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Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

Déjame entrar (3 page)

BOOK: Déjame entrar
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Retiró el papel de aluminio y colocó la botella en el suelo junto a las golosinas, se tumbó boca abajo en la cama y se puso a examinar su estantería. Una colección casi entera de los cómics
Kalla Kårar
, aquí y allá completada con
Rysare ur Kalla Kårar.

El grueso lo formaban dos bolsas de papel llenas de libros que compró por doscientas coronas a través de un anuncio en el periódico
Gula
. Había cogido el metro hasta Midsommarkransen y seguido las instrucciones hasta dar con el piso. El hombre que le abrió la puerta parecía gordo, demacrado y hablaba con la voz un poco silbante. Afortunadamente no había invitado a Oskar a pasar, sólo había llevado las bolsas con los libros hasta el rellano, cogido los dos billetes de cien con una inclinación de cabeza diciendo: «Que te diviertas» y había cerrado la puerta.

Entonces Oskar se puso nervioso. Había buscado durante meses los números antiguos de esos cómics en las librerías de viejo que había a lo largo de Götgatan. Por teléfono, el hombre había asegurado que se trataba de números atrasados. Le parecía que había sido demasiado fácil.

Tan pronto como Oskar estuvo fuera del alcance de su vista dejó las bolsas en el suelo y las revisó. No le habían engañado. Cuarenta y cuatro libros desde el número 2 hasta el 46.

Aquéllos no se podían comprar ya
. ¡Por doscientas coronas!

Como para no tener miedo de aquel hombre. Lo que había hecho no era ni más ni menos que robarle al troll su tesoro.

Sin embargo, no ganaban a su cuaderno de recortes.

Lo rebuscó en su escondite bajo un montón de tebeos. El mismo cuaderno en sí no era más que una libreta grande de dibujo que había mangado en Åhléns, en Vällingby, saliendo con ella bajo el brazo por todo el morro —¿quién dijo que era un cobarde?—, pero el contenido…

Desenvolvió el Dajm, le pegó un buen mordisco, disfrutó de aquel rechinar crujiente entre los dientes y abrió su cuaderno. El primer recorte era de la revista
Hemmets Journal
: la historia de una envenenadora de Estados Unidos de los años cuarenta. Había conseguido envenenar con arsénico a catorce viejos antes de que fuera encarcelada, juzgada y ejecutada en la silla eléctrica. Había pedido ser ejecutada con veneno, bastante comprensible, pero el Estado en el que había actuado empleaba la silla, y fue la silla.

Ése era uno de los sueños de Oskar: presenciar una ejecución en la silla eléctrica. Había leído que la sangre se empezaba a cocer, que el cuerpo se retorcía en ángulos imposibles. Se imaginaba también que el pelo se prendía, pero de esto no tenía confirmación escrita.

Absolutamente grandioso, de todos modos.

Siguió hojeando. El siguiente recorte era de
Aftonbladet
y trataba de un descuartizador sueco. Bastante mala la foto de carné. Parecía una persona cualquiera. Sin embargo había matado a dos chaperos en su propia sauna, los había descuartizado con una motosierra eléctrica y los había enterrado allí mismo. Oskar se comió el último bocado del Dajm mientras observaba detenidamente la cara de aquel hombre. Una persona cualquiera.

Podría ser yo dentro de veinte años.

Håkan había encontrado el sitio perfecto en el que permanecer al acecho, con una buena vista sobre el sendero del bosque en las dos direcciones. En el bosque, más adentro, descubrió una hondonada resguardada con un árbol en medio y había dejado allí la bolsa con las herramientas El pequeño frasco de halotano colgaba de una trabilla bajo el abrigo.

Ya no podía hacer más que esperar.

Yo también quise una vez ser mayor

y tan inteligente como mi padre y mi madre…

No había oído a nadie cantar esa canción desde que iba a la escuela. ¿Era de Alice Tegnér? Imagínate la cantidad de canciones bonitas desaparecidas que nadie cantaba ya. En general, cuántas cosas bonitas habían desaparecido.

Ningún respeto por lo bello. Era característico de la sociedad actual. Las obras de los grandes maestros podían emplearse a lo sumo como referencias irónicas, o como propaganda.
La creación de Adán
de Miguel Ángel, donde en vez del soplo de vida ponen un par de vaqueros.

Todo el mérito de la composición, como él lo veía, eran esos cuerpos monumentales que convergían sólo en dos dedos índices que casi, pero sólo casi, llegaban a tocarse. Entre ellos había un vacío milimétrico. Y en aquel espacio vacío: la vida. La grandeza escultural de la imagen y la riqueza de los detalles eran sólo un marco, un fondo para realzar mejor el vacío mínimo del centro. El punto vacío que contenía todo.

Y en su lugar habían colocado un par de vaqueros.

Alguien llegaba por el sendero. Se agachó con el corazón palpitándole en los oídos. No. Señor mayor con perro. Doble fallo. En parte por el perro, al que tendría que hacer callar primero; en parte, por la mala calidad.

Mucho ruido y pocas nueces. Alt.

