El barrio maldito (19 page)

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Authors: Félix Urabayen

Tags: #Clásico, Drama

BOOK: El barrio maldito
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Recordaba la mansión de Noemí a una de esas tiendecillas de loba que en los días de mercado en Israel hacían pecar a Judá y suponemos que a otros muchos personajes bíblicos. Aquella casita, siempre cerrada, sólo comunicaba al exterior por un ventanillo, especie de ajimez, hecho para que pudiese curiosear cómodamente la dueña. Allí no se despachaban bebidas al menudeo, según unos, para no pagar contribución; según otros, por vivir mujeres indefensas; y en la montaña para contener los ardores báquicos hacen falta puños masculinos… El caso es que al oscurecer, los epicúreos del valle se entregaban a una orgía culinaria bastante a satisfacer la voracidad de los más atrevidos Gargantúas de la Europa creyente.

Al cerrar la noche del día señalado, Pello Joshepe y Echenique penetraron en la tabernucha con el reposo docto de las gentes que luego de dar un largo paseo hacen su pequeño alto de descanso en cualquier venta. Metiéronse en una salita baja, entarimada, con su gran mesa en el centro cubierta de hule. Un reloj de pesas y cuatro estampas de santos componían el decorado humilde, amén de una docena de sillas de paja compradas en algún bazar de Bayona. Se veía bien que toda la casa, esencialmente agote, poco mayor que una carreta vasca, había sido sacrificada al esplendor de este comedorcito patriarcal, tan típico en todas las tabernas del valle.

Dio Pello unas palmadas, y entró Noemí, sigilosa y placentera. Saludó a Echenique como a un devoto más de la Secreta Orden del Cordero, sin hacer la menor alusión al pasado encuentro, y después de explicar el menú en un vascuence de agote dulzura, volvió presurosa al llar, donde aguardaba Rut inclinada sobre el fuego.

—Deja eso, hijita —le dijo insinuante—. Sube a tu cuarto y vístete con el traje de fiesta. Te lavarás bien y te adornarás; mas no salgas al comedor hasta que él haya acabado de comer y de beber.

Y Rut salió a cumplir el mandado…

Iban llegando en tanto los restantes comensales. En el pasillo oíase el ruido de los paraguas y los impermeables, que iban colgando en clavos a lo largo de la pared. Después venían las risas, los alborozos, las palmaditas y enhorabuenas al neófito, salpicado todo de gruesas carcajadas y dichos agudos, en un vascuence de rural simplicidad.

Ponía Noemí la mesa pausadamente, con la solemnidad de un rito religioso. Surgieron los blancos manteles y las servilletas recién salidas de la plancha casera, los platillos colmados de aceitunas y rodajas de salchichón: un digno altar gastronómico para los mejores estómagos del valle. Al poco rato sólo se oía el crujir incansable de los dientes, el llanto cantarín de cucharas y tenedores y el rumor del vino al inundar las fauces de los combatientes. La batalla descomunal entre los conjurados y el botín preparado por Noemí se extendía ya a las dos alas de la mesa. Todo era algazara, suculencia, idealismo de cacerolas y rezo de mandíbulas. La felicidad del baztanés residirá siempre en el estómago…

La llegada del salmón produjo en las huestes ese silencio épico, ese escalofrío emocionante que experimentan las almas románticas al oír la descripción de la batalla de Lepanto o las décimas del Dos de Mayo. El salmón del Bidasoa es el único pez literario de quien aún no ha hablado mal Pío Baroja.

Vino luego un guisado de liebre que arrancó más elogios que un sermón del párroco de Arizcun. Y eso que el páter, como buen retórico, era pródigo en adjetivos. Subrepticiamente, algunos indianos iban desabrochándose los últimos botones del chaleco y los primeros de la cintura. En este momento entró Rut portadora de una bandeja llena de copas y varias botellas de ron y benedictino.

