El cazador de barcos (3 page)

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Authors: Justin Scott

Tags: #Aventuras

BOOK: El cazador de barcos
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Luego reconoció el esquife de
La Sirena
. O más bien la mitad de éste, partido como si lo hubieran seccionado con un cuchillo y flotando boca abajo, sostenido por su envoltura de goma espuma. Se agarró al extremo roto.

Si conseguía darle la vuelta y ponerse encima, podría buscar a Carolyn desde la altura más ventajosa del botecito. Extendió los brazos y se aferró a las dos bordas. Sin prestar atención a una nueva punzada de dolor en el codo derecho, agitó los pies para mantener el equilibrio y apretó con fuerza sobre un lado del esquife partido mientras intentaba levantar el otro. Ya lo había inclinado hasta la mitad cuando se le escurrió de las manos.

Hardin nadó tras él, alargó los brazos por encima de la base e intentó agarrar la roma quilla. Nuevamente, cuando ya empezaba a volverse hacia su lado, no consiguió retenerlo. Nadó a su alrededor hasta alcanzar el extremo partido y tiró de uno de los lados con todas sus fuerzas. Muy despacio, consiguió hundirlo bajo la superficie. Luego la goma flotante se resistió a dejarse sumergir más hondo. Hardin levantó los pies, los apretó contra la cara interior de la borda y empujó el esquife partido con todo su peso. El botecito dio un vuelco y quedó boca arriba.

Hardin cayó de espaldas y afloró a la superficie, basqueando y tosiendo, con la garganta y los ojos irritados por la sal. Localizó el esquife y se puso a nadar tras él. La popa flotaba muy levantada y el extremo partido, en cambio, permanecía sumergido. Hardin se acercó por el lado roto, dio media vuelta e intentó sentarse en el fondo. El botecito estuvo a punto de volcarse hacia atrás. Hardin extendió más los brazos a su espalda, se aferró al interior de ambas bordas y se aupó para asentar las nalgas en el fondo del bote. La popa se levantó todavía más. Aprovechando el movimiento de las olas, Hardin fue avanzando pulgada a pulgada sobre el casco maltratado hasta que, por fin, se encontró recostado contra la popa, medio sentado, hundido en el agua hasta la cintura, con los pies colgando por encima del extremo partido. Los encogió, todavía temeroso de los tiburones.

—¡Carolyn!

El botecito se balanceó. Parecía una jofaina poco honda. Sostenía bien su peso, a condición de que no intentara moverse. Pero en cuanto lo hacía se inclinaba peligrosamente y amenazaba con arrojarle otra vez al océano. Hardin fue probando cautelosamente, moviendo poco a poco el cuerpo hasta apoyar los hombros contra el yugo a fin de poder alzar la vista por encima de las bordas.

La niebla y la lluvia se mantenían pegadas a la superficie, permitiéndole una visibilidad de menos de quince metros. Descubrió los despojos de su velero, fragmentos de las cubiertas de teca, un armario, algunos jirones de tela de las velas. ¿Lo habrían triturado las hélices del buque?

El casco de fibra de vidrio de
La Sirena
no debía de haber tardado mucho en hundirse. Hardin se estremeció. Probablemente todavía seguía bajando y aún debían faltarle un par de millas para llegar al frío fondo fangoso, con las bombillas hechas trizas bajo la enorme presión del agua. Primero estallarían las lámparas y las lamparillas de lectura del camarote, después les tocaría a los fanales más pequeños y resistentes de las luces de situación.

—¡Carolyn!

Alcanzó a divisar un instante la mitad delantera del esquife. Forzó la vista en un intento de distinguir más claramente los detalles. ¿La habría alcanzado ella, como él había alcanzado su mitad? Una corriente lo hizo girar, revelando el hueco vacío del maltratado casco. Luego se alejó a la deriva hasta perderse de vista.

Hardin gritó el nombre de Carolyn una y otra vez, haciendo pantalla con las manos detrás de las orejas con la esperanza de recibir alguna respuesta. Sin resultado. Alargó el cuello tanto como pudo y escudriñó su campo visual, cada vez más reducido. Empezaba a oscurecer. ¿Habría perdido ella su chaleco salvavidas? ¿Habría sido succionada por debajo del barco? ¿Estaría flotando acaso, inconsciente, a un centenar de pies de él? Hardin siguió gritando su nombre durante varias horas.

CAPÍTULO III

El superpetrolero
Leviathan
era el mayor objeto móvil que existía sobre la superficie del planeta. Transportaba un millón de toneladas de petróleo procedente de Arabia y surcaba los océanos como una península escapada.

Las olas que
La Sirena
había sorteado trabajosamente, subiendo hasta su cresta para luego volver a bajar, no significaban nada para el gigantesco buque Su proa achatada las hacía saltar en pedazos como si fuera un ariete, y detrás de su popa el Atlántico Norte aparecía tan plano como una bahía bien resguardada.

