El amante de Lady Chatterley (2 page)

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Authors: D. H. Lawrence

Tags: #Erótico

BOOK: El amante de Lady Chatterley
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En el impulso sexual efectivo, dentro del cuerpo, las hermanas estuvieron a punto de sucumbir al extraño poder del macho. Pero la recuperación fue rápida: aceptaron el impulso sexual como una sensación y siguieron siendo libres. Mientras los hombres, agradecidos por la experiencia sexual, entregaron sus almas a la mujer. Y más tarde parecían como quien ha perdido diez duros para encontrar cinco. El chico de Connie podía parecer un poco retraído y el de Hilda algo sarcástico. ¡Pero así son los hombres! Ingratos y constantemente insatisfechos. Cuando no quieres saber nada de ellos te odian porque no quieres, y cuando quieres te odian por alguna otra razón. O sin razón ninguna, excepto que son niños enfadados, y no hay manera de contentarlos con nada, haga una mujer lo que haga.

Sin embargo, estalló la guerra; Hilda y Connie fueron facturadas a casa de nuevo, después de haber estado allí ya en mayo para el funeral de su madre. Antes de las navidades de 1914 sus dos jóvenes alemanes habían muerto: aquello hizo llorar a las hermanas y amar a los jóvenes apasionadamente, pero poco después les olvidaron. Ya no existían.

Las dos hermanas vivían en la casa de Kensington de su padre, realmente de su madre, y salían con el joven grupo de Cambridge, el grupo que defendía la «libertad», los pantalones de franela, las camisas de franela con el cuello abierto, una selecta especie de anarquía sentimental, un tipo de voz suave y susurrante y una especie de modales ultrasensibles. Sin embargo, Hilda se casó repentinamente con un hombre diez años mayor que ella, un miembro mayor del mismo grupo de Cambridge, un hombre con no poco dinero y un cómodo empleo hereditario en el gobierno: que además escribía ensayos filosóficos. Pasó a vivir con él en una casa poco amplia de Westminster y entró en esa buena sociedad de gente del gobierno que no está a la cabeza, pero que son, o pudieran ser, el verdadero poder oculto de la nación: gente que sabe de qué habla, o habla como si lo supiera.

Connie realizaba una forma atemperada de trabajo bélico y andaba con los intransigentes de Cambridge, de pantalón de franela que se reían moderadamente de todo, por el momento. Su «amigo» era un tal Clifford Chatterley, un joven de veintidós años, que había vuelto a toda prisa de Bonn, donde estudiaba los tecnicismos de la minería del carbón. Antes había pasado dos años en Cambridge. Actualmente era teniente en un regimiento fino, porque resultaba más elegante burlarse de todo en uniforme.

Clifford Chatterley era más «clase alta» que Connie. Connie era «intelectualidad» de buena posición, pero él era «aristocracia». No de la grande, pero lo era. Su padre era un baronet, y su madre había sido hija de un vizconde.

Pero, mientras Clifford era de más alta cuna que Connie y más «sociedad», resultaba, a su manera, más provinciano y más tímido. Se encontraba a gusto en el pequeño «gran mundo», es decir, entre la aristocracia con tierras, pero se comportaba de manera retraída y nerviosa en ese otro amplio mundo compuesto por las vastas hordas de las clases medias y bajas y los extranjeros. Si ha de decirse la verdad, le asustaba un poco la humanidad de las clases medias y bajas y le asustaban los extranjeros que no eran de su clase. Era, de alguna forma paralizante, consciente de su falta de defensas, a pesar de que había disfrutado de todas las defensas de los privilegios. Cosa curiosa, pero fenómeno de nuestros días.

De aquí que la velada seguridad peculiar de una chica como Constance Reid le fascinara. Ella era mucho más dueña de sí en aquel mundo exterior de caos que él de sí mismo.

