Cuentos esenciales (90 page)

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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

BOOK: Cuentos esenciales
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EL ALBERGUE
*

Como todas las hospederías de madera que se encuentran en los Hautes-Alpes, al pie de los glaciares, en esos rocosos y desnudos pasadizos que cortan las blancas cimas de las montañas, el albergue de Schwarenbach sirve de refugio a los viajeros que siguen el paso de la Gemmi.

Permanece abierto durante seis meses, habitado por la familia de Jean Hauser; luego, cuando se acumulan las nieves, llenando el valle y haciendo impracticable el descenso a Loëche, las mujeres, el padre y los tres hijos se marchan, y dejan para guardar la casa al viejo guía Gaspard Hari con el joven guía Ulrich Kunsi, y Sam, el perrazo montañés.

Los dos hombres y el animal permanecen hasta la primavera en esa cárcel de nieve, sin tener ante los ojos más que la inmensa y blanca pendiente del Balmhorn, rodeados de cumbres pálidas y brillantes, encerrados, bloqueados, enterrados bajo la nieve que asciende en torno a ellos, envuelve, aprisiona, aplasta la casita, se amontona sobre la techumbre, llega hasta las ventanas y tapia la puerta.

Aquél era el día en que la familia Hauser iba a regresar a Loëche, pues tenían el invierno encima y el descenso se volvía peligroso.

Tres mulos partieron por delante, cargados de hatos de ropa y de equipajes y conducidos por los tres hijos. Luego la madre, Jeanne Hauser, y su hija Louise se montaron en el cuarto mulo, y se pusieron a su vez en camino.

El padre les seguía acompañado de dos guardas que tenían que escoltar a la familia hasta lo alto de la pendiente.

Primero bordearon la laguna, helada ahora al fondo de la gran hondonada de rocas que se extiende delante del albergue, luego siguieron el valle blanco como una sábana y dominado por todas partes por las cumbres nevadas.

Inundaba el sol aquel albo desierto refulgente y helado, encendiéndolo de una llama cegadora y fría; ningún signo de vida aparecía en aquel océano montañoso; ningún movimiento en aquella inmensa soledad; ningún ruido que turbara el profundo silencio.

Poco a poco, el joven guía Ulrich Kunsi, un suizo alto de esbeltas piernas, dejó atrás a Hauser padre y al viejo Gaspard Hari para alcanzar al mulo que llevaba a las dos mujeres.

La más joven le miraba llegar, parecía llamarle con su triste mirada. Era una joven campesina rubia, cuyas mejillas lechosas y pálidos cabellos parecían descoloridos por su larga permanencia en medio de los hielos.

Una vez que hubo alcanzado a la bestia que la llevaba, apoyó una mano sobre la grupa y demoró el paso. La madre se puso a hablar con él, enumerando con infinitos detalles todas las recomendaciones que había que tener en cuenta en la hibernación. Era la primera vez que se quedaba allá arriba, mientras que el viejo Hari había pasado ya catorce inviernos bajo la nieve en el albergue de Schwarenbach.

Ulrich Kunsi escuchaba, sin dar la impresión de entender, y miraba sin cesar a la muchacha. De vez en cuando respondía: «Sí, señora Hauser». Pero parecía ausente y su sereno rostro permanecía impasible.

Llegaron al lago de Daube, cuya vasta superficie helada se extendía, totalmente llana, al fondo del valle. A la derecha, el Daubenhorn mostraba sus negras rocas que se alzaban verticales al lado de las enormes morrenas del glaciar de Lœmmern que dominaba el Wildstrubel.

Cuando se acercaban al puerto de la Gemmi, donde comienza la bajada a Loëche, descubrieron de repente el inmenso horizonte de los Alpes del Valais, de los que los separaba el profundo y amplio valle del Ródano.

