El asno de oro (27 page)

Read El asno de oro Online

Authors: Apuleyo

BOOK: El asno de oro
10.39Mb size Format: txt, pdf, ePub

Entonces creció la contención y porfía más recia entre ellos: los escuderos decían que tenían por muy cierto que nosotros estábamos allí, y protestaban el ayuda y favor de la justicia del emperador; los otros, negaban, jurando por los dioses que no estábamos allí. Yo, cuando oí la porfía y voces que daban, como era asno curioso, con aquella procacidad sin reposo deseaba saber lo que pasaba; como bajé la cabeza por una ventanilla que allí estaba, por ver qué cosa era aquel tumulto y voces que daban, uno de aquellos escuderos acaso alzó los ojos a mi sombra que daba abajo, y como me vio, díjolo a dos, y luego levantaron un gran clamor y voces, riéndose de cómo me vieron arriba, y traídas escalas, echáronme la mano y lleváronme como a un esclavo cautivo. Ya después que se les quitó la duda y fueron certificados que estábamos allí, comenzaron con más diligencia a buscar todas las cosas de casa, y descubierta la cesta hallaron dentro el mezquino del hortelano, el cual, sacado de allí, lo presentaron ante los alcaldes, y ellos lo mandaron llevar a la cárcel pública, para que pagase la pena que merecía; y en todo esto nunca cesaron de burlar con gran risa de mi asomada a la fenestra, de donde asimismo nació aquel muy usado y común proverbio de la mirada y sombra del asno.

DÉCIMO LIBRO

Argumento

En este décimo libro se contiene la ida del caballero con el asno a la ciudad, y la hazaña grande que una mujer hizo por amores de su entenado, y cómo el asno fue vendido a dos hermanos, de los cuales uno era pastelero y otro cocinero; y luego cuenta la contención y discordia que hubo entre los dos hermanos por los manjares que el asno hurtaba y comía. Y de la buena vida que tuvo a todo su placer con un señor que lo compró, y de cómo se echó con una dueña que se enamoró de él, y de cómo fue otra mujer condenada a las bestias, y una fábula del juicio de Paris; en fin, cómo el asno huyó del teatro donde se hacían aquellos juegos.

Capítulo I

Que trata cómo tornando a colocar el asno por el caballero, le llevó a residir a una ciudad, en la cual sucedió un notable acontecimiento a una mala mujer por amores de un su entenado.

Otro día siguiente no sé qué fue ni qué se hizo de mi amo el hortelano; pero aquel caballero que por su gran cobardía y poquedad fue muy bien aporreado, quitome de aquel pesebre y llevome al suyo, sin que nadie se lo contradijese; después desde allí de su tienda, según que a mí me parecía que debía ser suya, muy bien cargado de sus alhajas y adornado, y armado a guisa de galán, porque resplandecía con un yelmo muy luciente y un escudo más largo que todos los otros, y una lanza muy larga y reluciente, la cual él había compuesto con mucha diligencia encima de lo más alto de la carga, de la manera como la llevaban enristrada, lo cual él no hacía tampoco por causa de enseñarse cuanto por espantar los mezquinos de los caminantes que encontrase. Después que pasamos aquellos campos, no con mucho trabajo, por ser el camino llano, llegamos a una ciudad pequeña, y no fuimos a posar al mesón, sino a casa de un capitán de peones su amigo, y luego como llegamos encomendome a un esclavo, y él fuese muy aprisa a su capitán, que tenía la capitanía de mil hombres de armas. Después de algunos días que allí estábamos, aconteció una hazaña muy terrible y espantable, la cual, por que vosotros también sepáis, acordé poner en este libro. Aquel decurio o capitán señor de esta posada tenía un hijo mancebo buen letrado, en consecuencia de lo cual él era adornado de modestia y piedad, el cual tú desearías para ti otro tal. Muerta la madre mucho tiempo había, su padre se casó segunda vez, y esta segunda mujer parió otro hijo, que ya pasaba de doce años; la madrastra, resplandeciendo en casa del marido más en la hermosura de su persona que en las costumbres y virtudes, o que naturalmente fuese sin castidad y vergüenza, o que por su hado fuese compelida a un extremo vicio; finalmente, que ella puso los ojos en su entenado. Ahora tú, buen lector, has de saber que no lees fábula de cosas bajas, sino tragedia de altos y grandes hechos, y que has de subir de comedia a tragedia. Aquella mujer, en tanto que en aquellos principios el amor tierno y pequeño se criaba, como era aún flaco en las fuerzas, ella reprimiendo su delgada vergüenza fácilmente callando lo resistía; pero después que el fuego cruel del amor se encerró en sus entrañas, el furioso amor sin ningún remedio la quemaba, en tal manera, que sucumbió y obedeció al cruel dios de amor, y fingiendo enfermedad mintió, diciendo que la llaga del corazón estaba en la enfermedad del cuerpo; ninguno hay que no sepa que todo el detrimento de la salud y del gesto conviene por regla cierta y común también a los enfermos como a los enamorados: la flaqueza y color amarillo de la cara, los ojos marchitos, las piernas cansadas, el reposo sin sueño, grandes suspiros y luengos con mucha fatiga.

