El barón rampante (13 page)

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Authors: Italo Calvino

BOOK: El barón rampante
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Era la época de los enjambres. Una multitud de abejas estaba siguiendo a una reina que salía de la vieja colmena. Cósimo miró a su alrededor. Volvía a aparecer por la puerta de la cocina el caballero abogado y llevaba en la mano un caldero y una sartén. Ahora golpeaba la sartén contra el caldero y extraía un ¡ding!, ¡ding! muy fuerte, que atronaba los tímpanos y se apagaba en una larga vibración, tan molesta que daban ganas de taparse las orejas. Percutiendo esos utensilios de cobre cada tres pasos, el caballero abogado caminaba detrás de las abejas. A cada uno de los sonidos, el enjambre parecía asaltado por una sacudida, un rápido bajar y volver arriba, y el zumbido parecía atenuarse, el vuelo más incierto. Cósimo no veía bien, pero creía que ahora todo el enjambre convergía hacia un punto en el verde, y que no iba más allá. Y Carrega continuaba dando golpes en el caldero.

—¿Qué sucede, caballero abogado? ¿Qué hace? —le preguntó mi hermano, llegando hasta él.

—Rápido —farfulló—, ve al árbol donde se ha parado el enjambre, ¡pero cuidado con moverlo hasta que llegue yo!

Las abejas descendían hacia un granado. Cósimo llegó allí y al principio no vio nada, luego enseguida descubrió una especie de fruto grueso, como una piña, que colgaba de una rama, y estaba compuesto en su totalidad por abejas agarradas unas sobre otras, y continuamente llegaban otras a engrosarlo.

Cósimo estaba en lo alto del granado conteniendo la respiración. Debajo colgaba el racimo de abejas, y cuanto más grueso se volvía más ligero parecía, como si pendiera de un hilo, o todavía menos, de las patitas de una vieja abeja reina, y compuesto por un sutil cartílago, con todas aquellas alas crujientes que extendían su diáfano color gris sobre las estrías negras y amarillas de los abdómenes.

El caballero abogado llegó dando saltitos, y sostenía entre las manos una colmena. La aproximó invertida al racimo. «Venga», dijo bajito a Cósimo, «una pequeña sacudida seca».

Cósimo zarandeó apenas el granado. El enjambre de millares de abejas se soltó como una hoja, cayó a la colmena, y el caballero la tapó con una tabla. «Listo».

Así fue como nació entre Cósimo y el caballero abogado un entendimiento, una colaboración que podría llamarse incluso amistad, si amistad no pareciese un término excesivo, referido a dos personas tan poco sociables.

En el terreno de la hidráulica, mi hermano y Enea también terminaron por encontrarse. Puede parecer extraño, porque quien se pasa la vida sobre los árboles difícilmente tiene algo que ver con pozos y canales; pero ya os he hablado de aquel sistema de fuente colgante que Cósimo había inventado, con una corteza de álamo que llevaba el agua de una cascada a las ramas de una encina. Al caballero abogado, por otra parte, y pese a su distracción, nada se le escapaba de cuanto se relacionara con las venas de agua de todos aquellos campos. Desde encima de la cascada, escondido tras un aligustre, espió a Cósimo cuando sacaba la conducción de entre las frondas de la encina (donde la volvía a poner cuando no la utilizaba, por esa costumbre de los salvajes, que hizo también suya enseguida, de esconderlo todo), la apoyaba en una horqueta de la encina y en unas piedras del precipicio por el otro lado, y bebía.

A la vista de aquello, quién sabe qué cosas pasaron por la cabeza del caballero: fue presa de uno de sus raros momentos de euforia. Asomó tras el aligustre, dio palmadas, pegó dos o tres brincos que parecía que saltase a la cuerda, salpicó agua; por poco no se mete en la cascada y se arroja al abismo. Y empezó a explicarle al muchacho la idea que había tenido. La idea era confusa y la explicación todavía más: el caballero abogado ordinariamente hablaba en dialecto, por modestia más que por ignorancia de la lengua, pero en estos imprevisibles momentos de excitación pasaba directamente del dialecto al turco, sin que se diera cuenta, y no se entendía nada.

