El bokor (75 page)

Read El bokor Online

Authors: Caesar Alazai

Tags: #Terror, #Drama, #Religión

BOOK: El bokor
9.88Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Lo siento señor Bonticue, pero usted no irá a ningún lado que no sea la comisaría. Oficial, lleve a este hombre detenido y cerciorese de que no pueda hablar con Alexander McIntire.

—Llamaré a mis abogados, esto le costará muy caro, agente Bronson —dijo Bonticue mientras lo esposaban ante los disparos de las cámaras de los reporteros que habían llegado como carroñeros ante el olor a muerte.

—Señora Bonticue, la acompañaré hasta su casa para tomarle la declaración.

Johnson se había apartado de su compañero para no tener que enfrentar al matrimonio Bonticue, no era bueno en esas situaciones y prefería perseguir a un criminal que dar un pésame a una familia doliente. Cuando se apartó de la escena descubrió huellas diferentes a las que estaban en la sangre y que tampoco eran de los zapatos deportivos que llevaba Francis. Eran huellas frescas de unos zapatos estilo militar, quizá de un testigo presencial que podría poner fin a todo aquel caso. Las huellas se acercaban a la víctima a una prudente distancia y después se alejaban hacia el noroeste, buscando salir del bosque por el camino contrario por el que venían los policías y los perros. Se adentraba en el bosque, así que sería muy posible que aún se encontrara dentro para ese momento, quizá, huyendo del asesino. No estaba seguro de quién serían las huellas, quizá del sacerdote que había visto todo o lo más probable, que el sacerdote era el asesino y fuera quien fuera este hombre lo hubiera visto todo. Siguió el rastro y pronto se encontró que corría por rutas muy distintas a la tomada por el asesino. Era lógico, ningún testigo seguiría a una bestia como esa, el hombre que mató a Francis no se había visto descubierto y huía sin saber que alguien lo había visto todo. Johnson seguía las huellas con facilidad. Apuró el paso, un pequeño riachuelo lo detuvo por unos momentos y lo obligó a buscar de nuevo el rastro. Ahora las rutas de los dos hombres parecían haberse encontrado y vuelto a separar. El asesino había seguido hacia el norte y el testigo hacia el oeste, en busca de una posible salida de aquel bosque. En ese momento, los uniformados con los perros lo alcanzaron.

—Detective ¿qué hace aquí?

—Vine siguiendo otro rastro. Hay una segunda persona que estuvo en la escena.

—Los perros están alterados por el olor a sangre, nos ha costado mucho llegar hasta aquí. ¿Cree que son dos asesinos?

No se le había ocurrido esa opción y tuvo que reevaluar la posibilidad de que no estuviera tras las huellas de un testigo, sino tras las de un cómplice.

—Sigan las huellas de la sangre —dijo a los uniformados— yo seguiré las de este otro hombre.

Johnson recorrió un par de kilómetros siguiendo el rastro, hasta encontrarse nuevamente fuera del bosque. No sería posible seguir las huellas en el cemento. Recorrió el sitio con la mirada en busca de algún posible testigo. A unos cien metros unos chicos jugaban baloncesto y Johnson se acercó jadeando mientras enseñaba su placa.

—¿Han estado aquí hace mucho?

—Al menos tres horas —dijo un chico negro de cabello trenzado.

—¿Han visto a alguien salir del bosque, quizá alguien un poco particular?

—¿A qué se refiere?

—Un tipo que les llame la atención.

—No.

—¿Un sacerdote tal vez?

—No hemos visto a nadie que parezca sospechoso de nada, agente —dijo otro chico rubio y con multiples pecas en el rostro y los hombros.

—¿Están seguros?

—Lo recordaríamos si hubiera pasado por aquí, pero el bosque es muy extenso, quizá salió en otra dirección.

—Si —dijo Johnson incrédulo— todo es posible.