Demasiados gritos para tan poca lana, dijo el que tomó por oveja a un cerdo. Alt.

Canta la rana y no tiene pelo ni lana.

Miró el reloj. En menos de dos horas se haría de noche. Si no llegaba nadie adecuado en una hora, tendría que coger al primero que pasase. Debía estar en casa antes de que oscureciera.

El hombre decía algo. ¿Le habría visto? No, hablaba con el perro.

—Sííí, vaya ganas que tenías de hacer pis, chiquitina. Cuando lleguemos a casa te voy a dar paté. Papá te dará una buena rodaja de paté.

El frasco de halotano se le clavó a Håkan en el pecho cuando se llevó las manos a la cabeza suspirando. Pobre hombre. Pobres de las personas que están solas en un mundo sin belleza.

Sintió frío. El viento se había vuelto más frío por la tarde y pensó en ir a buscar el chubasquero a la bolsa, ponérselo por encima para protegerse del viento. No. Eso le restaría movilidad cuando necesitaba actuar con rapidez. Además, podía despertar sospechas antes de tiempo.

Pasaron dos chicas de unos veinte años. No. No podía con dos. Captó algún fragmento de la conversación:

—… que ella se va a quedar… con él ahora.

—… un mono. Él tiene que comprender que él…

—… culpa de ella que… las píldoras…

—Pero está claro que él tiene que…

—… imagínate… ése como padre…

Alguna compañera que estaba embarazada. Un chico que no asumía su responsabilidad. Así estaban las cosas. Continuamente. Todos pensaban nada más que en sí mismos y en lo suyo.
Mi
felicidad,
mi
éxito era lo único que se oía. Amor es poner la vida a los pies del otro, y de eso son incapaces las personas de hoy día.

El frío penetraba en sus articulaciones, iba a actuar con torpeza hiciera lo que hiciera. Metió la mano dentro del abrigo, apretó la palanca del gas. Un ruido silbante. Funcionaba. Dejó de apretar.

Se dio unas palmadas en los costados. Ojalá venga alguien ahora. Solo. Miró el reloj. Media hora más. Ojalá venga alguien ahora. Por la vida y por el amor.

Mas de corazón niño yo quiero ser, pues de los niños el reino de Dios es.

Había empezado a anochecer cuando Oskar terminó de mirar su cuaderno de recortes y de comerse todas las golosinas. Como solía ocurrirle después de comer tantas chucherías, se sentía pesado y vagamente culpable.

Mamá no llegaría hasta dentro de dos horas. Entonces comerían. Después él haría los deberes de inglés y los de mates. Luego puede que leyera un libro, o que viera la tele con mamá. Nada especial por la tele esa noche. Más tarde tomarían un vaso de leche chocolateada y comerían unos bollos, hablarían un rato. Después se acostaría, le costaría quedarse dormido pensando en el día siguiente.

Si tuviera alguien a quien llamar. Podía, claro está, llamar a Johan con la esperanza de que no tuviera otra cosa mejor que hacer.

Johan iba a su clase y se lo pasaban bastante bien cuando estaban juntos, pero si podía elegir, no elegía a Oskar. Era Johan el que le llamaba cuando se aburría, no al revés.

El piso estaba en silencio. No pasaba nada. Las paredes de hormigón se le echaban encima. Estaba sentado en la cama con las manos en las rodillas, el estómago lleno de golosinas.

Como si fuera a ocurrir algo. Ahora.

Prestó atención. Un terror pegajoso se fue apoderando de él. Algo se acercaba. Un gas incoloro se filtraba a través de las paredes, amenazaba con tomar forma, engullirlo. Permaneció quieto, conteniendo la respiración y escuchando. Esperó.

El momento pasó. Oskar comenzó a respirar de nuevo.

Fue a la cocina, bebió un vaso de agua y sacó el cuchillo más grande que había en la placa magnética. Probó el filo en la uña del dedo gordo, como papá le había enseñado. Desafilado. Pasó el cuchillo por el afilador un par de veces y volvió a probar. Una viruta microscópica salió de la uña del dedo gordo.

Bien.

Envolvió el cuchillo con un periódico a modo de funda provisional, lo pegó con celo y se apretó el paquete entre la cintura del pantalón y la cadera izquierda. Sólo sobresalía el mango. Probó a andar. La hoja le impedía el movimiento de la pierna izquierda y lo inclinó a lo largo de la ingle. Incómodo, pero funcionaba.

En el pasillo se puso la cazadora. Entonces se acordó de todos los papeles de las golosinas que estaban esparcidos por el suelo de su habitación. Los recogió, hizo una pelota con ellos y se la metió en el bolsillo, no fuera a ser que mamá llegara a casa antes que él. Podría dejar los papeles debajo de alguna piedra en el bosque.

Comprobó una vez más que no había dejado ningún rastro.

El juego había empezado. Él era un temido asesino en serie. Había asesinado ya a catorce personas con su afilado cuchillo, sin dejar ni una sola pista tras de sí. Ni un pelo, ni un papel de golosinas. La policía le temía.

