores sobre Rebecka. Era una de las chicas de las que se decía que tenía un trastorno alimentario.

—¿Eran verdad?

—Sí. Todavía lo son. Sé que puede volver a pasar. Ha mejorado desde la primavera. Pero pienso en ello. A menudo.

—¿Y qué dice Gustaf?

—Nunca lo hemos hablado, aunque seguro que lo sabe. —Rebecka mira a Minoo a los ojos—. Pero es que tengo tanto miedo de que, si se entera, no quiera estar conmigo. Tú eres la primera persona a la que se lo cuento.

Minoo querría que se le ocurriera algo inteligente que decir. Quiere demostrarle que es digna de confianza, ayudar a Rebecka con un montón de buenos consejos y prometerle que todo saldrá bien. Pero, de pronto, comprende que es mejor callar. Dejar que hable Rebecka.

—Cuando pienso en cómo eran las cosas antes de estar con Gustaf es como ver una película antigua en blanco y negro. Es, por así decirlo, como si él hubiera traído el color. Pero tengo la sensación de que yo sigo perteneciendo a ese mundo en blanco y negro, y de que él puede darse cuenta en cualquier momento de que no soy «de colores». Y entonces, todo se irá al garete.

—Pero él te quiere. Se nota. A lo mejor lo que tienes que hacer es, simplemente, creértelo.

—Ya me gustaría que fuera tan «simple» —dice Rebecka.

—Qué guay darte consejos, como yo tengo tanta experiencia en el tema de los tíos y de las relaciones —sigue Minoo y Rebecka se ríe.

—Vale. Te toca. ¿Tienes algún oscuro secreto que quieras compartir conmigo?

Minoo se lo piensa.

—Pues que no soy afortunada en el amor —responde—. Es patético.

—Vaya. ¿Y quién es él?

—Tienes que prometerme que no se lo contarás a nadie. Quiero decir, ya sé que no lo harías, pero tengo que decir «no se lo cuentes a nadie», porque así me siento mejor.

Rebecka vuelve a reírse.

—Te lo prometo —dice.

Minoo apenas puede mover los labios para pronunciar su nombre. Teme sonar tan ridículamente ingenua como es en realidad.

—Max.

Le sale como un suspiro. Quiere que se la trague la tierra allí mismo, quedar enterrada y olvidada para siempre.

—¿Crees que te corresponde? —pregunta Rebecka, como si no fuera tan raro.

—Por supuesto que no —responde Minoo—. Aunque a veces es como si se
fijara en mí.
Claro que seguro que soy yo, que interpreto lo que no es.

—¿Por qué no intentas hablar con él fuera del instituto? Si crees que hay algo entre vosotros, seguro que es verdad.

Hace que parezca tan fácil…

—Gracias, pero creo que, en vez de eso, será mejor que me desenamore.

—Suerte —dice Rebecka, con ironía, y Minoo no puede evitar reírse.

14

El centro comercial Citygallerian representa todo lo que Vanessa detesta de Engelsfors. Está despoblado, es feo y, sobre todo, un fracaso vergonzoso.

Lo inauguraron hace seis años con pompa y boato y con globos gratis para los niños. Ahora no quedan más que tiendas cerradas y el Sture Co., antro favorito de los borrachos. Todo el edificio descansa en una semipenumbra permanente, puesto que nadie se preocupa ya de cambiar las bombillas. Kristallgrottan es la única apertura nueva en más de dos años.

Cuando Vanessa abre la puerta de la tienda, se oye el tintineo de una campanilla. Huele intensamente a incienso. Las paredes tienen un cálido color amarillo y el local está lleno de estanterías y de mesas atestadas de libros, atrapasueños, cuadros de delfines, velas aromáticas y frascos misteriosos. Y, naturalmente, de cristales de todos los colores y tamaños.

Detrás del mostrador hay una mujer de edad hojeando una revista del corazón. Tiene la piel apergaminada por el solárium y la melena rubia destrozada por la permanente. Lleva los labios pintados de rosa palo y los párpados de una gruesa capa de sombra turquesa. El traje vaquero tiene mariposas doradas bordadas aquí y allá.

