Doña Rosita la soltera o el lenguaje de las flores (5 page)

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Authors: Federico García Lorca

Tags: #Clásico, drama, teatro

BOOK: Doña Rosita la soltera o el lenguaje de las flores
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ROSITA.—¡Tío!

TÍO.—Lo he oído todo, y casi sin darme cuenta he cortado la única rosa mudable que tenía en mi invernadero. Todavía estaba roja, abierta en el mediodía, es roja como el coral.

ROSITA.—

El sol se asoma a los vidrios

para verla relumbrar.

TÍO.—Si hubiera tardado dos horas más en cortarla te la hubiese dado blanca.

ROSITA.—

Blanca como la paloma

como la risa del mar;

blanca como el blanco frío

de una mejilla de sal.

TÍO.—Pero todavía, todavía tiene la brasa de su juventud.

TÍA.—Bebe conmigo una copita, hombre. Hoy es día de que lo hagas.

(Algazara. La SOLTERA 3ª se sienta al piano y toca una polka. ROSITA está mirando la rosa. Las Solteronas 2ª y 1ª bailan con las Ayolas y cantan.)

Porque mujer te vi

a la orilla del mar,

tu dulce languidez

me hacía suspirar,

y aquel dulzor sutil

de mi ilusión fatal

a la luz de la luna

lo viste naufragar.

(La TÍA y el TÍO bailan. ROSITA se dirige a la pareja SOLTERA 2ª y AYOLA 2ª. Baila con la SOLTERA 2ª. La AYOLA 2ª bate palmas al ver a los viejos y el AMA al entrar hace el mismo juego.)

Telón

Acto Tercero

Sala baja de ventanas con persianas verdes que dan al Jardín del Carmen. Hay un silencio en la escena. Un reloj da las seis de la tarde. Cruza la escena el AMA con un cajón y una maleta. Han pasado diez años. Aparece la TÍA y se sienta en una silla baja, en el centro de la escena. Silencio. El reloj vuelve a dar las seis. Pausa.

AMA.—
(Entrando.)
La repetición de las seis.

TÍA.—¿Y la niña?

AMA.—Arriba, en la torre. Y usted, ¿dónde estaba?

TÍA.—Quitando las últimas macetas del invernadero.

AMA.—No la he visto en toda la mañana.

TÍA.—Desde que murió mi marido está la casa tan vacía que parece el doble de grande, y hasta tenemos que buscarnos. Algunas noches, cuando toso en mi cuarto, oigo un eco como si estuviera en una iglesia.

AMA.—Es verdad que la casa resulta demasiado grande.

TÍA.—Y luego…, si él viviera, con aquella claridad que tenía, con aquel talento
(Casi llorando.)

AMA.—
(Cantando.)
Lan-lan-van-lan-lan… No, señora, llorar no lo consiento. Hace ya seis años que murió y no quiero que esté usted como el primer día. ¡Bastante lo hemos llorado! ¡A pisar firme, señora! ¡Salga el sol por las esquinas! ¡Que nos espere muchos años todavía cortando rosas!

TÍA.—
(Levantándose.)
Estoy muy viejecita, ama. Tenemos encima una ruina muy grande.

AMA.—No nos faltará. ¡También yo estoy vieja!

TÍA.—¡Ojalá tuviera yo tus años!

AMA.—Nos llevamos poco, pero como yo he trabajado mucho, estoy engrasada, y usted, a fuerza de poltrona, se le han engarabitado las piernas.

TÍA.—¿Es que te parece que yo no he trabajado?

AMA.—Con las puntillas de los dedos, con hilos, con tallos, con confituras; en cambio, yo he trabajado con las espaldas, con las rodillas, con las uñas.

TÍA.—Entonces, gobernar una casa ¿no es trabajar?

AMA.—Es mucho más difícil fregar sus suelos.

TÍA.—No quiero discutir.

AMA.—¿Y por qué no? Así pasamos el rato. Ande. Replíqueme. Pero nos hemos quedado mudas. Antes se daban voces. Que si esto, que si lo otro, que si las natillas, que si no planches más…

TÍA.—Yo ya estoy entregada, y un día sopas, otro día migas, mi vasito de agua y mi rosario en el bolsillo, esperaría la muerte con dignidad… ¡Pero cuando pienso en Rosita!

