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Authors: Alejandro Riveiro

Tags: #Ciencia ficción

Ecos de un futuro distante: Rebelión (15 page)

BOOK: Ecos de un futuro distante: Rebelión
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—Sí, lo sé. Yo mismo terminé aquel tratado. Así que sea por lo que sea, no van a Kharnassos a comerciar… ¿qué posibilidades habéis barajado?

—Por ahora ninguna. Tenga en cuenta que no somos militares, señor. Las posibles opciones bélicas escapan a nuestro entendimiento. Es obvio que no van a atacar un planeta con una flota tan ridícula. Con el debido respeto, esa pregunta supongo que se la podrá contestar algún miembro del ejército sin ningún problema.

El Emperador se preguntó donde estaría Magdrot, que ya debería haber acudido. Sin darle más importancia reanudó la conversación con los científicos:

—En el aspecto científico… ¿hay algo relevante?

—No. Esa flota carece de cualquier tipo de equipamiento que pudiese hacernos pensar en un intento de espionaje. Sopesamos la posibilidad de que quisieran robarnos nuestros avances en la investigación de la energía, pero decididamente no pueden hacerlo. —Contestó el mismo científico.

Finalmente, el coronel apareció en las instalaciones. Hans no dejó escapar la oportunidad de pedirle su opinión. Una vez puesto al corriente, fue contundente:

—¿Y si esa flota está abasteciendo a otra más grande? —preguntó el coronel.

—Los sensores… —dijo Hans.

—Los sensores no detectan nada porque de haberla, está fuera de nuestro alcance. —Le interrumpió un científico que trataba de hablar—. Pero tanto si es una flota tarshtana como si es la flota que desapareció, eso nos diría que están estacionados en algún lugar cerca de aquí y se están abasteciendo para poder mantenerse en órbita más tiempo.

—Eso querría decir que los tarshtanos sabotearon la red para atraer la atención de la flota… —dijo Hans— y una vez allí, no sé cómo, se la llevaron fuera de nuestro alcance.

—Tiene sentido. —Dijo el coronel.

En ese momento, el emperador se dirigió de nuevo a sus científicos:

—¿Hubo algún movimiento tarshtano los días previos a la desaparición?

—Ni siquiera hubo movimiento de imperios amigos fuera de lo común, señor.

—Así que si alguien lo hizo, tuvo que ser desde dentro. Eso querría decir que el ataque a Antaria estaría relacionado con los movimientos aquí. Es decir, tendríamos un topo en el Imperio.

—Quizá sea un poco prematuro —dijo Magdrot— señalar a los tarshtanos como enemigos.

—Es mejor que quedarse de brazos cruzados. ¿Durante cuánto tiempo podréis mantener controlada a esa flota? —dijo Hans.

—Al menos durante las próximas cuarenta horas deberían seguir en nuestro campo de alcance. —Contestó el científico.

—Bien… seguid monitorizando a esa flota, si hay cualquier movimiento extraño, por irrelevante que sea, quiero que me aviséis en el momento.

—Entendido. —Contestó el grupo de científicos.

El emperador se dirigió a su coronel, y le dijo:

—Vámonos. Tengo un presentimiento y no me da buena espina…

Ambos salieron del complejo científico, y bajo la fina lluvia, detuvo al militar:

—Si atacaron a Antaria y sabotearon la flota de Ghadea, no se conformarán con esto, buscarán más. Si esa flota lleva rumbo a Kharnassos…

—Seguramente rendirán visita de algún modo. —Dijo Magdrot, como si estuviera leyéndole la mente al gobernante.—. Avisaré a nuestras tropas allí. ¿Alguna orden en concreto?

—No. Por ahora, solamente, que estén al tanto de cualquier cosa extraña que pudiera pasar.

Y bajo la lluvia, los dos hombres se quedaron quietos, apoyados en la barandilla del río cercano, divagando sobre cuál era el oscuro camino que alguien quería escribir en la historia del imperio de Ilstram, mientras las finas gotas recorrían sus rostros.