Echenique la miró distraído. Alta y espigada, parecía muy niña aún con sus trenzas de lino cayendo sobre la espalda. Los ojos seguían teniendo la misma mirada azul, tierna y un poco dolorosa. Su piel de rubia —cera y miel— se cubrió de un color de fuego al servir el vino a Pedro Mari.

Estas razas perseguidas dan a veces flores de una voluptuosidad altísima. Como en la raza judía o en la gitana, la naturaleza tiene momentos de olvido durante los cuales se complace en amasar con todos los sufrimientos y dolores de los malditos un molde sensual de estética insuperable. Tenía la cabellera de Rut ese color de ceniza que salpica el rubio romántico de las agotes; ceniza que tapaba algunas brasas rojas. Y este marco de guedejas opulentas, de apagados tonos, recordaba las nubes grises que al anochecer se enredan entre los hayedos de Velate.

—Bien venido, señor Echenique; ahora ya no escapara usted más del valle —dijo Rut hablando correctamente en castellano.

Del valle, no; pero de Arizcun, sí —respondió Pedro Mari sin dar intención a la frase.

Y no se dijeron más. El baztanés no dará nunca un Demóstenes, ni siquiera un Castelar; en cambio tiene la probabilidad de no engendrar tampoco un tamboril de brindis a lo Francos Rodríguez.

Los comensales, sólidamente apoltronados en sus sillas como embarazadas de cuenta pasada bebían copa tras copa, sin hacer más caso de la linda cabellera y las mejillas de manzana madura de la moza agote que de la lluvia que fuera caía sobre el paisaje. Rut, afanosa e infatigable, iba y venía quitando la mesa, sin dejar de mirar con disimulo a Pedro Mari. En cuanto al baztanés, si no pensaba lo mismo que sus compinches, lo disimulaba harto hábilmente.

Con el último trago empezaron a coger paraguas e impermeables, y despacito, uno a uno, fueron enfilando las respectivas carreteras, radiantes y congestivos los rostros. A las nueve de la noche la Orden íntegra dormía a pierna suelta en sus lechos solitarios de célibes recalcitrantes.

Echenique salió entusiasmado del banquete y desde aquel día fue un fanático propagandista de estos secretos ágapes Verdad es que Noemí mantenía el fuego sagrado con verdadera sabiduría. Guisaba un cordero lechal adornado de castañas que habría hecho vacilar a los Santos Padres del desierto; freía las delicadas truchas del Bidasoa dándoles su dorado especial, sabía extraer genialmente la grasa del lechoncillo, dejándole sus carnes finas, blandas, substanciosas… Y sobre todo tenia un toque especial para las fritadas. ¿No había de pecar Pedro Mari, si hubo comilona a la que acudieron alguno curas del valle? Eso sí, con tan recatado sigilo que ni siquiera lo supieron los frailes de Lecároz, tan enterados de todo lo humano y de algo también de lo divino…

Aunque Echenique era tardo en cuestiones de amor, acabó por fijarse en los manejos de Rut; en sus miradas de pasión o agradecimiento, que esto no lo distinguía bien el ex tabernero; en las sonrisas rápidas, al pasar junto a su silla o al servirle el vino; en el enrojecer violento de su rostro, cuando el baztanés la miraba sugestionado por sus trenzas cenicientas y sus curvas voluptuosas…

Acaso el secreto de esta pasión naciente que empezó a inquietar a Pedro Mari residía en las salsas de Noemí; quizá tuvo también la culpa esa castidad forzada que en los pueblos lleva a los indianos a enredarse con la criada; tal vez la edad peligrosa pudiera influir en él. La cuestión es que el demonio del Deseo empezó a atormentarle…

Había en Rut una esbeltez de corza joven y musculosa que sólo un viejo como él podía apreciar. Para un aldeano del valle no sería nunca guapa; para un agote, una de tantas; un poco más alta, un poco más rubia y un poco más pálida. Tratándose de un baztandarra, peor. Aparte los odios de raza —que no tienen fuerza decisiva en este sentido, pues las uniones libres con el barrio maldito se cuentan por docenas—, los ojos baztaneses no sabrían recrearse en las curvas de Rut. El montañés ama sobre todo sus vacas y sus yeguas y le pide al amor grupas recias de futura matrona. Ante el espigamiento de Rut, pasaría siempre de largo. No, por ahí no había peligro…

