Destino (16 page)

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Authors: Alyson Noel

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

BOOK: Destino
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La que tomé por un mero símbolo de muerte.

Sin pensar ni una sola vez que debía interpretarla literalmente.

Sin pensar ni una sola vez que sería lo último que viese antes de que todo mi mundo desapareciese bajo mis pies.

Capítulo diecinueve

T
engo frío.

Sufro.

Mi única fuente de calor es la sustancia pegajosa que me resbala por la cara. Los ojos me pican, me escuecen, y un sabor de cobre invade mi lengua.

Sangre.

Mi sangre.

Tiene que serlo. Esme no ha podido derramar la suya.

Se ha mostrado demasiado rápida. Demasiado concentrada. Demasiado segura de su intención. Y mi absoluta falta de preparación para enfrentarme a ella ha sido deplorable.

A pesar de que el sueño me lo había advertido, no he tenido ninguna oportunidad.

Nunca imaginé que sería ella quien me trajese la muerte.

Y ahora, tras hacer que parezca un accidente, se ha ido.

Mientras, yo me precipito más y más profundamente en un pozo de oscuridad sin fondo.

Oigo su voz desde muy lejos.

El sonido es confuso, distorsionado, como si viajase desde los abismos de un mar profundo, como si luchase por alcanzar la superficie, por alcanzarme a mí.

Y aunque lo que más deseo es asentir vigorosamente, agitar los brazos, gritar fuerte y claro que le he oído, que he recibido su mensaje, que sé que está cerca, al parecer no lo consigo.

No veo. No puedo moverme. No puedo hablar.

Es como si ya estuviese encerrada en mi ataúd, enterrada viva, consciente de lo que pasa a mi alrededor, pero incapaz de participar.

Batallando con todas mis fuerzas para agarrarme a sus palabras, a su presencia, para encontrar una forma de llegar hasta él antes de irme para siempre.

Está frenético, desconsolado, abatido y afligido cuando grita:

—¿Quién le ha hecho esto? ¡Le mataré!

Una larga retahíla de amenazas brota de sus labios. De vez en cuando hace una pausa, unas veces para suplicar la misericordia de Dios y otras para exigirle a ese mismo Dios que le diga por qué le ha robado su única oportunidad de vivir el amor verdadero.

—Parece un accidente —dice la voz de Rhys. Me invade una sensación de repugnancia, y no puedo evitar esperar contra toda esperanza que no sea su mano la que acabo de notar sobre mi frente.

—¡Apártate de ella! ¡No la toques! —grita Alrik—. Esto es culpa tuya. ¡Tú y tu bocaza! ¡Maldito seas, hermano! ¡Mira qué has hecho!

—¿Yo? —Rhys suelta una risa sarcástica—. ¿Cómo iba yo a provocar esto si acabo de llegar?

Aguzo el oído, preguntándome si Alrik sospecha la verdad: que es Esme, su prometida, quien me ha dejado en este estado.

Mis esperanzas se derrumban cuando dice:

—Si no se lo hubieses contado a nuestro padre, yo no habría llegado tarde. Habría estado aquí para salvarla de… de esta… ¡caída! —Se estremece y su mano tiembla. Su aliento parece un sollozo—. Esto nunca habría pasado de no ser por ti.

—Por favor, hermano, domínate. ¿Por qué iba yo a hacer eso cuando tengo tanto que perder como tú? —pregunta Rhys con una voz serena y firme que contrasta cruelmente con la infinita pena y el profundo dolor de su hermano.

—Tú no has perdido nada —murmura Alrik—. Puedes quedarte con la corona; no la quiero. También eres libre de casarte con Esme; ahora no podría soportar mirarla. Soy yo quien ha perdido. Lo he perdido todo, lo único que ha significado algo para mí… Adelina —susurra. Sus dedos me acarician la frente y la mejilla. Bajan hasta mi cuello y se demoran allí. Su voz es suplicante cuando añade—: ¿Por qué, Adelina? ¿Por qué ha ocurrido esto? ¿Por qué me abandonáis?

