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Authors: C.S. Lewis

El caballo y su niño (17 page)

BOOK: El caballo y su niño
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—Bien, extranjero —dijo Franela—, te mostraré la configuración geográfica. Puedes ver casi todo el sur de Narnia desde aquí; estamos muy orgullosos de la vista. En seguida a tu izquierda, detrás de estas colinas, puedes ver las Montañas Occidentales. Y esa colina redonda allá a tu derecha se llama la Colina de la Mesa de Piedra. Justo detrás...

Pero en ese momento lo interrumpió un ronquido de Shasta quien, por culpa de su viaje de noche y el excelente desayuno, se había quedado profundamente dormido. Los bondadosos enanos, al notar esto, empezaron a hacerse señas unos a otros de no despertarlo, y precisamente fue tal el murmullo y los gestos con la cabeza y el pararse y caminar en puntillas, que realmente habrían logrado despertarlo si él hubiese estado menos cansado.

Durmió estupendamente bien casi todo el día, pero despertó a tiempo para la cena. Las camas de aquella casa eran demasiado chicas para él, mas le arreglaron una magnífica cama de brezo sobre el suelo, y Shasta ni se movió ni soñó en toda la noche. A la mañana siguiente, apenas habían terminado de tomar desayuno, oyeron un estridente y entusiasta sonido que venía de afuera.

—¡Trompetas! —exclamaron los tres enanos, saliendo, tanto ellos como Shasta, a todo correr.

Las trompetas sonaron otra vez; un ruido nuevo para Shasta, no tan inmenso ni solemne como los cuernos de Tashbaan, ni tan alegre ni alborozado como los cuernos de caza del Rey Lune, sino claro y agudo y valiente. Venía de los bosques del este, y pronto se escuchó un ruido de cascos de caballos mezclado con él. Un momento más tarde apareció a la vista la cabeza de la columna.

Primero venía Lord Peridan sobre un potro bayo portando la gran bandera de Narnia: un león rojo sobre campo verde. Shasta lo reconoció de inmediato. Atrás venían tres personas cabalgando en la misma línea, dos en grandes corceles y uno en un mampato. Los dos que montaban los corceles eran el Rey Edmundo y una dama de pelo claro y cara muy risueña que usaba yelmo y cota de malla y llevaba un arco atravesado al hombro y un carcaj repleto de flechas a su costado. (“La Reina Lucía”, susurró Franela). Pero el que iba en el mampato era Corin. Después, venía el cuerpo principal del ejército: hombres montados en caballos vulgares, hombres montando caballos que hablan (a los que no importaba ser montados en las debidas ocasiones, como cuando Narnia estaba en guerra), centauros, los austeros osos de carácter duro, grandes perros que hablan, y al final, seis gigantes. Porque hay gigantes buenos en Narnia. Pero a pesar de saber que ellos eran del bando de Narnia, al principio Shasta a duras penas soportaba mirarlos; hay cosas a las que cuesta un triunfo acostumbrarse.

Al momento de llegar el Rey y la Reina a la cabaña y cuando los enanos comenzaban a hacer profundas reverencias ante ellos, el Rey Edmundo gritó:

—¡Bien, amigos! Es hora de hacer un alto y tomar un bocado!

Inmediatamente hubo gran bullicio de gente desmontando y mochilas que se abrían y conversaciones que comenzaban, pero Corin vino corriendo donde Shasta y tomó sus dos manos y exclamó:

—¡Qué! ¡

aquí! ¿Así es que lograste pasar? Me alegro. Ahora vamos a hacer un poco de deporte. ¡Y mira qué suerte! No hacíamos más que llegar al puerto de Cair Paravel ayer en la mañana y la primera persona que encontramos fue el venado Chervy con todas las noticias sobre el ataque contra Anvard. ¿No crees...?

—¿Quién es el amigo de su Alteza —preguntó el Rey Edmundo, que se acababa de bajar del caballo.

—¿No te das cuenta, Majestad? —repuso Corin—. Es mi doble: el niño que confundieron conmigo en Tashbaan.

