Chofer de taxi II
: «Hoy llevé unos pasajeros a Ezeiza y tuve suerte de levantar en seguida una pareja que venía a Buenos Aires. Era gente bien vestida, que parecía formal. En seguida se pusieron a quejarse de muchas cosas: una conversación a la que estamos acostumbrados. De ahí pasaron a decir que los argentinos éramos mentirosos y ladrones. Yo no sabía qué contestarles y empecé a notar que hablaban con una tonadita, por lo que entré a sospechar que eran extranjeros. Ellos mismos lo confirmaron pronto. Dijeron que ellos, los chilenos, estaban mejor armados que nosotros y que nos iban a aplastar como lo merecíamos, por 'malos perdedores' y fanfarrones. Yo todavía trataba de no enojarme y de ver cómo podía arreglarme para que esas palabras no fueran ofensivas. Pero la pareja insistía ya mí me subía la mostaza. ¿Qué le parece hablar así en la Argentina, que ahora estará un poco pobre y hasta en mala situación económica, pero que siempre fue considerada la Francia de América? Y mire el país que nos va a aplastar: Chile, una playita larga, un país de tercera categoría, o quizá de cuarta. Ellos seguían chumbando y yo juntando rabia, hasta que vi un patrullero, me le puse lado y les dije a los
chafes
: 'Llévense presa a esta pareja, que está hablando mal de la Argentina'. Vieran el disgusto que tuvieron los chilenos. Dijeron que ellos no habían hecho nada más que expresar una opinión y que no era posible que los llevaran a la comisaría por eso. En este punto se equivocaron, porque en un santiamén los acomodaron en el patrullero y se los llevaron a la comisaría, sin tan siquiera pedirme que pasara a declarar como testigo. Yo busqué un teléfono público y le hablé a la patrona. Le dije que nos preparara un almuerzo especial, porque me había ganado el día».
Abril 1978
.
Sueño contado y reflexión acerca de la naturaleza del cansancio
. Después de un día poco ajetreado, en que había dormido una larga siesta, por no saber qué hacer me acosté más temprano que de costumbre. Soñé que por una pendiente empinada subía a pie a un pueblito, tal vez europeo, en lo alto de una colina. Cuando ya no podía más de cansancio, vi que un ómnibus se detenía a mi lado. Con la mejor sonrisa el conductor me preguntó si no quería que me subiera. Acepté. Muy pronto llegamos arriba; demasiado pronto, porque no me había repuesto del cansancio y apenas podía incorporarme. Dije al conductor: «Perdone que tome tanto tiempo». Sonriendo afablemente me contestó: «Si tarda mucho, el que va a tener que perdonar es usted, porque voy a llevarlo abajo». Me levanté y salí como pude. Estaba demasiado cansado para continuar con el sueño, así que desperté. De nada sirvió. Seguía cansadísimo. Miré el reloj: eran las cinco; ya había dormido siete horas. ¿Por qué estaba cansado? Por el día anterior, no. ¿Por el esfuerzo de subir a la colina de mi sueño? Pero ¿no dicen que en un instante soñamos los sueños más largos? ¿Tuve ocasión y tiempo de cansarme tanto? ¿O ese cansancio mental? Mientras debatía estas cuestiones se me cerraron los ojos. Pasé por una variedad de sueños y, como siempre, desperté a las ocho, descansado.
Visita a los relojeros
. Vaya la relojería, a buscar un reloj en compostura, que debía estar listo ayer. Los relojeros (dos hermanos) hablan de la necesidad de alejarse de la ciudad y quieren saber si estuve en Mar del plata, o en el campo, y si no pasaré la Semana Santa afuera. Cómo sacar el tema sin parecer demasiado brusco. Finalmente junto coraje y digo:
—De mi reloj, ¿hay alguna noticia?
Uno de los relojeros lo busca, lo encuentra y me interroga:
—¿Usted lo necesita?
