Cuentos completos (49 page)

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Authors: Edgar Allan Poe

Tags: #Relato

BOOK: Cuentos completos
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—Tómeme el pulso —me dijo.

Así lo hice y, a decir verdad, no advertí la menor indicación de fiebre.

—Es posible estar enfermo y no tener fiebre —insistí—. Permítame, por esta vez, ser su médico. Ante todo, vaya a acostarse. Y luego…

—Se equivoca usted —dijo Legrand—. Me siento tan bien como es posible estarlo con la excitación que me domina. Si realmente desea mi bien, ayúdeme a terminar con ella.

—¿Y cómo es posible?

—Muy sencillamente. Júpiter y yo partimos a una expedición a las colinas, en tierra firme, y nos hace falta la ayuda de una persona en quien podamos confiar. Usted es esa persona. Triunfemos o no, la excitación que ahora me domina cesará igualmente.

—Tengo el mayor deseo de serle útil —repuse—, pero… ¿quiere usted dar a entender que este infernal escarabajo se relaciona con nuestra expedición a las colinas?

—Por supuesto.

—Entonces, Legrand, no tomaré parte en tan absurda empresa.

—Lo siento… lo siento muchísimo… porque tendremos que arreglárnoslas solos.

—¡Solos! ¡Ah, seguramente este hombre se ha vuelto loco! ¡Espere! ¿Cuánto tiempo durará su ausencia?

—Probablemente toda la noche. Saldremos en seguida y, pase lo que pase, estaremos de vuelta a la salida del sol.

—¿Me promete usted, por su honor que una vez acabado este capricho suyo, y liquidado el asunto del insecto (¡santo Dios!), volverá a casa y seguirá al pie de la letra mis prescripciones y las de su médico?

—Sí, lo prometo. Y ahora vámonos, porque no hay tiempo que perder.

Profundamente deprimido, acompañé a mi amigo. A eso de las cuatro, Legrand, Júpiter y yo nos pusimos en marcha, llevando también al perro. Júpiter se encargó de la guadaña y las palas e insistió en acarrear con todo, creo que más por miedo de que alguno de esos implementos quedara en manos de su amo que por exceso de complacencia. Estaba muy malhumorado, y «maldito bicho» fueron las únicas palabras que brotaron de sus labios durante todo el viaje. Por mi parte, me habían confiado un par de linternas sordas, mientras Legrand se contentaba con el escarabajo, que había atado al extremo de un hilo y hacia girar a su alrededor mientras andaba, con aire de prestidigitador. Cuando reparé en esta última y clara prueba de la demencia de mi amigo, apenas pude contener las lágrimas. Me pareció, sin embargo, preferible seguirle la corriente, al menos por el momento, hasta que pudiese adoptar medidas más enérgicas con garantías de buen resultado. Inútilmente traté de sondearlo sobre los propósitos de la expedición. Una vez que hubo logrado convencerme de que lo acompañara, no parecía dispuesto a mantener conversación sobre ningún tema menudo, y a todas mis preguntas respondía invariablemente: «¡Ya veremos!».

Por medio de un esquife cruzamos el arroyo en la punta de la isla y, remontando las onduladas colinas de la orilla opuesta, nos encaminamos hacia el noroeste, atravesando una región tan salvaje como desolada, donde era imposible descubrir la menor huella de pie humano. Legrand rompía la marcha con gran decisión, deteniéndose aquí y allá para consultar ciertas indicaciones en el terreno, que supuse había hecho él mismo en una ocasión anterior.

De esta manera avanzamos durante unas dos horas, y el sol se ponía cuando entramos en una zona muchísimo más desolada de lo que habíamos visto hasta entonces. Era una especie de meseta, cerca de la cima de un monte casi inaccesible, cuyas laderas aparecían densamente arboladas y sembradas de enormes peñascos que daban la impresión de estar sueltos en el suelo, y a los que sólo el soporte de los troncos impedía rodar a los valles inferiores. Profundos precipicios en distintas direcciones daban a aquel escenario un aire todavía más grande de solemnidad.

