Doña Rosita la soltera o el lenguaje de las flores (3 page)

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Authors: Federico García Lorca

Tags: #Clásico, drama, teatro

BOOK: Doña Rosita la soltera o el lenguaje de las flores
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VOZ.—
(Dentro.)
No está.

TÍO.—No está.

SEÑOR X.—Lo siento.

TÍO.—Yo también. Como es su santo, habrá salido a rezar los cuarenta credos.

SEÑOR X.—Le entrega usted de mi parte este pendentif. Es una Torre Eiffel de nácar sobre dos palomas que llevan en sus picos la rueda de la industria.

TÍO.—Lo agradecerá mucho.

SEÑOR X.—Estuve por haberla traído un cañoncito de plata por cuyo agujero se veía la Virgen de Lurdes, o Lourdes, o una hebilla para el cinturón hecha con una serpiente y cuatro libélulas, pero preferí lo primero por ser de más gusto.

TÍO.—Gracias.

SEÑOR X.—Encantado de su favorable acogida.

TÍO.—Gracias.

SEÑOR X.—Póngame a los pies de su señora esposa.

TÍO.—Muchas gracias.

SEÑOR X.—Póngame a los pies de su encantadora sobrinita, a la que deseo venturas en su celebrado onomástico.

TÍO.—Mil gracias.

SEÑOR X.—Considéreme seguro servidor suyo.

TÍO.—Un millón de gracias.

SEÑOR X.—Vuelvo a repetir…

TÍO.—Gracias, gracias, gracias.

SEÑOR X.—Hasta siempre.
(Se va.)

TÍO.—
(A voces.)
Gracias, gracias, gracias.

AMA.—
(Sale riendo.)
No sé cómo tiene usted paciencia. Con este señor y con el otro, don Confucio Montes de Oca, bautizado en la logia número cuarenta y tres, va a arder la casa un día.

TÍO.—Te he dicho que no me gusta que escuches las conversaciones.

AMA.—Eso se llama ser desagradecido. Estaba detrás de la puerta, sí, señor, pero no era para oír, sino para poner una escoba boca arriba y que el señor se fuera.

TÍA.—¿Se fue ya?

TÍO.—Ya.
(Entra.)

AMA.—¿También éste pretende a Rosita?

TÍA.—Pero ¿por qué hablas de pretendientes? ¡No conoces a Rosita!

AMA.—Pero conozco a los pretendientes.

TÍA.—Mi sobrina está comprometida.

AMA.—No me haga usted hablar, no me haga usted hablar, no me haga usted hablar, no me haga usted hablar.

TÍA.—Pues cállate.

AMA.—¿A usted le parece bien que un hombre se vaya y deje quince años plantada a una mujer que es la flor de la manteca? Ella debe casarse. Ya me duelen las manos de guardar mantelerías de encaje de Marsella y juegos de cama adornados de guipure y caminos de mesa y cubrecamas de gasa con flores de realce. Es que ya debe usarlos y romperlos, pero ella no se da cuenta de cómo pasa el tiempo. Tendrá el pelo de plata y todavía estará cosiendo cintas de raso liberti en los volantes de su camisa de novia.

TÍA.—Pero ¿por qué te metes en lo que no te importa?

AMA.—
(Con asombro.)
Pero si no me meto, es que estoy metida.

TÍA.—Yo estoy segura de que ella es feliz.

AMA.—Se lo figura. Ayer me tuvo todo el día acompañándola en la puerta del circo, porque se empeñó en que uno de los titiriteros se parecía a su primo.

TÍA.—¿Y se parecía realmente?

AMA.—Era hermoso como un novicio cuando sale a cantar la primera misa, pero ya quisiera su sobrino tener aquel talle, aquel cuello de nácar y aquel bigote. No se parecía nada. En la familia de ustedes no hay hombres guapos.

TÍA.—¡Gracias, mujer!

AMA.—Son todos bajos y un poquito caídos de hombros.

TÍA.—¡Vaya!

AMA.—Es la pura verdad, señora. Lo que pasó es que a Rosita le gustó el saltimbanqui, como me gustó a mí y como le gustaría a usted. Pero ella lo achaca todo al otro. A veces me gustaría tirarle un zapato a la cabeza. Porque de tanto mirar al cielo se le van a poner los ojos de vaca.