«Por el sueño —trato de decir, pero no me viene ninguna palabra, así que me concentro en pensarlo—. Intenté avisaros, traté de prepararos, pero vos desechasteis mis palabras…»

—Oh, Adelina, visteis que pasaría esto, ¿verdad? Tratasteis de avisarme anoche, cuando despertasteis de vuestra pesadilla, pero yo solo quería calmaros, me negué a escuchar…

Por un momento siento que floto a la deriva, que me desprendo, pero cuando Alrik ha hablado sus palabras han sido un eco de las mías, y algo en mi interior les presta atención.

«¿Es que…? ¿Es posible que me haya oído, que haya percibido los pensamientos que le enviaba?»

«¡Alrik! Alrik, ¿me oís? Quiero que sepáis que os amo.» Me concentro en las palabras, me concentro con todas mis fuerzas, todas las que me quedan. Me pregunto llena de esperanza si también podrá percibir esas palabras. «Siempre os he amado. Siempre os amaré. Nada puede separarnos, ni siquiera mi muerte.»

—Os amo, Adelina —susurra. Me apoya una mano en la frente y entrelaza la otra mano con la mía, colocándome con movimientos frenéticos en el dedo una pieza de metal fría y redonda que únicamente puede ser mi anillo de boda—. Siempre os he amado. Siempre os amaré. Siempre viviréis en mi corazón… Siempre seréis mi esposa… —Su voz se quiebra, y un mar de lágrimas me cae sobre la cara.

«Vaya, ¿qué te parece eso?», pienso. Quiero sonreír, pero no lo consigo. Estoy inmóvil, encerrada, y sin embargo los pensamientos circulan entre nosotros.

Me dispongo a intentarlo de nuevo, deseosa de hacerle saber que no todo está perdido, que aún no me he ido, que algo de mí sigue existiendo, cuando oigo un ruido de pisadas y luego la voz de Heath, que dice:

—Está aquí el médico.

Durante los momentos siguientes, el médico toca, palpa y busca un pulso tan débil que está a punto de no encontrarlo. Su voz es grave; su pronóstico, sombrío; su declaración final, lo último que Alrik quiere oír.

No me queda mucho tiempo en este mundo.

Pero Alrik no quiere aceptarlo.

—Hay otros medios —insiste—. Tengo dinero. Montones y montones de dinero. Podéis quedaros mi fortuna entera, todo lo que queráis, pero devolvédmela. He oído algunos rumores. Conozco la existencia de los elixires, de las pociones y tónicos secretos, del brebaje especial que cura todos los males, prolongando la vida por tiempo indefinido…

—No sé nada de eso —insiste el médico con tono seco y decidido—. Y aunque lo supiese, os aseguro que no conviene jugar con ese tipo de cosas. Lamento sinceramente vuestra pérdida, pero es ley de vida y debéis encontrar un modo de aceptarlo.

—¡No lo haré! —grita Alrik. Y si yo pudiese verle, estoy segura de que encontraría su rostro tan glacial y desabrido como la voz que acabo de oír—. ¡Donde hay vida hay esperanza! ¿Qué clase de médico sois, si no creéis que eso sea cierto? Nunca aceptaré la derrota cuando quedan otras opciones por explorar. Tengo dinero, no escatimaré en gastos, ¿me oís? ¡No podéis decirme que no! ¿Acaso no sabéis quién soy?

Alrik sigue así, pronunciando una larga retahíla de amenazas que estoy segura que no piensa cumplir. Son las divagaciones de un hombre enloquecido de dolor, y por fortuna el médico lo reconoce así.