El
Leviathan
medía 640 metros de eslora, más de medio kilómetro. Cuando atravesaba una borrasca, desde el puente no se alcanzaba a ver la proa. Era tan ancho, que la distante mancha que Peter y Carolyn Hardin> al avistarlo sobre el horizonte, habían supuesto que era el costado de un barco que pasaba, de hecho correspondía a la proa del
Leviathan
apuntada directamente hacia ellos.

Dos días después —lapso durante el cual el
Leviathan
ya había descargado en Le Havre y reanudado su trayecto de retorno al golfo Pérsico—, dos petroleros de cien toneladas, ya viejos y relativamente pequeños, tuvieron una ligera colisión, rozando sus cascos, en el transitadísimo Canal de la Mancha. No se produjo ninguna explosión y los daños fueron leves. El buque vacío, que seguía el trayecto de salida correcto, continuó viaje rumbo al Atlántico, efectuando las reparaciones durante la travesía. El barco que se dirigía a puerto, completamente cargado y que había sido desviado de su ruta por un viejo capitán que prefería ignorar los trayectos marcados, sufrió abolladuras en varias planchas del casco y perdió una pequeña parte de su cargamento. La pérdida fue de menos de doscientas toneladas.

El petróleo que quedó flotando sobre las aguas fue arrastrado por el viento hasta la costa de Cornualles, donde atrapó a varios millares de gaviotas migratorias que se habían parado a descansar en sus playas. Pescadores, granjeros, tenderos y pintores bajaron al fondo de los acantilados rocosos para recoger a las víctimas; las aves se estaban envenenando con sus intentos de limpiarse con el pico el petróleo que les cubría las plumas. Instalaron un campamento de emergencia para quitarles el petróleo a las aves y mantenerlas calientes hasta que se hubieran secado.

La doctora Ajaratu Akanke, una joven africana, se unió a los equipos de rescate a última hora de la tarde cuando concluyó su turno de guardia en el hospital. A aquellas horas, la playa ya estaba sembrada de aves muertas y los gritos de las que todavía seguían con vida iban haciéndose cada vez más débiles. No era la primera vez que la doctora realizaba aquella tarea y, cuando observó que la mayoría de las aves que quedaban estaban sin vida, continuó su camino más allá de la mancha principal, que había dejado una capa de varios centímetros de pegajoso alquitrán sobre los guijarros, y se dedicó a buscar donde nadie había tenido tiempo de mirar todavía.

Era alta y de tez muy oscura, con pómulos prominentes, y una nariz fina y unos labios delicados que revelaban la presencia de un tratante de esclavos árabe o portugués entre los antepasados de su familia. Una sencilla cruz de oro colgaba de su cuello, suspendida de una fina cadenita.

Descubrió un cormorán varado entre dos rocas, donde lo había depositado la corriente. Sus ojos lucían con un brillo apagado bajo la espesa capa de petróleo que le cubría la cabeza y el cuerpo. Al parecer, el ave había salido a la superficie en medio de la mancha, después de una zambullida. Le esperaba una muerte segura, de modo que la doctora le retorció el cuello con sus largos y gráciles dedos.

Introdujo el cadáver en una bolsa de plástico, para impedir que el petróleo matara a alguna rapaz, y siguió buscando otras aves. Cuando se había alejado aproximadamente una milla del grupo principal de buscadores, dio un rodeo en torno a una alta roca manchada de petróleo y se detuvo en seco. Un hombre, semidesnudo, con un chaleco salvavidas amarillo, yacía sobre la plataforma de guijarros, con las piernas blanquecinas y la piel arrugada por el efecto de una prolongada inmersión. La doctora se arrodilló a su lado, preparada a encontrar otra muerte.

Hardin se despertó con la cabeza despejada. Comprendió que había sobrevivido. Comprendió que se encontraba en un hospital. Adivinó, por su actitud, que la sorprendente mujer de color que permanecía de pie junto a su cama era un médico.

La mujer estaba contando las pulsaciones de su muñeca izquierda. El frío contacto de sus dedos había interrumpido el sueño de Hardin.

—Buenas tardes —dijo la doctora con un acento cultivado, propio de las clases altas británicas.

—¿Dónde está mi esposa?

—Lo siento. Cuando lo encontramos estaba solo.

Sintió que le invadía una oleada de dolor.

—¿Qué día es hoy?

—Jueves.

Todo había sucedido un domingo.

—¿Han encontrado su cuerpo?

—No.

—Tal vez… ¿Dónde estamos? ¿En Inglaterra? —preguntó, guiándose más por el acento de ella y por su recuerdo de la posición de
La Sirena
que por el aspecto del lugar donde estaba.

Estaba en una amplia y luminosa habitación, con una sola cama, la suya. Dos de las paredes tenían ventanas y una ligera y cálida brisa agitaba tropicalmente las finas cortinas blancas.

—Fowey, Cornualles —dijo la mujer—. En la costa del Canal de la Mancha. Yo le encontré en la playa.

Hardin se sentó en la cama e intentó poner los pies en el suelo. No pudo mover la rodilla derecha.

—Tal vez se encuentre en otro punto de la costa. ¿Han encontrado alguna otra persona?