En Antaria, el viejo mariscal no había desperdiciado aquellos días para comenzar a urdir su plan; no menos oscuro ni perverso que el que aparentemente reservaban los tarshtanos para su pueblo. Quería un emperador digno del Imperio por el que tanto había luchado a lo largo de su vida. Y sabía que sin duda, tendría que ser un militar. El anciano se dedicó durante días a controlar los horarios de cada uno de los trabajadores del palacio, e incluso de la propia Miyana. Iba a hacer algo temerario que podría costarle la cárcel hasta el final de sus ya menguantes días. Pero poco le importaba dado que no tenía nada que perder.

Las conversaciones con la joven durante aquellas jornadas se sucedieron con cierta regularidad. Tras unas disculpas muy meditadas del mariscal, poco a poco comenzó a ver como la fachada de frialdad que ella había tejido se derrumbaba lentamente. Sin saberlo, iba a ser clave en el futuro de Antaria. Al menos en el futuro según lo deseaba el mariscal.

Su plan era sencillo a la par que diabólico: quería que se produjese un cambio de emperadores. El tener a Hans y Alha lejos del planeta era un factor que jugaba claramente a su favor. Todavía le llevaría semanas comenzar a mover la maquinaria necesaria para poder hacer algo así. Era imprescindible mover sus fichas cuidadosamente, como si de una partida de ajedrez se tratase. No tenía claro todavía quién debía ser el nuevo emperador pero tenía que reunir dos cualidades que en ese momento parecían casi imposibles de encontrar en un habitante del Imperio: admirar a su emperador actual, y al mismo tiempo, respetarle a él como mariscal y como hombre capaz de manejar las situaciones más complicadas.

Todo aquello parecía ser fruto de su floreciente demencia, propia de su avanzada edad, o su extrema adoración a la figura del anterior gobernante y a lo que Ilstram representó durante aquellos días. Había comenzado una larga investigación sobre cómo actuaba Hans, y sobre todo, cómo escribía. Era muy importante para él poder acceder al despacho y hacerse con documentos escritos de puño y letra por el mismo emperador.

Aunque físicamente su cuerpo se marchitaba al inexorable ritmo marcado por su naturaleza humana, su mente se mantenía viva y despierta. Aquella misma noche, mientras la ciudad dormía plácidamente, se adentró en la sala y se hizo con varios escritos, principalmente comunicados. Después, cerró la puerta silenciosamente y se deslizó hasta su habitación. Puso los escritos a buen recaudo, y se fue a dormir como si nada hubiese pasado.

El amanecer del día siguiente trajo una sorpresa demoledora para Alha y Hans. El intercomunicador sonaba furiosamente cuando apenas comenzaba a despuntar el alba sobre Ghadea. El emperador lo cogió, todavía presa del sueño. Era Khanam:

—¿Sí? —preguntó con voz visiblemente cansada.

—Lamento despertarte. —Dijo el científico, notablemente nervioso—. Pero la flota de Ghadea ha reaparecido hace unos minutos en nuestros sensores.

—¿Qué? —Hans estaba todavía desubicado pero era consciente de lo que le estaban transmitiendo.

—Está en el borde exterior de la galaxia, a punto de entrar en el espacio vacío.

—Pero, ¿por qué me llamas tú?, ¿cómo es posible que haya aparecido esa flota? —las preguntas se agolpaban en su mente a un ritmo que su cerebro difícilmente podía procesar.

—Te he llamado yo porque la noticia es importante. La flota está quieta, totalmente inmóvil en el espacio. Al mismo tiempo que que los hemos localizado, hemos perdido el contacto con los tarshtanos. El equipo de científicos no se ha sentido capaz de llamarte por que lo consideran un fracaso. Es como si se hubiesen vuelto invisibles.

—No entiendo nada… Voy para allá —dijo Hans—. Quiero que me ayudes, tus conocimientos y experiencia pueden sernos muy útiles en lo que quiera que estén tramando.

En Antaria, dado que era el máximo responsable de las flotas estacionadas allí durante la ausencia de los emperadores, el mariscal Ghrast recibía la misma noticia apenas unas horas más tarde:

—Mariscal, la flota de Ghadea ha reaparecido.