—Sí —contesto—. Para tenerlo en la mesa de luz.
—Entonces lo vaya hacer en seguida.
—Vendré a buscarlo dentro de una semana o dos.
—No, no. Se lo hago en seguida.
Me pregunto cómo debo interpretar esta declaración. Si espero un rato, ¿me llevaré el reloj?
—Que diga aquí
Luxor
—explica el relojero— no significa nada. Es un Angelus. Un reloj que hoy cuesta una millonada.
—¿Es bueno?
—Cómo le va. Tiene quince rubíes. Es tan bueno como cualquier reloj de pulsera. Yo trabajé para el importador, un señor… Un día fui a verlo y le dije: «Vengo por el aviso». Hablamos un rato y me tomó. No me pidió referencias. Dijo que le bastaba verme, que no necesitaba referencias. Yo trabajaba en casa y le llevaba el trabajo de varios días. Cuando lo visitaba, ¿sabe cómo lo encontraba?
—No.
—Florete en mano. Hacía esgrima. ¿Usted no tendrá las llaves que le faltan a este reloj?
—No. ¿Paso dentro de diez o quince días?
—Lo llamo por teléfono cuando esté listo.
El 3 de mayo de 1840 «cae asesinado por una partida de mazorqueros el coronel Francisco Lynch, en la misma noche en que se proponía emigrar a Montevideo. Había nacido en Buenos Aires, el 3 de agosto de 1795. Comenzó su carrera militar en 1813. Actuó en el combate de Martín García, a bordo del bergantín 'Nancy', y participó después en el sitio de Montevideo. En 1814 se incorporó al Ejército del Alto Perú e intervino después en la Guerra del Brasil. En 1831 fue nombrado comandante de matrículas y capitán del puerto de Buenos Aires. Fue dado de baja por decreto de Rosas del 16 de abril de 1835» (
La Prensa
del 3 de mayo de 1978).
Creo que fue antepasado mío por el lado de mi abuela materna, Hersilia Lynch de Casares. De chico, oí hablar de la espeluznante visita de la Mazorca y de cómo escondieron en el sótano un juego de platos de borde azul, color incriminatorio. Tengo en mi casa de Posadas 1650 entre seis y doce de esos platos.
Quisiera escribir un poema para despedirme del mundo; lo que dejaré: el olor a tostadas, la literatura inglesa, el sol en Niza, un diario y un banco en la Place Royale o en el Parc Beaumont de Pau.
Dos poemas de
Adiós a la vida
: uno de Gilbert, otro de Voltaire. El de Voltaire, más eficaz y puramente místico; el de Gilbert más ingenuo, menciona los bosques, el venle, el campo, imágenes que me parecen apropiadas para representar la nostalgia que muchos sentimos de acuerdo a ese umbral.
¿Te asombras, Marcial, de que no querramos a los médicos? Son ellos quienes nos anuncian que tenemos una enfermedad mortal es claro que lo hacen por si acaso: si sanamos, quedarán como salvadores, y si morimos, ya lo habrán pronosticado. No son muy nobles, por cierto, pero reconocemos que tampoco son astutos.
Hay infelices que de puro ignorantes no consultan al médico y siguen viviendo lo más tranquilos, sin saber que tienen una enfermedad mortal. Un día, a alguno de ellos un amigo médico lo persuade de que se haga revisar en algún hospital, donde burocráticamente lo preparan para la muerte, con los meritorios pero desagradables auxilios de la medicina. En el momento de entrar en el lugar aquel se le acaban los cortes, como dicen o decían nuestros malevos; los cortes, pero no los tajos, ni las transfusiones, ni los raspajes, ni la fiebre, ni las humillaciones, ni el suspenso (inútil) de esa película que siempre termina mal (nuestra vida); pero con ustedes al lado, peor.
