Si hubiera sido en cirugía la habrían arreglado en cinco segundos.
Entonces vio algo extraño.
Justo debajo y a la izquierda del bulto que era la cabeza del hombre había una mancha de color marrón en la sábana. La puerta se cerró tras ellos cuando Benke se agachó para mirar. La mancha crecía lentamente.
Está sangrando.
Benke no era de los que se amedrentaba fácilmente. Además, algo así ya había ocurrido antes. Probablemente alguna acumulación de sangre dentro del cráneo que se habría derramado cuando la camilla chocó contra el quicio de la puerta.
La mancha de la sábana crecía.
Benke fue hasta el armario de primeros auxilios y buscó esparadrapo quirúrgico y gasa. Siempre le había parecido cómica la presencia de un armario así en un sitio como éste, pero claro, estaba previsto para el caso de que alguna persona
viva
resultara herida allí dentro; que se pillara el dedo con una camilla o algo así.
Con la mano sobre la sábana justo encima de la mancha hizo acopio de fuerzas. Lógicamente no le daban miedo los cadáveres, pero aquél parecía que era la hostia. Y Benke se veía obligado a ponerle un esparadrapo. Sería a él a quien echarían la bronca si caía un montón de sangre en la cámara.
Así que tragó, y apartó la sábana.
La cara del hombre desafiaba toda descripción. Imposible comprender que hubiera
vivido
una semana con un rostro así. Allí no había nada que pudiera ser reconocido como humano, más que una oreja y un… ojo.
¿Es
que no habían podido… volver a ponerle los esparadrapos
?
El ojo estaba abierto. Lógicamente. Apenas tenía párpado con el que cerrarlo. Y estaba tan destrozado que parecía como si se hubiera producido una cicatrización dentro de la propia esclerótica.
Benke se desentendió de la mirada muerta y se concentró en lo que tenía que hacer. Parecía que el origen de la mancha era aquella herida del cuello.
Se oyó un suave goteo y Benke miró rápidamente alrededor. Joder. Seguro que estaba algo nervioso. Otra gota. Venía de sus pies. Miró hacia abajo. Una gota de agua cayó de la camilla y aterrizó en su zapato. Plop.
¿Agua?
Observó la herida que el hombre tenía en el cuello. Se había formado un charco debajo de ella y chorreaba por el borde de la placa. Plop.
Movió el pie. Una gota cayó sobre el suelo de cerámica. Plip.
Metió el dedo índice en el charco, se frotó el dedo índice con el pulgar. No era agua. Era algún líquido viscoso, denso y transparente. Nada que él pudiera reconocer.
Cuando volvió a mirar al suelo blanco, se había empezado a formar allí un pequeño charco. El líquido no era transparente, sino de color rosa pálido. Parecía como cuando separan la sangre en bolsas para las transfusiones. Lo que queda cuando los glóbulos rojos se van al fondo.
Plasma.
El hombre sangraba plasma.
Cómo podía ocurrir aquello, eso tendrían que explicarlo mañana los expertos, o, mejor dicho, hoy. Su trabajo era pararlo, de manera que no manchara el depósito. Tenía ganas de irse a casa ya. Meterse en la cama al lado de su mujer dormida, leer unas páginas de
Un ser abominable
y luego dormir.
Benke dobló la gasa hasta hacer una gruesa compresa y la puso sobre la herida. ¿Cómo cojones iba a pegar el esparadrapo? El hombre también tenía el resto del cuello destrozado y era difícil encontrar trozos de piel no dañados en los que sujetarlo. Le importaba un bledo. Se quería ir a casa ya. Cogió largas tiras de esparadrapo e hizo un remiendo de acá para allá en el cuello, un remiendo del que probablemente tendría que dar explicaciones, pero qué, joder.
Soy celador, no cirujano.
Cuando hubo colocado la compresa en su sitio, limpió la camilla y el suelo. Luego condujo el cadáver a la habitación número cuatro, se frotó las manos. Listo. Un trabajo bien hecho y una historia para contar en el futuro. Mientras echaba un último vistazo y apagaba, empezó a pulir las frases.
¿Os acordáis de aquel asesino que se tiró desde el último piso? Yo me tuve que ocupar de él después de aquello, y cuando lo conduje a la cámara frigorífica noté algo raro…
Cogió el ascensor hasta su sala, se lavó las manos con esmero, se cambió y, al salir, echó la bata a lavar. Bajó hasta el aparcamiento, se sentó en el coche y se fumó un cigarrillo con tranquilidad antes de arrancar. Cuando hubo apagado la colilla en el cenicero, que buena falta hacía vaciar, giró la llave y arrancó el coche.
El coche bramó, como solía ocurrir cuando hacía frío o había humedad. Pero siempre arrancaba. Sólo necesitaba montar algo de bronca antes. Cuando el brrrum, brrrum del tercer intento se transformó en un ruido restallante de motor, se acordó de ello.
No coagula.
No. Lo que fluía del cuello del hombre no iba a coagular bajo la compresa. Iba a empaparla y luego seguiría chorreando hasta el suelo, y cuando abrieran la puerta dentro de unas horas…
¡Joder!