***

Kennedy había huido perseguido por el recuerdo del cadáver del chico Bonticue colgando por sus pies. Su ropa estaba teñida de sangre seca y se frotaba las manos intentando desaparecer cualquier rastro de aquel líquido. El sacerdote se hincó en el suelo y comenzó a orar en creole el Padre Nuestro, lo hacía sin control, atropellando las palabras con una ansiedad que le hacía temblar los labios.

—Lo has asesinado —escuchó una voz atiplada.

—No, ha sido él —gritó Kennedy tapándose los oidos para no escuchar.

—El chico Bonticue era inocente y lo has colgado como a un cerdo —volvió la voz a la carga.

—Todo ha sido un sueño.

—¿Sueño? No Adam, todo ha sido realidad, mírate las manos.

El sacerdote volvió a mirar sus manos que temblaban y las frotó con insistencia mientras las escudriñaba con los ojos vidriosos.

—Francis no tenía porque morir así.

—Lo sé —dijo Kennedy llorando. —Nadie debería morir así.

—Los otros hombres se lo merecían. Has hecho bien en ajusticiarlos, todos estuvieron involucrados en la muerte de Jeremy, pero Francis…

—Cállate, has sido tú, todo es culpa tuya.

—¿Mía? Acaso me harás culpable de la muerte de estos hombres como lo hiciste con Amanda.

—Tú me dijiste que Amanda era un súcubo.

—Lo era, pero fue tu decisión matarla.

—El sello de fuego debió haberla protegido.

—Sabías que eso era imposible, el sello solo proteje a quienes no han sido invadidos y en Amanda habitaba Lilitu desde hacía mucho tiempo.

—Amaba a Amanda.

—Como yo a Jazmín.

—Pero no hiciste nada por salvarla.

—¿Y qué podía hacer? Barragán y Rulfo eran más fuertes que yo y no pudieron hacer nada, Lilitu es un demonio poderoso, tú lo sabes bien, ¿acaso no luchaste contra ella y perdiste?

—Salvé el alma de Amanda.

—Amanda no descansará en paz hasta que acabes con Lilitu, tampoco lo haremos nosotros.

—¡Ya basta Jean!

—Todos estamos dentro de ti a la espera de que nos liberes.

—No puedo hacerlo.

—Angel, Alcides, Benjamin, Percival, Rulfo, todos estamos esperando a que hagas algo.

—¿Qué puedo hacer?

—Terminar lo que empezaste, Adam. Debes acabar con todos.

—No puedo.

—Es sencillo, lo ha sido hasta ahora. Solo debes buscar a Lilutu y acabar con ella como acabaste con la Mano de los Muertos, mi sobrina te lo agradeció, la liberaste de ese infeliz. De haber podido yo también le habría rebanado el cuello por lo que hizo con mi hermana. Pero aún no está terminada la misión.

—No puedo hacerlo.

—Por supuesto que puedes, todos estamos contigo, todos te apoyamos.

—Ellos no me lo permitirán.

—Son servidores del demonio y debes apartarlos del camino.

—Son policías.

—Son como Sebastian ¿lo recuerdas? Intentó interponerse. Era un siervo de Lilitu y no permitiría que acabaramos con el demonio. Fue necesario hacerlo a un lado.

—Sebastian tuvo que marcharse a los Estados Unidos.

—Muy convenientemente, se estaba convirtiendo en un obstáculo.

—Esto debe acabar, Jean.

—Aún no Adam, aun es preciso terminar nuestra tarea. Sabes bien lo que debes hacer si queremos descansar en paz.

—Pero el hombre que me sacó de prisión, sabe de mí. Lo he visto, está aquí, ha venido desde Haití, no parece el mismo, está cambiado, pero sé que es él.

—No es poderoso como su padre.

—Pero conoce todo y es hijo de Lilitu.

—Si no actuas, pronto habrá más hijos de ese demonio.

—No mataré a una mujer embarazada.