En pocas palabras: se le había ocurrido la idea de un acueducto colgante, con una conducción sostenida precisamente por las ramas de los árboles, que permitiría alcanzar la vertiente opuesta del valle, árida, y regarla. Y el perfeccionamiento que Cósimo, secundando de inmediato su proyecto, le sugirió: usar en ciertos puntos troncos de conducción agujereados, para que lloviera sobre los sembrados, lo dejó pasmado.

Corrió a esconderse en su estudio, a llenar hojas y más hojas de proyectos. También Cósimo puso interés en ello, porque todo lo que se podía hacer referente a los árboles le gustaba, y le parecía que ayudaba a dar una nueva importancia y autoridad a su posición allá arriba; y creyó haber encontrado en Enea Silvio Carrega un insospechado compañero. Se citaban en ciertos árboles bajos; el caballero abogado subía con la escalera de mano, los brazos atestados de rollos de dibujos; y discutían durante horas los desarrollos, cada vez más complicados, de aquel acueducto.

Pero nunca se pasó a la fase práctica. Enea Silvio se cansó, disminuyó sus coloquios con Cósimo, jamás terminó los dibujos; tras una semana debía haberse ya olvidado de ellos. Cósimo no lo lamentó: se había dado cuenta de que sólo se estaba convirtiendo en una enojosa complicación para su vida.

Estaba claro que en el campo de la hidráulica nuestro tío natural habría podido hacer mucho más. La pasión la tenía, el particular ingenio necesario para esa clase de estudios no le faltaba; pero no sabía realizar: se perdía, se perdía, hasta que todo propósito terminaba en nada, como agua mal encauzada que después de haber avanzado un poco, fuese chupada por un terreno poroso. La razón quizá era ésta: que mientras que a la apicultura podía dedicarse por su cuenta, casi en secreto, sin tener que vérselas con nadie, descolgándose de vez en cuando con un regalo de miel y cera que nadie le había pedido, estas obras de canalización las debía hacer, en cambio, teniendo en cuenta intereses de éste y de aquél, soportando las opiniones y órdenes del barón o de cualquier otro que le encargase el trabajo. Tímido e irresoluto como era, no se oponía nunca a la voluntad ajena, pero pronto se desenamoraba del trabajo y lo abandonaba.

Se le podía ver a todas horas, en medio de un campo, con hombres armados de palas y azadas, con un metro de caña y la hoja enrollada de un mapa, dando órdenes para excavar un canal y midiendo el terreno con sus pasos, que por ser cortísimos tenía que alargar de manera exagerada. Ordenaba empezar a cavar en un sitio, luego en otro, luego interrumpía, y volvía a tomar medidas. Llegaba la noche y por tanto se suspendía. Era difícil que a la mañana siguiente decidiese reanudar el trabajo en aquel lugar. No se dejaba ver durante una semana.

De aspiraciones, impulsos, deseos era de lo que estaba formada su pasión por la hidráulica. Era un recuerdo que llevaba en el corazón, las bellísimas y bien regadas tierras del sultán, huertos y jardines en los que debía de haber sido feliz, la única época en verdad feliz de su vida; e iba continuamente comparando los campos de Ombrosa con aquellos jardines de Berbería o Turquía, y tendía a corregirlos, a tratar de identificarlos con su recuerdo, y al ser su arte la hidráulica, en él concentraba este deseo de cambio, y continuamente topaba con una realidad distinta, por lo que quedaba desilusionado.

Practicaba también la radiestesia, a escondidas, porque aún estábamos en tiempos en que aquellas extrañas artes podían atraer la fama de brujería. Una vez Cósimo lo descubrió en un prado cuando hacía piruetas sosteniendo una vara bifurcada. Debía de ser también aquello un intento de repetir algo visto hacer a otros y de lo que él no tenía ninguna experiencia, porque nada salió.

