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Authors: Katharine Ashe

Tags: #Histórico, #Romántico

Cuando un hombre se enamora (28 page)

BOOK: Cuando un hombre se enamora
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—Eso es absurdo. ¿Cómo es posible que interpretar ese papel te haya ayudado a recabar información?

—Tú confiaste en mí —dijo él mirándola fijamente.

Sí, lo había hecho. Le había confiado su cuerpo.

Leam era conocido como un conquistador, un cretino afable pero apuesto. ¿Cuántas mujeres antes que ella habían pensado que era perfectamente inofensivo? Ella entendió. Si él le hubiera hecho preguntas, ella le podría haber confiado cualquier cosa.

—No —dijo él con tranquilidad—, en Shropshire no buscaba información de ti, Kitty. Solamente mantuve esa fachada para evitar tener que contarte toda la verdad, pues no era algo que yo pudiera contar libremente.

Su corazón iba a estallar. Pero aquello no explicaba por qué no le había hecho el amor en Willows Hall. Si al menos pudiera calmar aquel estúpido temblor. El profundo y límpido timbre de su voz le hacía ansiarlo en cada poro de su piel. Estar a su lado ahora…

Ella había soñado, tontamente, con la esperanza de que él volviera. Pero no así. No se había imaginado aquello.

—Entiendo —contestó ella.

—¿De veras?

—Supongo que debería pensar que todo eso son fantasías. Pero no has perdido tiempo para ir directamente al asunto de tu visita de hoy, así que debo creerte.

Él se acercó.

Con los nervios a flor de piel, ella se dirigió a la puerta y la cerró ante la mirada curiosa de John. Leam se detuvo en el centro de la sala, sus ojos oscuros se dirigieron primero al panel cerrado y después a su cara.

—No comprendo por qué la otra semana en Shropshire —dijo ella en voz baja— no me dijiste la verdad, pero ahora —señaló la puerta, detrás de la cual estaba sentado el criado, y después su ropa elegante— pareces completamente feliz de contárselo al mundo entero.

—Nada de todo esto me hace feliz en absoluto —respondió Leam—. He venido a Londres por una razón. Cuando todo se haya arreglado, tengo la intención de volver a casa y nada de lo sucedido —levantó su sombrero de seda y señaló la calle a través de la ventana— tendrá significado.

Ella ya no podía soportar aquella mirada distante. Miró hacia la alfombra. Las lágrimas no la mancharían irremediablemente. Quizá se habría derrumbado sobre aquel diseño oriental, si él no hubiera estado delante.

—Sabes, Leam, creo que prefería la poesía a esta charla banal.

—Este es mi verdadero yo, Kitty —su voz sonaba tensa.

—Entonces, me asombra saber que me gustaba más tu otro yo, el falso.

En ese momento, cuando él se le acercó, ella no tuvo dónde esconderse. Apoyó la espalda en la puerta y él se detuvo tan cerca que cualquier mínimo movimiento lo rozaría. Leam inclinó la cabeza y le habló pausadamente.

—Permíteme cumplir con la misión que me han encargado y te dejaré en paz —respiró con fuerza, y el aire movió los mechones de pelo que le caían a Kitty en la frente—. Te lo ruego.

—De acuerdo —susurró ella—. Entonces, dime, ¿en qué crees que puedo ayudarte?

La mano de Leam aferró la fusta con vehemencia. Ella no podía apartar la mirada de la fuerza vigorosa que la había tocado con tanta ternura y pasión posesiva.

—Tú y tu madre con frecuencia jugáis a las cartas con el marqués de Drake y el conde de Chance, ¿no es cierto?

—Sí, pero eso te lo podría decir cualquiera.

—Los agentes del Ministerio del Interior buscan información sobre Chance. Creen que tú puedes tener algo útil que decirles.

—¿Lord Chance? —levantó la mirada—. ¿Qué quieren saber?

