Authors: John Norman
—Esto es lo mejor de nuestras salas privadas de remates —dijo Ho-Tu.
Me asomé a una de las salas privadas de la Casa de Cernus. Podía alojar a lo sumo a un centenar de compradores, y los asientos dispuestos en semicírculo eran de mármol. Un hecho interesante: el estrado mismo era redondo y de madera, como exigía la tradición. Sobre la superficie se había esparcido un poco de serrín, otra convención goreana. A propósito, siempre se vende a las esclavas descalzas. Se afirma que para la joven es bueno sentir la madera y el serrín bajo los pies.
Me entristeció un poco mirar el lugar. Sabía que en sitios como ése a veces se realizaban ventas privadas, operaciones discretas para clientes especiales. Muchas veces los traficantes de esclavos, en esos remates privados, realizados en secreto, disponían, sin dejar rastro, de mujeres de la casta alta: a veces incluso habitantes de la propia Ciudad de Ar; quizá mujeres que habían vivido orgullosamente, en el lujo, a poca distancia del edificio donde ahora presenciaban horrorizadas su propia transformación en esclavas.
Avanzamos por un corredor, y nos detuvimos un instante para examinar una espaciosa sala. Allí vi a dos esclavas, ataviadas con la túnica amarilla que Elizabeth solía usar, y arrodilladas una frente a la otra. Una joven dictaba de un pedazo de papel que sostenía en la mano, y la otra copiaba rápidamente en una segunda hoja de papel. La velocidad con la cual se ejecutaba la tarea me indicó que seguramente se usaba cierto tipo de taquigrafía. En otro rincón de la habitación vi a varios hombres libres; supuse que eran Escribas, pese a que estaban desnudos hasta la cintura. Imprimían con una matriz de seda, anchas hojas de papel grueso. Uno de ellos levantó la hoja para examinarla y vi que era un cartel, que podía pegarse en la pared de un edificio público, o en los tableros públicos próximos a los mercados. Anunciaba una venta. Otras hojas, que colgaban de alambres, publicaban la noticia de ciertos juegos y carreras. El denominador común de estos episodios diferentes era la participación de la Casa de Cernus, que proponía la venta o que patrocinaba las carreras o los juegos.
—Esto puede interesarte —dijo Ho-Tu mientras doblaba para entrar por un corredor lateral. Al fondo del corredor había una puerta, y dos guardias estaban apostados. Reconocieron inmediatamente a Ho-Tu, y abrieron la puerta. Me sorprendió mucho ver, un par de metros después de esa puerta, otra que estaba cerrada y que tenía una ventanilla de observación que alguien abrió. Una mujer miró a través de la ventanilla, vio a Ho-Tu y asintió. Oí el movimiento de dos cerrojos de hierro, y pasamos al otro corredor. La puerta volvió a cerrarse detrás. En el corredor nos cruzamos con otra mujer. Ambas usaban túnicas largas blancas, bastante elegantes, y tenían los cabellos recogidos y asegurados con bandas de seda blanca. Ninguna usaba collares de esclava.
—¿Son esclavas? —pregunté a Ho-Tu.
—Por supuesto —dijo.
Vimos a otra mujer. Aún no habíamos visto a ningún hombre en ese corredor.
Ho-Tu entró por un corredor lateral, y de pronto me encontré frente a una enorme ventana de vidrio, de unos cuatro metros de alto y quizá cinco metros de ancho; había una docena de ventanales idénticos a lo largo del corredor.
Detrás del vidrio vi lo que parecía ser un Jardín de Placer. Había diferentes tipos de césped, algunos estanques, varios árboles pequeños, y una serie de fuentes y senderos. Oí música de laúd. Pero retrocedí, porque por uno de los senderos aparecieron dos hermosas jóvenes, vestidas de blanco, los cabellos sujetos con seda blanca; eran muy jóvenes, quizá tenían menos de dieciocho años.