Había, a lo lejos, una multitud de blancas cumbres, desiguales, chatas o puntiagudas y relucientes bajo el sol: el Mischabel, con sus dos cuernos, el imponente macizo del Wissehorn, el amazacotado Brunnegghorn, la alta y temible pirámide del Cervin, ese asesino de hombres, y el Dent-Blanche, esa monstruosa coqueta.

Luego, por debajo de ellos, en un inmenso pozo, al fondo de una sima pavorosa, vieron Loëche, cuyas casas parecían granitos de arena arrojados en esa grieta enorme que limita y cierra la Gemmi, y que se abre, allí abajo, al Ródano.

El mulo se detuvo al borde del sendero que va, serpenteando con continuas vueltas y revueltas, fantástico y maravilloso, a lo largo de la montaña cortada a pico, hasta ese pueblecito casi invisible, a su pie. Las mujeres saltaron a la nieve.

Los dos viejos les habían dado alcance.

—Vamos —dijo Hauser padre—, adiós y ánimo, hasta el año que viene, amigos.

Gaspard Hari repitió:

—Hasta el año que viene.

Se abrazaron. Luego la señora Hauser presentó, a su vez, las mejillas; y la muchacha hizo otro tanto.

Cuando le llegó la vez a Ulrich Kunsi, murmuró al oído de Louise:

—No olvidéis a los de ahí arriba.

Ella respondió un «no» tan quedo que él lo intuyó sin oírlo.

—Bueno, adiós —repitió Jean Hauser— y cuidaos mucho.

Y, pasando por delante de las mujeres, inició el descenso.

No tardaron en desaparecer los tres en el primer recodo del camino.

Y los dos hombres iniciaron el regreso hacia el albergue de Schawarenbach.

Caminaban despacio, cuesta tras cuesta, sin decirse nada. Se había acabado, se quedarían solos, cara a cara, cuatro o cinco meses.

Luego Gaspard Hari se puso a contar su vida durante el invierno anterior. Se había quedado con Michel Canol, demasiado mayor ya para empezar de nuevo, pues durante esa larga soledad puede producirse algún accidente. No se habían aburrido, por lo demás; todo consistía en verle el lado bueno desde el primer día; y uno terminaba por inventarse distracciones, juegos, muchos pasatiempos.

Ulrich Kunsi le escuchaba, con la mirada gacha, siguiendo en su imaginación a los que descendían hacia el pueblo por todas las recortaduras de la Gemmi.

No tardaron en divisar el albergue, apenas visible, tan diminuto, un punto negro al pie de la monstruosa ola de nieve.

Cuando abrieron, Sam, el perrazo de rizada pelambre, se puso a dar saltos en torno a ellos.

—Vamos, hijo —dijo el viejo Gaspard—, ahora ya no tenemos a las mujeres y hay que preparar la cena, así que pela tú las patatas.

Y los dos, sentándose en unos taburetes de madera, comenzaron a echar caldo a las sopas.

La mañana del día siguiente le pareció larga a Ulrich Kunsi. El viejo Hari fumaba y escupía dentro del hogar, mientras el joven miraba por la ventana la deslumbrante montaña que había enfrente de la casa.

Salió por la tarde y, rehaciendo el trayecto de la víspera, buscaba en el suelo el rastro de los cascos del mulo que había llevado a las dos mujeres. Luego, tras llegar al puerto de la Gemmi, se tumbó boca abajo al borde del abismo y contempló Loëche.

No estaba aún el pueblo, en su pozo rocoso, sepultado por la nieve, por más que estuviera ya muy cerca, pero detenida en seco por los bosques de abetos que protegían los alrededores. Sus casas bajas parecían, desde allí arriba, piedras en un prado.

La joven de los Hauser se encontraba, en aquel momento, en una de esas casas grises. ¿Cuál? Ulrich Kunsi estaba demasiado lejos para distinguir unas de otras. ¡Cuánto le hubiera gustado bajar mientras ello era aún posible!