—Se sospecha que vende información a los franceses.

Ella no pudo evitar reírse.

—¿Ian Chance? Es absurdo.

—Mis colaboradores no creen lo mismo.

—Es un jugador empedernido y algo libertino, pero no es un esp… —se le trabó la lengua, sólo en parte por las palabras inocentes que había estado a punto de decir. La mirada de él se dirigía ahora a sus labios, y, de repente, ella ya no podía pensar en nada.

—El Ministerio del Interior —dijo Leam, siguiendo lentamente con la mirada su boca y la línea de su mandíbula— tiene razones para pensar que el traidor es un escocés que intenta organizar una rebelión. El abuelo de Chance era jacobita.

—Pero él no lo es —dijo ella vacilante—. No creo que sepa ni lo que es un jacobita.

Él no dijo nada durante un momento. Después la miró a los ojos y el deseo que había en su mirada hizo que ella se debilitara. En aquel momento, podría haber llorado de alegría, de placer y de miedo. Él era demasiado cambiante.

—Quizá no lo sea —su voz era dura—. Y pienso que probablemente es una tontería sospechar de él.

—Entonces ¿qué haces aquí? ¿Qué haces aquí? —con sólo levantar la mano ella podía tocar su cara perfecta y estar en el cielo. Podía sentir su calor y fingir que era su dueña—. ¿Qué piensas que puedo hacer yo sobre la posible inclinación jacobita de lord Chance?

—Contar a mi colaborador lo que sabes de él.

—¿Eso es todo?

—Eso es todo —respondió él tragando saliva, con la mandíbula tensa.

—Pero tú debes de saber como mínimo tanto como yo sobre él. ¿Acaso no cotillean los caballeros cuando van al club? Y juegas a las cartas tan a menudo como mi madre.

—Su amigo íntimo, Drake, habla mucho con las damas. Es probable que tú sepas algo más —su mano se movió y el pulso de Kitty se aceleró cuando él colocó la palma contra el marco de la puerta de madera.

—¿Por qué me confías esto? —preguntó ella negando con la cabeza.

—El príncipe regente y los miembros del gabinete real están agradecidos por el servicio que prestaste a Inglaterra el verano pasado.

—¿El verano pasado? —el corazón de Kitty dio un vuelco inesperado.

—En el asunto de lord Poole —la miró a los ojos—. El príncipe tiene mucha fe en tu agudeza —él podría estar hablando de cualquier asunto, como si no la hubiera cogido con fuerza y no le hubiera exigido que le dijera si se había entregado a otros hombres aparte de Lambert.

Quizá debía golpearlo. O gritar. O sencillamente echarse a llorar. En un momento de debilidad, ella le había dicho que había huido de la vida que había vivido en el pasado. Pero allí estaba él, forzándola precisamente a volver al pasado.

—Ese fue un asunto especial —dijo ella apartando la cara, con un tono impersonal, mientras, por dentro, se desintegraba como si no existiera ninguna Kitty Savege.

Se quedó en silencio. Cuando volvió a mirarlo, casi esperaba ver a Lambert. Sin embargo, era aquel escocés de ojos oscuros al que se había entregado durante una tormenta de nieve en Shropshire y quien, por lo visto, la utilizaba precisamente ahora por primera vez.

—¿Fue idea tuya implicarme?

Él negó con la cabeza. Era un pequeño alivio saberlo.

—Entonces ¿de quién?

—Jinan Seton hacía un trabajo muy parecido al mío. Después de verte en Willows Hall, él sugirió…

Ella se dirigió hacia el centro de la sala, con un sollozo temblándole en la garganta.

—Lo pensaré —dijo—. ¿O no tengo elección?

—Por supuesto que tienes elección —en su mirada, ella no sabía qué se ocultaba. Determinación. Intensidad adusta. Quizá remordimiento—. Kitty, te puedes negar. Por favor, niégate. Yo daré excusas por ti y pondremos fin a esta historia.