A Cósimo, el comprender el carácter de Enea Silvio Carrega le sirvió para esto: entendió muchas cosas sobre el estar solos que después en la vida le fueron útiles. Diría que llevó siempre consigo la imagen insólita del caballero abogado, como advertencia de aquello en que puede convertirse el hombre que separa su suerte de la de los demás, y consiguió no parecérsele nunca.

XII

A veces, por la noche, a Cósimo le despertaban gritos como: «¡Socorro! ¡Los bandidos! ¡Perseguidlos!»

Por los árboles, se dirigía rápido al lugar de donde aquellos gritos procedían. Era quizá un caserío de pequeños propietarios, y una familia medio desnuda estaba allí fuera con las manos a la cabeza.

—¡Ay de nosotros! ¡Ay de nosotros! ¡Ha venido Gian dei Brughi y se nos ha llevado todo el producto de la cosecha!

Se agolpaba la gente.

—¿Gian dei Brughi? ¿Era él? ¿Lo habéis visto?

—¡Era él! ¡Era él! Llevaba una máscara en la cara, una pistola así de larga, y le seguían otros dos enmascarados, y él los mandaba. ¡Era Gian dei Brughi!

—¿Y dónde está? ¿Adónde ha ido?

—Ah, sí, ¡a ver si lo agarras a Gian dei Brughi! ¡Quién sabe dónde está a estas horas!

O bien quien gritaba era un viandante dejado en medio del camino, despojado de todo, caballo, bolsa, capa y equipaje.

—¡Socorro! ¡Al ladrón! ¡Gian dei Brughi!

—¿Cómo ha sido? ¡Decidnos!

—Saltó desde allí, negro, barbudo, apuntando con el trabuco, ¡por poco me mata!

—¡Rápido! ¡Persigámosle! ¿Por dónde ha escapado?

—¡Por aquí! ¡No, quizá por allí! ¡Corría como el viento!

A Cósimo se le había metido en la cabeza ver a Gian dei Brughi. Recorría el bosque a todo lo largo y lo ancho detrás de las liebres o los pájaros, azuzando al pachón: «¡Busca, busca, Óptimo Máximo!» Pero lo que le habría gustado sacar de su cubil era al bandido en persona, y no para hacerle o decirle nada, sólo para ver cara a cara a una persona tan afamada. En cambio, nunca había conseguido hallarlo, ni siquiera dando vueltas toda una noche. «Será que esta noche no ha salido», se decía Cósimo; pero por la mañana, aquí o allá en el valle, había un corrillo de gente en el umbral de una casa o en un recodo del camino, comentando el nuevo robo. Cósimo acudía, y aguzando mucho los oídos escuchaba aquellas historias.

—Pero tú que estás siempre sobre los árboles del bosque —le dijo una vez alguien—, ¿nunca lo has visto, a Gian dei Brughi?

Cósimo se avergonzó mucho.

—Pues... me parece que no...

—¿Y cómo quieres que lo haya visto —intervino otro—, Gian dei Brughi tiene escondites que nadie puede encontrar, y va por caminos que nadie conoce.

—¡Con la recompensa que ofrecen por su cabeza, quien lo atrape podrá vivir bien toda su vida!

—¡Ya! Pero los que saben dónde está, tienen cuentas pendientes con la justicia casi tanto como él, y si se deciden terminan en la horca también ellos.

—¡Gian dei Brughi! ¡Gian dei Brughi! Pero ¿será siempre él quien comete estos delitos?

—Da igual, tiene tantas acusaciones que aunque consiguiera disculparse de diez robos, mientras tanto ya le habrían colgado por el undécimo.

—¡Ha sido bandido en todos los bosques de la costa!

—¡Mató incluso a un jefe de banda en su juventud!

—¡Ha hecho de bandido también entre los bandidos!

—¡Por eso ha venido a refugiarse a nuestras tierras!

—¡Es que somos demasiado buenos!

Cósimo cada nueva noticia la iba a comentar con los caldereros. Entre la gente acampada en el bosque, había en aquellos tiempos toda una ralea de fulleros ambulantes: caldereros, silleros, traperos, gente que evita las casas, y que por la mañana estudia el hurto que hará por la noche. En el bosque, más que el taller tenían su refugio secreto, el escondrijo de lo que hurtaban.