Ajá, así que esta es Mona Månstråle, ¿eh? Vanessa no sabe qué esperaba pero, desde luego, no ver a una persona que parece sacada de un vídeo musical de los años ochenta. Cuando se acerca al mostrador, nota el olor a humo rancio y a perfume empalagoso.

—Hola —saluda Vanessa.

—¿Qué querías? —responde Mona con voz ronca sin levantar la vista de la lectura.

Vanessa se irrita. Aquel sitio tiene pinta de necesitar a todos los clientes que pasen por allí. Mona Månstråle debería estar dando saltos de alegría y lanzando pétalos de rosa a su paso.

—¿Molesto?

La mujer cierra la revista despacio y clava la vista en Vanessa.

—¿Qué quieres? —repite.

—Mi madre ha estado aquí, le leíste la mano. Jannike Dahl. Me dijo que ofrecías algo así como un dos por uno.

Deja el recibo en el mostrador y Mona lo coge, despacio, como si quisiera dejar claro que no tiene la menor intención de estresarse. Se pone las gafas que llevaba colgadas al cuello y examina el trozo de papel meticulosamente y a conciencia.

Luego mira a Vanessa y exhala un suspiro hondo y prolongado.

Vanessa está a punto de dar media vuelta, pero lleva ya varias semanas queriendo venir y la oferta acaba hoy. Su madre se sentiría muy decepcionada. Le gustaría tanto que Vanessa compartiera su interés por la interpretación de los sueños, las visualizaciones y las fotografías del aura.

—¿Algún problema? —pregunta Vanessa.

Mona resopla, se levanta y rodea el mostrador. Allí, entre una estantería repleta de libros de ocultismo y un dragón de cobre que le llega a Vanessa por la cadera, hay una cortina de terciopelo granate. Mona la aparta y entra al tiempo que le indica a Vanessa que la siga.

Es una habitación pequeña y sofocante. Las paredes blancas están cubiertas de retazos de terciopelo colgados a la ligera y sujetos con clavos, y el suelo de linóleo de color melocotón elimina todo intento de crear un ambiente misterioso. En medio de la salita hay dos sillas tapizadas de felpa roja y una mesa cubierta con un tapete morado con flecos dorados. Mona le indica que se acerque y Vanessa interpreta que el gesto implica además que debe sentarse. Uno de los muelles de acero que hay debajo del asiento se le clava en las nalgas cuando se sienta.

—¿Qué mierda…? —dice Vanessa moviéndose un poco para encontrar una postura más cómoda—. Esta silla está rota.

—Es que tú eres demasiado huesuda —se defiende Mona sentándose enfrente.

Vanessa está a punto de responder algo sobre que el culo de Mona debe de tener un buen relleno, pero se muerde la lengua.

Se oye el tintineo de la pulsera de la mujer, que rebusca debajo de la mesa. Luego empieza a untarse las manos. Vanessa se pregunta si será algún tipo de aceite mágico cuando ve el bote de jabón. Entonces, Mona extiende las palmas.

—Venga esos puños —dice.

Vanessa coloca vacilante las manos en las de Mona. En el preciso momento en que le toca la piel, experimenta una sensación extraña. Le recuerda a cómo se siente cuando está a punto de hacerse invisible. Algo así como un viento que le soplara por dentro.

Las últimas semanas ha mejorado mucho a la hora de controlar su invisibilidad. Sabe detectarla y detenerla a tiempo. Ahora, además, está aprendiendo a hacerse invisible cuando quiere. Eso es mucho más difícil y, la primera vez que lo intentó, tuvo que esforzarse tanto que empezó a sangrar por la nariz.

Mona le examina las manos y, de repente, Vanessa se pone nerviosa. Toma conciencia de que no sabe nada de aquella mujer. El corazón empieza a latirle más rápido cuando calcula las semanas transcurridas y cae en la cuenta de que debió de llegar a la ciudad poco antes de la muerte de Elías.

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