El fin, otro fin con él, esta vez para siempre. Había venido a la ciudad para cumplir con aquella misión y, cuando se acabara, se marcharía. Si ella se negaba, no lo vería más.

No sabía nada siniestro de Ian Chance, solamente que cada semana derrotaba a su madre en el whist y cada mes llevaba a una viuda impresionante distinta del brazo.

—Si te puedo dar información que te convenza de que no es culpable de traición, haré lo que pueda.

Él parecía considerar la idea. Finalmente, asintió. Cogió el sombrero con ambas manos como si se preparara para irse.

—Ven al lago Serpentine a las nueve en punto mañana por la mañana. ¿Puedes?

—¿Si puedo? Será más bien si estoy despierta —intentó sonreír sin mucho éxito.

—A esa hora, pocos te verán sin la compañía de una carabina.

—Iré con mi doncella.

—No. Ve a caballo. Acompañada por tu mozo de cuadra.

—Parece que me estés dando una orden.

Él enarcó las cejas.

—Sí, es una orden.

Ahora, ella no podía evitar sonreír.

—Pero yo no te he dado permiso para que me la dieras.

—La próxima vez, me aseguraré de preguntarlo primero —repuso él sonriendo. Una profunda familiaridad aún los unía, dibujando entre ellos un vínculo silencioso e inquieto.

—¿Qué me puede pasar? —preguntó ella. Luchaba contra sí misma apelando a la razón.

—Yo estaré allí —se limitó a decir Leam. Y fue todo lo que hacía falta para que la razón volara y el placer de dos espíritus compenetrados la superaran. De repente, pareció que a ella se le escapaba un suspiro.

Él cruzó el espacio que los separaba, le cogió la mano y puso los dedos de ella sobre sus labios.

—Kitty —dijo en voz baja, besándole los nudillos, enviando el último atisbo de resistencia hacia la perdición—. Lo siento mucho. No sabes cuánto.

Luchó contra la calidez embriagadora que le provocaba que la tocara, y contuvo las palabras que deseaba decir. Ese tipo de confesión no le serviría de nada a nadie, especialmente a ella. Y él no quería oírla. Lo había dejado muy claro en Willows Hall.

Ella retiró la mano.

—Gracias —consiguió decir—. Merecía una disculpa por tu falta de sinceridad.

—En serio, lamento que estés implicada en este asunto ahora.

—Está bien —afirmó ella para disimular su confusión—. Solamente es que tu discurso carecía de delicadeza. Pero, quizá, si me dieras órdenes en ese acento horrible y con los perros a tus pies, me inclinaría por someterme a tu autoridad.

—Ya te sometiste, aunque dudo que tuviera algo que ver con mi autoridad.

Él pareció haberse dado cuenta de lo que había dicho en el mismo momento que ella. Se miraron fijamente.

—Lo siento, Kitty —repitió en voz muy baja, con delicadeza.

—Ya lo has dicho. Varias veces —sus cejas casi se tocaron cuando él inclinó la cabeza. Kitty sentía que le faltaba el aliento. Todavía podía sentir que la tocaba bajo la ropa, en la piel y dentro de su cuerpo. Lo deseaba allí, otra vez, más de lo que podía soportar.

—Estoy lleno de remordimientos, por lo que parece —su tono de voz era seco.

—Y yo, por lo que parece —a ella le costaba respirar—. Yo también me debo repetir.

—¿Cómo?

—Debo decir: «Esto es mala idea» —se obligó a sí misma a pronunciar aquellas palabras porque su corazón no podía soportar aquel juego. Si él no la iba a tener en serio, ella no quería continuar—. Debes irte ahora.

—Sí, debo irme —admitió, pero sin moverse—. Me iré —susurró con voz ronca.

—¿Cuándo? —ella podía levantar la cara y él la besaría. Así que la levantó.