El peligro estaba dentro del propio Echenique, que empezaba a soñar con aquella piel blanca, lechosa y suave, surcada de canalitos azules; piel soberana de rubia, capaz de arrasar Troya o de concluir con los odios de un valle, según se le antojara discurrir por las costas griegas o por las cristianísimas riberas navarras…

Era para volverse loco, y Pedro Mari se volvió. Al final de cierta comilona en que los cofrades saborearon una vez más las proezas culinarias de Noemí, Echenique se ensimismó demasiado y fue el último en coger el impermeable. En el momento mismo de trasponer la puertecilla, entraba Rut a recoger el servicio de café. Tan rápido fue el encuentro que no pudieron evitar el roce de sus caras; Pedro Mari se inclinó un poco buscando los ojos extraños de la muchacha que se agazapaba temblorosa; y al encontrar la placa roja de sus labios la besó con ansia una y otra vez, produciendo sonoros chasquidos. Rut en silencio rompió a llorar desconsoladoramente…

Tan consternando quedó Pedro Mari ante aquel llanto insólito que de un salto retrocedió al centro del comedor. Lleno de estupor, miraba inquieto a todos los lados murmurando:

—Por Dios, Rut, cállate; que no te oigan ésos. Yo te juro que no volverá a ocurrir.

Y entonces sucedió algo incomprensible. Con esa valentía que es patrimonio exclusivo de las mujeres, avanzó Rut, llorosos los ojos y riente la boca; enlazó en sus brazos al azorado Echenique y le dio un beso largo, silencioso y ardiente, que como un ascua le quemó los labios.

—Vete en seguida; que tus amigo no se den cuenta —díjole en voz baja, mientras le empujaba hacia afuera.

Salió Pedro Mari aturdido a la carretera. ¿Nadie? ¿Dónde andarían ésos? Pronto vio a Pello que de espaldas al camino regaba sosegadamente de ácido úrico las cercas de un prado. Menos mal; por su parte, el contrabandista supuso a Echenique rindiendo el propio tributo líquido al árbol cercano. En el primer recodo del camino encontraron a Luzu y al gordo Ayestarán que repetían tranquilamente la misma ley fisiológica.

Desde aquel día la escena de los besos furtivos se reprodujo a la entrada y a la salida de las comilonas, y fueron tan hábiles, que ninguno de los catorce comensales pudo adivinar la madeja amorosa que se iba desenredando casi en sus propias narices. La malicia baztanesa no duerme nunca; pero con una agote, ¿quién podía pensar que Pedro Mari se atreviese?…

Ahora quien se atrevía era Rut. Mucho lloriqueo y mucho pegarse a los labios golosos de Pedro Mari. Eso sí, entre ellos hablaban muy poco; en esto se portaban como baztaneses típicos. Nada de retórica amorosa y excesiva tendencia a la acción. Verdad es que el vascuence, pese a su dulzura milenaria, se presta poco a la endecha ni a las cantigas de amor. De todos modos, el caso de Echenique y Rut entraba de lleno en lo morboso y estéril, como habría dicho Luzu el médico…

Por cierto que volviendo un día con Pedro Mari hacia Elizondo, luego de elogiar largamente el rico salmón condimentado por Noemí, recayó la conversación en la hija de la viuda.

—No está buena esa chica —sentenció el galeno—; es una anémica que está para pocos trotes; anda ojerosa y triste. Como no la pille pronto un agote entre los maizales, no acaba bien esa muchacha…

—¿Es que está enferma? —preguntó Echenique procurando aparentar indiferencia.

—No; enferma precisamente, no. Su padre y su madre han sido dos borrachos de marca; es una histérica. De fijo será blanda; yo no he querido probar, porque no me gustan las agotas, ni para un mal cuarto de hora, a pesar de que dicen que son fáciles .