Quienquiera que viera a esta dueña, creyera que estaba atormentada de ardientes fiebres, sino que lloraba. ¡Guay del seso e ingenio de los médicos!, ¡qué cosa es la vena del pulso o qué cosa es la poca templanza del calor!; ¡qué es la fatiga del resuello y las vueltas continuas de un lado a otro sin reposo, oh buen día!; ¡cuán fácilmente se descubre el mal del amor, no solamente al médico que es letrado, pero a cualquier hombre discreto, especialmente cuando ves a alguno arder sin tener calor en el cuerpo! Así ella, reciamente fatigada con la poca paciencia del amor, rompió el silencio de lo que callaba mucho tiempo había y envió a llamar a su hijo, el cual nombre de hijo ella rayera y quitara de muy buena gana, por causa de no haber del mismo vergüenza. El mancebo no tardó en obedecer el mandamiento de su madre enferma, y con el gesto triste y honesto entró en la cámara de la mujer de su padre y madre de su hermano, para servirle en todo lo que le mandase; pero ella, fatigada gran rato de un penado silencio, estando atada en un vado de mucha duda, cualquier palabra que pensaba ser muy convenible para la presente habla tornaba otra vez a reprobarla, y con la gran vergüenza tardábase, que no sabía por dónde comenzar. El mancebo, que ninguna cosa sospechaba, abarajados los ojos le preguntó qué era la causa de su presente enfermedad. Entonces ella, hallando ocasión muy dañosa, que es la soledad, prorrumpió en osadía, y llorando reciamente, poniendo la ropa delante la cara, temblando, le comenzó a hablar brevemente de esta manera:

—La causa y principio de este mi presente mal, y aun la medicina para él y toda ni salud y remedio, tú solo eres; porque estos tus ojos, que entraron por los míos a lo íntimo de mis entrañas, mueven un cruel entendimiento en mi corazón, por lo cual te ruego que hagas mancilla de quien por tu causa muere, y no te espante que pecas contra tu padre, al cual antes guardarás su mujer, que está para morir; porque conociendo yo su imagen en tu cara, con mucha razón te amo; ahora tienes tiempo, por estar sólo conmigo; tienes espacio harto para cumplir lo que te ruego, porque lo que nadie sabe no se puede decir que es hecho.

El mancebo, cuando esto oyó, turbado de tan repentino mal, como quiera que se espantase y aborreciese tan gran crimen, no le pareció de exasperarla con la severidad presta de su negativa, antes tuvo por mejor de amansarla con dilación de cautelosa promisión; así que le prometió liberalmente, diciéndole que se esforzase y curase de sí y de la salud hasta que su padre se fuese a alguna parte y hubiese tiempo libre para su placer.