—Vaya, así que él es tu doble —exclamó la Reina Lucía—. Son iguales como dos mellizos. Es algo maravilloso.

—Por favor, su Majestad —dijo Shasta al Rey Edmundo—. No soy un traidor, de verdad no lo soy. Y no pude evitar oír vuestros planes. Pero jamás soñé siquiera en decírselos a tus enemigos.

—Ya sé que no nos traicionaste, muchacho —dijo el Rey Edmundo, poniendo su mano en la cabeza de Shasta—. Pero si te toman por otro, trata en el futuro de no escuchar lo que va dirigido a otros oídos. Pero todo está bien.

Después de esto hubo tal barullo y conversación y tantas idas y venidas, que por unos pocos minutos Shasta perdió de vista a Corin y Edmundo y Lucía. Pero Corin era de esa clase de niño de quien uno está seguro de que escuchará algo de él muy pronto, y no pasó mucho tiempo antes de que Shasta oyera al Rey Edmundo que decía en voz alta:

—¡Por la Melena del León, Príncipe, esto ya es demasiado! ¿Nunca va a corregirse su Alteza? ¡Eres más revoltoso que todo el resto de mi ejército junto! Preferiría tener un regimiento de avispones a mis órdenes antes que a ti.

Shasta se arrastró como un gusano en medio del gentío y pudo ver a Edmundo, que en realidad parecía estar muy enojado, a Corin con aspecto de avergonzado y a un extraño enano sentado en el suelo haciendo muecas. Aparentemente, un par de faunos acababan de ayudarlo a salirse de su armadura.

—Si hubiera traído mi cordial —decía la Reina Lucía lo habría remediado rápidamente. ¡Pero el gran Rey me ha ordenado terminantemente que no lo lleve con frecuencia a las guerras y que lo guarde sólo para los grandes apuros!

Lo que había pasado era lo siguiente. Justo después de hablar con Shasta, un enano del ejército llamado Puntespina había tomado bruscamente a Corin del codo.

—¿Qué pasa, Puntespina? —preguntó Corin.

—Su Alteza Real —repuso Puntespina, llevándolo aparte—, la marcha de hoy nos llevará a través del paso y derecho al castillo de tu real padre. Puede que entremos en batalla antes de esta noche.

—Ya lo sé —dijo Corin—. ¡Es estupendo!

—Estupendo o no estupendo —prosiguió Puntespina—, tengo órdenes estrictas del Rey Edmundo de encargarme de que su Alteza no participe en el combate. Se te permitirá presenciarlo, y eso es regalo suficiente para alguien de la edad de su Alteza.

—¡Oh, qué tontería! —estalló Corin—. Claro que voy a ir al combate. ¿No va la Reina Lucía con los arqueros?

—Su gracia la Reina hará lo que le plazca —replicó Puntespina—. Pero tú estás a mi cargo. O bien me das tu solemne palabra de príncipe de que mantendrás tu mampato al lado del mío, ni medio pescuezo adelante, hasta que yo dé a tu Alteza permiso para andar; o bien, como ha dicho su Majestad, iremos con nuestras muñecas atadas como dos prisioneros.

—Te tiro al suelo de un puñetazo si pretendes amarrarme —dijo Corin.

—Me encantaría ver a su Alteza hacer eso —replicó el enano.

Esto fue suficiente para un muchacho como Corin y al segundo él y el enano luchaban a brazo partido. Habría sido una pelea equilibrada porque, aunque Corin tenía los brazos más largos y era más alto, el enano era mayor y más fuerte. Pero no llegaron a luchar (es lo malo con las peleas en una ladera de suelo áspero), pues, para su mala suerte, Puntespina pisó una piedra suelta, se cayó de narices, y al tratar de levantarse se dio cuenta de que se había torcido un tobillo; una torcedura muy seria que le impediría caminar o montar durante, por lo menos, quince días.

—Mira lo que has hecho, Alteza —dijo el Rey Edmundo—. Nos privas de un experimentado guerrero al filo mismo de la batalla.

