Read Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal Online
Authors: Hannah Arendt
Eichmann aseguró más de una vez que sus tareas de organización, la coordinación de las evacuaciones y deportaciones llevada a cabo por su oficina, habían, en realidad, ayudado a sus víctimas, por cuanto les había facilitado ir al encuentro con su destino. Eichmann decía que, si es preciso hacer algo, más vale hacerlo ordenadamente. En el curso del juicio, nadie, ni siquiera la defensa, prestó la menor atención a este argumento de Eichmann, que pertenecía evidentemente a la misma categoría que su insensata y reiterada afirmación de haber salvado cientos de miles de vidas judías mediante la «emigración forzosa». Sin embargo, en vista de lo ocurrido en Rumania es difícil no preguntarse si acaso Eichmann no llevaba razón. En Rumania todo fue mal, también, aunque en sentido distinto a lo ocurrido en Dinamarca, donde incluso los hombres de la Gestapo saboteaban las órdenes procedentes de Berlín, ya que en Rumania incluso los miembros de las SS quedaron sobrecogidos, y en ocasiones aterrorizados, ante los horrores de los gigantescos pogromos llevados a cabo de modo espontáneo y a la antigua. Los nazis intervinieron a menudo a fin de salvar a los judíos de las más espantosas carnicerías, y para conseguir que las matanzas se efectuaran al modo que los nazis consideraban civilizado.
No exageraremos si afirmamos que Rumania era el más antisemita país europeo de preguerra. Incluso en el siglo XIX, el antisemitismo rumano era un hecho claramente establecido. En 1878, las grandes potencias intentaron intervenir en los asuntos interiores rumanos, a través del Tratado de Berlín, a fin de que el gobierno rumano diera a los habitantes judíos del país la condición de ciudadanos, aun cuando quedaran en una situación de ciudadanos de segunda categoría. Ni siquiera esto se consiguió, y al término de la Primera Guerra Mundial todos los judíos rumanos, con la excepción de unos centenares de familias sefarditas y de algunos judíos de origen alemán, eran todavía extranjeros residentes en Rumania. Fue preciso que los aliados ejercieran toda su influencia a fin de persuadir, en las negociaciones del tratado de paz, al gobierno rumano de que aceptara un acuerdo reconociendo la presencia de una población minoritaria, y concediera a los judíos la ciudadanía. Esta concesión hecha ante la presión de la opinión mundial fue revocada en 1937 y 1938, cuando, confiados en el poder de la Alemania de Hitler, los rumanos creyeron que podían correr el riesgo de denunciar el acuerdo de reconocimiento de una población minoritaria, so pretexto de constituir una imposición sobre su soberanía nacional, y privaron de la ciudadanía a varios cientos de miles de judíos, aproximadamente la cuarta parte de la población judía. Dos años más tarde, en agosto de 1940, algunos meses antes de que Rumania entrase en la guerra al lado de la Alemania de Hitler, el mariscal Ion Antonescu, jefe de la nueva dictadura de la Guardia de Hierro, declaró apátridas a todos los judíos, con la excepción de los miembros de unos pocos centenares de familias que habían sido ciudadanos rumanos antes de los tratados de paz. Aquel mismo mes, promulgó también unas medidas legislativas antijudías que fueron las más draconianas de Europa, sin excluir a Alemania. Las categorías privilegiadas, formadas por excombatientes y miembros de familias que habían tenido la ciudadanía rumana desde antes de 1918, tan solo abarcaban unos diez mil individuos, poco más de un uno por ciento de la población judía. El propio Hitler se daba cuenta de que Alemania corría peligro de ser superada por Rumania, y se quejó a Goebbels, en agosto de 1941, pocos meses después de haber dado la orden de la Solución Final, a quien dijo que «en estos asuntos, Antonescu se comporta de un modo mucho más radical de lo que nosotros nos hemos comportado hasta el presente».
