El cantar de los Nibelungos (7 page)

BOOK: El cantar de los Nibelungos
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Sigfrido, el noble héroe, quiso despedirse también, pues no tenía esperanzas de conseguir a la que llevaba en su corazón. Oyó decir el rey que quería marchar, pero el joven Geiselher le hizo desechar la idea del viaje.

—¿A dónde quieres marchar, noble Sigfrido?, permanece con nuestros guerreros; quédate, yo te lo suplico, con Gunter y sus guerreros. Aquí hay muchas hermosas mujeres a las que podrías ver.

—Dejemos nuestros caballos —respondió Sigfrido el fuerte—; quería irme muy lejos de aquí, pero ya he abandonado tal propósito; guardad vuestros escudos. Quería regresar a mi país, pero Geiselher me ha convencido honrosamente. De este modo quedó retenido el bravo por la amistad de los que le querían. En ninguna parte, en ningún país hubiera podido experimentar felicidad más grande, pues resultó que todos los días podía ver a Crimilda.

El jefe era estimado por su belleza extraordinaria: el tiempo se pasaba en agradables diversiones de las que el amor era encanto, por más que con frecuencia le hiciera experimentar pena. Por causa de este amor, tuvo después una muerte lamentable.

CANTO VI De cómo Gunter fue a Islandia para ver a Brunequilda

Algún tiempo después, comenzaron a circular noticias del país del Rhin, de que allá abajo, muy lejos había muchas vírgenes y Gunter pensó en conquistar una para sí, lo cual pareció bien a los jefes y a los guerreros.

Al otro lado del mar, tenía sus estados una reina que en ninguna parte se le podía hallar otra semejante. Era excesivamente bella y de poderosa fuerza. Esgrimía la lanza contra los fogosos héroes que venían a solicitar su amor.

Arrojaba la piedra a gran distancia y rebotaba hasta muy lejos. Todo aquél que deseara su amor debía sufrir tres pruebas sin quedar derrotado en ninguna por aquella mujer de poder tan grande; si en una sola quedaba vencido, cortábanle la cabeza.

La joven lo había hecho ya varias veces. El caballero lo supo en las orillas del Rhin; estaba convencido de ello y por esta razón su alma se inclinaba sin cesar hacia la hermosa joven. Muchos guerreros perdieron después la vida.

Un día Gunter y sus hombres se hallaban sentados reflexionando, y buscando de todos modos, cuál sería la mujer que su señor pudiera tomar, que le conviniera por esposa y que conviniera al país. El rey del Rhin habló de este modo: —Quiero atravesar el mar para ir al encuentro de Brunequilda; nada me importa lo que me pueda suceder. Quiero exponer mi vida por su amor, si no la consigo por esposa.

—No os aconsejaré yo tal cosa —le dijo Sigfrido—, pues tan crueles son las costumbres de esta reina que cuesta muy caro a los que quieren conseguir su amor. Ojalá renunciéis a tal viaje.

Así replicó el rey Gunter:

—No puede haber nacido nunca una mujer tan valiente y tan fuerte a la que yo no pueda derrotar en un combate, con sólo esta mano.

—Callad —le dijo Sigfrido—, sus fuerzas os son desconocidas.

»Aun cuando valierais por cuatro, no podríais preservaros de su furor terrible; así pues desistid de vuestro propósito, os lo aconsejo como buen amigo y deje de arrastraros de ese modo.

—Sea lo fuerte que sea, no dejaré de hacer este viaje al reino de Brunequilda, sucédame lo que quiera. Por su extraordinaria belleza hay que intentarlo todo. Si Dios quiere, tal vez me siga a mi país del Rhin.

—Este es mi consejo —dijo Hagen—; rogad a Sigfrido que afronte con vos los peligros de la expedición y pienso así, porque él sabe cuanto a esa mujer se refiere.