Diciendo esto apartose de la mortal vista de su madrastra, y viendo que una traición y mal tan grande de la casa de su padre había menester mayor consejo, fuese luego a un viejo su ayo que lo había criado, hombre de buen seso, al cual no pareció otro mejor consejo, habiendo platicado muchas veces en ello, sino que el mancebo huyese lo más aceleradamente que pudiese, escapar de la tempestad de la cruel fortuna; pero la madrastra, como no tenía paciencia de esperar siquiera un poco, fingida cualquier causa, persuadió a su marido con maravillosas artes y palabras, que luego se fuese a unas aldeas que estaban bien lejos de allí; lo cual hecho, ella, con su locura apresurada, viendo que había lugar para su esperanza, demandole con mucha instancia que cumpliese con ella el plazo de lo que le había prometido; pero el mancebo excusábase diciendo ahora una causa y después otra, apartándose de su abominable vista cuanto podía, hasta tanto que por los mensajeros que le había enviado, conociendo ella manifiestamente que le negaba la promesa por él hecha, con la mudanza de su variable ingenio, prestamente mudó su nefando amor en odio mortal, y llamado luego por ella un su esclavo muy malo y aparejado para toda maldad y traición, comunicó con él todo este negocio y pensamiento malvado que ella tenía, lo cual entre ellos platicado, no les pareció otro mejor consejo que privar de la vida al mezquino del mancebo. Así que, incontinenti, ella envió a aquel ahorcadizo para que trajese veneno que matase prestamente; el cual trajo y diligentemente desatado en vino, fue aparejado para matar a su entenado que estaba sin culpa. En tanto que la malvada hembra y su esclavo deliberaban entre sí de la oportunidad y tiempo para podérselo dar, acaso el hermano menor, hijo propio de la mala mujer, viniendo de la escuela a hora de comer, comenzó a almorzar, y como hubo sed bebió de aquel veneno que halló, no sabiendo la ponzoña y engaño escondido que allí dentro estaba; después que hubo bebido la muerte que estaba aparejada para su hermano, cayó en tierra sin ánima y vida. El bachiller, su maestro, conmovido de la arrebatada muerte del mozo, comenzó a dar grandes aullidos y clamores, que la madre y toda la casa alborotó. Conocido el caso del veneno mortal, cada uno de los que allí estaban presentes acusaban a los autores de tan extremada traición y maldad; pero aquella cruel y mala hembra, ejemplo único de la malicia de las madrastras, no conmovida por la muerte de su hijo, ni por el parricidio que ella misma había hecho, ni por la desdicha de su casa, ni por el enojo de su marido, ni por la fatiga del enterramiento del hijo, procuró venganza muy presta, por donde causó daño para toda su casa. Así que, muy presto, despachó un mensajero que fuese a su marido y le contase la muerte de su hijo y el daño de su casa. Cuando el marido oyó estas nuevas, tornose del camino, y entrando en casa, luego ella con gran temeridad y audacia comenzó a acusar y decir que su hijo era muerto con la ponzoña del entenado, y en esto no mentía ella, porque el muchacho su hijo había prevenido la muerte que estaba ya destinada y aparejada para el mancebo; pero ella fingía que su hijo era muerto por maldad del entenado, a causa que ella no quiso consentir en su malvada voluntad, con la cual había tentado de forzarle, y no contenta con estas grandes mentiras, añadía que por que ella había descubierto esta traición, él la amenazaba de matarla con un puñal. Entonces el desventurado del marido, herido de la muerte de dos hijos, fatigábase que no cabía en sí con la tempestad de tan gran pena y tribulación como aquélla, porque ya él veía delante de sí enterrar al más pequeño, y también sabía de cierto que el otro había de ser condenado a pena de muerte por el pecado del incesto con su madrastra y por el parricidio de su hermano. En esta manera las mentirosas lágrimas de su muy amada mujer le pusieron en extrema enemistad de su hijo. Apenas eran acabadas las exequias del enterramiento del hijo, cuando luego desde allí se partió el desventurado viejo, regando su cara con lágrimas continuas y sus canas ensuciadas con ceniza, y muy aprisa se lanzó en la casa de la justicia, y allí, llorando y con muchas ruegos, besando en las rodillas de los jueces, no sabiendo los engaños de su malvada mujer, trabajaba cuanto podía porque ahorcasen al otro mancebo su hijo, diciendo que había cometido crimen de incesto, ensuciando la cama de su padre, y que era homicida habiendo muerto a su hermano, y que era un matador que había amenazado de matar a la madrastra; finalmente, que él llorando inflamó a los jueces y a todo el pueblo, con tanta mancilla de él y tanta indignación contra el mancebo, que dejada la orden y dilación del juzgar y las manifiestas probanzas de la acusación, y los rodeos y dilaciones del responder, que todos a una voz clamaban y decían que aquel público mal, públicamente se había de vengar, haciendo allí cubrir de piedras. Los jueces, considerando y habiendo miedo de su propio peligro, porque de los pequeños comienzos de indignación acontece muchas veces proceder gran sedición y cuestiones para perdimiento de las leyes de la ciudad, parecioles que era bien rogar a los oficiales de la justicia, y, por otra parte, refrenar al pueblo para que derechamente y por las leyes de los antiguos el proceso se hiciese, y oídas las partes y bien examinado el negocio civilmente, fuese la sentencia pronunciada, y no a manera de ferocidad de bárbaros, de potencia de tiranos, fuese condenado alguno, sin ser oído, y que en paz sosegada se diese un ejemplo tan cruel que todo el mundo lo supiese. Este saludable consejo plugo a todos, y luego mandaron al pregonero que llamase a todos los senadores, que viniesen a cabildo, los cuales venidos y sentados en sus acostumbrados lugares, según la orden de la dignidad de cada uno, el pregonero otra vez llamó y vino el acusador. Entonces, asimismo, por llamamiento del pregonero, entró el reo, y el pregonero amonestó a los abogados de la causa, según la costumbre del senado y leyes de Atenas, que no curasen de hacer proemios en la causa ni conmoviesen a los que allí estaban haber mancilla.