AMA.—¡Esa es la llaga!

TÍA.—
(Enardecida.)
Cuando pienso en la mala acción que le han hecho y en el terrible engaño mantenido y en la falsedad del corazón de ese hombre, que no es de mi familia ni merece ser de mi familia, quisiera tener veinte años para tomar un vapor y llegar a Tucumán y coger un látigo…

AMA.—
(Interrumpiéndola.)
… y coger una espada y cortarle la cabeza y machacársela con dos piedras y cortarle la mano del falso juramento y las mentirosas escrituras de cariño.

TÍA.—Sí; sí; que pagara con sangre lo que sangre ha costado, aunque toda sea sangre mía, y después…

AMA.—… aventar las cenizas sobre el mar.

TÍA.—Resucitarlo y traerlo con Rosita para respirar satisfecha con la honra de los míos.

AMA.—Ahora me dará usted la razón.

TÍA.—Te la doy.

AMA.—Allí encontró la rica que iba buscando y se casó, pero debió decirlo a tiempo. Porque ¿quién quiere ya a esta mujer? ¡Ya está pasada! Señora, ¿y no le podríamos mandar una carta envenenada, que se muriera de repente al recibirla?

TÍA.—¡Qué cosas! Ocho años lleva de matrimonio, y hasta el mes pasado no me escribió el canalla la verdad. Yo notaba algo en las cartas; los poderes que no venían, un aire dudoso… no se atrevía, pero al fin lo hizo. ¡Claro que después que su padre murió! Y esta criatura…

AMA.—¡Chist…!

TÍA.—Y recoge las dos orzas.

(Aparece ROSITA. Viene vestida de un rosa claro con moda del 1910. Entra peinada de bucles. Está muy avejentada.)

AMA.—¡Niña!

ROSITA.—¿Qué hacéis?

AMA.—Criticando un poquito. Y tú, ¿dónde vas?

ROSITA.—Voy al invernadero. ¿Se llevaron ya las macetas?

TÍA.—Quedan unas pocas.

(Sale ROSITA. Se limpian las lágrimas las dos mujeres.)

AMA.—¿Y ya está? ¿Usted sentada y yo sentada? ¿Y a morir tocan? ¿Y no hay ley? ¿Y no hay gárvilos para hacerlo polvo…?

TÍA.—Calla, ¡no sigas!

AMA.—Yo no tengo genio para aguantar estas cosas sin que el corazón me corra por todo el pecho como si fuera un perro perseguido. Cuando yo enterré a mi marido lo sentí mucho, pero tenia en el fondo una gran alegría…, alegría no…, golpetazos de ver que la enterrada no era yo. Cuando enterré a mi niña…, ¿me entiende usted?, cuando enterré a mi niña fue como si me pisotearan las entrañas, pero los muertos son muertos. Están muertos, vamos a llorar, se cierra la puerta, ¡y a vivir! Pero esto de mi Rosita es lo peor. Es querer y no encontrar el cuerpo; es llorar y no saber por quién se llora, es suspirar por alguien que uno sabe que no se merece los suspiros. Es una herida abierta que mana sin parar un hilito de sangre, y no hay nadie, nadie en el mundo, que traiga los algodones, las vendas o el precioso terrón de nieve.

TÍA.—¿Qué quieres que yo haga?

AMA.—Que nos lleve el río.

TÍA.—A la vejez todo se nos vuelve de espaldas.

AMA.—Mientras yo tenga brazos nada le faltará.

TÍA.—
(Pausa. Muy bajo, como con vergüenza.)
Ama, ¡ya no puedo pagar tus mensualidades! Tendrás que abandonarnos.

AMA.—¡Huuy! ¡Qué airazo entra por la ventana! ¡Huuy! … ¿O será que me estoy volviendo sorda? Pues… ¿y las ganas que me entran de cantar? ¡Como los niños que salen del colegio!
(Se oyen voces infantiles.)
¿Lo oye usted, señora? Mi señora, más señora que nunca.
(La abraza.)

TÍA.—Oye.

AMA.—Voy a guisar. Una cazuela de jureles perfumada con hinojos.

TÍA.—¡Escucha!