—Lo sé —respondió con voz lacónica, sin dibujar el más mínimo gesto de sorpresa.

Levantó la vista, y al ver que aquel hombre seguía allí le ordenó retirarse. Ya llevaba algo más de una hora despierto. Su plan seguía avanzando, lenta pero inexorablemente. Pronto llegaría el momento de poner todas las cartas sobre la mesa. Estaba decidido a cambiar el devenir de Ilstram. A asegurarse de que sus ciudadanos volverían a revivir los viejos días de gloria. Y para ello, necesitaba preparar un golpe de estado de guante blanco. Nadie podía sospechar. Tenía que ser una transición natural. Forzosamente sería trágico para el pueblo, pero sería por el bien común de sus habitantes. Con su lastimoso paso, el anciano se levantó y se dirigió de nuevo al balcón de mármol. Seguía nevando suavemente, aunque sin pausa. Mientras contemplaba la inmensidad de la ciudad a sus pies, no pudo evitar rememorar tiempos pasados.

Recordó su juventud. Su atípica infancia en Darnae, la capital del Imperio Tarshtan, bajo el gobierno del emperador Gruschal. Apenas recordaba nada sobre su padre. Murió antes de que él naciese. Fue en una batalla, aunque en los registros nunca pudo encontrar cuál debido a la convulsa época que vivió el universo en aquellas fechas. Se llamaba Urtaum. Un general de renombre en sus días. Al menos según le dijo su madre. Se conocieron en Ilstram, pero al poco tiempo lo abandonaron porque su marido, ansioso de poder abrirse paso en la rama militar, consiguió hacerlo en el Imperio Tarshtan, que se encontraba en un período de reclutamiento masivo. Con apenas diez años, Ghrast se encontró con la trágica noticia de la muerte de su madre. El médico olveriano le dijo que había muerto de pena, añorando a su difunto esposo. Al conocer la historia, el ahora viejo militar, se hizo un juramento a sí mismo bajo el milenario árbol que coronaba la ciudad de Darnae. Seguiría sus pasos, y llegaría hasta lo más alto. Pero para ello, primero tendrían que pasar muchas cosas durante su desgraciada infancia. De rebote, aquella situación le permitió conocer al emperador Gruschal, que desde temprano le acogió como si realmente fuese su hijo, como la descendencia que nunca había tenido. Le enseñó todo lo que conocía del mundo, aún a sabiendas de que muchas personas en su entorno recelaban de que el emperador congeniase con un joven humano.

—¿De verdad no pudisteis hacer nada? —preguntó Ghrast, en una de tantas conversaciones sobre su progenitor.

—Con el tiempo, hijo, aprenderás que la vida es un río de una sola dirección. Fluye sin parar. Crecemos, envejecemos… —dijo profundamente el emperador—. La guerra corta esos ríos. Nadie pensó que pudiesen contraatacarnos con tanta dureza. Buscamos durante días los restos de los que lucharon allí… pero no encontramos nada.

—¿Qué rango tenía?

—Coronel. —Le dijo Gruschal—. Estoy seguro de que habría podido llegar mucho más alto si se lo hubiese propuesto.

El mariscal comenzaba su adolescencia. Se había formado en la cultura tarshtana, y especialmente en las enseñanzas de su emperador, que lentamente le inculcó que para conseguir aquello que deseaba, cualquier camino era válido:

—Eso es despiadado —le respondió el joven en una de tantas conversaciones.

—Piénsalo fríamente. Mataron a tu padre, buscaban hacernos daño y lo consiguieron. ¿Crees que habría sido diferente si supieran que él era tu padre?

—No, supongo que no.

—Entonces… ¿por qué dar indulgencia a quién no la merece? —sentenció el emperador.

El chico meditó durante un largo rato sobre aquella pregunta. El carecer de personas en su entorno que realmente le pudiesen hacer discernir qué estaba bien y qué estaba mal le convertía en un títere en manos del anciano dictador:

—Creo que tienes razón.

