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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El Aliento de los Dioses (20 page)

BOOK: El Aliento de los Dioses
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Capítulo 14

—Está lloviendo —observó Sondeluz.

—Muy astuto, divina gracia —dijo Llarimar, que caminaba junto a su dios.

—No me gusta la lluvia.

—Lo decís con frecuencia.

—Soy un dios. ¿No debería tener poder sobre el clima? ¿Cómo puede llover si yo no quiero?

—Ahora mismo hay veinticinco dioses en la corte, divina gracia. Tal vez sean más los que desean que haya lluvia que los que no.

La túnica rojo y oro de Sondeluz se agitaba a su paso. La hierba estaba fresca y húmeda bajo sus pies, pero un grupo de criados llevaba un amplio dosel. La lluvia caía suavemente sobre la tela. En T'Telir, los chaparrones eran comunes, pero nunca muy fuertes.

A Sondeluz le habría gustado ver una tormenta de verdad, como las que, según decía la gente, se desataban en las junglas.

—Entonces haré una votación —dijo—. Con los otros dioses. A ver cuántos de ellos querían que lloviera hoy.

—Si así lo queréis, divina gracia. No demostrará gran cosa.

—Demostrará de quién es la culpa. Y… si resulta que la mayoría de nosotros quiere que deje de llover, tal vez se inicie una crisis teológica.

Llarimar no parecía molesto por la idea de un dios que trataba de socavar su propia religión.

—Divina gracia —dijo—, os aseguro que nuestra doctrina es bastante sana.

—¿Y si los dioses no quieren que llueva, pero sigue haciéndolo?

—¿Os gustaría que hiciera sol todo el tiempo, divina gracia?

Sondeluz se encogió de hombros.

—Claro.

—¿Y los granjeros? Sin la lluvia, sus cosechas se estropearían.

—Puede llover sobre las cosechas —dijo Sondeluz—, no en la ciudad. Unas cuantas pautas climatológicas selectivas no deberían ser algo difícil para un dios.

—La gente necesita agua para beber, divina gracia. Es necesario limpiar las calles. ¿Y las plantas de la ciudad? Los hermosos árboles… incluso esta hierba sobre la que os gusta caminar, morirían si no lloviera.

—Bueno. Yo podría desear que siguieran viviendo.

—Y eso es lo que hacéis, divina gracia. Vuestra alma sabe que la lluvia es lo mejor para la ciudad, y por eso llueve. A pesar de lo que piense vuestra conciencia.

Sondeluz frunció el ceño.

—Con ese argumento, podrías decir que cualquiera es un dios, Llarimar.

—Cualquiera no regresa de la muerte. Ni tiene el poder de curar a los enfermos, y desde luego tampoco vuestra habilidad de ver el futuro.

«Buenos argumentos», pensó Sondeluz mientras se acercaban al anfiteatro. La gran estructura circular se encontraba al fondo de la Corte de los Dioses, fuera del anillo de palacios que rodeaba el patio. El séquito entró, sujetando todavía el dosel rojo por encima del dios, y se internaron en el patio cubierto de arena. Luego subieron por una rampa hasta la zona de asientos.

El anfiteatro tenía cuatro filas de asientos para la gente corriente, bancos de piedra que alojaban a los ciudadanos de T'Telir que eran favorecidos, afortunados o lo bastante ricos para entrar en la sesión de la asamblea. Las zonas superiores estaban reservadas para los Retornados. Aquí, lo bastante cerca para oír lo que se decía en el ruedo de arena, pero lo bastante lejos para permanecer apartados, se hallaban los palcos. Tallados en piedra, con adornos, eran bastante grandes para dar cabida al séquito entero de un dios.

