Bajé del coche y me acerqué a Stevie, quien lanzó una hosca mirada al sargento.
— No hagas caso, Stevie— le dije, tan comprensivo como pude—. A veces la estupidez no está reñida con el casco de un pisacalles…— El muchacho me sonrió brevemente—. ¿Pero te importaría decirme qué es lo que estoy haciendo aquí?
Stevie señaló con la cabeza la atalaya norte, y seguidamente sacó un cigarrillo de uno de los bolsillos.
— Allí arriba. El doctor ha dicho que suba usted.
Empecé a dirigirme a la entrada del muro de granito, pero Stevie se quedó junto al caballo.
— ¿No vienes conmigo?
El muchacho se estremeció y volvió la cabeza para encender el cigarrillo.
— Ya lo he visto una vez, y no pienso volver a verlo. Cuando esté listo para regresar a casa, señor Moore, me encontrará aquí. Instrucciones del doctor.
Sentí que mi aprensión iba en aumento al dar media vuelta y dirigirme a la entrada, donde el brazo del sargento de la policía me interrumpió el paso.
— ¿Y quién es usted para que el joven Steveporra haga de cochero a horas tan poco recomendables? Éste es el escenario de un crimen, ¿sabe?— Le proporcioné mi nombre y mi profesión, y entonces me sonrió, mostrándome un impresionante diente de oro—. Ah, un caballero de la prensa. ¡Y nada menos que del Times! Bien, señor Moore, yo también acabo de llegar. Una llamada urgente. Al parecer no había otro oficial en quien pudieran confiar. Mi nombre es Flynn, señor, y no vaya etiquetándome de simple pisacalles. Soy sargento. Vamos, subiremos juntos. Y tú anda con cuidado, Stevie, o de lo contrario volverás a Randalls Island más veloz que un escupitajo.
Stevie se volvió hacia su caballo.
— ¡Vete a la porra!— murmuró; aunque lo bastante fuerte para que el sargento lo oyera.
Flynn se volvió con una mirada de odio mortal, pero al acordarse de mi presencia se contuvo.
— Este muchacho es incorregible, señor Moore. No acierto a entender que hace un hombre como usted en su compañía, a menos que lo necesite como contacto con el mundo del hampa. Vayamos arriba, señor. Y tenga cuidado, esto está más negro que el carbón.
Y así era. Dando traspiés y chocando por todos lados subí un tosco tramo de escaleras, al final de las cuales divisé el perfil de otro pisacalles. El policía, de la comisaría del Distrito Trece, se volvió al oír que nos acercábamos y luego llamó a alguien:
— Es Flynn, señor. Está aquí.
Salimos de las escaleras a una pequeña estancia llena de caballetes planchas de madera, cubetas con remaches y trozos de metal v tubos. Unos amplios ventanales facilitaban una vista completa del horizonte en ambas direcciones: la ciudad a nuestras espaldas, y al frente el río y las atalayas del puente parcialmente construidas. Una puerta conducía a la pasarela que circundaba la torre. Junto a la puerta había un sargento detective, un tipo de ojos rasgados y barba llamado Patrick Connor, a quien conocía de mis visitas a la Jefatura de Policía en Mulberry Street. A su lado y mirando hacia el río, con las manos cruzadas en la espalda y balanceándose sobre las puntas de los pies, había una figura que me era mucho más familiar: Theodore.
— Sargento Flynn— dijo Roosevelt, sin volverse—. Me temo que es un asunto bastante desagradable el que ha motivado nuestra llamada. Muy desagradable.
Mi inquietud se agudizó de repente cuando Theodore volvió el rostro hacia nosotros. No había nada fuera de lo normal en su aspecto: llevaba un traje a cuadros bastante caro y ligeramente elegante, como los que acostumbraba a vestir en aquel entonces; unas gafas que eran, al igual que los ojos que había detrás, demasiado pequeñas para su cabeza recia y cuadrada; el poblado bigote, tieso bajo la ancha nariz. No obstante, su rostro me parecía excesivamente extraño. Y entonces me di cuenta: los dientes. Sus armoniosos dientes, que por lo general mantenía apretados, en aquellos momentos eran visibles. Las mandíbulas estaban fuertemente cerradas, al parecer por una intensa rabia, o pena. Algo le había afectado terriblemente.