—Noble Sigfrido —le dijo— ¿quieres ayudarme a conquistar a esa virgen digna de amor? Accede a mi ruego y si logro que sea mía tan hermosa mujer expondré por complacerte mi honor y mi vida.

Así le respondió Sigfrido el hijo de Sigemundo.

—Lo haré si me das por esposa a tu hermana, la bella Crimilda, la elevada princesa: no quiero otra recompensa por los servicios que te pueda prestar.

—Lo juro en tus manos Sigfrido —respondió Gunter—. Que la hermosa Brunequilda venga a este país y te daré a mi hermana por esposa y ojalá con ella seas feliz toda la vida.

Cambiaron sus juramentos aquellos fieles guerreros. Muchos trabajos tuvieron que realizar antes de conseguir llevar a la virgen a las orilla del Rhin. Desde entonces, los bravos comenzaron a correr grandes peligros.

He oído contar algo de los enanos salvajes que habitan en las grutas de las montañas y que para defenderse llevan una cosa maravillosa llamada la Tarnkappa; el que la lleva puede estar seguro siempre de golpes y de heridas. Nadie ve a la persona que la lleva puesta; ve y oye, pero nadie la puede percibir: su fuerza se acrecienta también, así lo refieren las tradiciones.

Sigfrido tenía un casco de éstos, que no sin gran trabajo había logrado quitar al enano Alberico. Los atrevidos y poderosos guerreros se preparaban para realizar la expedición.

Cuando el fuerte Sigfrido se cubría con la Tarnkappa su vigor era terrible y adquiría la fuerza de doce hombres. Con sutil maña logró conquistar a la soberbia mujer.

El casco aquel estaba construido de tal modo que el que lo llevaba podía hacer cuanto quisiera sin que por nadie fuese visto. Gracias a este medio pudo conquistar a Brunequilda, pero aquello fue su desgracia.

—Dime ahora Sigfrido, antes de partir, ¿cuántos guerreros llevaremos al reino de Brunequilda, para presentarnos honrosamente? Treinta mil combatientes pueden reunirse muy pronto.

—Por muchos que fueran —le respondió Sigfrido—, es tan feroz aquella reina, que todos absolutamente serían víctimas de su furor. Yo os daré mejor consejo, fuerte y buen guerrero.

»Bajemos por el Rhin y sigamos las caballerescas costumbres. Yo os indicaré los que deben acompañarnos: dos con nosotros, dos y nadie más. De este modo conquistaremos a la hermosa y después que suceda lo que suceda.

»Uno de los compañeros soy yo, tú eres el otro y Hagen será el tercero: de esta manera lograremos triunfar; el cuarto será Dankwart, ese hombre fortísimo. Mil hombres no lograrían detenernos.

—Quisiera saber también —dijo el rey—, antes de emprender este viaje, que me colma de contento, con qué traje convendría aparecer ante Brunequilda: te suplico que me contestes a esto, Sigfrido.

»Los mas hermosos trajes que se pudieran encontrar han sido llevados ya en el reino de Brunequilda: debemos llevar suntuosos vestidos para presentarnos a las mujeres, a fin de que no sea un deshonor para nosotros cuando se haga el relato.

El buen guerrero le contestó así:

—Yo mismo iré a pedir a mi amada madre que sus hermosas acompañantes nos ayuden a preparar los vestidos que han de honrarnos ante la soberbia joven.

Hagen de Troneja dijo con suma cortesía:

—¿Para qué pedir este obsequio a vuestra madre? Decid a vuestra hermana lo que queremos. Es tan grande su talento que sabrá escoger los trajes que nos convienen.

Hizo el rey avisar a su hermana, que querían verla él y el guerrero Sigfrido. Antes de que llegaran, la hermosa se había vestido para agradar; la llegada de los héroes le causaba alegría en el corazón.

Todas las de su acompañamiento estaban también vestidas de gala. Ambos príncipes se aproximan y tan pronto como ella lo sabe, deja su asiento y sale a recibir modestamente al noble huésped y a su hermano.