Sondeluz vio que varios de sus pares habían llegado ya, identificados por los doseles de colores que asomaban por encima de los palcos. Bendicevidas estaba allí, igual que Mercestrella. Pasaron junto al palco vacío reservado habitualmente para Sondeluz y rodearon el anillo y se acercaron a un palco rematado por un pabellón verde. Encendedora estaba allí. Su vestido verde y plata era espléndido y revelador, como siempre. A pesar de su rico corte y su bordado, era poco más que una larga tela con algunos lazos y un agujero en el centro para su cabeza. Eso lo dejaba completamente abierto por ambos lados desde los hombros hasta las pantorrillas, y los muslos de la diosa asomaban lujuriosamente a cada lado. Se incorporó en su asiento, sonriendo.

Sondeluz inspiró profundamente. Encendedora siempre lo trataba con amabilidad y desde luego tenía una alta opinión de él, pero estando con ella le parecía que tenía que estar en guardia en todo momento. Una mujer como aquella podía hacer lo que quisiera con un hombre.

Podía atraparlo y no soltarlo nunca.

—Sondeluz, querido —dijo, sonriendo más ampliamente mientras los criados del dios avanzaban y emplazaban su sillón, el reposapiés, y una mesita.

—Mis respetos, bella Encendedora. Mi sumo sacerdote me dice que tienes la culpa de este tiempo asqueroso.

Ella alzó una ceja, y a un lado, de pie junto con los otros sacerdotes, Llarimar se ruborizó.

—A mí me gusta la lluvia —dijo por fin, volviendo a repantigarse en su diván—. Es… diferente. Me gusta que las cosas sean diferentes.

—Entonces debo aburrirte terriblemente, querida —dijo Sondeluz, sentándose y cogiendo un puñado de uvas, ya peladas del cuenco que había en la mesita.

—¿Aburrirme?

—No vivo para otra cosa sino la mediocridad, y la mediocridad rara vez es diferente. De hecho, debería decir que está muy de moda en la corte hoy en día.

—No deberías decir esas cosas. La gente podría empezar a creerte.

—Me malinterpretas. Por eso las digo. Pienso que si no puedo hacer milagros divinos como controlar el clima, entonces bien podría contentarme con el milagro menor de ser quien dice la verdad.

—Hmm —replicó ella, desperezándose, agitando la punta de sus dedos mientras suspiraba feliz—. Nuestros sacerdotes dicen que el propósito de los dioses no es jugar con el tiempo ni prevenir desastres, sino proporcionar visiones y servir al pueblo. Tal vez esta actitud tuya no sea el mejor modo de velar por sus intereses.

—Tienes razón, por supuesto. Acabo de tener una revelación. La mediocridad no es el mejor modo de servir a nuestro pueblo.

—¿Cuál es, entonces?

—Medio hechos sobre un fondo de medallones de patatas dulces —dijo él, llevándose una uva a la boca—. Con una leve capa de ajo y una ligera salsa de vino blanco.

—Eres incorregible —sonrió ella, terminando de desperezarse.

—Soy lo que el universo me hizo ser, querida.

—¿Te inclinas entonces ante los caprichos del universo?

—¿Qué más podría hacer?

—Combatirlo —dijo Encendedora. Entornó los ojos, y como ausente extendió una mano para coger una uva de la mano de Sondeluz—. Combatirlo con todo, obligar al universo a inclinarse ante ti.

—Es un enfoque muy estimulante. Pero creo que el universo y yo pertenecemos a categorías de peso ligeramente distintas.

—Creo que te equivocas.

—¿Estás diciendo que estoy gordo?

Ella lo miró con frialdad.

—Estoy diciendo que no tienes que ser tan humilde, Sondeluz. Eres un dios.

—Un dios que ni siquiera puede hacer que deje de llover.

—Yo quiero que haya tormentas y tempestades. Tal vez esta llovizna sea el término medio entre tú y yo.

Sondeluz se metió otra uva en la boca, la aplastó entre los dientes sintiendo el dulce jugo inundar su paladar. Pensó mientras masticaba.