—Debes hacerlo, no es un ser humano lo que espera. Debes quemarla con el sello y así extinguir su vida espiritual y luego, acabar con su vida terrenal, lo de Amanda no salió bien porque dejaste con vida a la mujer y tuvo a esa criatura que hoy te busca. Pensaste que era tu hijo lo que estaba por nacer y no pudiste acabar con su vida, pero era el hijo de la Mano de los Muertos, te engañaron, te hicieron creer que era tu hijo, que habías inseminado a Amanda en sueños.

—Nomoko me lo dijo, el la escuchó decir que el hijo que esperaba era mío.

—Nomoko te convenció de ello, pero el chico era también un siervo de la Mano, un caballo por el que Doc habló con lengua de serpiente para engañarte y hacerte dudar de tu misión.

—Mientes, Jean, me abandonaste, te dejaste morir y no cumpliste con el pacto de protegernos como lo habían hecho Barragán y Casas.

—No se puede vivir para siempre, tampoco deseo morir para siempre, necesito que nos liberes Adam, déjanos escapar de esta prisión en la que tus dudas nos han sumido.

Ya vienen, han encontrado el cadáver de Francis y no tardarán en llegar.

—Me entregaré, esto debe acabar.

—¿Estás loco? Tu ropa está llena de la sangre de ese chico. ¿De qué servirá que te entregues si la misión queda inconclusa? Es preciso que te calmes Adam. ¿Recuerdas como te protegí cuando estabas en prisión? No dejaré que nada te pase. Ya antes tuvimos problemas y los supimos enfrentar. Solo será cuestión de dejar que él se deshaga de los obstáculos.

—No. Es un asesino.

—Pero es necesario, debes usarlo.

—No seré su caballo.

—Solo una vez más, luego todo terminará.

—La Mano de los Muertos no debe aparecer una vez más.

—Doc no ganará la partida, de eso ya nos encargaremos, pero ahora es preciso que él actúe a través tuyo.

—Esa mujer no ha hecho nada, además, el policía…

—No está con ella, si la buscas ahora la hallarás sola.

—Solo es una mujer…

—Es lo que quiere parecer, pero es un súcubo, es Lilitu, la primera mujer de Adán, la que te sedujo en Haití, la que te hizo creer que llevabas en tus entrañas su hijo. Esta es igual a Amanda, miente, es una zorra que te enredará en sus hilos para hacerte creer que el hijo que espera…

—No podré acercarme a ella, me buscan, si salgo de este bosque me atraparán como cuando salí de la selva de Haití. No deseo volver a prisión.

—¿Escuchas? Son perros. Buscan el rastro que dejas con la sangre de Francis. Debes escapar, Adam. Huye y luego busca a la mujer y termina con esto, es tu misión.

Adam se puso de pie, la voz había desaparecido y sabía que Jean tenía razón, siempre la tuvo, desde la primera vez que le dijo que Amanda Strout era un súcubo y que debía cuidarse de sus embustes. Ahora, solo él sabía el secreto de Lilitu y el sello de fuego, si no acababa con la vida de aquel demonio ninguno podría descansar en paz.

Capítulo LIV

Adam salió del bosque sin saber adonde ir, sus ropas manchadas de sangre le decían que algo malo había pasado pero no guardaba en su memoria nada que le dijera lo que había sucedido. Otra vez sus pesadillas lo atormentaban, no lo dejaban en paz al pensar que cada vez que tenía aquellos sueños sangrientos algún evento similar se replicaba. De alguna manera soñaba con lo que estaba sucediendo en algún lugar, quizá por esos fenómenos de desdoblamiento del alma de que tanto había oído hablar en las consultas a otros sacerdotes cuando ejercía como psiquiatra. Siempre trató de explicar a sus colegas que todo tenía una explicación en la química y conformación del cerebro, que en el intrincado sistema eléctrico que gobernaba aquel órgano, bastaba un par de circuitos que funcionaran mal para que se dieran toda clase de fenómenos que los muy creyentes daban en llamar paranormales. Había atendido a sacerdotes con estigmas, manifestaciones de las llagas de Jesucristo, heridas que sangraban espontáneamente donde debieron estar los clavos en la crucifixión, señales de la corona de espinas y rastros de las flagelaciones, todo en hombres que lucían perfectamente sanos a no ser por esas manifestaciones. La misma iglesia se preocupaba de enviarlos al psiquiatra para evitar las complicaciones de las multitudes enardecidas por lo que consideraban señales de Dios.

