Este obstinado e instintivo «Somos tan buenos como usted, por muy Lady Chatterley que usted sea» desconcertaba y confundía enormemente a Connie al principio. La curiosa, suspicaz y falsa amabilidad con que las mujeres de los mineros respondían a sus intentos de contacto; aquel curiosamente ofensivo matiz de «¡Cielos! ¡Ahora soy alguien, puesto que Lady Chatterley se digna dirigirme la palabra! ¡Pero que no se crea que yo soy menos que ella!», que siempre oía como una vibración en las voces semiaduladoras de las mujeres, era insoportable. No había manera de ignorarlo. Demostraba una desesperante y ofensiva rebeldía.
Clifford les ignoraba y ella aprendió a hacer lo mismo: pasaba sin mirarles y ellos la miraban como si fuera una figura de cera en movimiento. Cuando tenía que hablar con ellos, Clifford era más bien altivo y adoptaba un tono de desprecio; no valía la pena seguir siendo amable. En realidad y en general se mostraba con un cierto engreimiento y desprecio ante cualquiera que no fuera de su clase. Permanecía en su terreno, sin ningún intento de conciliación. Y la gente ni le quería ni dejaba de quererle: era parte de las cosas, como la mina o como Wragby mismo.
Pero en realidad Clifford era extremadamente tímido y susceptible ahora que estaba impedido. Le disgustaba ver a cualquiera, a excepción de los criados personales, puesto que tenía que permanecer sentado en una silla de ruedas o en una especie de moto de inválido. En cualquier caso seguía vistiendo con el mismo cuidado la ropa confeccionada por sastres caros y llevaba las distinguidas corbatas de Bond Street como antes; de arriba abajo mantenía la misma elegancia y distinción de siempre. Nunca había sido uno de esos jóvenes modernos afeminados: era incluso más bien campestre, con su cara curtida y sus anchos hombros. Pero su voz, muy suave e insegura, y sus ojos, al mismo tiempo asustadizos y audaces, llenos de seguridad e indecisos, revelaban su naturaleza. Su comportamiento era a menudo ofensivamente engreído, para volver a ser luego modesto y comedido, casi tembloroso.
Connie y él estaban unidos a la distante manera moderna. Había llegado a herirle demasiado el tremendo golpe de su invalidez para poder ser abierto y chispeante. Era una cosa lesionada. Y como tal, Connie permanecía apasionadamente a su lado.
Pero ella no podía evitar sentir que estuviera tan aislado de la gente. Los mineros, en un sentido, le pertenecían; pero él los veía como objetos, más que como seres humanos; parte de la mina, más que parte de la vida; descarnados fenómenos naturales, más que hombres semejantes a él. En cierto sentido le daban miedo; no podía soportar que le miraran ahora que estaba paralítico. Y su extraña y dura vida le parecía tan innatural como la de los erizos.
Sentía un remoto interés, pero como un hombre que mirara por un microscopio o un telescopio. No estaba en contacto. No tenía una conexión real con nadie, excepto, por tradición, con Wragby y, a través del fuerte lazo de la defensa familiar, con Emma. Fuera de eso nada le afectaba realmente. Connie se daba cuenta de que ella misma no le afectaba realmente, no de verdad: quizás no había en él nada que pudiera conmoverse; simplemente una negación del contacto humano.
Sin embargo, dependía absolutamente de ella, la necesitaba en todo momento. A pesar de su fortaleza y estatura, era un ser indefenso. Podía moverse en una silla de ruedas y tenía su silla motorizada con la que podía recorrer lentamente el parque. Pero cuando se quedaba solo era como un objeto abandonado. Necesitaba que Connie estuviera allí para tener la seguridad de existir.
Aun así era ambicioso. Había empezado a escribir narraciones; historias curiosas y muy personales sobre gente que había conocido; ingeniosas, malintencionadas y, sin embargo, de forma un tanto misteriosa, sin sentido. Sus dotes de observación eran extraordinarias y personales. Pero no tenían garra, no había contacto real. Era como si todo se desarrollara en el vacío. Aunque, dado que el terreno de la vida es hoy un escenario iluminado artificialmente, los cuentos tenían una curiosa fidelidad a la vida moderna, a la psicología moderna más bien.
Clifford era morbosamente sensible cuando se trataba de estos cuentos. Quería que a todo el mundo le parecieran buenos, de lo mejor, non plus ultra. Se publicaban en las revistas más modernas y eran alabados o criticados como de costumbre. Pero para Clifford las críticas negativas eran una tortura, como cuchillos clavados en sus entrañas. Era como si todo su ser estuviera en sus cuentos.
Connie le ayudaba todo lo que podía. Al principio era apasionante. Él lo consultaba todo con ella de forma monótona, insistente, constante, y ella tenía que responder con toda su capacidad. Era como si todo su cuerpo, su alma y su sexo despertaran y pasaran a sus cuentos. Aquello la emocionaba y la absorbía.