—Yo tomaré su lugar, Majestad —dijo Corin.

—Pss —dijo Edmundo—. Nadie pone en duda tu valor. Pero un niño en una batalla es un peligro sólo para su propio bando.

En ese momento llamaron al Rey a atender otro asunto, y Corin, luego de pedir disculpas elegantemente al enano, se precipitó hacia Shasta y le susurró:

—Rápido. Aquí tenemos otro mampato, y la armadura del enano. Póntela antes que nadie se dé cuenta.

—¿Para qué? —preguntó Shasta.

—¡Hombre, para que tú y yo podamos luchar en la batalla, claro está! ¿Acaso no quieres?

—Oh... ah, sí, claro —contestó Shasta. Pero no se le había pasado por la mente ni remotamente hacerlo; y empezó a sentir algo muy incómodo que le punzaba la espalda.

—Así está bien —opinó Corin—. Por encima de la cabeza. Ahora el cinto de la espada. Tendremos que ir a la cola de la columna y mantenernos quietos como ratones. Cuando empiece la batalla estarán todos demasiado ocupados para fijarse en nosotros.

La batalla de Anvard

A eso de las once, la compañía entera estaba otra vez en marcha, rumbo al este y teniendo las montañas a su izquierda. Corin y Shasta cabalgaban a la retaguardia, con los gigantes justo delante de ellos. Lucía, Edmundo y Peridan hablaban de sus planes para la batalla y, al pasar, Lucía dijo:

—¿Pero dónde está ese cabeza de chorlito de su Alteza?

Y Edmundo replicó:

—No está en las primeras líneas, y ya es una buena noticia. Con eso ya basta.

Shasta le contó a Corin gran parte de sus aventuras y le explicó que había aprendido a montar enseñado por un caballo y que en realidad no sabía usar las riendas. Corin le dio instrucciones sobre cómo hacerlo y, además, le contó todo lo de su secreta travesía desde Tashbaan.

—¿Y dónde está la Reina Susana?

—En Cair Paravel —respondió Corin—. Ella no es como Lucía, sabes, que pelea como un hombre o, más bien, como un muchacho. La Reina Susana es más parecida a cualquiera dama mayor. Ella no va a la guerra, a pesar de que es una excelente arquera.

El sendero que seguían por la ladera se hacía cada vez más estrecho y la pendiente a mano derecha se volvía más escarpada. Al último iban en fila de a uno por el borde del precipicio y Shasta se estremecía de pensar que él había hecho ese mismo camino la noche anterior sin saberlo.

“Pero por supuesto —pensó—, yo no corría ningún peligro; por eso era que el León iba a mi izquierda. El caminaba todo el tiempo entre el borde y yo.”

Después el sendero dobló a la izquierda y hacia el sur, alejándose del acantilado, y había espesos bosques a cada lado que subían y subían en forma abrupta hasta el paso. Se hubiera tenido una vista espléndida desde la cumbre si fuera un terreno abierto, pero entremedio de todos esos árboles era imposible que pudieras ver algo... únicamente, de vez en cuando, algún gigantesco picacho rocoso por encima de las copas de los árboles, y una o dos águilas revoloteando muy alto en el aire azul.

—Ellas huelen la batalla —dijo Corin, señalando las aves—. Saben que les estamos preparando su comida.

A Shasta esto no le gustó nada.

Cuando habían cruzado la angostura del paso, habiendo bajado muchísimo, salieron otra vez a campo abierto, y de ahí Shasta pudo divisar Archenland, azul y brumosa, que se extendía a sus pies y hasta (pensó) indicios del desierto más atrás. Pero el sol, al que aún faltaban un par de horas más para ponerse, le daba en los ojos y no podía distinguir claramente a su alrededor.