—No, lo siento.

—Tal vez un barco —dijo, escudriñando en su mente en busca de algo que le permitiera conservar la esperanza—. A lo mejor los franceses.

La mujer apoyó con firmeza un par de manos negras como el café sobre sus hombros y le obligó a recostarse otra vez sobre la almohada.

—Todas las autoridades están informadas de que un hombre fue hallado a orillas del mar —dijo—. Nadie conoce su lugar de origen, pero intercambian informaciones. Si alguien hubiera hallado a una mujer, viva o muerta, las autoridades lo sabrían.

Hardin intentó resistirse y descubrió que no tenia fuerzas. El esfuerzo le dejó tembloroso. Se dejó caer en la cama, con los ojos entrecerrados, y un negro vacío empezó a llenar su corazón. Incapaz de soportarlo, buscó refugio en las frases intrascendentes.

—Soy médico —dijo—. He sufrido una leve contusión.

Ella le observó cautelosamente.

—Lleva usted todo un día inconsciente, desde que le trasladamos aquí. ¿Cuánto tiempo estuvo en el agua? ¿Qué ocurrió?

—En ese caso —rectificó Hardin, disimulando una punzada de temor—, debo de haber sufrido una grave contusión. Recuerdo haber estado consciente por última vez el domingo por la noche… ¿Fractura de cráneo?

—No.

—¿Vómitos convulsivos?

—Todavía no.

—¿Respiración?

—Normal.

—¿Ésa es la razón de que no me hayan puesto sondas?

Por lo común se introducen sondas a través de la garganta y la nariz de los pacientes inconscientes para impedir un bloqueo respiratorio.

—Yo, o bien una enfermera, hemos permanecido a su lado en todo momento. Si hubiera permanecido inconsciente un rato más, habría recurrido a las sondas.

—He estado durmiendo para recuperarme del golpe —dijo Hardin.

—Es posible.

La doctora le secó la frente con un paño húmedo.

—¿Cómo se llama?

—Peter Hardin.

—Yo soy la doctora Akanke, doctor Hardin. Ahora debe dormir.

—Por favor…

—¿Sí?

—Siete grados, cuarenta minutos, longitud oeste. Cuarenta y nueve grados, diez minutos, latitud norte. Mi última posición más próxima. Dígales que la busquen por esa zona, por favor.

Ella le hizo repetir las coordenadas. Hardin le dio las gracias y siguió sus movimientos con la mirada mientras se deslizaba hacia la puerta. Sus ojos se desplazaron luego de la puerta hacia una de las ventanas. La brisa abrió la cortina. Hardin entrevió el mar, verde y reluciente, a lo lejos, allá abajo.

Se despertó en la oscuridad con el pelo erizado. Se puso tenso y esperó que se repitiera el movimiento. Se acercaba otra vez. Lo adivinaba, no podía verlo, pero sabía que iba aproximándose. Era negro. Y avanzaba directamente hacia él. Hardin saltó de la cama. Una de las ventanas estaba abierta de par en par. Llegaba hasta el suelo. La atravesó corriendo, seguido por la mancha negra que le pasó rozando. Siguió corriendo y de pronto se encontró en el agua, donde no podía avanzar con rapidez. La mancha negra se acercaba, precedida por una ola blanca.

Hardin dio un grito.

Entonces escuchó un sonido suave y se sintió a salvo. La doctora Akanke había acercado su cara a la suya. Le habló con voz líquida y dulce.

—Una pesadilla, doctor Hardin. No ha sido nada.

El capitán del puerto se empeñaba en llamarle teniente, porque Hardin había mencionado, en el curso del prolongado interrogatorio, que había prestado servicio como teniente a bordo de un buque hospital de la marina de guerra de los Estados Unidos. Era un hombre viejo y, pese a sus modales agradables, se mostraba claramente incrédulo.

Cuando Hardin comprendió que el otro se disponía a repetirle todas las preguntas por tercera vez, le dijo:

—Usted no me cree.

El capitán del puerto se puso a hojear sus papeles.

—No creo haber dicho eso pero ya que usted lo menciona, debo decir que todo resulta bastante increíble.

—¿Cree que miento?

—Su memoria…, sus heridas… La doctora Akanke dice que sufrió una contusión… No pretendo…

—Vi el nombre inscrito en la popa.

—No habría podido sobrevivir —declaró categóricamente el otro.

—Pero sobreviví —dijo Hardin—. Un buque llamado
Leviathan
, matriculado en Monrovia, hundió mi velero y mató a mi mujer.

—Teniente, el
Leviathan
es el navío más grande del mundo.

—Ya me lo ha dicho tres veces —gritó Hardin—. No es culpa mía, iqué diantre!

El capitán del puerto chasqueó la lengua y se dispuso a retirarse de la habitación.

—Tal vez cuando se sienta mejor.

Hardin sacó los pies de la cama y se incorporó a medias. Un agudo dolor le atenazó la rodilla. Volvió a desplomarse con el rostro distorsionado. El viejo le miró, lleno de alarma.

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