La plataforma natural a la que habíamos trepado estaba cubierta de espesas zarzas, a través de las cuales hubiera sido imposible pasar de no tener con nosotros la guadaña. Bajo las órdenes de su amo, Júpiter empezó a abrir un camino en dirección a un gigantesco tulípero, que se alzaba allí en unión de unos ocho o diez robles, sobrepasándolos a todos (como hubiera sobrepasado a cualquier otro árbol) por la belleza de su follaje, su forma, la enorme extensión de las ramas y su majestuosa apariencia.

Una vez llegados al pie del tulípero, Legrand se volvió a Júpiter y le preguntó si se animaba a trepar a la copa. El buen viejo se quedó un tanto aturdido y no contestó al principio. Acercose por fin al enorme árbol, dio lentamente la vuelta, examinándolo minuciosamente. Terminado el escrutinio, se limitó a decir:

—Sí, massa. Júpiter puede treparse a cualquier árbol del mundo.

—Pues arriba entonces, y lo antes posible, porque está oscureciendo y pronto no veremos nada.

—¿Cuánto tengo que subir, massa? —inquirió Júpiter.

—Empieza por el tronco, y ya te diré qué camino tienes que tomar… ¡Espera un momento! Llévate el escarabajo contigo.

—¿El bicho, massa Will? ¿El bicho de oro? —gritó el negro—. ¿Que trepe con él? ¡Maldito si lo hago…!

—Si tienes miedo, Jup, un negro tan grande y fuerte como tú, de llevar en la mano un pequeño escarabajo muerto e inofensivo… ¡Mira, si puedes tenerlo de la punta del hilo! De todas maneras, si no subes con él en una forma u otra me veré en la necesidad de romperte la cabeza con esta pala.

—¿Por qué se pone así, massa? —se quejó Jup, evidentemente avergonzado y dispuesto a someterse—. ¡Siempre anda buscando camorra a su pobre negro! Si solamente bromeaba… ¿Yo tener miedo del bicho? ¿Qué me importa a mí el bicho?

Y tomando con todo cuidado el extremo del hilo, para mantener al insecto lo más alejado posible de su persona, se dispuso a trepar al árbol.

El tulípero —
Liliodendron Tulipiferum
—, el más magnífico de los árboles americanos, tiene cuando es joven un tronco particularmente liso, que con frecuencia se alza a gran altura sin ninguna rama lateral; pero al envejecer la corteza se vuelve irregular y nudosa, a la vez que surgen en el tronco diversas ramas cortas. Por eso, en el presente caso, la dificultad de trepar era más aparente que real. Abrazando como mejor podía, con brazos y rodillas, el enorme cilindro, buscando con las manos algunas saliencias y apoyando en otras sus pies descalzos, Júpiter logró encaramarse, por fin, hasta la primera bifurcación, después de estar a punto de caerse una o dos veces, y pareció considerar que su tarea terminaba allí. En realidad, el peligro mayor de la empresa había pasado, aunque el peligro se hallaba a unos sesenta o setenta pies de altura.

—¿Para dónde tengo que ir ahora, massa Will? —preguntó.

—Sigue la rama más gruesa… la de este lado —indicó Legrand.

El negro le obedeció prontamente y, al parecer, con poco trabajo; trepó cada vez más alto, hasta que dejamos de ver su figura rampante entre el denso follaje que la envolvía. Pero su voz no tardó en llegarnos desde lo alto:

—¿Cuánto más tengo que subir?

—¿A qué altura estás? —preguntó Legrand.

—Tan alto, tan alto, que puedo ver el cielo entre las hojas del árbol.

—No te ocupes del cielo, pero escucha bien lo que te digo. Mira hacia abajo y cuenta las ramas que hay debajo de ti, de este lado. ¿Cuántas ramas pasaste?

—Una, dos, tres, cuatro, cinco… Pasé cinco grandes ramas, massa, de este lado.

—Entonces sube una más.

Pocos minutos más tarde oímos otra vez la voz de Júpiter, anunciando que había llegado a la séptima rama.

—¡Ahora escucha, Jup! —gritó Legrand, evidentemente muy excitado—. Quiero que avances lo más que puedas por esa rama. Si ves algo raro, avísame.