Rumania entró en la guerra en febrero de 1941, y la Legión Rumana pasó a ser una fuerza militar digna de ser tenida en cuenta en la invasión de Rusia que se estaba preparando. Tan solo en Odesa, los soldados rumanos fueron responsables de la matanza de sesenta mil individuos. En contraste con los gobiernos de los restantes países balcánicos, el gobierno rumano tuvo desde el principio exacta información sobre las matanzas de judíos en el Este, y los soldados rumanos, incluso después de que la Guardia de Hierro fuera expulsada del poder, en el verano de 1941, se entregaron al cumplimiento de un programa de matanzas y deportaciones que «llegaron a superar los excesos cometidos por la Guardia de Hierro en Bucarest». Fue un programa cuyos horrores no tienen paralelo en toda esta historia de atrocidades (Hilberg). Las deportaciones al estilo rumano consistían en meter a cinco mil personas en unos cuantos vagones de carga, y dejarles morir de asfixia allí, mientras el tren rodaba a través de los campos de Rumania, sin destino, durante días y días. Remate muy apreciado de estas operaciones de matanza era exponer los cadáveres de las víctimas en las carnicerías propiedad de judíos. Asimismo, los horrores de los campos de concentración rumanos, organizados y administrados por los propios rumanos, debido a que no podían deportar a sus judíos al Este, eran más atroces y más refinadamente crueles que el peor de los campos alemanes. Cuando Eichmann, siguiendo su costumbre, mandó a Bucarest al consabido asesor en asuntos judíos, que fue el
Hauptsturmführer
Gustav Richter, este comunicó un informe en el que decía que Antonescu deseaba expedir ciento diez mil judíos a «dos bosques situados al otro lado del río Bug», es decir, en territorio ruso ocupado por los alemanes, para liquidarlos. Los alemanes quedaron horrorizados, y todo el mundo intervino: los altos jefes del ejército, el Ministerio de Rosenberg para los Territorios Ocupados en el Este, el Ministerio de Asuntos Exteriores, el ministro acreditado en Bucarest, Freiherr Manfred von Killinger, ex alto jefe de las SA, amigo personal de Röhm, y, en consecuencia, sospechoso a los ojos de las SS, quien probablemente era espiado por Richter, quien tenía la misión de «asesorarle» en los asuntos judíos. Sin embargo, en la cuestión a la que nos hemos referido, todos estaban de acuerdo. El propio Eichmann imploró al Ministerio de Asuntos Exteriores, en una carta de abril de 1942, que detuviera aquellos desorganizados y prematuros esfuerzos rumanos para «desembarazarse de los judíos»; era necesario hacer comprender a los rumanos que «la evacuación de los judíos alemanes, que estaba ya en período de ejecución», tenía prioridad. Y Eichmann terminaba la carta con la amenaza de «hacer entrar en acción a la policía de seguridad».
Por mucho que les pesara a los alemanes dar a Rumania, en lo referente a la Solución Final, una orden de prioridad más favorable que la que se había proyectado con respecto a todos los países de los Balcanes, tuvieron que ceder a fin de evitar que la situación degenerara en un sangriento caos, y, por mucho que Eichmann hubiera gozado al formular su amenaza de recurrir a la policía de seguridad, tampoco hay que olvidar que esta no había sido adiestrada precisamente con la finalidad de salvar judíos. El caso es que, a mediados de agosto ―tiempo en que los rumanos habían ya asesinado a casi trescientos mil judíos, sin apenas ayuda alemana―, el Ministerio de Asuntos Exteriores concluyó un acuerdo con Antonescu «en orden a la evacuación de los judíos de Rumania, que será llevada a cabo por unidades alemanas», y, por su parte, Eichmann inició negociaciones con los ferrocarriles alemanes, a fin de que le proporcionaran los vagones necesarios para transportar doscientos mil judíos a los campos de exterminio de Lublin. Pero precisamente entonces, cuando todo estaba dispuesto, y tras haber hecho tan grandes concesiones, los rumanos dieron el gran cambio. Como un rayo caído de los cielos, llegó a Berlín una carta del concienzudo Richter: el mariscal Antonescu había cambiado de manera de pensar. Tal como informó el embajador Killinger, ahora el mariscal quería desembarazarse de los judíos «de una manera más cómoda». Los alemanes no habían tenido en cuenta que Rumania era un país con un altísimo porcentaje de asesinos normales y corrientes, y que, además, era el país más corrupto de los Balcanes. A la par que las matanzas, se había desarrollado un floreciente comercio de venta de exenciones, ejercido por todas las ramas de la burocracia, fuera estatal o municipal. La especialidad del gobierno consistía en la imposición de desorbitados tributos que ciertos grupos, o comunidades enteras, determinados al azar debían satisfacer. Ahora se descubrió que los judíos podían ser vendidos al extranjero por moneda fuerte, por lo cual los rumanos pasaron a ser los más fervientes defensores de la emigración judía, a mil trescientos dólares por cabeza. De este modo Rumania se convirtió en uno de los pocos puntos de salida de la emigración judía hacia Palestina durante la guerra. A medida que el Ejército Rojo se acercaba, el mariscal Antonescu se hacía más y más «moderado», e incluso llegó a mostrarse dispuesto a que los judíos se fueran, sin tener que pagar por ello.
Es curioso observar que Antonescu, desde el principio hasta el fin, no fuera más «radical» que los alemanes (como Hitler creía), sino que estuviera siempre un paso más adelantado que estos. Él fue el primero en privar a los judíos de su nacionalidad, y él fue quien comenzó las matanzas a gran escala, sin ocultaciones y con total desvergüenza, en una época en que los alemanes todavía se preocupaban de mantener en secreto sus primeros experimentos. Él fue quien tuvo la idea de vender judíos, más de un año antes de que Himmler hiciera la oferta de «sangre a cambio de camiones», y él fue quien terminó, cual haría después Himmler, por suspender el asunto, como si se hubiera tratado de una broma. En agosto de 1944, Rumania se rindió al Ejército Rojo, y Eichmann, especialista en evacuaciones, fue enviado a toda prisa a aquella zona, para salvar a unos cuantos «alemanes étnicos», empeño en el que no tuvo éxito. Aproximadamente la mitad de los ochocientos cincuenta mil judíos de Rumania lograron sobrevivir, gran número de los cuales ―varios cientos de miles― fueron a Israel. En la actualidad, se ignora cuántos judíos quedan en el país. Los asesinos rumanos fueron todos ejecutados, y Killinger se suicidó antes de caer en manos de los rusos. Únicamente el
Hauptsturmführer
Richter, quien ciertamente jamás tuvo ocasión de actuar, vivió en paz en Alemania hasta el año 1961, en que fue una tardía víctima del juicio contra Eichmann.