—No temas —dijo Ho-Tu—. No pueden verte.
Examiné el vidrio que nos separaba. Las dos jóvenes se acercaron al vidrio y una de ellas examinó su propia imagen reflejada en el cristal, y volvió a atar la banda de seda que le aseguraba los cabellos.
—Del lado en que ella está —dijo Ho-Tu— hay un espejo.
Me mostré impresionado, aunque por supuesto en la Tierra se conocía ese tipo de espejo.
—Es un invento de los Constructores —dijo Ho-Tu—. Es común en las casas de esclavos, donde a veces necesitamos observar sin ser vistos.
—¿Pueden oírnos?
—No. Podemos oírlas, pero no oyen nuestra conversación.
Las muchachas eran esbeltas, pero tenían algo que me parecía extraño. Cierta sencillez que era casi infantil.
—¿Son esclavas? —pregunté a Ho-Tu.
—Por supuesto —dijo Ho-Tu. Y agregó—: Pero no lo saben.
—No comprendo —insistí.
Ahora podía ver a la joven que tocaba el laúd. Era hermosa, como las otras. Otras dos muchachas yacían al borde del estanque, metían los dedos en el agua y dibujaban círculos.
—Son exóticas —explicó Ho-Tu.
Esa expresión se aplica a un tipo poco usual de esclavos. Los exóticos suelen ser raros.
—¿En qué sentido? —pregunté. Por mi parte, lo exótico nunca me había interesado mucho; del mismo modo que no prestaba atención a ciertas especies de perros y peces que algunos criadores de la Tierra veían como verdaderos triunfos. Lo exótico se obtiene a causa de cierta deformidad que se cree interesante. Por otra parte, el asunto es a veces más sutil y siniestro. Por ejemplo, puede obtenerse una joven cuya saliva sea venenosa; una mujer así, introducida en el Jardín de Placer de un enemigo, puede ser más peligrosa aún que el cuchillo de un Asesino.
Quizá Ho-Tu adivinó mis pensamientos, porque se echó a reír.
—¡No, no! —dijo—. Son hembras comunes pero más bellas que la mayoría.
—Entonces, ¿en qué sentido son exóticas? —repetí.
Ho-Tu me miró y sonrió.
—No conocen a los hombres dijo.
—Es decir, ¿son Seda Blanca? —pregunté.
—Quiero decir que desde que nacieron las criaron en estos jardines. No saben que existen los hombres. Jamás vieron a un hombre.
Ahora comprendí por qué había visto únicamente mujeres en estos cuartos.
Volví la mirada hacia la ventana, hacia las dulces jovencitas que corrían y jugaban juntas al borde del estanque.
—Se las cría en una total ignorancia —dijo Ho-Tu—. Ni siquiera saben que son mujeres.
Escuché la música del laúd y me sentí un tanto perturbado.
—Llevan una vida fácil y agradable —dijo Ho-Tu—. Su única preocupación es atender a sus propios placeres.
—¿Y después? —le pregunté.
—Son muy caras —continuó Ho-Tu—. Por lo general las compra el agente de un Ubar que ha salido victorioso después de una batalla para sus más altos comandantes y se las presenta en el banquete de la victoria. Una vez comprada, los asistentes le suministran un somnífero, se lo añaden en la cena y luego la retiran de los jardines. Se la mantiene inconsciente para revivirla luego, durante el momento culminante del festín del Ubar, y entonces descubre que está desnuda dentro de una jaula repleta de esclavos varones que se coloca entre las mesas.
Volví la mirada hacia las muchachas que estaban detrás del cristal de la ventana.
—A menudo —prosiguió Ho-Tu— enloquecen y a la mañana siguiente las matan. Otras veces buscan a una mujer como las que las atendían y son éstas las que les explican lo que son, es decir mujeres y esclavas, que deben usar collar y servir a los hombres.