Aun así también él era un rebelde: rebelándose incluso contra su clase. O quizá rebelde sean palabras mayores; demasiado mayores. Estaba simplemente atrapado en el rechazo popular y general de los jóvenes frente a cualquier convencionalismo y cualquier clase de autoridad real. Los padres eran absurdos; el suyo, tan obstinado, el que más. Y los gobiernos eran absurdos; especialmente el nuestro, de siempre esperar a ver qué pasa. Y los ejércitos eran absurdos, y los carcamales de los generales más aún, especialmente el abotargado de Kitchener. Incluso la guerra era absurda, aunque con la ventaja de que mataba a no poca gente.

En realidad todo era algo absurdo, o muy absurdo: desde luego todo lo relacionado con la autoridad, fuera ejército, gobierno o universidades, era absurdo y no poco. Y en la medida en que la clase gobernante tenía cualquier pretensión de gobernar, era también absurda. Sir Geoffrey, el padre de Clifford, era intensamente absurdo, talando sus árboles y escardando hombres de su mina de carbón para echarlos al fogón de la guerra; y él mismo, tan asentado y patriótico; gastando además en su país más dinero del que tenía.

Cuando la señorita Chatterley —Emma— vino de los Midlands a Londres para algo de enfermera, hacía, de forma sutil, bromas constantes sobre Sir Geoffrey y su decidido patriotismo. Herbert, el hermano mayor y heredero, se reía abiertamente a pesar de que eran sus árboles los que se estaban cortando para las tropas francesas. Pero Clifford simplemente apuntaba una sonrisa incómoda. Todo era absurdo, es verdad. Pero ¿y si se iba demasiado lejos y uno también llegaba a ser absurdo...? Por lo menos la gente de otra clase, como Connie, tomaba en serio algo. Creía en algo.

Tomaban en serio a los soldados y a la amenaza del alistamiento forzoso y la escasez de azúcar y caramelos para los niños. De todas estas cosas, desde luego, las autoridades tenían absurdamente la culpa. Pero Clifford no podía tomar esto en serio. Para él las autoridades eran ridículas ab ovo, no por el caramelo o los soldados.

Y las autoridades se sentían absurdas y se comportaban de forma un tanto absurda, y todo era momentáneamente como el cumpleaños del tonto del pueblo. Hasta que las cosas fueron allí a más, y Lloyd George vino a salvar la situación. Esto llegó a superar incluso el absurdo; el joven rebelde dejó de reírse.

En 1916 Herbert Chatterley murió en la guerra, así que Clifford se convirtió en heredero. Incluso esto le aterrorizaba. Su importancia como hijo de Sir Geoffrey, y criatura de Wragby, le había llegado tan a la raíz que nunca escaparía de ello. Y, sin embargo, sabía que también esto, a los ojos del vasto mundo en ebullición, era absurdo. Heredero ahora, y responsable de Wragby. ¿No era horrible y espléndido y al mismo tiempo, quizás, puramente sin sentido?

Sir Geoffrey no tenía sitio para el absurdo. Estaba pálido, en tensión, remetido en sí y obstinadamente decidido a salvar a su país y su propia posición, fuera con Lloyd George o cualquier otro. Tan desconectado estaba, tan divorciado de la Inglaterra que era realmente Inglaterra, tan extremadamente incapaz, que incluso tenía buena opinión de Horatio Bottomley. Sir Geoffery defendía a Inglaterra y a Lloyd George como sus antepasados habían defendido a Inglaterra y a San Jorge: y nunca supo darse cuenta de la diferencia. Así que Sir Geoffrey talaba los árboles y defendía a Inglaterra y Lloyd George, Lloyd George e Inglaterra.

Y quería que Clifford se casara y tuviera un heredero. Clifford creía que su padre era un anacronismo sin remedio. ¿Pero, en qué estaba él ni un centímetro más adelantado, excepto en un impaciente sentido de lo absurdo de todo y del supremo absurdo de su propia posición? Porque, quieras o no, tomó a su título y a Wragby con la mayor seriedad.