Hungría, país al que antes nos hemos referido en relación con la inquietante cuestión de la conciencia de Eichmann, era, constitucionalmente, un reino sin rey. El país, pese a no tener acceso al mar y carecer de marina de guerra y mercante, estaba regido ―o, mejor dicho, regentado en nombre de un rey inexistente― por un almirante, a saber, el regente o Reichsverwessr Nikolaus von Horthy. El único signo visible de realeza era la abundancia de
Hofräte
, o consejeros de la inexistente corte.
In illo tempore
, el Sacro Romano Emperador fue también rey de Hungría, y, más recientemente, después de 1806, la
kaiserlichkönigliche Monarchie
del Danubio había sido mantenida precariamente unida por los Habsburgo, que fueron emperadores (Káiser) de Austria y reyes de Hungría. En 1918, el imperio de los Habsburgo fue desmembrado en «estados sucesorios». Austria pasó a ser una república ansiosa de obtener el
Anschluss
, o sea, la unión con Alemania. Otto de Habsburgo estaba en el exilio, y jamás hubiera sido aceptado como rey de Hungría por los orgullosos magiares; por otra parte, una monarquía auténticamente húngara no existía ni había existido en cuanto se recuerda de los anales históricos. Por esto, únicamente el almirante Horthy sabía qué era Hungría, en cuanto a forma de gobierno hacía referencia.
Tras las engañosas apariencias de grandeza real, en Hungría se daba una estructura feudal heredada del pasado, con gran miseria entre los campesinos carentes de tierras, y gran lujo entre las pocas familias aristocráticas que literalmente eran propietarias del país, un lujo muy superior al existente en cualquier otro país de aquella zona dominada por la pobreza, patria de los desheredados de Europa. Este fondo de cuestiones sociales sin resolver y de atraso general daba a la sociedad de Budapest un especial matiz. Parecía que los húngaros fueran un grupo de ilusionistas que, tras vivir de engaños durante largo tiempo, hubieran perdido totalmente el sentido de la congruencia. En los primeros años treinta, bajo la influencia del fascismo italiano, apareció en Hungría un fuerte movimiento fascista, el llamado movimiento de las Cruces y Flechas. Y en 1938, siguiendo el ejemplo de Italia, se dictaron las primeras medidas legislativas antisemitas. Pese a la fuerte influencia que la Iglesia católica ejercía en el país, las normas antisemitas eran de aplicación a los judíos bautizados que se habían convertido con posterioridad a 1919, y, tres años después, quedaron también incluidos los judíos convertidos antes de dicho año. Sin embargo, incluso después de que la política oficial del gobierno llegara a ser totalmente antisemita, basando el antisemitismo en el criterio de la raza, once judíos siguieron sentándose en la cámara alta, y Hungría era el único país del Eje que envió tropas judías ―ciento treinta mil hombres, de servicios auxiliares, pero con uniforme húngaro― al frente del Este. La explicación de estas contradicciones estriba en que los húngaros, pese a la política oficialmente adoptada, distinguían, todavía con mayor énfasis que el existente en otros países, los judíos nativos de los
Ostjuden
, los judíos «magiarizados»de la «Hungría de Trianón» (establecida, cual los restantes estados sucesorios, por el Tratado de Trianón), de los judíos procedentes de los territorios recientemente anexionados. La soberanía húngara fue respetada por el gobierno nazi hasta marzo de 1944, con el resultado de convertirse el país, para los judíos, en una isla de tranquilidad, en medio de un «océano de destrucción». Cuando el Ejército Rojo comenzó a aproximarse, a través de los Cárpatos, a las fronteras húngaras, y el gobierno intentó desesperadamente seguir el ejemplo de Italia y concluir una paz por separado, el gobierno alemán decidió, como es muy comprensible, ocupar el país. Sin embargo, resulta casi increíble que, a aquellas alturas, todavía existiera la obsesión de que «la orden del día debe ser dedicarse de pleno a solucionar el problema judío», ya que la «liquidación» de los judíos era «indispensable requisito previo para la adhesión de Hungría en la presente guerra», como dijo Veesenmayer en un informe dirigido al Ministerio de Asuntos Exteriores, en diciembre de 1943. La «liquidación» comportaba evacuar a ochocientos mil judíos, más un grupo de judíos convertidos, unos ciento o ciento cincuenta mil.