Sacó la llave del coche y se la guardó cabreado en el bolsillo mientras se dirigía de vuelta al hospital.
El cuarto de estar no estaba tan vacío como la entrada y la cocina. Aquí había un sofá, una butaca y una mesa grande con un montón de cosas pequeñas encima. Había tres cajas de cartón apiladas una encima de otra al lado del sofá. Una lámpara de pie solitaria esparcía una luz débil y amarillenta sobre la mesa. Y eso era todo. Nada de alfombras, ni cuadros, ni tele. Delante de las ventanas colgaban unas mantas gruesas.
Parece como una cárcel. Una gran cárcel.
Oskar silbó, para probar. Pues sí. Había eco, pero no tanto. Probablemente por las mantas. Dejó su bolsa al lado de la butaca. El chasquido, cuando el herraje metálico de la parte inferior chocó contra el duro suelo de linóleo, resonó desolado.
Había empezado a mirar los objetos dispuestos sobre la mesa cuando Eli salió de la habitación de al lado, ahora vestida con una camisa de cuadros que le estaba demasiado grande. Oskar, abarcando con la mano el cuarto de estar, le preguntó:
—¿Os vais a mudar?
—No. ¿Por qué?
—No, lo suponía.
¿Os?
Cómo no lo había pensado antes. Oskar recorrió con la mirada las cosas que había encima de la mesa. Parecían juguetes, todos. Juguetes viejos.
—Ese viejo que vivía antes aquí, no
era
tu papá, ¿verdad?
—No.
—¿Él era también…?
—No.
Oskar asintió, volvió a recorrer el cuarto con la mirada. Era difícil imaginarse que alguien pudiera
vivir
así. A no ser que…
—¿Eres… pobre?
Eli se acercó a la mesa, cogió una cosa que parecía un huevo negro y se lo dio a Oskar. Él se inclinó hacia delante, lo puso bajo la lámpara para poder verlo mejor.
La superficie era rugosa, y cuando Oskar lo observó más de cerca vio que la recorrían cientos de complicadas guirnaldas de hilos de oro. El huevo era pesado, como si todo él estuviera hecho de algún metal. Oskar le dio vueltas y vio que los hilos de oro estaban incrustados en hendiduras poco profundas de la superficie. Eli se colocó a su lado y él volvió a sentir aquel olor… el olor a óxido.
—¿Cuánto crees que vale?
—No sé. ¿Mucho?
—Sólo hay dos. Si alguien tuviera los dos podría venderlos y comprar… una central nuclear, tal vez.
—¿Noo…?
—Sí, no sé. ¿Cuánto cuesta una central nuclear? ¿Cincuenta millones?
—Creo que cuestan… miles de millones.
—Bueno, no, entonces no se podría comprar eso.
—¿Y tú para qué quieres una central nuclear?
Eli se echó a reír.
—Cógelo entre las manos. Así. Cerradas. Y dale vueltas.
Oskar hizo como Eli le había dicho. Dio vueltas con cuidado al huevo entre las dos manos y notó como éste… explotaba y se desperdigaba en la palma de su mano. Resopló y apartó la mano que tenía encima. El huevo ya no era más que un montón de añicos en su mano.
—¡Perdón! Lo he hecho con cuidado, yo…
—¡Chist! Tiene que ser así. Trata de no perder ningún trozo. Ponlos aquí.
Eli señaló un papel blanco que había sobre la mesa del sofá. Oskar contuvo la respiración mientras echaba con cuidado los pedacitos brillantes que tenía en la mano. Cada trozo era más pequeño que una gota de agua y tuvo que frotarse la palma de la mano con los dedos de la otra para que cayeran todos.
—Se ha roto.
—Aquí. Mira.
Eli acercó la lámpara a la mesa y concentró su débil luz sobre el montón de fragmentos de metal. Oskar se agachó y miró. Un trozo, no mayor que una garrapata, estaba solo en el montón, y cuando lo observó de cerca pudo ver que tenía muescas y hendiduras en algunas aristas y casi microscópicas convexidades en forma de bombilla en otras. Entonces comprendió.
—Es un rompecabezas.
—Sí.
—¿Pero… puedes volver a juntarlo de nuevo?
—Eso creo.
—Debe de llevar una eternidad.
—Sí.
Oskar contempló otros trozos que estaban esparcidos al lado del montón. Parecían idénticos al primero, pero cuando los miró más detenidamente vio que había pequeñas variaciones. Las hendiduras no estaban exactamente en el mismo sitio, las convexidades tenían otro ángulo. Vio también un fragmento que tenía
una
cara lisa salvo un reborde de oro del grosor de un cabello. Un pedacito de la superficie del huevo.
Se desplomó en la butaca.
—Yo me volvería completamente loco.
—Imagínate el que lo
construyó.