A esta altura, las pocas dudas que aún podía tener sobre la demencia de mi pobre amigo se habían disipado. No quedaba otro remedio que declararlo insano, y empecé a preocuparme seriamente sobre la forma de llevarlo a casa. Mientras reflexionaba se oyó nuevamente la voz de Júpiter:

—Tengo mucho miedo de seguir por esta rama… Es una rama muerta, massa.

—¿Dijiste que es una rama
muerta
, Júpiter? —gritó Legrand con voz temblorosa.

—Sí, massa, muerta y bien muerta… Terminada para siempre, la pobre…

—En nombre del cielo, ¿qué voy a hacer? —exclamó Legrand, sumido en la más grande desesperación.

—¿Qué va a hacer? —dije, aprovechando la posibilidad de intercalar una frase—. ¡Pues… volver a casa y acostarse! ¡Vamos, ahora mismo! Se está haciendo tarde y, además, no se olvide de su promesa.

—¡Júpiter! —gritó él, sin prestarme la menor atención—. ¿Me oyes?

—Sí, massa Will, lo oigo muy bien.

—Prueba la madera con tu cuchillo y fíjate si está
muy
podrida.

—Está podrida, massa, eso es seguro —repuso el negro después de un momento—. Pero no tan podrida que no pueda aventurarme un poquitín más por la rama, si voy solo.

—¡Si vas solo! ¿Qué quieres decir?

—Quiero decir el bicho de oro. Es un bicho
muy
pesado. Pongamos que lo dejo caer, y entonces la rama aguantará muy bien el paso de un negro sólo.

—¡Maldito bribón! —gritó Legrand, que parecía muy aliviado—. ¿Qué clase de disparates estás diciendo? ¡Si llegas a soltar ese escarabajo te retuerzo el pescuezo! ¡Júpiter! ¿Me oyes?

—Sí, massa, no hay que hablar de ese modo a un pobre negro.

—¡Bueno, escucha! Si te aventuras lo más que puedas por la rama y no dejas caer el insecto, tan pronto hayas bajado te regalaré un dólar de plata.

—¡Ya estoy andando, massa Will! —replicó el negro con gran prontitud—. ¡Ya llegué casi a la punta!

—¡
Casi a la punta
! —aulló Legrand—. ¿Quieres decir que estás en la punta de esa rama?

—Pronto voy a llegar, massa… ¡
Ooooh
…! ¡Dios me proteja…! ¿Qué es esto que hay en el árbol?

—¡Y bien! —gritó Legrand, en el colmo del júbilo—. ¿Qué es lo que hay?

—¡Es… es una calavera! Alguien dejó su cabeza en el árbol y los cuervos se comieron toda la carne.

—¿Una calavera, dices? ¡Perfecto! ¿Cómo está sujeta a la rama?

—Voy a ver, massa… Pues es muy curioso, sí, señor; muy curioso… Hay un gran clavo en la calavera, que la tiene sujeta al árbol.

—Bueno, Júpiter, ahora haz exactamente lo que voy a decirte. ¿Me oyes?

—Sí, massa.

—Presta atención entonces. Primero busca el ojo izquierdo del cráneo.

—¡Hum…! ¡Vaya…! ¡Esto sí que es curioso! ¡No tiene ojo izquierdo!

—¡Maldita sea tu estupidez! ¡El agujero donde estaba el ojo! ¡Oye! ¿Sabes distinguir tu mano derecha de la izquierda?

—¡Oh, sí, massa! Lo sé muy bien. La mano izquierda es la que uso para hachar la leña.

—Perfecto: ya sé que eres zurdo. Pues tu ojo izquierdo está del mismo lado que tu mano izquierda. Supongo que ahora sabrás encontrar el ojo izquierdo del cráneo o el sitio donde estuvo el ojo. ¿Ya lo tienes?

Siguió una larga pausa, tras de la cual dijo, por fin, el negro:

—¿El ojo izquierdo de la calavera está del mismo lado que la mano izquierda de la calavera? Pero la calavera no tiene mano izquierda… ¡Bueno, no importa! Ya tengo el ojo izquierdo… ¡Aquí está! ¿Qué hago ahora?