—Dentro de poco —no la besó—. Ahora.

—¿Por qué? ¿Porque eres un caballero y no un bárbaro?

—Porque tú, Kitty Savege —su voz era tensa—, eres un lujo que no me puedo permitir.

La puerta se abrió con un chirrido.

Se separaron bruscamente. Kitty fue hasta la ventana, con el corazón acelerado.

—¡Ay! —balbuceó la criada—. ¡Disculpe, señora! Su madre envió una nota que debía leer de inmediato, así que… la dejaré en la mesa —la puerta se cerró.

Kitty miró a hurtadillas por encima de su hombro.

—Me marcharé ahora —anunció él. Sus nudillos estaban blancos alrededor del ala de su sombrero.

—Está bien. Pero no jugaré a juegos como este. Si te vas ahora, no me busques más. ¿De acuerdo?

Tras una pausa brevísima, él dijo:

—Sí, de acuerdo.

Ella parpadeó, presa del deseo y la confusión, con el corazón en un puño. Quizá no debería haberle planteado un ultimátum. En ese momento comprendió que era un hombre de convicciones fuertes.

—Está bien.

—El vizconde Gray me acompañará al parque por la mañana. Lo conoces, creo.

Ella asintió con un gesto, sin confiar en su propia voz.

—Entonces, hasta mañana —hizo una reverencia y se marchó.

Kitty se sentó, puso sus manos temblorosas sobre las rodillas y descansó varios minutos en compañía de su triunfante amor propio. Después, su corazón dejó el amor propio a un lado y, finalmente, lloró.

Capítulo 18

Kitty se vistió esmeradamente con una modesta capa de terciopelo burdeos de cuello alto, un sencillo sombrero a juego, con una crinolina negra y guantes negros. Por su aspecto parecía que iba de luto, y así se sentía ella en cierto modo. Su madre había pasado la velada fuera con su pretendiente y aún dormía cuando Kitty salió a hurtadillas, a la indecorosa hora de las ocho y media. El mozo de cuadra fue a su encuentro con su caballo y partieron hacia el parque.

Se veían algunas personas distinguidas en la gran extensión verde: caballeros de edad que tomaban el aire con paso lánguido, una calesa que paseaba a dos viejas damas vestidas con encajes tan antiguos como ellas, y niñeras con pequeños a su cargo, derrochando la energía de la mañana entre la fría neblina.

Kitty cabalgó lentamente por el sendero al borde del agua. Al ver aparecer dos jinetes en dirección a ella a medio galope, con dos grandes sombras grises trotando a su lado, frunció los labios.

Los perros llegaron primero, el más grande se puso a retozar frente a su caballo; el otro meneaba su enorme cola peluda a una distancia prudencial. Ella se obligó a mirar a los dos caballeros mientras se aproximaban, y saludó a Leam con tanta cortesía como a lord Gray. Deseaba sentir enojo hacia el conde de Blackwood, incluso ansiaba llegar a la aversión, pero le era imposible. Había venido aquí sólo porque él se lo había pedido, y para poder volver a representar el papel de la muchacha alocada que se entregaba a un hombre que no tenía el mínimo interés en ella.

—Milady —lord Gray la saludó desde la silla—, es usted muy generosa reuniéndose con nosotros aquí esta mañana —era un hombre atractivo, con ojos de un azul extraordinariamente oscuro y ademán autoritario—. ¿Podemos caminar un rato?

Ella asintió. Los caballeros desmontaron y lord Gray se aproximó para ayudarla. Leam la observaba, indiferente, como cuando entró en su casa el día anterior, antes de que la mirase largamente con deseo y la tocara.

—No me sorprendería que le inquietara esta conversación, milady —dijo el vizconde mientras le tomaba la mano y la colocaba sobre su brazo. Luego la condujo por el camino—. Pero no hay motivo para ello. El príncipe regente y los ministros tienen gran fe en usted.

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