Cuando un hombre se enamora (21 page)

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Authors: Katharine Ashe

Tags: #Histórico, #Romántico

BOOK: Cuando un hombre se enamora
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Emily subió la escalera.

—Hola, papá. Mamá —se dejó abrazar por su madre.

—¡Mi querida Emily! Y, madame Roche, por supuesto —lady Vale saludó con una inclinación de cabeza a la veterana y llamativa empleada francesa.

Emily entró en la casa seguida por las pequeñas y su amiga, dejando atrás a su hermana pelirroja. La muchacha se demoraba dirigiendo tímidas miradas a los caballeros, que seguían a los criados que acarreaban sus equipajes por la escalera.

—Milord y milady —dijo Kitty—, ¿me permiten que les presente al conde de Blackwood y al señor Yale? Los hemos conocido por el camino y han tenido la gentileza de acompañarnos hasta aquí.

—¡Oh, por Dios! No me digan que van a seguir su camino hoy mismo —dijo lady Vale con un parpadeo—. A lord Vale y a mí nos complacería tenerlos como invitados.

—Y confío en que no sea sólo por esta noche —añadió lord Vale con una reverencia—. Llevo demasiados días encerrado en esta casa con siete mujeres y ahora todavía serán más, con todos mis respetos, lady Katherine —volvió a inclinarse y Kitty oyó el característico crujido del corsé—. Mi única compañía es el señor Worthmore. Nos alegrará contar con un tercer y un cuarto caballero en la mesa. Además, lord Blackwood, sé que usted es un excelente jugador de cartas.

—Será un placer. Gracias, señor. Gracias, milady —el conde se inclinó ante lady Vale. Nada de corsés. Era puro nervio y músculo. Kitty lo sabía muy bien.

Tras desembarazarse de abrigos y capas, entraron en un salón muy caldeado, decorado a la última con papel pintado de rayas blancas y amarillas, sillas con patas en forma de garras y mesas con ribetes dorados. Kitty agradeció el calor excesivo de la estancia y se acercó lo más posible a la chimenea. De este modo, el color rojo de sus mejillas podría atribuirse al fuego y tal vez no notaría el calor que sacudía sus entrañas al recordar el cuerpo desnudo de él.

Madame Roche y Emily asomaron por la puerta seguidas por un caballero.

—¡Ah, Worthmore! Acérquese a conocer a nuestros invitados.

—Papá, él también es un invitado —Emily entró rápidamente en la sala.

El señor Worthmore la siguió con sus ojos redondos y saltones. Su aspecto, por lo demás, era discreto. Estaba algo entrado en años y no era, para nada, tan atractivo como sus amigos; sin embargo, también vestía con elegancia, con unas relucientes botas altas ribeteadas de blanco y un monóculo de oro colgando del bolsillo del chaleco, que brillaba con incrustaciones de diamante.

—Emily, acércate y haz una reverencia al señor Worthmore —dijo su padre con amabilidad pero en tono firme—. Tú y él tenéis que conoceros mejor.

Ella volvió a cruzar la estancia hacia el señor Worthmore.

Yale la siguió.

Madame Roche sonrió como una gata, y miró de reojo a lord Blackwood.

De este modo empezaría la comedia. Kitty deseaba huir, pero una intensa fascinación la retuvo. El conde seguiría el juego, y ella tendría que quedarse a mirar cómo los engañaba a todos, igual que había hecho con ella.

—¿Cómo está usted, señor? —Emily hizo una reverencia. El señor Worthmore le tomó la mano y se la acercó a la boca. Ella hizo una mueca de desagrado con la nariz y apretó su fina mandíbula.

—Mi estimada, sus padres me han hablado tanto de su belleza… Soy un ferviente admirador suyo.

—Worthmore, encantado, mi nombre es Yale —Yale le tendió la mano y el señor Worthmore tuvo que dejar de acariciar los dedos de Emily para estrechársela. Con un gesto discreto, Emily se frotó la mano en la falda.

El señor Worthmore miró con detenimiento al atractivo galés de arriba abajo.

—¿Qué tal está, señor? ¿Qué le trae a Willows Hall?

Yale tomó aire de forma notoria y dijo con un tono bastante firme:

—Ya que lo pregunta… Es por lady Mary Antoine. Entre ella y yo ha surgido cierto afecto y me desagrada la idea de que usted se interponga.

Lady Vale soltó un respingo.

Lord Vale se atragantó.