—¿Sabéis? ¡Esta noche Gian dei Brughi ha asaltado una carroza!

—¿Ah sí? Puede ser...

—¡Ha conseguido detener los caballos al galope cogiéndolos por la brida!

—Pues, o no era él o en lugar de caballos eran grillos...

—¿Qué decís? ¿No creéis que fuera Gian dei Brughi?

—Sí, sí, ¿qué ideas le vas a meter en la cabeza a ése? ¡Claro que era Gian dei Brughi!

—¿Y de qué no es capaz Gian dei Brughi?

—¡Ja, ja, ja!

Al oír hablar de Gian dei Brughi de este modo, Cósimo no salía de su asombro, se desplazaba por el bosque e iba a escuchar en otro campamento de vagabundos.

—Decidme, según vosotros, el de la carroza de anoche, ¿fue un golpe de Gian dei Brughi, no?

—Todos los golpes son de Gian dei Brughi cuando salen bien. ¿No lo sabes?

—¿Por qué cuando salen bien?

—Porque cuando no salen bien, ¡quiere decir que son realmente de Gian dei Brughi!

—¡Ja, ja! ¡Ese chapucero! Cósimo ya no entendía nada.

—¿Gian dei Brughi un chapucero? Los otros, entonces, se apresuraban a cambiar de tono:

—Claro que no, claro que no, ¡es un bandido que da miedo a todos!

—¿Lo habéis visto vosotros?

—¿Nosotros? ¿Y quién lo ha visto alguna vez?

—Pero ¿estáis seguros de que exista?

—¡Esa sí que es buena! ¡Claro que existe! Pero si no existiera...

—¿Si no existiera?

—... Sería lo mismo. ¡Ja, ja, ja!

—Pero todos dicen...

—Claro, es lo que hay que decir: ¡es Gian dei Brughi que roba y mata por todas partes, ese terrible bandido! ¡Quisiéramos ver que alguien lo dudase!

En fin, Cósimo había comprendido que el miedo a Gian dei Brughi que había por el valle, cuanto más se subía hacia el bosque más se convertía en una actitud dudosa y a menudo abiertamente burlona.

La curiosidad de dar con él se le pasó, porque comprendió que Gian dei Brughi a la gente más experta no le importaba nada. Y fue precisamente entonces cuando ocurrió el encuentro.

Cósimo estaba en un nogal, una tarde, y leía. Le había entrado hacía poco la nostalgia de algún libro: estar todo el día con el fusil apuntando, esperando que llegue un pinzón, a la larga aburre.

Así pues, leía el
Gil Blas,
de Lesage, sosteniendo con una mano el libro y con la otra el fusil. Óptimo Máximo, al que no le gustaba que su amo leyese, daba vueltas alrededor buscando pretextos para distraerlo: ladrando por ejemplo a una mariposa, para ver si conseguía hacerle apuntar el fusil.

Y de pronto, bajando de la montaña, por el sendero, venía corriendo y jadeando un hombre barbudo y mal vestido, desarmado, y detrás llevaba a dos esbirros con los sables desenvainados que gritaban: «¡Detenedlo! ¡Es Gian dei Brughi! ¡Lo hemos cogido, al fin!»

Ahora el bandido se había distanciado un poco de los esbirros, pero si continuaba moviéndose torpemente como quien tiene miedo de equivocarse de camino o caer en alguna trampa, los tendría pronto pisándole los talones. El nogal de Cósimo no presentaba agarraderos para quien quisiera trepar, pero él tenía allí en la rama una cuerda de esas que llevaba siempre consigo para superar los pasos difíciles. Tiró un extremo a tierra y ató el otro a la rama. El bandido vio caer aquella cuerda casi en las narices, se retorció las manos un momento en la incertidumbre, luego se agarró a la cuerda y trepó con rapidez, revelándose como uno de esos inseguros impulsivos o impulsivos inseguros que parece que nunca sepan aprovechar el momento justo y por el contrario atinan siempre.

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