TÍA.—Bueno; y punto final. Bien esta que la zafia hable, pero que no ladre.

AMA.—No me echará usted en cara que no la quiero.

TÍA.—A veces me parece que no.

AMA.—El pan me quitaría de la boca y la sangre de las venas, si ella me los deseara.

TÍA.—
(Fuerte.)
¡Pico de falsa miel! ¡Palabras!

AMA.—
(Fuerte.)
¡Y hechos! Lo tengo demostrado, ¡y hechos! La quiero mas que usted.

TÍA.—Eso es mentira.

AMA.—
(Fuerte.)
¡Eso es verdad!

TÍA.—¡No me levantes la voz!

AMA.—
(Alto.)
Para eso tengo la campanilla de la lengua.

TÍA.—¡Cállese, mal educada!

AMA.—Cuarenta años llevo al lado de usted.

TÍA.—
(Casi llorando.)
¡Queda usted despedida!

AMA.—
(Fortísimo.)
¡Gracias a Dios que la voy a perder de vista!

TÍA.—
(Llorando.)
¡A la calle inmediatamente!

AMA.—
(Rompiendo a llorar.)
¡A la calle!

(Se dirige llorando a la puerta y al entrar se le cae un objeto. Las dos están llorando.) (Pausa.)

TÍA.—
(Limpiándose las lagrimas y dulcemente.)
¿Qué se te ha caído?

AMA.—(
Llorando.)
Un portatermómetro, estilo Luis Quince.

TÍA.—¿Sí?

AMA.—Sí, señora.
(Llora.)

TÍA.—¿A ver?

AMA.—Para el santo de Rosita.
(Se acerca.)

TÍA.—
(Sorbiendo.)
Es una preciosidad.

AMA.—
(Con voz de llanto.)
En medio del terciopelo hay una fuente hecha con caracoles de verdad; sobre la fuente, una glorieta de alambre con rosas verdes; el agua de la taza es un grupo de lentejuelas azules, y el surtidor es el propio termómetro. Los charcos que hay alrededor están pintados al aceite, y encima de ellos bebe un ruiseñor todo bordado con hilo de oro. Yo quise que tuviera cuerda y cantara, pero no pudo ser.

TÍA.—No pudo ser.

AMA.—Pero no hace falta que cante. En el jardín los tenemos vivos.

TÍA.—Es verdad.
(Pausa.)
¿Para qué te has metido en esto?

AMA.—
(Llorando.)
Yo doy todo lo que tengo por Rosita.

TÍA.—¡Es que tú la quieres como nadie!

AMA.—Pero después de usted.

TÍA.—No. Tú le has dado tu sangre.

AMA.—Usted le ha sacrificado su vida.

TÍA.—Pero yo lo he hecho por deber y tú por generosidad.

AMA.—
(Más fuerte.)
¡No diga usted eso!

TÍA.—Tú has demostrado quererla más que nadie.

AMA.—Yo he hecho lo que haría cualquiera en mi caso. Una criada. Ustedes me pagan y yo sirvo.

TÍA.—Siempre te hemos considerado como de la familia.

AMA.—Una humilde criada que da lo que tiene y nada más.

TÍA.—Pero ¿me vas a decir que nada más?

AMA.—¿Y soy otra cosa?

TÍA.—
(Irritada.)
Eso no lo puedes decir aquí. Me voy por no oírte.

AMA.—
(Irritada.)
Y yo también.

(Salen rápidas una por cada puerta. Al salir, la TÍA se tropieza con el TÍO.)

TÍO.—De tanto vivir juntas, los encajes se os hacen espinas.

TÍA.—Es que quiere salirse siempre con la suya.

TÍO.—No me expliques, ya me lo sé todo de memoria… Y sin embargo no puedes estar sin ella. Ayer oí cómo le explicabas con todo detalle nuestra cuenta corriente en el Banco. No te sabes quedar en tu sitio. No me parece conversación lo más a propósito para una criada.

TÍA.—Ella no es una criada.