—Tampoco a mí me gustan —declaró Pedro Mari con el propio desahogo que su Patrono el Apóstol un poco antes de oír el canto del gallo…

El misterio, el temor a las sorpresas, la rapidez de los encuentros y la vejez de Pedro Mari daban un matiz decadente a estas aproximaciones fisiológicas. Gracias a que Noemí, la sagaz Noemí supo intervenir protectora.

—Escucha, Pedro Mari —le dijo una noche al tiempo de marcharse—. Así no vais por ningún camino bueno. Durmiendo juntos no se peca; pero lo que hacéis ahora es malo, muy malo. La chica va caer enferma; ya lo verás…

Pedro Mari oía asombrado aquella moral agote, bastante más saludable que la cristiana, sin atreverse a replicar. Aquella bruja debía acudir a los aquelarres de Zugarramurdi montada en algún libro de cocina.

—Mira —proseguía Noemí— en su dulce vascuence ancestral—. Como hoy no ha venido el de Juanarena, antes de llegar a Elvetea, te quedas solo. Entonces, sin que te vean, vuelves aquí; yo estaré aguardando. Luego cierro la puerta y buenas noches; en la fonda ya dirás cualquier mentira. A Rut ya le mandado a acostar; está conforme y alegre; pegajosita, pegajosita… Anda, hijo, corre, que no se enteren ésos. Y no tardes mucho, ¿eh? ¡No vaya yo a coger un pasmo por querer arreglar vuestros asuntos!…

La virginidad no puede tener importancia en los pueblos sanos. En el Baztán y en todas las regatas del Bidasoa, cuando una moza pierde entre los maizales la cobertera de su casta herrada, baja luego a Pamplona o San Sebastián en calidad de nodriza, y a la vuelta elige marido entre sus numerosos pretendientes. Los pueblos fuertes aman la fecundidad; la ternera ha demostrado ser una buena vaca, sin contar con que además suele traer recios ahorros…

El teatro calderoniano fue producto clásico de unas costumbres muy corrompidas. Calderón vivió en tiempos de la Calderona. En la España de las tapadas y los embozados había que cantar el honor y la fidelidad; poetizar las virtudes de que la realidad carecía… La boga actual de la literatura erótica no es más que hambre sexual y a ratos, senilidad. Un pueblo fuerte no ha menester Celestinas literarias. Con la lanza en la cuja americana Castilla fecundó un Continente, y en cuanto se puso el sol, la pluma fue descolgada de su espetera. Surgió el honor, broto la metafísica, y la épica degeneró en retórica. Así logramos ocultar nuestra decadencia, entre el ropaje de un ascetismo falso o tras la plebeya cantárida de una literatura picaresca.

Estos prolegómenos son necesarios para comprender a fondo la moral baztanesa. Cuando a la mañana siguiente Pedro Mari dejó el jergón de maíz después de haber conocido a Rut —en el sentido más bíblico—, ni siquiera se le ocurrió despertarla contentándose con murmurar: «Pues, señor, no creía yo que el pelotari de Azpeitia fuese tan apocado. Sin duda los pocos años…»

En la cocina se entretuvo charlando un rato con Noemí, que igualmente suponía a su hija viuda —también en el sentido bíblico, claro—, y aprovechó la oportunidad para lamentarse de las costumbres modernas. «Ya ves, hijo, a su edad había yo parido tres veces…»

Al otro día, charlando Echenique en el comedor de la fonda, dejó caer como al descuido la especie de que había estado en Dancharinea la noche anterior para un negocio de contrabando No hacía falta la explicación, pero no sobraba tampoco. Repitió al siguiente domingo la hazaña y los comensales siguieron en la higuera. Pocos días después anunció que le precisaba ir a Berroeta, pues andaba en tratos de un caserío; no volvería hasta el viernes… Y en efecto, después de comer salió andando. Sólo que luego de traspasado Elizondo, por las cercanías de Garzain, internóse en tierras de Arizcun, cayendo en Lamiarrita al oscurecer. De allí a la taberna no había más que dos pasos.

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