—Encendedora, querida —dijo al fin—. ¿Hay algún tipo de subtexto en nuestra conversación? Porque, como deberías saber, soy muy malo con los subtextos. Me dan dolor de cabeza.

—No te puede doler la cabeza.

—Pues tampoco me lances subtextos. Son demasiado sutiles para mí. Hace falta un esfuerzo de comprensión, y el esfuerzo, por desgracia, va contra mi religión.

Encendedora alzó una ceja.

—¿Un nuevo principio para quienes te adoran?

—Oh, esa religión no. Soy un adorador secreto de Austre. Es una teología tan deliciosamente burda… negro, blanco, nada de molestarse con complicaciones. Fe sin ningún pensamiento molesto.

La diosa cogió otra uva.

—No conoces lo bastante bien el austrismo. Es complejo. Si buscas algo realmente sencillo, deberías probar la fe de Pahn Kahl.

Sondeluz arrugó el ceño.

—¿No adoran a los Retornados, como el resto de nosotros?

—No. Tienen su propia religión.

—Pero todo el mundo sabe que los phan kahl son prácticamente hallandrenses.

Encendedora se encogió de hombros, contemplando el estadio debajo.

—¿Y cómo nos hemos salido exactamente por esta tangente, por cierto? —dijo Sondeluz—. Desde luego, querida, a veces nuestras conversaciones me recuerdan a una espada rota.

Ella alzó una ceja.

—Afilada como el infierno, pero sin punta —añadió él.

Encendedora bufó.

—Tú eres quien pidió verse conmigo, Sondeluz.

—Sí, pero los dos sabemos que tú lo querías. ¿Qué estás planeando?

La diosa hizo girar la uva entre sus dedos.

—Espera —dijo.

Sondeluz suspiró y llamó a un criado para que le trajera nueces. Uno colocó un cuenco sobre la mesa, luego otro se acercó y empezó a cascarlas.

—Primero das a entender que debería unirme a vosotros, y ¿ahora no quieres decirme lo que queréis que haga? Pero bueno, mujer, algún día tu ridículo sentido del drama va a causar serios problemas… como, por ejemplo, aburrimiento en tus interlocutores.

—No es drama —dijo ella—. Es respeto.

Señaló con la cabeza al otro lado del anfiteatro, donde el palco del rey-dios todavía estaba vacío, el trono dorado colocado en un pedestal sobre el palco en sí.

—Ah. Nos sentimos patrióticas hoy, ¿no?

—Más bien es curiosidad.

—¿Por?

—Ella.

—¿La reina?

Encendedora le dirigió una mirada despectiva.

—Pues claro. ¿De quién más podría estar hablando?

Sondeluz descontó los días. Había pasado una semana.

—Ah. ¿Su período de aislamiento ha terminado, entonces?

—Deberías prestar más atención, Sondeluz.

Él se encogió de hombros.

—El tiempo parece pasar más rápido cuando no te das cuenta, querida. En eso, es notablemente similar a la mayoría de las mujeres que conozco.

Y aceptó un puñado de nueces y se acomodó, dispuesto a esperar.

* * *

Al parecer, a la gente de T'Telir no le gustaban los carruajes, ni siquiera para transportar a los dioses. Siri, divertida, permanecía sentada mientras un grupo de criados llevaba su silla hacia una gran estructura circular situada al fondo de la Corte de los Dioses. Llovía. No le importaba. Había estado encerrada demasiado tiempo.

Se giró en su silla y miró al grupo de criadas que llevaba la cola de su largo vestido dorado, impidiendo que rozara la hierba mojada. A su alrededor caminaban más mujeres, que sostenían un gran dosel para protegerla de la lluvia.

—¿Podríais apartarlo un poco? —pidió Siri—. ¿Para dejar que la lluvia me caiga encima?

Las criadas se miraron perplejas.

—Sólo un poquito —dijo Siri—. Lo prometo.