Eli arqueó los ojos y sacó la lengua como si fuera Mudito, el enanito. Oskar se echó a reír. ¡Ja, ja! El sonido permaneció, vibrando en las paredes. Vacío. Eli se sentó en el sofá con las piernas cruzadas, mirándolo… expectante. Él apartó la vista y la dirigió a lo que había sobre la mesa, un paisaje de juguetes en ruinas.
Desolado.
De pronto volvió a sentirse tremendamente cansado. Ella no era «su chica», no podía serlo. Era… otra cosa. Había una gran distancia entre ellos que no se podía… cerró los ojos, se echó hacia atrás en la butaca y lo negro que apareció tras sus párpados era el espacio que los separaba.
Se adormeció, se deslizó en un sueño que duró un abrir y cerrar de ojos.
El espacio que los separaba se llenó de insectos feos y pegajosos que volaban hacia él, y cuando se acercaron vio que tenían dientes. Los espantó con la mano y se despertó. Eli estaba sentada en el sofá, mirándole.
—Oskar. Yo soy una persona, igual que tú. Piensa que tengo… una enfermedad muy poco común.
Oskar asintió.
Una idea quería abrirse paso. Algo. Una situación. No acababa de pillarlo. Lo dejó. Pero entonces apareció aquel otro pensamiento, el desagradable: que Eli sólo
disimulaba
, que dentro de ella había una persona muy vieja que lo observaba, que sabía todo y se burlaba de él para sus adentros.
No puede ser.
Por hacer algo rebuscó y sacó de su bolso el walkman, luego la cinta, leyó el texto: «Kiss:
Unmasked
»; le dio la vuelta: «Kiss:
Destroyer
», la volvió a poner.
Debería irme a casa.
Eli se inclinó hacia delante en el sofá.
—¿Qué es eso?
—¿Esto? Un walkman.
—¿Es para escuchar música?
—Sí.
No sabe nada. Es superinteligente y no sabe nada. ¿Qué hará durante el día? Dormir, claro. ¿Dónde tendrá el ataúd? Eso es. No durmió nunca cuando estuvo en mi casa. Sólo estuvo acostada en mi cama esperando a que se hiciera de día. Huir es vivir
…
—¿Me dejas probarlo?
Oskar le alargó el walkman. Ella lo cogió y parecía como si no supiera qué hacer con él, pero luego se colocó los auriculares en las orejas y lo miró como preguntándole. Oskar señaló los botones.
—Aprieta el que dice
play.
Eli observó los botones y apretó
play
. Oskar sintió una especie de tranquilidad. Aquello era normal, dejarle la música a un amigo. Se preguntaba qué le parecería Kiss a Eli.
Oskar podía oír desde su butaca el rasguear susurrante de guitarra, batería, voz. Eli había caído en medio de una de las canciones más duras.
Los ojos de la chiquilla se abrieron como platos, gritó de dolor y Oskar se asustó tanto que cayó de espaldas en la butaca. Ésta se columpió y casi se vuelca hacia atrás mientras él veía cómo Eli se quitaba los auriculares con tanta furia que se soltaron los cables; los tiró al suelo, se llevó las manos a los oídos gimiendo.
Oskar se quedó sentado con la boca abierta, mirando cómo los auriculares se estrellaban contra la pared. Se levantó y los recogió. Completamente estropeados. Los dos cables se habían soltado. Los puso sobre la mesa y se volvió a hundir en la butaca.
Eli se quitó las manos de los oídos.
—Perdón, yo… me hacía mucho daño.
—No importa.
—¿Era caro?
—No.
Eli alcanzó una caja de cartón, metió la mano y sacó unos cuantos billetes, se los dio a Oskar.
—Toma.
Él cogió los billetes, los contó. Tres billetes de mil y dos de cien. Sintió algo parecido al miedo, miró hacia las cajas de las que Eli había sacado el dinero, a Eli, a los billetes.
—Yo… me costó cincuenta coronas.
—Cógelo de todas formas.
—No, pero si… sólo han sido los auriculares los que se han roto, y esos…
—Te lo doy. ¿Por favor?
Oskar dudó, luego arrebujó los billetes y se los metió en el bolsillo del pantalón mientras calculaba su valor en hojas de propaganda.
Aproximadamente los sábados de un año, quizá… unas veinticinco mil hojas repartidas. Ciento cincuenta horas. Más. Una fortuna. Los billetes le rozaban un poco en el bolsillo.
—Pues gracias.
Eli asintió, cogió de la mesa algo que parecía una complicada maraña de nudos pero que probablemente sería un rompecabezas. Oskar la miraba mientras ella manipulaba los nudos. La cabeza inclinada, sus dedos largos y finos moviéndose entre los extremos del hilo. Él repasó todo lo que ella le había contado. Su padre, su tía en el centro, la escuela a la que iba. Mentira, todo.
¿Y de dónde ha sacado todo ese dinero? ¿Robado?
Aquella sensación resultaba tan nueva que al principio no comprendió qué era. Empezó como una especie de picor en la piel, pasó a la carne, lanzó después una flecha afilada y fría desde el estómago hasta la cabeza. Estaba… enfadado. Nada de desesperado o asustado. Enfadado.