La divertida exaltación ya no estaba presente en la guerra..., había muerto. Demasiada muerte y horror. Un hombre necesitaba apoyo y consuelo. Un hombre necesitaba tener un ancla en el mundo de la seguridad. Un hombre necesitaba una esposa.

Los Chatterley, dos hermanos y una hermana, habían vivido curiosamente aislados, encerrados uno con otro en Wragby, a pesar de todas sus relaciones sociales. Un sentido de aislamiento intensificaba el lazo familiar, un sentido de la debilidad de su posición, un sentido de inermidad, a pesar de, o a causa de, la tierra y el título. Estaban al margen de aquellos Midlands industriales en los que pasaban sus vidas. Y estaban al margen de su propia clase a causa de la naturaleza retraída, obstinada y taciturna de Sir Geoffrey, su padre, de quien se burlaban pero al que estaban tan apegados.

Los tres habían dicho que siempre vivirían todos juntos. Pero ahora Herbert había muerto y Sir Geoffrey quería que Clifford se casara. Sir Geoffrey apenas lo mencionaba: hablaba muy poco. Pero su insistencia muda y taciturna en que así fuera hacía difícil la resistencia de Clifford.

¡Pero Emma dijo NO! Era diez años mayor que Clifford y para ella su matrimonio sería una deserción y una traición a lo que habían defendido los jóvenes de la familia.

Clifford se casó con Connie a pesar de todo y pasó un mes de luna de miel con ella. Era el terrible año de 1917 y estaban tan unidos como dos personas juntas sobre un barco que se hunde. Él era virgen al casarse: y la parte sexual no significaba mucho para él. Se entendían muy bien, él y ella, aparte de esto. Y a Connie le encantaba moderadamente aquella intimidad que estaba más allá del sexo, más allá de la «satisfacción» de un hombre. En todo caso, Clifford no buscaba simplemente su «satisfacción», como parecía suceder con tantos hombres. No, la intimidad era más profunda, más personal que eso. Y el sexo era simplemente un accidente, o un anexo, uno de los procesos orgánicos curiosamente caducos que persistían en su propia chabacanería, pero que no eran realmente necesarios. Connie, sin embargo, quería tener hijos: aunque sólo fuera para fortalecer su posición frente a su cuñada Emma.

Pero a principios de 1918 enviaron a Clifford destrozado a la patria, y no hubo hijo. Y Sir Geoffrey murió de desazón.

CAPITULO 2

Connie y Clifford se instalaron en Wragby en el otoño de 1920. La señorita Chatterley, disgustada aún por la deserción de su hermano, se había ido y vivía en un pequeño piso en Londres.

Wragby era una antigua construcción alargada de piedra parda, comenzada hacia mediados del siglo XVIII y con añadidos posteriores, hasta haber llegado a convertirse en una especie de conejera sin mucha distinción. Estaba situada sobre una elevación en un apreciable parque de viejos robles; pero, ¡ay!, no lejos de allí podía verse la chimenea del pozo de Tevershall, con sus nubes de humo y vapor, y, sobre la húmeda y neblinosa distancia de la colina, el burdo amasijo del pueblo de Tevershall, un pueblo que comenzaba casi a las puertas del parque y se arrastraba en una fealdad sin remedio a lo largo de una extensa y horrorosa milla: casas, filas de casas de ladrillo, miserables, pequeñas, tristes, con techos de pizarra negra como tapadera, ángulos agudos y una deliberada y vacía falta de solaz.