Pero el sol había desaparecido ya tras la gran cima del Wildstrubel; y el joven regresó. Gaspard Hari estaba fumando. Al ver de vuelta a su compañero, le propuso jugar una partida a las cartas; y se sentaron uno enfrente del otro a ambos lados de la mesa.

Jugaron largo rato a un sencillo juego llamado la brisca, y luego, tras haber cenado, se acostaron.

Los días siguientes fueron parecidos al primero, claros y fríos, sin nieve nueva. El viejo Gaspard se pasaba las tardes observando las águilas y las raras aves que se aventuran por aquellas cimas heladas, mientras que Ulrich volvía habitualmente al puerto de la Gemmi para contemplar el pueblo. Luego jugaban a las cartas, a los dados, al dominó, ganaban y perdían pequeños objetos para dar aliciente a la partida.

Una mañana, Hari, tras levantarse el primero, llamó a su compañero. Una blanca nube algodonosa, movediza, enorme y ligera, se abatía sobre ellos, en torno a ellos, sin ruido, los sepultaba poco a poco bajo un tupido y sordo colchón de espuma. Ello duró cuatro días y cuatro noches. Fue preciso liberar puerta y ventanas, abrir un pasillo y hacer unos escalones para salir de entre aquel polvo de hielo que doce horas de helada había vuelto más duro que el granito de las morrenas.

Entonces vivieron como prisioneros, sin aventurarse ya casi nunca fuera de su morada. Se habían repartido las tareas domésticas que cumplían regularmente. Ulrich Kunsi se ocupaba de la limpieza, de la colada, de todos los cuidados y de todos los trabajos de saneamiento. Era también quien cortaba la leña, mientras que Gaspard Hari se encargaba de la cocina y mantenía vivo el fuego. Sus labores, regulares y monótonas, se veían interrumpidas por las largas partidas de cartas o de dados. Nunca se peleaban, eran los dos tranquilos y plácidos. Tampoco nunca mostraban impaciencia, mal humor, ni soltaban palabras agrias, pues habían hecho provisión de resignación para esa hibernación en las cumbres.

A veces, el viejo Gaspard cogía su rifle y se iba en busca de gamuzas; mataba alguna de tanto en tanto. Había entonces fiesta en el albergue de Schwarenbach y un gran festín de carne fresca.

Una mañana, partió así. El termómetro del exterior marcaba dieciocho grados bajo cero. No había salido aún el sol, el cazador esperaba sorprender a los animales en las inmediaciones del Wildstrubel.

Tras quedarse solo, Ulrich permaneció acostado hasta las diez. Era un dormilón nato; pero no se hubiera atrevido a entregarse de aquel modo a su inclinación en presencia del viejo guía siempre muy activo y madrugador.

Desayunó sin prisas con Sam, que pasaba también sus días y sus noches dormitando delante del fuego; luego se sintió triste, incluso asustado de la soledad, y dominado por la necesidad de la diaria partida de cartas, como se está dominado por el deseo de un hábito invencible.

Entonces salió para ir al encuentro de su compañero, que tenía que regresar a las cuatro.

La nieve había nivelado todo el profundo valle, colmando las grietas, borrando los dos lagos, acolchando las rocas, formando, entre las altísimas cimas, una vastísima cuenca blanca regular, deslumbrante y helada.

Hacía tres semanas que Ulrich no había vuelto al borde del abismo desde donde contemplaba el pueblo. Quiso volver allí antes de subir las pendientes que llevaban al Wildstrubel. Ahora también Loëche estaba bajo la nieve y resultaban ya irreconocibles las casas, enterradas bajo el pálido manto.

Luego, torciendo a la derecha, llegó al glaciar de Lœmmern. Caminaba con su paso largo de montañero, golpeando con su bastón herrado la nieve tan dura como la piedra. Y buscaba con su mirada penetrante el puntito negro y móvil, a lo lejos, sobre aquel inmenso manto.