El joven guardó silencio por unos segundos. Después, tomó aire para decirle a su padrastro que había decidido seguir los pasos de su padre biológico:

—He decidido ingresar al ejército.

—¿Estás seguro de eso? —le preguntó.

—Sí, se lo debo a mi padre. Se sentiría orgulloso de mí.

—No me gustaría que acabases como él… te he criado desde que tenías diez años.

—No lo haré. Mi madre me dijo que se conocieron en Ilstram, en un planeta llamado Antaria.

—Un imperio humano… —dijo pensativo Gruschal.

—Mi padre quería unirse a los escuadrones allí, pero le rechazaron. Por eso abandonó su planeta y buscó otros lugares donde poder servir a quién fuese su nuevo emperador.

—Y nos encontró a nosotros —dijo Gruschal sonriendo— pero sé qué me vas a decir. Te gustaría llegar a formar parte del ejército de Ilstram, realizar el sueño que él nunca pudo hacer.

—Por otro lado… No quiero perjudicar a mi planeta, no sería capaz de enfrentarme a vosotros.

—Sé que no lo harás. Es más, si llegas a cumplir tu sueño aunque nunca lleguemos a tener un pacto con Ilstram, jamás os atacaremos.

Ghrast se levantó del sillón, en la sala presidencial de su padrastro. Se asomó a la ventana, contemplando el cielo, como si buscase Antaria en aquella atmósfera azul:

—Lo tienes totalmente decidido, ¿verdad? —le dijo el gobernante.

—Siento que es mi destino…

—Te ayudaré a ingresar en ese ejército. Para mí eres como el hijo que nunca tuve. Sabes que las leyes del imperio son claras, no puedo delegar mis poderes a alguien que no sea de mi propia sangre. Y… tenerte en Ilstram puede que algún día sea beneficioso…

Tras aquella conversación. Varios meses después, Ghrast ingresó en la academia militar de Darnae. Se formó en todas las materias posibles y su padrastro le instó a unirse como soldado. Participó en varias batallas, principalmente contra imperios alejados de poca importancia a los que les convenía tener controlados de vez en cuando para seguir manteniendo relaciones comerciales favorables con los demás.

Una década después partió a Ilstram, abandonando las fuerzas militares de su hogar como coronel. Por conveniencia de todos, modificaron su historial. Gracias a un pacto de colaboración mutua entre el Imperio Grodey y ellos fue fácil cambiar su lugar de nacimiento. Nadie en Ilstram sabría su procedencia real, y nadie sospecharía.

No le costó mucho ingresar en el mando militar del imperio, donde con el paso de los años inició una carrera meteórica hasta llegar al rango de general. Allí, en aquel momento, conoció a las dos personas más importantes de su vida. Donan, el emperador de Ilstram, al que desde entonces serviría con gran lealtad, y que después le ascendería a mariscal, y Beralae, su mujer. Ambos marcarían su futuro por motivos muy distintos. Al mismo ritmo en que aumentaba aquella devoción ciega por su emperador, disminuía el interés por su esposa, a la que fue dejando cada vez más de lado.

Aunque no era consciente de ello, había heredado la misma sed de poder que antaño tuviera su padre. Partía a todas las batallas en las que el Imperio se veía involucrado, para defenderlo, y así conseguir más y más importancia. A diferencia de su hogar, Ilstram sí contemplaba que el poder fuera traspasado del emperador a alguien ajeno a su familia bajo ciertas circunstancias. Pero pese a todo, el mariscal quería a su mujer. Se conocieron como muchas de las parejas formadas por militares y civiles. Durante una noche celebrando el éxito de una de tantas batallas. Allí se enamoraron y se casaron al poco tiempo. Pero su obsesión con llegar a lo más alto era tan grande que apenas la hizo caso. Un día, apenas unos años después del feliz enlace, Beralae le abandonaba. La joven no podía soportar la soledad y el sentirse menospreciada por su marido. Se fue. Abandonó Antaria y se dirigió a Kharnassos rompiendo con su pasado, y sobretodo, vengándose de Ghrast. Aunque ella nunca supo si realmente llegó a conseguir ese efecto.

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