—Pasa el escarabajo por él y déjalo caer hasta donde alcance el hilo… pero ten cuidado de no soltar el extremo.

—¡Ya está, massa Will! Es muy fácil pasar el bicho por el agujero. ¡Mírelo cómo baja!

Durante este diálogo no podía verse porción alguna de Júpiter; pero ahora, al descender, el escarabajo apareció en el extremo del hilo y brilló como un globo de oro puro bajo los últimos rayos del sol poniente, que aún alcanzaban a iluminar la eminencia donde estábamos. El escarabajo colgaba por debajo del nivel de las ramas y, si Júpiter lo hubiese soltado, habría caído a nuestros pies. Legrand se apoderó al punto de la guadaña y despejó un espacio circular de unas tres o cuatro yardas de diámetro, exactamente debajo del insecto, hecho esto, ordenó a Júpiter que soltara el hilo y que bajara del árbol.

Clavando con todo cuidado una estaca en el suelo, exactamente en el lugar donde había caído el escarabajo, mi amigo extrajo del bolsillo una cinta métrica. Fijó un extremo de la parte del tronco del árbol más cercana a la estaca y la desenrolló hasta alcanzar el punto donde estaba ésta; siguió luego desenrollando la cinta, siguiendo la dirección ya establecida por los dos puntos, hasta una distancia de cincuenta pies, mientras Júpiter limpiaba de zarzas el lugar con ayuda de la guadaña. En el sitio así alcanzado, Legrand fijó otra clavija y, tomándola por centro, trazó un tosco círculo de unos cuatro pies de diámetro. Empuñando una pala y dándonos las otras se puso a cavar con toda la rapidez posible.

A decir verdad, jamás he tenido mucha inclinación hacia semejante tarea, y en este caso habría renunciado con gusto a ella, porque la noche se acercaba y la caminata me había fatigado mucho. Pero no había escapatoria y temí turbar con mi negativa la serenidad de mi amigo. Si hubiera podido contar con la ayuda de Júpiter no habría vacilado en arrastrar por la fuerza al lunático y devolverlo a su casa; pero conocía demasiado bien la manera de ser del viejo negro para esperar que se pusiera a mi lado, bajo cualesquiera circunstancias, en una lucha personal contra su amo. No cabía duda de que éste se había dejado atrapar por una de las innumerables supersticiones sureñas acerca de tesoros enterrados, y que su fantasía se había exacerbado con el hallazgo del escarabajo, o quizá por la obstinación de Júpiter al sostener que se trataba de «un bicho de oro verdadero». Una mente con tendencia a la insania está pronta a dejarse arrastrar por semejantes sugestiones —especialmente si coinciden con ideas preconcebidas—. Me acordé también de la frase del pobre hombre acerca de que el insecto sería «el índice de su fortuna». Me sentía profundamente afectado y perplejo, pero decidí finalmente tomar las cosas lo mejor posible, cavar con mi mejor voluntad y convencer lo antes posible al visionario, por comprobación ocular, de la falacia de sus ensueños.

Una vez encendidas las linternas, nos pusimos a trabajar con un tesón digno de motivo más racional; y a medida que la luz caía sobre uno u otro, no podía dejar de pensar en el pintoresco grupo que formábamos y cuan extrañas y sospechosas habrían parecido nuestras actividades a cualquier intruso que pasara por casualidad cerca de allí.

Durante dos horas cavamos de firme. No hablábamos gran cosa y nuestra mayor preocupación eran los ladridos del perro, que se mostraba sumamente interesado por nuestro trabajo. A la larga se volvió tan fastidioso, que temimos diese la alarma a quienes vagaran por las inmediaciones; aunque, en realidad, era Legrand quien se inquietaba más, pues yo me hubiera sentido bien contento de cualquier interrupción que me ayudase a hacer volver a mi amigo a su casa. Júpiter se encargó finalmente de acallar el estrépito; saliendo del pozo con aire de gran resolución, convirtió en bozal sus tirantes, y, luego de cerrar así la boca del animal, volvió con una grave sonrisa a su trabajo.

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