Vida física apenas la vivían. Ella tenía que supervisar los asuntos de la casa. Pero el ama de llaves había servido a Sir Geoffrey durante muchos años, y aquel ser —apenas podría llamársele doncella, ni siquiera mujer—, seco, sin edad definida, absolutamente correcto, que servía la mesa había estado en la casa durante cuarenta años. Ni siquiera las muchachas de la limpieza eran jóvenes. ¡Era horrible! ¡Qué podía hacerse en un sitio así, excepto dejarlo como estaba! ¡Todas aquellas habitaciones infinitas que nadie usaba, toda aquella rutina de los Midlands, la limpieza mecánica y el orden mecánico! Clifford había insistido en contratar una nueva cocinera, una mujer de experiencia que le había servido en su piso de soltero en Londres. Por lo demás, la anarquía mecánica parecía presidir las cosas. Todo funcionaba dentro de un orden, con una estricta limpieza y una puntualidad estricta; incluso con una estricta honestidad. Y, sin embargo, para Connie era todo una anarquía metódica. Ningún calor, ningún sentimiento proporcionaban un nexo orgánico. La casa tenía el mismo aspecto desolado que una calle por donde no pasa nadie.
¿Qué otra cosa podía hacer más que dejar las cosas como estaban? Así que lo dejó todo como estaba. La señorita Chatterley venía a veces, con su cara fina, aristocrática, y saboreaba el triunfo al ver que todo seguía igual. Nunca le perdonaría a Connie haberla apartado de su unión espiritual con su hermano. Era ella, Emma, quien debería estarle ayudando a sacar adelante aquellas historias, aquellos libros; las narraciones de los Chatterley, algo nuevo en el mundo, algo que ellos, los Chatterley, habían creado. No existía ningún otro tipo de baremo. No había ninguna relación orgánica con el pensamiento ni la expresividad de hasta entonces. Algo nuevo había nacido a la luz del mundo: los libros Chatterley, absolutamente personales.
El padre de Connie, en sus fugaces visitas a Wragby, le decía en privado a su hija:
—En cuanto a lo que escribe Clifford, es ingenioso, pero no tiene nada dentro. No aguantará el paso del tiempo…
Connie miraba al fornido caballero escocés que había sabido arreglarse tan bien en la vida, y sus ojos, sus siempre asombrados grandes ojos azules, adquirían un matiz de ambigüedad. ¡Nada dentro! ¿Qué quería decir con nada dentro? Si los críticos le alababan, y el nombre de Clifford era casi famoso y hasta ganaba dinero…, ¿qué quería decir su padre con que no había nada dentro de las obras de Clifford? ¿Qué otra cosa podía haber?
Porque Connie había adoptado la forma de valorar de los jóvenes: lo del momento lo era todo. Y los momentos se sucedían sin estar necesariamente relacionados entre sí.
Era su segundo invierno en Wragby cuando su padre le dijo:
—Espero, Connie, que no dejarás que las circunstancias te conviertan en una
demi-vierge
.
—¡Una
demi-vierge
! —replicó Connie vagamente—. ¿Por qué? ¿Por qué no?
—A no ser que te guste, desde luego —dijo su padre precipitadamente.
A Clifford le dijo lo mismo cuando ambos se vieron a solas:
—Me temo que no vaya mucho con Connie convertirse en una demi-vierge.
—¡Una semi-virgen! —contestó Clifford, traduciendo la expresión para estar seguro.
Lo pensó un instante, luego se puso muy rojo. Estaba enfadado y ofendido.
—¿En qué sentido no va mucho con ella? —preguntó fríamente.
—Se está poniendo delgada…, angular. No es su estilo. Ella no es el tipo de mocosa menudita como un jurel, es una jugosa trucha escocesa llena de carne.
—¡Sin pintas, desde luego! —dijo Clifford.
Más tarde quería decirle algo a Connie sobre el asunto de la semi-virgen… y en qué situación se encontraba. Pero no pudo decidirse a hacerlo. Vivía al mismo tiempo en una relación demasiado íntima con ella y no lo suficientemente íntima. Espiritualmente él y ella, eran una sola cosa, pero corporalmente eran extraños y ninguno podía soportar la idea de sacar a la luz el
corpus delicti
. Tan íntima y al mismo tiempo tan distante era su relación.
Connie adivinó, sin embargo, que su padre había dicho algo y que ese algo daba vueltas en la cabeza de Clifford. Sabía que a él no le importaba que fuera una semi-virgen o una semi-fulana, siempre que no tuviera que enterarse ni nadie se lo hiciera ver. Ojos que no ven, corazón que no siente.
Connie y Clifford llevaban ahora casi dos años en Wragby, viviendo su difuminada vida de concentración en Clifford y su trabajo. Sus intereses no habían dejado de confluir en sus obras. Hablaban y forcejeaban sobre las congojas de la composición literaria, y sentían como si estuviera sucediendo algo, sucediendo realmente, realmente en el vacío.