Madame Roche se rio para sus adentros.

Lord Blackwood dejó oír una risita.

Los ojos redondos del señor Worthmore se volvieron aún más redondos mientras escrutaba a cada uno de los presentes en la reunión.

—¿Y quién es esa tal lady Marie Antoine? —preguntó.

—Ha sido para morirse de risa. Nunca olvidaré su cara —Kitty se sentó delante del tocador para recogerse el cabello en una trenza antes de acostarse.

—Parece un pez. Además tiene una desagradable voz de pito. Actúa con la confianza de saberse bienvenido en casa —Emily se tumbó boca abajo en la cama de Kitty, un lecho con baldaquín, muy al estilo vaporoso y femenino que tanto parecía gustarle a lady Vale para las telas y para todo lo demás—. No entiendo qué ve mi padre en él. En su conversación durante la cena ha quedado claro que no es una persona inteligente. Normalmente, a papá le gustan los hombres listos, siempre y cuando sean ricos.

Emily movía los dedos con destreza en un amasijo de lazos, tirando de aquí y deshaciendo por allá. Era la labor más hogareña que Kitty había visto hacer a su amiga y parecía muy hábil. Pese a su conversación, deliberadamente franca, Emily Vale no era más que una niña. Como Kitty en otros tiempos. Como se había sentido durante esos breves y preciosos momentos en una posada de Shropshire, hasta que el hombre del que estaba enamorada le dio a entender que, si fuera necesario, se casaría con ella.

Lo cierto es que ya no era una niña. En absoluto.

—No me refería al señor Worthmore. Hablaba de la cara de tu otro pretendiente.

Emily abrió sus ojos color esmeralda con sorpresa.

—Estuvo odioso.

—Estuvo encantador. Y fue muy amable al hacer lo que hizo.

—Se puso en ridículo y a mí también —Emily se incorporó y dejó caer los lazos en su regazo—. Kitty, no me cabe la menor duda de que quiere incomodarme con todo este asunto.

—Es posible. Pero él tampoco parecía muy contento con todo eso.

—¡Hum! —Emily pareció reflexionar seriamente—. Al menos lord Blackwood tiene más sentido común y no se comporta de un modo tan estúpido.

Kitty no supo qué responder. En la posada, no se había mostrado de acuerdo ni tampoco había rechazado el plan de madame Roche. Kitty, sin embargo, suponía que consentiría. En cambio, durante la velada no había mostrado el menor indicio de querer participar.

Una cabecita rojiza y dorada asomó por la puerta.

—Lady Katherine, ¿puedo entrar? —preguntó.

—Por supuesto.

—Amarantha, a estas horas deberías estar en cama. ¿No te estará buscando la niñera?

—Ya no estoy a su cargo —la joven subió de un salto a la cama y abrazó a su hermana por la cintura—. Mamá dice que ya soy mayor para tener cuarto propio. ¡El tuyo!

Emily acarició el pelo brillante de su hermana.

—La verdad es que me gusta la ciudad, con sus museos y tantas otras cosas, y espero quedarme allí. Tú puedes quedarte con mi habitación.

—Sólo si la comparto contigo, Emmie —Amarantha se apoyó sobre los codos—. El señor Worthmore no puede gustarte. Es muy feo —una sonrisa tímida asomó en sus labios—. El señor Yale, en cambio, es tan simpático…

Kitty contempló cómo los pensamientos iban y venían detrás de las gafas de su amiga.

—Me alegra que te guste —dijo por fin Emily.

—Es muy atractivo.

—Se podría decir que sí.

—¿Cuántos años tiene?

—No se me ha ocurrido preguntárselo.

—¡Emmie! Una dama tiene que averiguar siempre la edad y la fecha de nacimiento de su pretendiente.

—¿Para qué? —preguntó Emily abriendo los ojos con sorpresa.

—Así todos los años le puedes enviar una tarjeta de felicitación ese día.

—¿Quién te ha contado estas cosas?

—Mamá. Es lo que hace con papá. Todos los años.

Emily parecía escuchar esa información con cierta incomodidad. Kitty se enterneció. Ver cómo su amiga mentía a su familia le hacía sentirse incómoda, y sabía perfectamente por qué.