7 junio 1978
. Sueño del mal fisonomista que está en vísperas una operación de próstata. Estoy a la entrada de un comercio que han saqueado; da a una calle de arcadas, probablemente la rue de Rivoli, de París. Hacia la izquierda huye una muchacha con el saco de cuero que robó. Pienso: «Si me quedo, todavÍa van a creer que estoy complicado en esto». Me voy por la derecha. Hacia mí viene otra muchacha. La conozco, pero —como soy mal fisonomista— no estoy seguro de reconocerla. Indudablemente es lindísima. ¿Será Julieta, que siempre me gustó tanto? Me dice: Qué suerte encontrarte. Quería decirte que estoy, nomás, embarazada. Le pregunté, con alguna alarma: «¿No querés tener el chico?». «Claro que sí», me dijo y desperté.
Recuerdo conversaciones con Drago, de épocas más lejanas. Éramos tan chicos que traté de convencerlo de que mi padre era el hombre más fuerte del mundo. Me parece que Drago se mostraba un poco escéptico, tendía a creer que el más fuerte era el suyo.
Recuerdo otra conversación, de años después, en que me jacté de escribir palabras difíciles. Ese día yo había aprendido la palabra
ojo
, que me parecía larga y complicada (con zonas oscuras).
Marta, el nombre de mi madre, era para mí una palabra de una blancura sólo comparable a las tranqueras de la entrada de nuestra estancia en Pardo. La A era blanca; la O, negra;
Adolfo
combinaba el blanco y el negro;
Esteban
era bayo;
Ester
, marrón;
Emilio
, verde azulado;
Luis
, plateado
; Irene
, gris y marrón;
Ricardo y Eduardo
, dorados. El color de
Emilio
me gustaba mucho.
Tarde o temprano llega el momento de pensar: «Ojalá que alguien me lo robe». Nadie te lo robará.
«No se propase». Expresión, por ahora, en desuso.
Mi pretensión (junio, 1978): pasar, cuanto antes, del mundo de los médicos al ancho mundo de la calle. Para logrado, ¿hay que dar un paso muy difícil? Como el que deberá dar, para llegar al río, el pescadito colorado que nada en la redoma. Si el pescadito fuera un poco más inteligente y ejerciera con mejor empeño su voluntad…
Converso, en la plaza, con dos choferes, mientras la perra Diana recorre el pasto, siguiendo olores. El más gordo de los choferes me dice:
—Viejo el perro. A ojo de buen cubero ha de tener sus diez o doce años.
—Es lo que yo calculo —le digo—. Llegó a casa, en Mar del Plata, a fines de la temporada del 69. Creo que tenía dos. Andaba perdida.
—La habían abandonado —dice el gordo.
—Evidentemente. Yo traté de rechazada porque no quería más perros. Uno se encariña y cuando se mueren es como si fuera alguien de la familia.
—Me va a decir a mí —dijo el gordo—. Hace veintitrés días se murió la gatita. Mi señora tuvo tres ataques; mi suegra no comió bocado por tres días y cuando mentábamos a la gatita no le miento, me temblaba la barba.
—La perra volvía todos los días. Realmente insistía en quedarse. Mi hija me dijo: «Es joven. Tiene toda la vida por delante. ¿Por qué no la guardamos?» Parece que fue ayer. Ahora vivimos en el temor de que se nos muera.
El chofer flaco dijo:
—Llame a un veterinario para que la sacrifique y asunto arreglado.
Para la segunda edición de mi
Diccionario del argentino exquisito
, para la palabra
oligarca
escribí la estrofa:
Señores, pasen a ver
,
el hambre inmensa que exhibe
un oligarca que vive
de una casa en alquiler
.
En ese tiempo los inquilinos abusaban descomedidamente de los propietarios. Con el libro en prensa debí suprimir la estrofa, porque la situación había cambiado: ahora la fuerza estaba del lado de los propietarios, que desalojaban a inquilinos que se tiraban por las ventanas, etcétera. Esos inquilinos y esos propietarios eran hijos de una misma ley atroz: la ley de alquileres, modelo de ley de Perón que enconó en bandos, para siempre, a los argentinos.