Y hasta el presente era una vida… en el vacío. Por lo demás era una no-existencia. Wragby estaba allí, allí estaban los sirvientes…, pero de un modo espectral, sin existencia efectiva. Connie daba paseos por el parque y por el bosque que rodeaba al parque, disfrutaba de la soledad y del misterio, pisando las hojas muertas en otoño y cogiendo prímulas en primavera. Pero todo era un sueño, o más bien, un simulacro de realidad. Las hojas de roble eran para ella como hojas de roble deformadas por un espejo, ella misma era un personaje leído por alguien, recogiendo prímulas que no eran más que sombras, o recuerdos, o palabras. ¡Sin sustancia para ella, sin nada…; sin presencia, sin contacto! Sólo existía aquella vida con Clifford, aquel interminable entramado de historias, aquel puntillismo de la consciencia, aquellos cuentos de los que Sir Malcolm decía que estaban vacíos y que no pervivirían. ¿Por qué habían de tener un contenido, por qué habrían de pervivir? A cada día le basta con su propia insuficiencia. A cada momento le basta con la apariencia de realidad.
Clifford tenía no pocos amigos, conocidos más bien, y los invitaba a Wragby. Invitaba a todo tipo de gente, críticos y escritores, gente que ayudaría a alabar sus libros. Y se sentían halagados por la invitación a Wragby y los alababan. Connie lo comprendía todo perfectamente. Pero ¿por qué no? Aquélla era una de las figuras borrosas del espejo. ¿Qué había de malo en ello?
Ella era la anfitriona de aquella gente…; casi todos hombres. Era también anfitriona de las escasas amistades aristocráticas de Clifford. Siendo una muchacha dulce, colorada, campestre, con tendencia a las pecas, de grandes ojos azules y pelo castaño ondulado, con una voz suave y potentes caderas de mujer, la consideraban «femenina» y un poco pasada de moda. No era el «tipo de mocosa menudita como un pez», como un muchacho, con el pecho plano como un chico y el culo estrecho. Era demasiado femenina para estar bien.
Así que los hombres, en especial los que ya no eran tan jóvenes, eran muy atentos con ella. Pero sabiendo la tortura que significaría para Clifford la menor señal de coqueteo por su parte, no les daba pie en absoluto. Permanecía callada y ausente, no tenía contacto con ellos ni trataba de tenerlo. Clifford estaba extraordinariamente orgulloso de sí mismo.
Los parientes de Clifford la trataban con amabilidad. Ella se daba cuenta de que su amabilidad significaba que no la temían y de que aquella gente no sentía ningún respeto por uno a no ser que uno les diera un cierto miedo. Pero también en esto faltaba el contacto. Les dejaba ser amables y desdeñosos, les dejaba sentir que no había necesidad de desenvainar el acero y ponerse en guardia. No tenía ninguna relación real con ellos.
El tiempo transcurría. Sucediera lo que sucediera, no pasaba nada, porque ella permanecía tan deliciosamente fuera de contacto con todo. Ella y Clifford vivían en las ideas de ambos y en los libros de él. Ella recibía… Siempre había gente en la casa. El tiempo seguía su curso a la manera del reloj, las ocho y media en lugar de las siete y media.
Connie era consciente, sin embargo, de un creciente desasosiego. A causa de su falta de relación, una inquietud se iba apoderando de ella como una locura. Crispaba sus miembros aunque ella no quisiera moverlos, sacudía su espina dorsal cuando ella no quería incorporarse, sino que prefería descansar confortablemente. Se removía dentro de su cuerpo, en su vientre, en algún lado, hasta que se veía obligada a saltar al agua y nadar para librarse de ello. Hacía latir agitadamente su corazón sin motivo. Y estaba adelgazando.
Era simple inquietud. A veces salía corriendo a través del parque, abandonaba a Clifford y se tumbaba entre los helechos. Para escapar de la casa… Tenía que escapar de la casa y de todo el mundo. El bosque era su único refugio, su santuario.
Pero no era realmente un refugio, un santuario, porque no tenía relación real con él. Era simplemente un lugar donde podía escapar de lo demás. Nunca llegó a captar el espíritu mismo del bosque…, si es que existía una tontería semejante.
Vagamente sabía que se estaba destrozando de alguna manera. Vagamente sabía que había perdido el contacto: el hilo que la unía al mundo real y vital. ¡Sólo Clifford y sus libros, que no existían…, que no tenían nada dentro! Vacío en el vacío. Lo sabía vagamente. Pero era como darse de cabeza contra una roca.
Su padre volvió a advertirle:
—¿Por qué no te buscas un muchacho, Connie? Es lo mejor que podrías hacer.
Aquel invierno les visitó Michaelis durante algunos días. Era un joven irlandés que había hecho ya una gran fortuna en América con sus obras de teatro. Durante un tiempo había sido acogido con entusiasmo por la buena sociedad de Londres, porque escribía sobre la buena sociedad. Luego, gradualmente, la buena sociedad se dio cuenta de que había sido ridiculizada por una miserable rata de alcantarilla de Dublín y vino el rechazo. Michaelis era lo más bajo de la grosería y la zafiedad. Se descubrió que era anti-inglés, y para la clase que había efectuado este descubrimiento aquello era peor que el peor crimen. Lo descuartizaron y arrojaron sus restos al cubo de la basura.