AMA.—¡Y un monte nevado! Le voy a hacer un monte nevado con grageas de colores.

TÍA.—¡Pero, mujer!

AMA.—
(A voces.)
¡Digo!… ¡Si está aquí don Martín! Don Martín, ¡adelante! ¡Vamos! Entretenga un poco a la señora.

(Sale rápida. Entra DON MARTÍN. Es un viejo con pelo rojo. Lleva una muleta con la que sostiene una pierna encogida. Tipo noble de gran dignidad, con un aire de tristeza definitiva.)

TÍA.—¡Dichosos los ojos!

MARTÍN.—¿Cuándo es la arrancada definitiva?

TÍA.—Hoy.

MARTÍN.—¡Que se le va a hacer!

TÍA.—La nueva casa no es esto. Pero tiene buenas vistas y un patinillo con dos higueras donde se pueden tener flores.

MARTÍN.—Más vale asi.
(Se sientan.)

TÍA.—¿Y usted?

MARTÍN.—Mi vida de siempre. Vengo de explicar mi clase de Preceptiva. Un verdadero infierno. Era una lección preciosa: "Concepto y definición de la Harmonía", pero a los niños no les interesa nada. ¡Y que niños! A mí, como me ven inútil, me respetan un poquito; alguna vez un alfiler que otro en el asiento, o un muñequito en la espalda; pero a mis compañeros les hacen cosas horribles. Son los niños de los ricos, y, como pagan, no se les puede castigar. Así nos dice siempre el director. Ayer se empeñaron en que el pobre señor Canito, profesor nuevo de Geografía, llevaba corsé; porque tiene un cuerpo algo retrepado, y cuando estaba solo en el patio, se reunieron los grandullones y los internos, lo desnudaron de cintura para arriba, lo ataron a una de las columnas del corredor y le arrojaron desde el balcón un jarro de agua.

TÍA.—¡Pobre criatura!

MARTÍN.—Todos los días entro temblando en el colegio esperando lo que van a hacerme, aunque, como digo, respetan algo mi desgracia. Hace un rato tenían un escándalo enorme, porque el señor Consuegra, que explica latín admirablemente, había encontrado un excremento de gato sobre su lista de clase.

TÍA.—¡Son el enemigo!

MARTÍN.—Son los que pagan, y vivimos con ellos. Y créame usted que los padres se ríen luego de las infamias, porque como somos los pasantes y no les vamos a examinar los hijos, nos consideran como hombres sin sentimiento, como a personas situadas en el último escalón de gente que lleva todavía corbata y cuello planchado.

TÍA.—¡Ay, don Martín! ¡Qué mundo éste!

MARTÍN.—¡Qué mundo! Yo soñaba siempre ser poeta. Me dieron una flor natural y escribí un drama que nunca se pudo representar.

TÍA.—¿"La hija de Jefté"?

MARTÍN.—¡Eso es!

TÍA.—Rosita y yo lo hemos leído. Usted nos lo prestó. ¡Lo hemos leído cuatro o cinco veces!

MARTÍN.—
(Con ansia.)
¿Y qué…?

TÍA.—Me gustó mucho. Se lo he dicho siempre. Sobre todo cuando ella va a morir y se acuerda de su madre y la llama.

MARTÍN.—Es fuerte, ¿verdad? Un drama verdadero. Un drama de contorno y de concepto. Nunca se pudo representar.
(Rompiendo a recitar.)

¡Oh madre excelsa! Torna tu mirada

a la que en vil sopor rendida yace;

¡recibe tú las fúlgidas preseas

y el hórrido estertor de mi combate!

¿Y es que esto está mal? ¿Y es que no suena bien de acento y de censura este verso: "y el hórrido estertor de mi combate"?

TÍA.—¡Precioso! ¡Precioso!

MARTÍN.—Y cuando Glucinio se va a encontrar con Isaías y levanta el tapiz de la tienda…

AMA.—
(Interrumpiéndole.)
Por aquí.

(Entran dos obreros vestidos con trajes de pana.)

OBRERO 1º.—Buenas tardes.

MARTÍN y TÍA.—
(Juntos.)
Buenas tardes.

AMA.—¡Ese es!
(Señala un diván grande que hay en el fondo de la habitación.)