—¿Hay otras cosas interesantes en la Casa de Cernus? —pregunté mientras me alejaba.
—Por supuesto —afirmó Ho-Tu con una reverencia y me condujo fuera del sector.
No tardamos mucho en dejar atrás las dos puertas, la una guardada por una de las mujeres de túnica blanca y la otra custodiada por los dos guardias.
En el corredor pasamos al lado de cuatro esclavas desnudas que de rodillas limpiaban los azulejos con esponjas, trapos y cubos. Cerca había un esclavo que tenía una pesada banda de hierro alrededor del cuello, y en la mano derecha un látigo.
—Una habitación interesante —dijo Ho-Tu, que abrió una puerta y me invitó a pasar.
De nuevo me encontré frente a un amplio ventanal de cristal pero esta vez había un solo entrepaño.
—Sí —dijo Ho-Tu—, del otro lado es un espejo.
De nuestro lado había un enrejado metálico, con aberturas rectangulares de unos treinta centímetros de largo y diez centímetros de alto. Supuse que se había instalado el enrejado ante la posibilidad de que alguien intentase romper el espejo. En la habitación, que ahora estaba vacía, vi un armario abierto, algunos baúles llenos de seda, un diván inmenso, y varios almohadones y alfombras, así como una bañera empotrada en el piso, a un costado. Podía haber sido el aposento privado de una dama de la casta alta, aunque en esta casa era un calabozo.
—Se lo utiliza para prisioneros especiales —dijo Ho-Tu—. A veces el propio Cernus se divierte con las mujeres alojadas en este cuarto, y las induce a creer que si lo atienden bien recibirán un trato especial. —Ho-Tu rió—. Después que satisfacen sus caprichos, las envía a las mazmorras.
—¿Y si no ceden? —pregunté.
—En ese caso —dijo Ho-Tu—, las estrangula con la cadena que ostenta el signo de la Casa de Cernus.
Me interné en el interior de la habitación.
—A Cernus —dijo Ho-Tu— no le agrada perder.
—En efecto —dije.
—Cuando usa a una mujer, Cernus acostumbra rodearle el cuello con la cadena.
Lo miré.
—Fomenta la docilidad y el esfuerzo —dijo Ho-Tu.
—Supongo que sí —dije.
—No pareces muy complacido con la Casa de Cernus —observó Ho-Tu.
—¿Y tú, Ho-Tu?
Me miró, sorprendido.
—Me pagan bien —dijo. Después, se encogió de hombros—. Ya viste la mayor parte de la casa. Excepto las áreas de instrucción, las mazmorras, las salas de procesamiento y otros lugares análogos.
—¿Dónde están las mujeres que llegaron anoche a la Cordillera Voltai en el barco negro?
—En las mazmorras —dijo—. Sígueme.
Cuando descendíamos la escalera que lleva a los sectores bajos del cilindro, donde hay varios pisos bajo el nivel del suelo, pasamos frente a la oficina de Caprus. Elizabeth estaba en el corredor y llevaba una brazada de rollos.
Cuando me vio cayó de rodillas e inclinó la cabeza, pero sin que se le cayera ninguno de los rollos.
—Veo que tu instrucción todavía no empezó —dije con voz severa.
La joven no habló.
—Su instrucción —aclaró Ho-Tu— comenzará muy pronto.
—¿Qué estáis esperando? —pregunté.
—Es idea de Cernus —dijo Ho-Tu—. Quiere instruir a un primer grupo reducido de esclavas bárbaras. Esa joven será una de las primeras.
—¿Las muchachas que llegaron anoche? —pregunté.
—Solamente dos de ellas —contestó Ho-Tu—. Las ocho restantes se dividirán en dos grupos más numerosos, que recibirán otro tipo de instrucción.
—He oído decir que las jóvenes bárbaras no aprenden bien.