Ahora iría al bosque a buscar a su próxima víctima.

Curiosamente, ya sabía cómo se llamaba ésta, qué aspecto tenía: Jonny Forsberg, con el pelo largo y los ojos grandes y mezquinos. Iba a tener que rezar y suplicar por su vida, gritar como un cerdo, pero en vano. El cuchillo tendría la última palabra y la tierra iba a beber su sangre.

Oskar había leído esas palabras en algún libro, y le gustaron. «La tierra beberá su sangre».

Mientras cerraba la puerta de casa y llegaba a la del portal con la mano izquierda apoyada en el mango del cuchillo, iba repitiéndolas como si fueran un mantra:

La tierra beberá su sangre. La tierra beberá su sangre.

El arco por el que había entrado antes en el patio estaba en el extremo derecho del edificio, pero él fue a la derecha, pasó dos portales y salió por el paso por el que los coches tenían acceso a la zona. Abandonó la fortaleza interior. Cruzó la calle Ibsen y siguió cuesta abajo. Abandonó la fortaleza exterior. Siguió bajando hacia el bosque.

La tierra beberá su sangre.

Por segunda vez aquel día, Oskar se sintió casi feliz.

Quedaban sólo diez minutos del tiempo que Håkan se había fijado cuando un chico que iba solo apareció por el camino. Por lo que podía apreciar, de unos trece o catorce años. Perfecto. Había pensado bajar corriendo agachado hacia el otro extremo del camino y salir allí al encuentro de su elegido.

Pero ahora las piernas se le habían quedado totalmente bloqueadas. El chico avanzaba tranquilo por el camino y no había tiempo que perder. Cada segundo que pasaba reducía las posibilidades de una actuación sin mácula. Pero las piernas se negaban a moverse. Estaba allí paralizado mirando mientras el elegido, el perfecto, avanzaba, pronto a su misma altura, justo delante de él. Pronto demasiado tarde.

Tengo que. Tengo que. Tengo que.

Si no lo hacía, tendría que suicidarse. No podía llegar a casa sin aquello. Era así. El chico o él. Cuestión de elegir.

Se puso en movimiento demasiado tarde. Dando tropezones por el bosque llegó a la altura del muchacho en lugar de haber salido a su encuentro en el sendero, tranquilo y natural. Idiota. Patoso. Ahora el chaval podría sospechar, estar alerta.

—¡Oye! —le gritó—. ¡Perdona!

El chico se paró. Al menos no echó a correr, menos mal. Tenía que decir algo, preguntar algo. Avanzó hasta él, que permanecía a la espera en el camino.

—Sí, perdón, pero… ¿qué hora es?

El chaval miró de reojo el reloj de pulsera de Håkan.

—Sí, el mío se ha parado.

El chico parecía tenso mientras miraba su reloj de pulsera. No podía hacer otra cosa. Håkan metió la mano dentro del abrigo y puso el dedo índice sobre la palanca del dosificador mientras esperaba la respuesta del chico.

Oskar bajó hasta la imprenta y torció por el sendero del bosque. La pesadez de estómago había desaparecido, sustituida por una tensión embriagadora. En el camino de bajada hacia el bosque la fantasía lo había envuelto y ahora era realidad.

Veía el mundo con los ojos de un asesino, o tanto como la fantasía de un niño de trece años podía captar de los ojos de un asesino. Un mundo bello. Un mundo en el que él tenía el control, que temblaba ante su decisión.

Avanzó por el camino del bosque, buscando a Jonny Forsberg.

La tierra beberá su sangre.

Empezaba a anochecer y los árboles le rodeaban como una muchedumbre muda, expectantes ante el más mínimo movimiento del criminal, temerosos de que alguno de ellos fuera el elegido. Pero el asesino se movía entre ellos, ya había vislumbrado a su víctima.

Jonny Forsberg se encontraba en un montículo a unos cincuenta metros del camino. Tenía las manos en las caderas, su sonrisa socarrona estampada en la cara. Creía que iba a pasar lo de siempre. Que le forzaría a tirarse al suelo y, agarrándole de la nariz, le metería agujas de pino y musgo en la boca, o algo por el estilo.

Qué equivocado estaba. No era Oskar quién llegaba, era el Asesino, y las manos del Asesino asieron con fuerza el mango del cuchillo, preparándose.

El Asesino avanzó despacio, con dignidad, hasta llegar frente a Jonny Forsberg, y mirándole a los ojos dijo:

—Hola, Jonny.

—Hola, Cerdito. ¿Te dejan estar fuera tan tarde?

El Asesino sacó su cuchillo. Y lo clavó.

—Las cinco y cuarto, o así.

—Vale. Gracias.

El chico no se iba. Se quedó parado mirando a Håkan, que intentaba dar un paso. Estaba quieto, siguiéndole con la mirada. Esto se iba a la mierda. Desde luego el chaval sospechaba algo. Una persona había salido con mucho jaleo de en medio del bosque para preguntar la hora y ahora estaba allí como Napoleón con la mano dentro del abrigo.

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