Su desaliento pareció agravarse cuando me vio.
— Pero… ¡Moore! ¿Qué rayos haces aquí?
— Yo también me alegro de verte, Roosevelt— logré formular a través de mi nerviosismo, tendiéndole la mano.
Me la estrechó, aunque esta vez no me dislocó el brazo.
— ¿Qué…? Oh, lo siento, Moore… Yo también me alegro de verte, por supuesto. Pero ¿quién te ha dicho…?
— ¿Decirme el qué? El muchacho de Kreizler me ha secuestrado y me ha traído aquí. Obedeciendo sus órdenes, y sin apenas una palabra de explicación.
— Kreizler…—— murmuró Theodore con tono grave, mirando por la ventana con expresión confusa, casi temerosa, nada habitual en él—. Sí, Kreizler ha estado aquí…
— ¿Estado? ¿Quieres decir que ya se ha ido?
— Antes de que yo llegara. Ha dejado una nota. Y un informe.— Theodore me mostró un trozo de papel que sostenía en la mano izquierda—. Uno preliminar, en cualquier caso. Él ha sido el primer médico al que han encontrado. Aunque de poco ha servido…
— Roosevelt…— dije, apoyando mi mano en su hombro—. ¿Qué ha sucedido?
— Le aseguro, comisario, que a mí también me gustaría saberlo— intervino el sargento Flynn, con una obsequiosidad tan exagerada que resultaba repelente—. Hemos estado muy ocupados en la Quince, y he venido tan pronto…
— De acuerdo— dijo Theodore, armándose de valor—. ¿Cómo están sus estómagos, caballeros?
Yo no dije nada, y Flynn hizo una broma sobre el número de espectáculos horribles que había presenciado en su vida. Pero los ojos de Theodore eran todo dureza. Señaló la puerta que daba a la pasarela exterior. El sargento detective Connor se apartó a un lado, y Flynn fue el primero en dirigirse a la salida.
A pesar de la aprensión, mi primer pensamiento al salir fue que el panorama que se divisaba desde la pasarela era más impresionante incluso que a través de las ventanas de la atalaya. Al otro lado del agua estaba Williamsburg, antiguamente una pacífica aldea campesina, que en la actualidad se había convertido con gran rapidez en una bulliciosa parte de la metrópoli destinada a transformarse oficialmente, al cabo de pocos meses, en el Gran Nueva York. Hacia el sur, una vez más el puente de Brooklyn, a lo lejos, hacia el sudoeste, las nuevas torres de Printing House Square, y a nuestros pies, las agitadas y oscuras aguas del río…
Y entonces lo vi.
Resulta extraño lo mucho que tardó mi mente en captar la imagen. O tal vez no. Había tanto que ver y tan anormal, tan fuera de lugar, tan… distorsionado. Era imposible captarlo todo rápidamente.
Sobre la pasarela se hallaba el cadáver de una persona joven. Y digo persona porque, aunque los atributos físicos eran los de un muchacho adolescente, las ropas (poco más que una blusa a la que le faltaba una manga) y el maquillaje facial eran de muchacha. O mejor aún, de una mujer, y una mujer de dudosa reputación, por cierto. La desgraciada criatura tenía las muñecas atadas a la espalda, y las piernas dobladas en una posición arrodillada, presionándole la cara contra el acero de la pasarela. No había señales de ropa interior ni de zapatos, sólo un calcetín colgando patéticamente de uno de los pies. Pero lo que le habían hecho al cuerpo…
El rostro no parecía haber sufrido golpes, no tenía hematomas— la pintura y los polvos seguían intactos—, pero allí donde antes habían estado los ojos, ahora había tan sólo unas cuencas ensangrentadas y cavernosas. Una confusa masa de carne le salía de la boca. Un ancho tajo le cruzaba la garganta, aunque había poca sangre cerca de la abertura. Grandes cortes se entrecruzaban en el abdomen, revelando la masa de los órganos internos. Y la mano derecha aparecía casi cercenada. En la ingle había otra herida abierta que explicaba lo de la boca: le habían cortado los genitales y se los habían embutido entre las mandíbulas. También le habían extirpado el trasero con lo que parecía… Sólo podría definirlo como a golpes de escoplo.