Angelo Pietri, el anciano que había sido su mentor lo había prevenido de todos esos casos donde la mente de los sacerdotes terminaba jugándoles una mala pasada y muchos terminaban en el asilo para enfermos psiquiátricos víctimas de alucinaciones y al menos en dos casos, sacerdotes que se habían convertido en asesinos porque escuchaban la voz de Dios que les mandaba acabar con la iniquidad en que vivían los hombres.

Pero esto que le pasaba iba más allá de las pesadillas, la sangre en su ropa no era un invento de una mente que por las noches desvariaba, era muy real. Al pasar al lado de una mujer y su hija notó la mirada asustada de la niña y comprendió que no podía caminar así por las calles de Nueva Orleans. Se quitó el jersey que llevaba y se quedó solo con una camiseta gris que también había absorbido parte de la sangre, pero que a todas luces era menos evidente. Dejó el jersey en un basurero y con las manos metidas entre los bolsillos de su pantalón caminó por las calles más desiertas que encontró. No sabía adonde ir, algo le decía que su apartamento no sería un buen lugar, que el alcohol y la soledad lo harían caer de nuevo en el sueño y que con él vendrían de nuevo las espantosas pesadillas. Pasó por un callejón y un sujeto le ofreció unos cigarrillos de yerba. Los necesitaba, sentía que la cabeza estaba a punto de estallarle. Fumó uno apresuradamente mientras el hombre reía mostrándole unos dientes disparejos. Se sentó en una banca a unos pasos e intentó serenarse. Recordaba haber soñado con Jean Renaud y con Francis Bonticue, sin embargo nada era claro, todo parecía estar cubierto con una niebla espesa que teñía todo de gris.

Un vagabundo se sentó junto a él, olía a rancio y el sacerdote pensó que debía ser el mismo olor que él expedía.

—Es un mal día ¿no es verdad? —dijo el hombre que miraba las manos de Kennedy temblar sin control.

—Lo es —dijo parcamente.

—Lo he visto otras veces por aquí, usted es el tipo que sale a correr ¿no es verdad?

Kennedy asintió mientras dejaba salir la última bocanada de humo de sus pulmones.

—Iba camino al albergue de los sacerdotes, ¿quiere venir conmigo? Al menos nos darán algo caliente y si hay suerte hasta un lugar para pasar esta noche, son muchos los que necesitan un lugar donde dormir y las filas comienzan desde inicios de la tarde.

—No será necesario —dijo el sacerdote.

—Ya Nueva Orleans no es segura, ¿se ha enterado usted de los crímenes?

—Si, los tipos de la iglesia.

—Me refería a los que encontraron en las últimas horas, los dos tipos y el muchacho.

—No he oído nada al respecto.

—Los tres aparecieron colgando de un árbol con el cuello abierto. Un maldito loco está suelto y la policía no parece hacer nada al respecto. Quizá ahora lo hagan, no han sido vagabundos o traficantes las víctimas, los dos tipos habían estado en el ejército y en cuanto al muchacho, de seguro su padre tiene influencias. Lo que no logro entender es por qué se llevaron detenido al señor Bonticue.

Other books

Laying the Ghost by Judy Astley
Ships from the West by Paul Kearney
The Secret of the Swords by Frances Watts
Curves and Mistletoe by Veronica Hardy
Secret Pleasure by Jill Sanders
The Regal Rules for Girls by Fine, Jerramy
When a Man Loves a Woman (Indigo) by Taylor-Jones, LaConnie