Sus palabras son compasivas e indulgentes aunque firmes cuando dice:

—Alrik, mi señor, aunque lamento de verdad vuestra pérdida, he hecho todo cuanto estaba en mi mano. Ahora os ruego que la ayudéis a estar cómoda, que os despidáis y que la dejéis fallecer con facilidad, sin dolor, sin más arrebatos por vuestra parte. Por favor, Alrik. Si la amáis tanto como afirmáis amarla, dejadla ir en paz.

—¡Fuera! ¡FUERA! —es la única respuesta de Alrik. A continuación, llega la presión de sus labios contra mi mejilla, un torrente de palabras susurrado contra mi piel. Las palmas de nuestras manos se unen mientras pronuncia una serie de oraciones, súplicas, preguntas, recriminaciones y amenazas, para regresar a las oraciones y volver a empezar.

La letanía solo es interrumpida por la voz suave de Heath, que dice:

—Señor, mi señor, sé de alguien que podría ofreceros la clase de ayuda que buscáis.

Alrik se detiene, se queda inmóvil, y pregunta:

—¿Quién?

—Una mujer que vive en las afueras del pueblo. He oído rumores. No puedo decir con seguridad que sean ciertos, aunque quizá valdría la pena probar…

—Traédmela —dice Alrik, y entierra el rostro en el hueco de mi hombro—. Id a buscarla y traédmela.

Capítulo veinte

D
ebo de haber caído en un estado de profunda inconsciencia, porque cuando quiero darme cuenta hay más personas junto a mí. Y por el sonido de sus voces adivino que son Alrik, Heath, una mujer mayor, que debe de ser la que Heath ha ido a buscar, y dos jóvenes voces femeninas que seguramente pertenecen a sus hijas, o aprendizas, o ambas cosas.

—Debéis saber que no hay ninguna garantía. Esto solo debe intentarse como absoluto último recurso —dice la voz femenina de mayor edad.

—¿Os da la impresión de que tengo otras opciones? —grita Alrik, al borde de la histeria.

—Funcionó con un gato. Lo trajo de vuelta. Siguió viviendo durante todo un año más —interviene una de las voces femeninas más jóvenes—. Pero con el último ser humano que lo bebió la cosa no salió tan bien.

—¿Qué significa eso? ¿Qué quiere decir? —pregunta Alrik, frenético.

—Significa que murió a pesar de ello —explica la mujer mayor—. No se le pudo salvar. No se puede salvar a todo el mundo.

—Adelina no es todo el mundo. Es joven, hermosa y sana. Funcionará con ella. ¡Os aseguraréis de que funcione! —exige Alrik.

—Lo intentaré. No puedo prometer más. Hace poco lo utilicé en mí misma: seis meses atrás caí enferma y el brebaje me curó; me trajo tan rápido del borde de la muerte que fue como si nunca hubiese enfermado. Aun así, como os he dicho, no hay garantías.

—¿Y a qué estáis esperando? ¡Dádselo ya! ¡Apresuraos, antes de que sea demasiado tarde!

La mujer avanza hacia mí con timidez. Percibo que se aproxima el calor de su cuerpo. Sus dedos se deslizan bajo mi cuello, me cubren la nuca y me atraen hacia ella, que me pone en la boca algo duro y frío. Derrama un líquido fresco y amargo más allá de mis labios, sobre mi lengua, hasta que desciende por mi garganta. Hago cuanto puedo por oponerme, pero es inútil. No puedo luchar contra el brebaje. Estoy inmóvil, paralizada. Mis pensamientos están encerrados en mi interior, y no tengo modo alguno de decirles que se detengan, que pierden el tiempo.

Es demasiado tarde.

No funcionará.

Mi energía se concentra, se comprime, se encoge hasta formar una pequeña esfera vibrante de color y luz que se prepara para alzarse, para salir por la parte central de mi cráneo, a la altura de la coronilla, y fundirse con aquello que se encuentra más allá, sea lo que sea.

Continúan moviéndose a mi alrededor. Las voces claman; las manos palpan. Queda claro que soy la única que sabe que no tardaré en irme.