—Sed bienvenidos, hermano mío, tú y tu acompañante. Deseo saber qué es lo que deseáis para ir a esa corte lejana. Hacedme saber de qué se trata para vosotros y vuestros nobles guerreros.

—Yo os lo diré, señora, —contestó el rey Gunter—. A pesar de nuestro gran valor, tenemos horribles cuidados; queremos entrar ostentosamente en un país extranjero y para este viaje, nos hacen falta trajes con ricos adornos.

—Sentaos, hermano querido —dijo la hija del rey—, y decidme en qué parte están esas mujeres cuyo amor buscáis y esas tierras que pertenecen a otros héroes.

Ella cogió de la mano a los dos guerreros escogidos. Condújolos cerca del sitio en que tenía su asiento, entre ricos almohadones —debo decirlo— sembrados de hermosos adornos y recamados de oro. Grande fue la alegría de ellos junto aquellas mujeres.

Entre los dos se cambiaban miradas de afecto y amorosas señales, Sigfrido la sentía en su corazón; era para él como su propia carne. Desde entonces la hermosa Crimilda fue la esposa del atrevido guerrero.

—Noble hermana mía—dijo el rey Gunter, sin vuestra ayuda no podremos seguir adelante en nuestro proyecto. Queremos visitar el país de Brunequilda; así pues nos son necesario hermosos vestido, para comparecer ante aquellas mujeres.

—Hermano muy querido —respondió la princesa—, os ofrezco mi ayuda sin reserva ninguna y estoy pronta a serviros. Si alguien os rehusa la menor cosa, causará gran dolor a Crimilda.

«Vosotros, nobles caballeros, no me debéis dirigir súplicas nunca; mejor es que me deis órdenes aunque con cortesía. Todo cuanto deseéis estoy pronta a hacerlo y lo haré con sumo gusto. —Esto dijo la noble virgen.

—Amada hermana: queremos llevar buenos vestidos y es nuestro deseo que vuestra blanca mano nos ayude en la elección; que Jos hagan las de vuestra servidumbre, para que nos estén bien, porque nunca desistiremos de realizar esta expedición.

—Escuchad lo que os digo —respondió el joven—, yo tengo la seda, haced que en un escudo me traigan la pedrería y os haremos los trajes.

Gunter y Sigfrido quedaron satisfechos.

—¿Cuáles son —preguntó la princesa—, los compañeros a que hay que vestir como a vosotros, para ir a esa lejana corte?

—Yo el cuarto —le respondió el rey—, dos de mis héroes, Dankwart y Hagen me acompañarán en esta expedición.

«Escuchad, amada hermana, lo que os digo; además de los cuatro para nosotros, nos hacen falta a cada uno tres trajes distintos y de buenas telas, para que podamos volver sin afrenta del reino de Brunequilda.

Después de despedirse cortésmente, se retiraron los caballeros. La hermosa joven, la princesa Crimilda, llamó a su cámara a treinta de sus sirvientas, muy hábiles en aquella clase de trabajos.

En seda de la Arabia, blanca como la nieve, y en las sedas de Zazamancas, verdes como la hierba, engarzaron riquísima pedrería: fueron aquellos unos hermosos trajes; Crimilda la hermosa los cortó por sus manos.

Las guarniciones hechas de piel de pescados, cogidos en lejanos mares, que parecían entonces muy extraordinarios, las cubrieron con seda y oro: sabed ahora las maravillas de aquellos costosos trajes.

Las mejores sedas de Marruecos y de Libia que hasta entonces llevaran los hijos de reyes, fueron empleadas en ellos abundantemente. En esto manifestaba Crimilda lo bien dispuesta que se encontraba.

Como era grande la empresa que intentaba, se pensó que las pieles de armiño serían convenientes y sobre su blancura pusieron pieles negras como el carbón, de las que aún se adornan los héroes para las fiestas.