Las mujeres intercambiaron miradas ceñudas, pero redujeron el paso, permitiendo a los porteadores de Siri adelantarse y exponerla a la lluvia. La muchacha alzó la cabeza, sonriendo mientras la llovizna le caía sobre el rostro. «Siete días encerrada es demasiado tiempo», se dijo. Se regodeó un momento, disfrutando de la fría humedad en su piel y ropas. La hierba parecía llamarla. Miró de nuevo hacia atrás.

—Podría ir andando, ¿sabéis? —«Sentir mis pies en ese fresco verdor…»

Las criadas parecieron muy incómodas ante esa idea.

—O no —dijo Siri, dándose la vuelta mientras las mujeres apretaban el paso, cubriendo de nuevo el cielo con su dosel. Caminar era probablemente mala idea, considerando la larga cola de su vestido. Había acabado por elegir un modelo mucho más atrevido que ningún otro que hubiera llevado jamás. Tenía un curioso diseño que cubría la parte delantera de sus piernas con una breve falda, pero llegaba hasta el suelo por detrás. Lo había escogido en parte por la novedad, aunque se ruborizaba cada vez que pensaba en cuánta pierna mostraba.

Pronto llegaron al anfiteatro y los porteadores la llevaron hasta arriba. Siri se interesó al ver que no tenía techo y el suelo estaba cubierto de arena. Justo por encima del suelo, un pintoresco grupo de personas se congregaba en los bancos situados en filas. Aunque algunos llevaban paraguas, muchos ignoraban la ligera lluvia y charlaban amigablemente. Siri le sonrió a la multitud; había representados un centenar de colores distintos y tantos estilos diferentes de vestir. Era bueno ver de nuevo algo de variedad, aunque esa variedad resultara algo chillona.

Sus porteadores la llevaron hasta un gran saliente de piedra construido en un lado del edificio. Allí, las mujeres clavaron los palos del dosel en unos agujeros abiertos en la piedra, permitiendo que se sostuviera solo y cubriera el palco entero. Los criados corrieron preparando las cosas, y los porteadores bajaron la silla. Siri se levantó, frunciendo el ceño. Por fin estaba libre del palacio. Y, sin embargo, parecía que iba a tener que sentarse por encima de todos los demás. Incluso los otros dioses, que suponía en los otros palcos con dosel, estaban lejos y separados de ella por paredes.

«¿Cómo es que pueden hacer que me sienta sola incluso rodeada por cientos de personas?» Se volvió hacia una de sus criadas.

—¿Dónde está el rey-dios?

La mujer indicó los palcos.

—¿Está en uno de ellos? —preguntó Siri.

—No, señora —dijo la mujer, la mirada gacha—. No llegará hasta que todos los dioses estén aquí.

«Ah. Tiene sentido, supongo.»

Volvió a sentarse mientras varios criados preparaban la comida. A un lado, un juglar empezó a tocar una flauta, como para ahogar los sonidos de la gente más abajo. Siri preferiría haber oído a la gente. Con todo, decidió no ponerse de mal humor. Al menos había salido, y podía ver a otra gente, aunque no pudiera relacionarse con ella. Sonrió para sí, se inclinó hacia delante, los codos sobre las rodillas, y estudió los exóticos colores de abajo.

¿Qué pensar de la gente de T'Telir? Eran sumamente diversos. Algunos tenían la piel oscura, lo que significaba que procedían de las fronteras del reino de Hallandren. Otros tenían el pelo rubio, o incluso extraños colores de cabello, azules y grises, producto de tintes, según supuso.

Todos vestían ropas brillantes, como si no hubiera otra opción. Los sombreros con adornos eran populares, tanto en hombres como en mujeres. Las ropas oscilaban desde chalecos y pantalones cortos a túnicas largas y vestidos. «¡Cuánto tiempo deben de pasar comprando!» A ella le resultaba difícil qué ponerse, y sólo tenía una docena de opciones cada día… sin sombreros. Después de negarse a los primeros, las criadas habían dejado de ofrecerlos.

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