(Los hombres lo sacan lentamente como si sacaran un ataúd. El AMA los sigue. Silencio. Se oyen dos campanadas mientras salen los hombres con el diván.)

MARTÍN.—¿Es la Novena de Santa Gertrudis la Magna?

TÍA.—Sí, en San Antón.

MARTÍN.—¡Es muy difícil ser poeta!
(Salen los hombres.)
Después quise ser farmacéutico. Es una vida tranquila.

TÍA.—Mi hermano, que en gloria esté, era farmacéutico.

MARTÍN.—Pero no pude. Tenía que ayudar a mi madre y me hice profesor. Por eso envidiaba yo tanto a su marido. Él fue lo que quiso.

TÍA.—¡Y le costó la ruina!

MARTÍN.—Sí, pero es peor esto mío.

TÍA.—Pero usted sigue escribiendo.

MARTÍN.—No sé por qué escribo, porque no tengo ilusión, pero sin embargo, es lo único que me gusta. ¿Leyó usted mi cuento de ayer en el segundo número de "Mentalidad Granadina"?

TÍA.—¿El cumpleaños de Matilde"? Sí, lo leímos; una preciosidad.

MARTÍN.—¿Verdad que sí? Ahí he querido renovarme haciendo una cosa del ambiente actual; ¡hasta hablo de un aeroplano! Verdad es que hay que modernizarse. Claro que lo que más me gusta a mí son mis sonetos.

TÍA.—¡A las nueve musas del Parnaso!

MARTÍN.—A las diez, a las diez. ¿No se acuerda usted que nombré décima musa a Rosita?

AMA.—
(Entrando.)
Señora, ayúdeme usted a doblar esta sábana.
(Se ponen a doblarla entre los dos.)
¡Don Martín con su pelito rojo! ¿Por qué no se casó, hombre de Dios? ¡No estaría tan solo en esta vida!

MARTÍN.—¡No me han querido!

AMA.—Es que ya no hay gusto. ¡Con la manera de hablar tan preciosa que tiene usted!

TÍA.—¡A ver si lo vas a enamorar!

MARTÍN.—¡Que pruebe!

AMA.—Cuando él explica en la sala baja del colegio, yo voy a la carbonería para oírlo: "¿Qué es idea?" "La representación intelectual de una cosa o un objeto." ¿No es así?

MARTÍN.—¡Mírenla! ¡Mírenla!

AMA.—Ayer decía a voces: "No; ahí hay hipérbaton", y luego… "el epinicio"… A mí me gustaría entender, pero como no entiendo me dan ganas de reír, y el carbonero, que siempre está leyendo un libro que se llama "Las ruinas de Palmira", me echa unas miradas como si fueran dos gatos rabiosos. Pero aunque me ría, como ignorante, comprendo que don Martín tiene mucho mérito.

MARTÍN.—No se le da hoy mérito a la Retórica y Poética, ni a la cultura universitaria.

(Sale el AMA rápida con la sábana doblada.)

TÍA.—¡Qué le vamos a hacer! Ya nos queda poco tiempo en este teatro.

MARTÍN.—Y hay que emplearlo en la bondad y en el sacrificio.

(Se oyen voces.)

TÍA.—¿Qué pasa?

AMA.—
(Apareciendo.)
Don Martín, que vaya usted al colegio, que los niños han roto con un clavo las cañerías y están todas las clases inundadas.

MARTÍN.—Vamos allá. Soñé con el Parnaso y tengo que hacer de albañil y fontanero. Con tal de que no me empujen o resbale…
(El AMA ayuda a levantarse a DON MARTÍN.)

(Se oyen voces.)

AMA.—¡Ya va! ¡Un poco de calma! ¡A ver si el agua sube hasta que no quede un niño vivo!

MARTÍN.—
(Saliendo.)
¡Bendito sea Dios!

TÍA.—Pobre, ¡qué sino el suyo!

AMA.—Mírese en ese espejo. Él mismo se plancha los cuellos y cose sus calcetines, y cuando estuvo enfermo, que le llevé las natillas, tenía una cama con unas sábanas que tiznaban como el carbón y unas paredes y un lavabillo…, ¡ay!

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