En el par de minutos que necesité para advertir todos estos detalles, el panorama que me rodeaba se desvaneció en un mar de inescrutable negrura, y lo que pensé que era el rumor del avance de un barco resultó ser mi propia sangre al pasar por los oídos. Al darme cuenta de pronto de que me estaba mareando, me volví para agarrarme a la barandilla de la pasarela y saqué la cabeza por encima del agua.
— ¡Comisario!— llamó Connor, saliendo de la atalaya, pero fue Theodore quien dio un rápido salto y primero estuvo junto a mí.
— Tranquilo, John— oí que me decía, mientras me sujetaba con su delgada pero fuerte constitución de boxeador—. Respira hondo.
Mientras seguía sus instrucciones, oí un silbido bajo y prolongado de Flynn, que seguía examinando el cadáver.
— Vaya, vaya— murmuró señalando el cadáver, sin que pareciera excesivamente afectado—. Alguien ha acabado contigo, ¿eh?, joven Georgio alias Gloria. Estás hecho una verdadera piltrafa.
— ¿Entonces conocía a este chiquillo, Flynn?— preguntó Theodore, apoyándose contra la pared de la pasarela.
Mi cabeza recuperó la sensación de estabilidad.
— Por supuesto, comisario.— A través de la débil oscuridad pareció como si Flynn sonriera—. Aunque éste no era ningún chiquillo, si hay que juzgar la infancia por la conducta. Se apellidaba Santorelli. Debía de tener unos… trece años o por ahí. Al principio se llamaba Georgio, pero desde que entró a trabajar en el Salón Paresis, esto se hacía llamar Gloria.
— ¿Esto?— inquirí, secándome el sudor frío de la frente con la manga del abrigo—. ¿Por qué lo llama esto?
La sonrisa de Flynn se convirtió en una mueca.
— ¿Y cómo lo llamaría usted, señor Moore? No era un macho, a juzgar por su grotesca indumentaria… pero Dios tampoco lo creó hembra. Para mí todos los de esta ralea son neutros.
Las manos de Theodore se apoyaron enérgicamente en las caderas los dedos curvándose hasta convertirse en puños: ya se había formado una opinión de Flynn.
— No me interesa su análisis filosófico de la situación, sargento… En cualquier caso era un chiquillo, y el chiquillo ha sido asesinado.
Flynn rió entre dientes y volvió a mirar al muchacho.
— No discutamos por esto, señor.
— ¡Sargento!— La voz de Theodore, siempre demasiado áspera y chillona para su aspecto, sonó algo más áspera que lo habitual al gritarle a Flynn, quien se puso firmes—. No quiero oírle ni una palabra más, como no sea para contestar a mis preguntas. ¿Entendido?
Flynn asintió, pero el cínico y burlón resentimiento que todos los oficiales veteranos del departamento sentían por el comisario que en sólo un año había puesto firmes a la Jefatura de Policía y a toda la cadena de mandos departamentales, se hizo evidente en la ligera curvatura del labio superior. A Theodore no podía pasarle desapercibido.
— Bien— dijo Roosevelt, haciendo chasquear los dientes de aquel modo suyo tan peculiar, cortando cada palabra que salía de su boca—. Dice usted que el muchacho se llamaba Georgio Santorelli, y que trabajaba en el Salón Paresis… Ése es el local de Biff Ellison en Cooper Square, ¿no es así?
— Efectivamente, comisario.
— ¿Y dónde supone que puede estar el señor Ellison en este mismo momento?
— ¿En este…? Bueno, en el Salón, señor.