Entre el oro de la Arabia brillaban muchas piedras preciosas, el trabajo que las mujeres tenían que realizar no era pequeño. En siete semanas quedaron terminados los vestidos; las armas estuvieron listas en el mismo tiempo.

Cuanto todo estuvo dispuesto, se construyó una fuerte barca junto al Rhin, para que los condujera hasta el mar. Las nobles jóvenes estaban agobiadas por el trabajo.

Hicieron saber a los héroes que estaban preparados los magníficos vestidos que debían llevar. Todo lo que deseaban estaba hecho y no querían permanecer por más tiempo en las orillas del Rhin.

A los compañeros de armas, se les envió un mensajero por si querían ver las nuevas vestidura, por si eran muy largas o muy cortas. Las hallaron bien a la medida y dieron las gracias a las damas.

Todo el que lo veía, tenía que confesar que no había visto nada más hermoso en el mundo. Podían llevarlos con satisfacción a la lejana corte. Nunca se podrán citar más bellos trajes de guerreros.

Las nobles jóvenes recibieron gracias repetidas. Los esforzados guerreros querían despedirse y lo hicieron según las costumbres de la caballería. Más de unos ojos brillantes tornáronse sombríos y derramaron lágrimas.

—Mi hermano querido —le dijo—, quedaos, aún es tiempo y buscad otra mujer, que sería obrar con acierto la que no ponga en peligro vuestra vida. No lejos de aquí hallaréis una joven de elevada alcurnia.

Pienso que el corazón les decía lo que iba a suceder: lloraban en cuanto se hablaba una palabra. El oro que servía de adorno en sus pechos se ablandaba con las lágrimas que de sus ojos vertían.

—Señor Sigfrido —dijo ella—, permitid que recomiende a vuestra fidelidad y a vuestro valor a mi querido hermano; que nada le suceda en el país de Brunequilda.

El fuerte guerrero lo juró en manos de Crimilda, y contestó de este modo:

—Si conservo mi vida, descuidad, noble señora, que volverá sano y salvo al Rhin, creed que esto es lo cierto.

La hermosa virgen le dio las gracias. Trajeron al campo los dorados escudos y lo demás del equipo; aproximaron los caballos; tenían grandes deseos de marchar. Muchas hermosas mujeres derramaron abundantes lágrimas.

Asomadas a las ventanas se veían muchas hermosas jóvenes. La vela de la barca se hinchó con el fuerte viento. Los bravos compañeros de armas fueron impulsados por las hondas del Rhin; así dijo el rey Gunter:

—¿Quién quiere ser el piloto?

—Yo lo seré —dijo Sigfrido—, yo puedo conduciros sobre las hondas hasta allá abajo, buenos guerreros. Me son conocidos los rectos caminos por el agua.

Así abandonaron contentos el país de Borgoña.

Sigfrido se apoyó en un duro remo y la barca se alejó de la orilla. El fuerte Gunter tomó otro remo y se alejaron de la tierra los bravos caballeros dignos de alabanza.

Llevaban consigo suculentos manjares y el mejor vino que se había podido encontrar en el Rhin. Sus caballos tranquilos reposaban; el barco caminaba, ningún cuidado los podía atormentar.

Las fuertes cuerdas de la vela quedaron amarradas sólidamente: hicieron veinte millas antes de llegar la noche, gracias al buen viento que soplaba hacia el mar; después, los grandes trabajos fueron para las mujeres.

A la duodécima mañana, según hemos oído decir, los vientos los habían impelido a lo lejos, hacia Isenstein, en el reino de Brunequilda. Sólo Sigfrido conocía aquel país.

Cuando el rey Gunter vio las fortalezas y también los vastos mercados, dijo así:

—Decidme, amigo Sigfrido, ¿conocéis esto? ¿De quién son esas ciudades y ese precioso país?

»En mi vida, y digo la verdad, vi tantas fortalezas ni tan bien hechas como ahora veo ante mí. Fuerte debe ser el que las ha mandado construir.

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