Estas cosas en esta manera pasadas supe yo, que las oí a muchos que hablaban en ello; pero cuántas alteraciones hubo de una parte a otra, y con qué palabras el acusador decía contra el reo, y cómo el reo se defendía y deshacía su acusación, estando yo ausente, atado al pesebre, no lo pude bien saber por entero, ni las demandas, ni las respuestas y otras palabras que entre ellos pasaron; y por esto no os podré contar lo que no supe; pero lo que oí, quise poner en este libro.

Capítulo II

Cómo, por industria de un senador antiguo y sabio, fue descubierto el delincuente, y ahorcado el esclavo, y desterrada la mujer, y libre el entenado.

Después que fue acabada la contención entre ellos, plugo a los jueces de buscar la verdad de este crimen por cierta probanza y no dar tanta conjetura a la sospecha que del mancebo se decía; y mandaron que fuese traído allí presente aquel esclavo muy diligente que afirmaba que él solo sabía cómo había pasado el negocio; y venido aquel bellaco ahorcadizo, ningún empacho ni turbación tuvo, ni de ver un caso de tan gran juicio, ni de ver tampoco aquel senado, donde tales personas estaban, o a lo menos de su conciencia culpada, que él sabía bien que lo que había fingido era falso, lo cual él afirmaba como cosa muy verdadera, diciendo de esta manera: que aquel mancebo, muy enojado de su madrastra, lo había llamado y díjole que por vengar su injuria había muerto a su hijo de ella, y que le había prometido gran premio porque callase, y porque él dijo que no quería callar, el mancebo le amenazó que lo mataría, y que el dicho mancebo había destemplado con su propia mano la ponzoña, y la había dado al esclavo para que la diese a su hermano; pero él, sospechando que el crimen se descubría, no quiso tomar aquel vino ni darlo al muchacho, y que, en fin, el mancebo con su mano propia se lo había dado. Diciendo estas cosas, que parecían tener imagen de verdad, aquel azotado, fingiendo miedo, acabose la audiencia; lo cual oído por los jueces, ninguno quedó tan justo y tan derecho a la justicia del mancebo que no le pronunciase ser culpado manifiestamente de este crimen, y como a tal lo debían meter en un cuero de lobo y echarlo en el río como a parricida, y como ya las sentencias y votos de todos fuesen iguales y estuviesen firmadas de la mano de cada uno, para echarlos en un cántaro de cobre, según su perpetua costumbre, de donde después de echados los votos no se podían sacar ni convenía mudar cosa alguna, porque la sentencia era pasada en cosa juzgada y no restaba otra cosa sino entregarlo al verdugo para que cumpliese la justicia, uno de aquellos senadores, el más viejo y de mejor conciencia de todos, hombre con mucha autoridad, letrado y médico, puso la mano encima de la boca del cántaro, porque ninguno temerariamente echase su voto dentro, y dijo a todos en esta manera:

Other books

El violín del diablo by Joseph Gelinek
The Orchid Eater by Marc Laidlaw
The suns of Scorpio by Alan Burt Akers
Mona and Other Tales by Reinaldo Arenas
A Bullet Apiece by John Joseph Ryan
Invitation to Ecstasy by Nina Pierce
The Christmas Bride by Heather Graham Pozzessere