—Por nuestra parte —aclaró Ho-Tu— creemos que una joven bárbara puede progresar mucho…
—Pero no es probable que se consiga por ellas un buen precio —observé.
—¿Quién sabe qué conseguiremos dentro de unos meses? —preguntó Ho-Tu—. ¿O dentro de un año?
—Si el experimento tiene éxito —comenté—, la Casa de Cernus tendrá la más abundante provisión de muchachas de este tipo.
—Por supuesto —contestó Ho-Tu sonriendo.
—¿Hay varias ya en los calabozos?
—Sí —confirmó Ho-Tu—, y todas las semanas llega un nuevo cargamento.
Elizabeth nos miró, como si las palabras de Ho-Tu la desconcertaran; y después inclinó de nuevo la cabeza.
—¿Cuándo se comenzará con la instrucción? —pregunté.
—Cuando las dos jóvenes elegidas para formar parte del primer grupo se cansen del calabozo y de la comida de las jaulas de hierro.
—¿Las jóvenes sometidas a instrucción no reciben esa comida? —pregunté.
—Las jóvenes sometidas a instrucción reciben comida de mejor calidad, duermen sobre esteras, y más avanzada la instrucción, reciben pieles. Rara vez se las encadena. A veces incluso se les permite salir acompañadas, de modo que la vista de Ar las estimule y complazca.
—¿Oíste eso, pequeña Vella? —pregunté.
—Sí, amo —contestó Elizabeth, sin levantar la cabeza.
—Y además —continuó Ho-Tu—, después de las primeras semanas de instrucción, si han realizado progresos suficientes, se les permite alimentos diferentes.
Elizabeth nos miró, como entusiasmada.
—Incluso puede afirmarse —dijo Ho-Tu— que se las alimenta bien.
Elizabeth sonrió.
—Con el fin de que obtengan mejor precio —agregó Ho-Tu, mirando a Elizabeth.
Elizabeth inclinó aún más la cabeza.
De pronto oímos el decimoquinto toque. Elizabeth me miró.
—Puedes retirarte —dije. Se incorporó de un salto y regresó a la oficina de Caprus, que estaba cerrando uno de los escritorios. La joven devolvió los rollos a los casilleros de un armario, y Caprus cerró la tapa y echó llave al mueble, y después Elizabeth salió deprisa y desapareció por el corredor.
—Si es tan veloz —dijo Ho-Tu sonriendo—, no será la última en llegar al comedero.
Miré a Ho-Tu y sonreí.
Los ojos negros de Ho-Tu buscaron los míos. Se rascó el hombro izquierdo. Permaneció un momento inmóvil, y después sonrió.
—Eres un extraño Asesino —dijo.
—¿Ahora iremos a las mazmorras? —pregunté.
—Han dado el decimoquinto toque. Vayamos a comer. Después te mostraré las mazmorras.
—Muy bien —dije—, vayamos a comer.
En el cuadrilátero de arena esa noche se realizaban varios encuentros. Había una lucha con cuchillos curvos, otra con látigos y otra con manoplas de púas. Una de las esclavas derramó vino, y la ataron a un anillo, la desnudaron y la golpearon. Después los músicos tocaron, y una joven a quien no había visto antes ejecutó una danza, y lo hizo bien. Como antes, Cernus estaba absorto en su partida con Caprus, y ésta se demoro aún más en el tablero, después que sirvieron Paga y Ka-la-na.
—¿Por qué —pregunté a Ho-Tu, cuya confianza me parecía haber conquistado en el transcurso del día— cuando otros beben Ka-la-na y comen carne, pan y miel, tú aceptas únicamente el potaje?
Ho-Tu apartó el plato.
—No tiene importancia —dijo.
—Muy bien.
La cuchara se partió en sus manos y con un gesto irritado depositó los pedazos en el cuenco.
—Discúlpame —le dije.
Me miró asombrado, y sus ojos negros centellearon.
—No tiene importancia —repitió.
Asentí.