— Entonces vaya allí y dígale que quiero verle en Mulberry Street mañana por la mañana.
Por vez primera, Flynn pareció preocupado.
— ¿Mañana…? Le ruego me disculpe, comisario, pero el señor Ellison no es de esos hombres que se tomen en serio esa clase de órdenes.
— Entonces arréstelo— exclamó Theodore, volviéndole la espalda y mirando hacia Williamsburg.
— ¿Arrestarlo? Mire, comisario, si arrestáramos a cada dueño de un bar o de una casa de citas que ofrece a muchachos que se prostituyen, sólo porque a uno de ellos le han dado una paliza o lo han asesinado, nunca…
— ¿Se puede saber cuál es la verdadera razón de su resistencia?— preguntó Theodore, y los inquietos puños empezaron a flexionársele en la espalda, mientras avanzaba hasta poner sus gafas frente a la cara de Flynn—. ¿Acaso el señor Ellison es una de sus principales fuentes de ingresos?
Los ojos de Flynn se abrieron como platos, pero logró erguirse altivamente mientras fingía verse herido en su orgullo.
— Señor Roosevelt, llevo quince años en el cuerpo, y creo saber cómo funciona esta ciudad. No se puede ir por ahí acosando a un hombre como al señor Ellison sólo porque esa pequeña basura de inmigrante ha recibido finalmente lo que se estaba buscando.
Esto era el colmo, y yo lo sabía… Y fue una suerte para Roosevelt que yo lo supiera, porque de no haber saltado en el momento justo para sujetarle los brazos, habría golpeado a Flynn hasta hacerle papilla. No obstante, me costó Dios y ayuda inmovilizar aquellos fuertes brazos.
— No, Roosevelt, no— le susurré al oído——. Esto es precisamente lo que quieren los tipos como éste. Como ataques a uno de uniforme pedirán tu cabeza, y entonces el alcalde no podrá hacer nada para evitarlo.
Roosevelt respiraba entrecortadamente y Flynn volvía a sonreír, y ni el sargento detective Connor ni el cabo de ronda hicieron ningún gesto para intervenir físicamente. Sabían muy bien que en aquellos momentos estaban en una posición precaria ante la fuerte oleada de reformas municipales que recorría Nueva York tras los descubrimientos que la Comisión Lenox había realizado un año antes sobre la corrupción que imperaba en el cuerpo de la policía (Roosevelt era un claro exponente de esta reforma) y el poder tal vez mayor de esa misma corrupción, una corrupción que imperaba desde que el cuerpo existía y que en aquellos momentos aguardaba tranquilamente su ocasión, esperando a que la opinión pública se cansara de la moda pasajera de la reforma y todo volviera a sus cauces.
— Sólo le queda una sencilla elección, Flynn— logró formular Roosevelt con una dignidad extraordinariamente inalterable para un hombre dominado por la ira—. O Ellison en mi despacho, o su placa sobre mi escritorio. Mañana por la mañana.
Flynn abandonó huraño la pelea.
— Como quiera, comisario.
Luego giró sobre sus talones y se dirigió hacia los peldaños de la atalaya murmurando algo sobre un maldito muchacho de la alta sociedad jugando a ser policía. Entonces apareció uno de los agentes que estaban de guardia abajo, para anunciar que había llegado el furgón del juzgado de investigación y que estaban a punto para trasladar el cadáver. Roosevelt le dijo que aguardaran unos minutos y seguidamente despidió también a Connor y al policía de patrulla. Nos habíamos quedado solos en la pasarela, exceptuando los horribles restos de lo que había sido, aparentemente, otro de los muchos jóvenes desesperadamente problemáticos que cada año salían de aquel oscuro océano de viviendas miserables que se extendían hacia el oeste a nuestros pies. Obligados a utilizar cualquier medio de subsistencia para sobrevivir por su cuenta— y el de Georgio Santorelli habría sido de los más básicos—, aquellos muchachos dependían absolutamente de sí mismos como nadie que no esté familiarizado con los guetos de Nueva York en 1896 es capaz de imaginar.