TÍO.—
(Con dulzura.)
Basta, basta, no quiero llevarte la contraria.

TÍA.—Pero ¿es que conmigo no se puede hablar?

TÍO.—Se puede, pero prefiero callarme.

TÍA.—Aunque te quedes con tus palabras de reproche.

TÍO.—¿Para qué voy a decir nada a estas alturas? Por no discutir soy capaz de hacerme la cama, de limpiar mis trajes con jabón de palo y cambiar las alfombras de mi habitación.

TÍA.—No es justo que te des ese aire de hombre superior y mal servido, cuando todo en esta casa está supeditado a tu comodidad y a tus gustos.

TÍO.—
(Dulce.)
Al contrario, hija.

TÍA.—
(Seria.)
Completamente. En vez de hacer encajes, podo las plantas. ¿Qué haces tú por mí?

TÍO.—Perdona. Llega un momento en que las personas que viven juntas muchos años hacen motivo de disgusto y de inquietud las cosas más pequeñas, para poner intensidad y afanes en lo que está definitivamente muerto. Con veinte años no teníamos estas conversaciones.

TÍA.—No. Con veinte años se rompían los cristales…

TÍO.—Y el frío era un juguete en nuestras manos.

(Aparece ROSITA. Viene vestida de rosa. Ya la moda ha cambiado de mangas de jamón a 1900. Falda en forma de campanela. Atraviesa la escena, rápida, con unas tijeras en la mano. En el centro se para.)

ROSITA.—¿Ha llegado el cartero?

TÍO.—¿Ha llegado?

TÍA.—No sé.
(A voces.)
¿Ha llegado el cartero?
(Pausa.)
No, todavía no.

ROSITA.—Siempre pasa a estas horas.

TÍO.—Hace rato debió llegar.

TÍA.—Es que muchas veces se entretiene.

ROSITA.—El otro día me lo encontré jugando al uni-uni-doli-doli con tres chicos y todo el montón de cartas en el suelo.

TÍA.—Ya vendrá.

ROSITA.—Avisadme.
(Sale rápida)

TÍO.—Pero ¿dónde vas con esas tijeras?

ROSITA.—Voy a cortar unas rosas.

TÍO.—
(Asombrado.)
¿Cómo? ¿Y quién te ha dado permiso?

TÍA.—Yo. Es el día de su santo.

ROSITA.—Quiero poner en las jardineras y en el florero de la entrada.

TÍO.—Cada vez que cortáis una rosa es como si me cortaseis un dedo. Ya sé que es igual.
(Mirando a su mujer.)
No quiero discutir. Sé que duran poco.
(Entra el AMA.)
Así lo dice el vals de las rosas, que es una de las composiciones mas bonitas de estos tiempos, pero no puedo reprimir el disgusto que me produce verlas en los búcaros.
(Sale de escena.)

ROSITA.—
(Al AMA.)
¿Vino el correo?

AMA.—Pues para lo único que sirven las rosas es para adornar las habitaciones.

ROSITA.—
(Irritada.)
Te he preguntado si ha venido el correo.

AMA.—
(Irritada.)
¿Es que me guardo yo las cartas cuando vienen?

TÍA.—Anda, corta las flores.

ROSITA.—Para todo hay en esta casa una gotita de acíbar.

AMA.—Nos encontramos el rejalgar por los rincones.
(Sale de escena.)

TÍA.—¿Estas contenta?

ROSITA.—No sé.

TÍA.—¿Y eso?

ROSITA.—Cuando no veo la gente estoy contenta, pero como la tengo que ver…

TÍA.—¡Claro! No me gusta la vida que llevas. Tu novio no te exige que seas hurona. Siempre me dice en las cartas que salgas.

ROSITA.—Pero es que en la calle noto cómo pasa el tiempo, y no quiero perder las ilusiones. Ya han hecho otra casa nueva en la placeta. No quiero enterarme de cómo pasa el tiempo.

TÍA.—¡Claro! Muchas veces te he aconsejado que escribas a tu primo y que te cases aquí con otro. Tú eres alegre. Yo sé que hay muchachos y hombres maduros enamorados de ti.