Connie estaba acostumbrada a Kesington, o a las colinas de Escocia, o a las vegas de Sussex: aquella era su Inglaterra. Con el estoicismo de la juventud, comprendió de una mirada la desalmada frialdad de los Midlands con su minería del hierro y del carbón, y le aplicó su justo valor: algo increíble en lo que no había que pensar. Desde las deprimentes habitaciones de Wragby oía el ronroneo de las cribas de la mina, el chirrido de la cabria, el clac-clac de las vías de maniobra y el ronco y apagado silbido de las locomotoras mineras. La escombrera de Teverhall estaba ardiendo, había estado ardiendo durante años y costaría millones apagarla. Así que tenía que seguir ardiendo. Y cuando el viento soplaba de allí, cosa frecuente, la casa se llenaba de la peste de aquella combustión sulfurosa del excremento de la tierra. Pero incluso en los días sin viento el aire olía siempre a algo subterráneo: sulfuro, hierro, carbón o ácido. E incluso sobre las rosas de navidad las motas se asentaban de forma persistente, increíble, como un maná negro de los cielos de la fatalidad.

Bueno, allí estaba: ¡inevitable como el resto de las cosas! Era un tanto horrible, pero ¿por qué romperse la cabeza? No podía borrarse de un plumazo. Todo seguía allí. ¡La vida, como lo demás! Por la noche, sobre el bajo techo oscuro de nubes, los manchones rojos ardían temblorosos, jaspeantes, alargándose y contrayéndose como quemaduras dolorosas. Eran los hornos. Al principio fascinaban a Connie con una especie de horror; se sentía vivir bajo la tierra. Luego se acostumbró a ellos. Y por la mañana llovía.

Clifford decía que Wragby le gustaba más que Londres. Aquella comarca tenía una personalidad propia y salvaje y la gente tenía huevos. Connie se preguntaba qué otra cosa tendrían: desde luego ni ojos ni cerebros. Eran tan silvestres, informes e incoloros como el paisaje, e igual de huraños. Sólo que había algo en su confuso chapurreo del dialecto y en el chapoteo de sus botas claveteadas sobre el asfalto cuando, en bandas, volvían a casa del trabajo, que era terrible y un tanto misterioso.

No se había dado ninguna fiesta de bienvenida para el joven caballero, ninguna celebración, ninguna recepción, ni siquiera una flor. Sólo un húmedo viaje en coche por un camino oscuro y encharcado, entre un túnel de árboles melancólicos hasta salir a la pendiente del parque, donde pastaban ovejas grises y mojadas, y luego la cumbre donde la casa desplegaba su oscura fachada parda y el ama de llaves y su marido parecían flotar como inquilinos inseguros sobre la faz de la tierra, dispuestos a recitar entre dientes alguna fórmula de bienvenida.

No había comunicación entre Wragby Hall y el pueblo de Tevershall, ninguna. Ni una mano al ala del sombrero, ni un gesto de cortesía. Los mineros miraban simplemente; los tenderos alzaban la gorra ante Connie como si fuera una conocida y hacían un imperfecto gesto de cabeza hacia Clifford; eso era todo. Un abismo sin puente, y una especie de silencioso resentimiento por ambas partes. Al principio la constante llovizna de resentimiento que venía del pueblo hacía sufrir a Connie. Luego se endureció y aquello se convirtió en una especie de tónico, algo que daba sentido a la vida. No era que ella y Clifford estuviesen mal vistos, simplemente pertenecían a una especie que no tenía nada que ver con la de los mineros. Golfo infranqueable, abismo insondable, tal como no exista quizás al sur del Trent. Pero en los Midlands y en el norte industrial existía un golfo infranqueable a través del cual no podía establecerse ninguna comunicación. ¡Quédate en tu lado y yo me quedaré en el mío! Una extraña negación del sentir común de la humanidad.

Y, sin embargo, el pueblo simpatizaba con Clifford y Connie en abstracto. Pero en la vida diaria era «¡Déjame en paz!» por ambos lados.

El rector era un hombre agradable de unos sesenta años que sólo vivía para su oficio y casi reducido personalmente a la inexistencia por el mudo «¡Déjame en paz!» del pueblo. Las mujeres de los mineros eran casi todas metodistas. Los mineros no eran nada. Pero lo poco de uniforme oficial que llevaba el sacerdote era suficiente para ocultar por completo el hecho de que se trataba de un hombre como cualquier otro. No, era el señor Ashby una especie de institución automática de rezos y sermones.

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