Esta vida se acaba.

No regresaré, al menos con esta forma.

Mis ojos, antes ciegos, se llenan de pronto con la visión de un hermoso velo dorado con el que estoy deseando fundirme. Aun así, hago un esfuerzo por aguantar unos cuantos segundos más. Necesito llegar hasta Alrik, necesito convencerle de que todo saldrá bien.

Percibo el sabor amargo de la inútil poción que se empeñan en darme de beber. Están perdiendo un tiempo valioso, optan por centrarse en cosas absurdas cuando hay asuntos mucho más importantes.

«¡Alrik! —Me concentro en su nombre con los últimos restos que quedan de mi ser—. Alrik, por favor, ¿me oyes?»

Pero mi súplica cae en oídos sordos. Se le escapa por completo.

El dolor reclama toda su atención.

Y ahora es demasiado tarde.

No puedo ignorar el tirón. Ya no puedo luchar contra él. No quiero luchar contra él. Así que exhalo mi último aliento y me elevo. Permanezco inmóvil cerca del techo y contemplo la escena. Veo a Heath ahogándose de dolor con la cabeza gacha, a la mujer mayor, que sigue dándome de beber el elixir, mientras sus dos jóvenes aprendizas, que se parecen tanto que estoy segura de que son sus hijas, se inclinan sobre mí, susurrando una larga retahíla de palabras que no puedo descifrar. Y, para acabar, Alrik, mi amado Alrik, el cual agarra con gestos frenéticos la mano que lleva mi anillo de boda, buscando en vano algún indicio de una vida que ya no existe.

Lanza un alarido aterrador cuando comprende la verdad.

Mi cuerpo ha quedado reducido a una cáscara desocupada.

Mi alma ha quedado libre.

Obliga a todos a salir. Quiere estar a solas con su dolor. A continuación, destrozado, destruido, completamente derrotado, se arroja sobre mí y busca mi boca con sus labios, desesperado por traerme de vuelta, incapaz de aceptar lo que en su fuero interno sabe que es verdad.

Está tan perdido en su pena que no tiene ni idea de que me arrodillo a su lado, anhelando llegar hasta él, desesperada por transmitirle una verdad que él ni siquiera podría concebir: que no me he ido a ninguna parte, que nunca le abandonaré realmente, que el cuerpo puede marchitarse, pero el alma, al igual que el amor que compartimos, nunca muere.

Sin embargo, es inútil. Está cerrado. Es incapaz de oírme. Incapaz de sentirme.

Está convencido de que en adelante caminará solo por el mundo.

Y no tardo en volver a notar el tirón, esta vez con tanta fuerza que es imposible escapar de él.

Ese tirón me aparta de Alrik, me saca del pabellón de caza y me eleva hasta el cielo. Me hace girar a toda velocidad por los aires, entre las nubes, sobre los picos de las montañas. Contemplo con detenimiento una tierra muy distinta de la que yo veía, un lugar en el que todo desprende un brillo trémulo, en el que todo vibra y resplandece.

La verdad de nuestra existencia se me revela de forma tan clara que no puedo imaginarme por qué no la he visto antes.

Todos los seres vivos, plantas, animales y personas que habitan el planeta están conectados entre sí.

Todos somos uno.

Y aunque podamos entrar y salir de la existencia, nuestras almas, nuestra energía, nuestra esencia, nunca desaparece.

Somos seres infinitos, todos y cada uno de nosotros.

Esa comprensión me invade como un rayo que estalla sobre mi cabeza, y sé instintivamente que es la verdad.

La verdad que debo aprender.

La verdad que nunca debo permitirme olvidar, suceda lo que suceda a partir de este momento.

Y entonces, antes de que el siguiente pensamiento pueda formarse, atravieso el hermoso velo de luz dorada y vuelvo a encontrarme en un lugar que reconozco al instante.

Capítulo veintiuno

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