ROSITA.—¡Pero, tía! Tengo las raíces muy hondas, muy bien hincadas en mi sentimiento. Si no viera a la gente, me creería que hace una semana que se marchó. Yo espero como el primer día. Además, ¿qué es un año, ni dos, ni cinco?
(Suena una campanilla.)
El correo.

TÍA.—¿Qué te habrá mandado?

AMA.—
(Entrando en escena.)
Ahí están las solteronas cursilonas.

TÍA.—¡María Santísima!

ROSITA.—Que pasen.

AMA.—La madre y las tres niñas. Lujo por fuera y para la boca unas malas migas de maíz. ¡Qué azotazo en el… les daba…!
(Sale de escena.)

(Entran las tres cursilonas y su mamá. Las tres solteronas vienen con inmensos sombreros de plumas malas, trajes exageradísimos, guantes hasta el codo con pulseras encima y abanicos pendientes de largas cadenas. La madre viste de negro pardo con un sombrero de viejas cintas moradas.)

MADRE.—Felicidades.
(Se besan.)

ROSITA.—Gracias.
(Besa a las solteronas.)
¡Amor! ¡Caridad! ¡Clemencia!

SOLTERA 1ª.—Felicidades.

SOLTERA 2ª.—Felicidades.

SOLTERA 3ª.—Felicidades.

TÍA.—(
A la MADRE.)
¿Cómo van esos pies?

MADRE.—Cada vez peor. Si no fuera por éstas, estaría siempre en casa.
(Se sientan.)

TÍA.—¿No se da usted las friegas con alhucemas?

SOLTERA 1ª.—Todas las noches.

SOLTERA 2ª.—Y el cocimiento de malvas.

TÍA.—No hay reuma que resista.

(Pausa.)

MADRE.—¿Y su esposo?

TÍA.—Está bien, gracias.

(Pausa.)

MADRE.—Con sus rosas.

TÍA.—Con sus rosas.

SOLTERA 3ª.—¡Qué bonitas son las flores!

SOLTERA 2ª.—Nosotras tenemos en una maceta un rosal de San Francisco.

ROSITA.—Pero las rosas de San Francisco no huelen.

SOLTERA 1ª.—Muy poco.

MADRE.—A mí lo que mas me gusta son las celindas.

SOLTERA 3ª.—Las violetas son también preciosas.

(Pausa.)

MADRE.—Niñas, ¿habéis traído la tarjeta?

SOLTERA 3ª.—Si. Es una niña vestida de rosa, que al mismo tiempo es barómetro. El fraile con la capucha está ya muy visto. Según la humedad, las faldas de la niña, que son de papel finísimo, se abren o se cierran.

ROSITA.—
(Leyendo.)

Una mañana en el campo

cantaban los ruiseñores

y en su cántico decían:

"Rosita, de las mejores."

¿Para qué se han molestado ustedes?

TÍA.—Es de mucho gusto.

MADRE.—¡Gusto no me falta; lo que me falta es dinero!

SOLTERA 1ª.—¡Mamá…!

SOLTERA 2ª.—¡Mamá…!

SOLTERA 3ª.—¡Mamá…!

MADRE.—Hijas, aquí tengo confianza. No nos oye nadie. Pero usted lo sabe muy bien: desde que faltó mi pobre marido hago verdaderos milagros para administrar la pensión que nos queda. Todavía me parece oír al padre de estas hijas cuando, generoso y caballero como era, me decía: "Enriqueta, gasta, gasta, que yo gano setenta duros"; ¡pero aquellos tiempos pasaron! A pesar de todo, nosotras no hemos descendido de clase. ¡Y qué angustia he pasado, señora, para que estas hijas puedan seguir usando sombrero! ¡Cuántas lágrimas, cuántas tristezas por una cinta o un grupo de bucles! Esas plumas y esos alambres me tienen costado muchas noches en vela.

SOLTERA 3ª.—¡Mamá…!

MADRE.—Es la verdad, hija mía. No nos podemos extralimitar lo más mínimo. Muchas veces les pregunto: "¿Qué queréis, hijas de mi alma: huevo en el almuerzo o silla en el paseo?" Y ellas me responden las tres a la vez: "Sillas."

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