Cuando estuvo al borde del glaciar, se detuvo, preguntándose si el viejo había tomado ese camino; luego echó a andar a lo largo de las morrenas con paso más rápido y más inquieto.

Disminuía la luz; la nieve se volvía rosácea; soplaba un viento seco y helado en bruscas ráfagas sobre su superficie de cristal. Ulrich lanzó un grito de llamada agudo, vibrante, prolongado. La voz voló en el silencio sepulcral en que dormían las montañas; corrió a lo lejos, sobre las olas inmóviles y profundas de algodón helado, como un grito de ave sobre las olas del mar; luego se apagó y nadie le respondió.

Echó a andar de nuevo. El sol se había puesto, allá lejos, tras las cimas que los reflejos del cielo empurpuraban aún; pero las profundidades del valle se tornaban grises. Y el joven tuvo de repente miedo. Le pareció que el silencio, el frío, la soledad, la muerte invernal de esos montes penetraban en él, iban a detener y helar su sangre, a enrigidecer sus miembros, a hacer de él un ser inmóvil y helado. Y echó a correr, huyendo hacia su morada. El viejo, pensaba, habría vuelto durante su ausencia. Debía de haber tomado otro camino; estaría sentado delante del fuego con una gamuza muerta a sus pies.

No tardó en ver el albergue. No salía nada de humo de él. Ulrich corrió más rápido, abrió la puerta. Sam se precipitó hacia él para hacerle fiestas, pero Gaspard Hari no había vuelto.

Espantado, Kunsi daba vueltas sobre sí mismo, como esperando descubrir a su compañero escondido en algún rincón. Luego encendió el fuego e hizo las sopas, esperando en todo momento ver volver al anciano.

De vez en cuando, salía para mirar si aparecía. Había caído la noche, la noche macilenta de las montañas, la noche pálida, la noche lívida que iluminaba, al borde del horizonte, una media luna amarilla y fina presta a desaparecer tras las cumbres.

Luego el joven volvía adentro, se sentaba, se calentaba los pies y las manos pensando en los posibles accidentes.

Gaspard había podido romperse una pierna, caer en un hoyo, dar un paso en falso que le habría torcido el tobillo. Y permanecería tendido en la nieve, apresado, rígido por el frío, el alma llena de angustia, perdido, pidiendo quizá auxilio a gritos, llamando con toda la fuerza de su garganta en medio del silencio de la noche.

Pero ¿dónde? La montaña era tan vasta, tan escabrosa, tan peligrosa en los alrededores, sobre todo en esa estación, que habrían hecho falta diez o veinte guías y caminar durante ocho días en todas direcciones para dar con un hombre en esa inmensidad.

Ulrich Kunsi, sin embargo, se decidió a partir con Sam si Gaspard Hari no volvía entre medianoche y la una de la mañana.

E hizo los preparativos.

Metió víveres para dos días en una alforja, cogió sus botas con crampones, enrolló en torno a su cintura una larga cuerda, delgada y resistente, comprobó el estado de su bastón alpino y del pico que sirve para hacer escalones en el hielo. Luego esperó. El fuego ardía en el hogar; el perrazo roncaba ante la claridad de la llama; el reloj latía como un corazón con sus golpes regulares en su caja de madera sonora.

Esperaba, aguzando el oído a los ruidos lejanos, estremeciéndose cuando un ligero viento rozaba la techumbre y los muros.

Cuando el reloj dejó oír el tintineo de la una, se puso en pie, despertó a Sam, abrió la puerta y marchó en dirección al Wildstrubel. Durante cinco horas, subió, escalando rocas con la ayuda de sus crampones, cortando el hielo, avanzando siempre y a veces jalando, con el cabo de su cuerda, al perro que había quedado abajo de una escarpadura demasiado empinada. Serían en torno a las seis cuando alcanzó una de las cumbres adonde el viejo Gaspard iba a menudo en busca de gamuzas.

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