Aquí el ejército hizo un alto y se formó en una línea; y hubo gran cantidad de nuevas disposiciones. Todo un destacamento de animales que hablan, de feroz aspecto, a quienes Shasta no había visto antes y que eran, en su mayoría, del género felino (leopardos, panteras, y otros semejantes), caminando suavemente y gruñendo un poco, fue a tomar sus posiciones a la izquierda. Los gigantes fueron situados a la derecha, y antes de ir a sus puestos todos se quitaron algo que llevaban en sus espaldas y se sentaron por un momento. Entonces Shasta vio que lo que acarreaban y que ahora se estaban poniendo eran botas: hórridas botas pesadas y claveteadas, que les llegaban hasta las rodillas. Luego se echaron al hombro sus inmensos garrotes y tomaron sus puestos de combate. A los arqueros, con la Reina Lucía, les correspondió ir a la retaguardia y los podías oír primero tensando sus arcos y luego escuchar el tuang-tuang cuando probaban las cuerdas. Y por donde miraras podías ver gente apretando cinchas, colocándose yelmos, desenvainando espadas, y tirando sus mantos al suelo. Casi nadie hablaba. Era un espectáculo muy solemne y terrible.

“Se va a armar la grande —pensó Shasta—, ahora sí que se va a armar la grande.”

De pronto se escucharon ruidos más adelante, a lo lejos: el ruido de muchos hombres gritando y un continuo zad-zad-zad.

—Ariete —murmuró Corin—. Están golpeando con él la puerta para derribarla.

Hasta Corin tenía un aire sumamente serio.

—¿Por qué el Rey Edmundo no
parte
? —dijo—. No puedo soportar esta espera. Además, tengo frío.

Shasta asintió, esperando que no se notara lo asustado que estaba.

¡Las trompetas, por fin! Se movían ahora... ahora al trote... la bandera flameando al viento. Ya habían llegado a lo alto de un cerro, y a sus pies se abrió la escena entera; un castillo pequeño, de muchas torres, cuyas puertas daban de frente hacia ellos. Sin foso, desgraciadamente, pero con sus puertas cerradas y las rejas abajo. Arriba de las murallas podían divisar, semejantes a pequeños puntos blancos, las caras de los defensores. Abajo, cerca de cincuenta calormenes, a pie, empujaban sin parar un enorme tronco de árbol contra la puerta. Pero súbitamente la escena cambió. Gran parte de la masa del ejército de Rabadash se encontraba de pie, listo para el asalto a la puerta. Pero acababan de ver a los narnianos bajando a toda velocidad de los cerros. No hay duda de que los calormenes estaban maravillosamente bien entrenados. A Shasta le pareció que sólo había transcurrido un segundo y ya estaba toda una línea del enemigo a caballo otra vez, haciendo una curva para salirles al encuentro, girando hacia ellos.

Y ahora al galope. La distancia entre ambos ejércitos se acortaba por momentos. Rápido, más rápido. Ya estaban todas las espadas desenvainadas, todos los escudos tapando hasta la nariz, todas las plegarias dichas, todos los dientes apretados. Shasta se moría de miedo. Pero de repente se le vino a la cabeza que “Si te arrancas por miedo de esta batalla, te arrancarás toda tu vida de toda batalla. Ahora o nunca”.

Pero cuando al final las dos líneas se encontraron, él casi no tuvo mucha idea de qué sucedía. Hubo una confusión atroz y un ruido espantoso. Muy pronto alguien hizo volar limpiamente su espada de entre sus dedos. Y de alguna manera se encontró con sus riendas todas enredadas. Luego empezó a resbalar. Entonces, apuntando derecho hacia él surgió un lanza y, mientras se inclinaba hacia un lado tratando de esquivarla, cayó rodando del caballo, se dio un golpe terrible en los nudillos de la mano izquierda contra la armadura de alguien, y luego...

Pero no sirve de nada pretender describir la batalla desde el punto de vista de Shasta; entendió poquísimo de la batalla en general, incluso de su propia participación en ella. La mejor manera de poder contarte lo que verdaderamente aconteció es llevarte a algunos kilómetros de distancia, allá donde el Ermitaño de la Frontera Sur estaba sentado mirando fijamente en el terso estanque, bajo el frondoso árbol, con Bri y Juin y Aravis a su lado.

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