Entre las desdichas de la infancia, recuerdo la terapéutica de entonces: las dietas (no comer), que tenían la contraparte de una primera tostada, cuánta delicia, o de un puré. Las torturas que arrancaban lágrimas: desde los desasosegados
supos
(supositorios) hasta la descomunal
lavativa
(enema); los remedios de vísperas desconsoladas: la dulzona limonada Roget, el feo sulfato, el repugnante aceite de castor (o de ricino); unos instrumentos prestigiosamente desagradables: los paños embebidos de tintura de yodo que se ponían en el pecho y producían escozor; toda suerte de emparches; las ventosas; las botas Simón (envoltorios de algodón hidrófilo que abrigaban las piernas) contra la fiebre, las temidas inyecciones del doctor Méndez contra las gripes. ¿Por qué tantas lágrimas por estos malos trances? Primero, por miedo: el chico no tiene experiencia y no sabe hasta dónde van a llegar el dolor y la incomodidad; después (esto es una conjetura), porque los chicos (tal vez por la misma causa anterior) son más sensibles que nosotros al dolor y a la incomodidad. Si las señoras supieran cómo las odian algunos chicos a los que ellas por ternura estrujan la cara…
Sueño
. Avanzo por la calle que corre como Sarmiento, en sentido contrario (me alejo del Once, me acerco a Callao). No estoy perdido, aunque no sé bien dónde estoy. Paso varias bocacalles y por último la calle termina en una pared, donde hay una chimenea con adornos. Es un palier de ascensor. Hacia la izquierda, donde busco el ascensor, descubro que el piso no llega hasta la pared; por el hueco veo el piso de abajo, ahí están las puertas, como jaulas negras de hierro forjado, de los ascensores. Me dejo caer al piso de abajo; Silvina me sigue; resisto bien el golpe. Aprieto el botón de un ascensor; después, del otro. No funcionan. Ese palier no tiene otras puertas. No hay cómo volver arriba. Sonriendo, le digo a Silvina: «No te preocupes. No es más que un sueño». Despierto. La verdad es que por un rato no quiero dormirme, de miedo de encontrarme de nuevo en ese lugar.
Cuando me dicen que toda la culpa no la tiene Perón, que cada uno de nosotros tiene alguna culpa, me indigno. ¿Por qué he de cargar con culpas, con responsabilidades, yo que soy un individuo de vida privada, que siempre traté de no hacer mal a nadie? Pero si me dijeran que todos tenemos parte de la culpa de que este país no sea el que soñó Belgrano, acepto la acusación, avergonzado y contrito. Belgrano es el paradigma de nuestros próceres: el más noble, el más puro, el más valiente, el más modesto. De algún modo, todos los argentinos somos descendientes de Belgrano. Todos somos sus deudores, todos debiéramos imitar su ejemplo.
Mi amigo, en sus mocedades, visitaba la casa de un viejo caballero que era descendiente del prócer. Me dijo: «Era una buena persona. Era tan haragán que no leía diarios. Después de almorzar, se sentaba en un sillón y pedía que le sintonizaran la radio (todavía no había televisión). Él no sabía sintonizada. En realidad no sabía hacer nada, salvo enrollar paraguas. Ah, eso lo hacía muy bien, moviéndolos en su mano izquierda, en espirales de abajo arriba. El señor Belgrano me enseñó a enrollar paraguas».
Una operación
. La operación que me hicieron me sugirió la alegoría: Somos un barco. En alta mar, el primer ingeniero descubre que hay que arreglar la quilla. La abren. El agua entra a borbotones, avanza por todo el casco, inunda las calderas y la sala de máquinas. El peligro de naufragio es real. Finalmente cierran la brecha, sacan el agua. Hay máquinas que funcionan, pero de manera imperfecta. Así conseguimos llegar a puerto.