Ella no podría huir para siempre. Aquella noche, después de que Lambert le dijera que jamás se casaría con ella, su madre la estuvo abrazando durante horas mientras ella lloraba. Kitty no le había contado todo lo ocurrido, pero, por sus palabras de consuelo, parecía que la viuda lo había entendido. ¿Por qué había permitido que su hija siguiera soltera, si no fuera porque sabía que, en realidad, no se podía casar?

Sin embargo ahora, por primera vez en años, ella no podía soportar la indulgencia tácita que su madre le había concedido hacía tanto tiempo. Deseó haberle contado la verdad de inmediato, antes de entregarse a la venganza y descubrir su incapacidad para concebir. De todos modos, tal vez entonces no se habría podido hacer nada. Kitty estaba perdida. ¿Qué hombre la querría? Pero, por lo menos, no habría estado sola en su dolor y en su rabia. Tal vez su madre la habría ayudado a librarse de ello y no habría tenido que esperar la mirada de un señor escocés para hacerlo por sí sola.

—Tal vez el señor Yale te envíe un ramillete, Emmie, así que tienes que hacerle saber también tu fecha de nacimiento, pero no tu edad —advirtió Amarantha a su hermana—. No querrás que piense que eres demasiado mayor para casarte.

Demasiado mayor, descarriada y estéril. De todos modos, las lamentaciones ahora no la ayudarían para nada y tenía que encargarse de la situación de Emily.

—Tu hermana no tiene ninguna necesidad de preocuparse por eso, Amarantha —Kitty se levantó de la mesa y se puso una bata sobre las enaguas y el corsé, una prenda sin mangas de seda muy fina. Era un gran lujo disponer de toda su ropa, salvo un vestido que nunca se volvería a poner—. El señor Yale está tan prendado de ella como tus padres lo están el uno del otro.

—Y es tan atractivo…

—Eso ya lo has dicho antes, Amy —rezongó Emily.

—Y además es alto. No tanto como lord Blackwood, pero el conde es un hombre mayor; diría que tanto como mamá. No puede evitar tener ese mechón blanco, aunque resulta elegante en un caballero entrado en años, y supongo que resulta atractivo a pesar de ello. En cambio, el señor Yale tiene el cabello totalmente negro, ¿verdad?

—No tengo la menor idea…

La quinceañera miró a su hermana con extrañeza.

Emily hizo una mueca de desespero.

—Sí. Completamente negro. Tiene un pelo muy bonito.

Kitty contuvo la risa. Emily se deslizó fuera de la cama y fue hacia a la puerta, dirigiéndole una mirada severa.

—Me voy a acostar. Amy, ¿vienes?

Amarantha se levantó de un salto. Emily abrió la puerta. En el pasillo se oyeron unas voces de hombre, y luego los caballeros pasaron por delante. Se detuvieron. Yale parecía cansado; nada en su postura erguida daba indicios de ello, pero sus ojos grises parecían algo hundidos. Lord Blackwood hizo una leve reverencia.

—Señoritas —dijo con su acento escocés.

Amarantha soltó una risita. Emily frunció los labios. Kitty se cerró el salto de cama sobre el pecho, esforzándose por ignorar la mirada que él le clavó ahí.

—Milord, señor Yale —dijo ella con toda la calma que le permitía la voz—. Gracias por su agradable compañía durante esta velada. Lady Marie Antoine y yo les estamos muy agradecidas.

Yale hizo una reverencia bastante forzada y continuó andando por el pasillo. El conde cruzó su mirada con Kitty; no había en ese gesto atisbo alguno de indiferencia fingida, sino sólo placer. Ella se quedó de pie en medio del dormitorio y deseó que Emily y su hermana estuviesen fuera, y que el conde estuviera dentro, y la puerta bien cerrada con pestillo.

Deseos equivocados. Ella no necesitaba más engaños en su vida, ni por su parte ni por parte de otros.

—Buenas noches, milord.

Él asintió, dirigió una sonrisa encantadora a la hermana de Emily y se marchó. Kitty hizo salir a las chicas, cerró la puerta y, apoyándose en ella, se deslizó hasta el suelo mientras rezaba para que el romance de Emily y Yale transcurriera con rapidez.

—¿Sólo ha pasado una noche? —el galés reclinó la cabeza en la butaca y apuró lo que le quedaba del brandy—. Dime que mañana terminará todo esto.

—Lo haces porque quieres.

—Para nada.

Leam se abstuvo de decir lo que pensaba. La actitud despreocupada del galés en su trato con las mujeres encubría una naturaleza galante más poderosa incluso que el amor a la botella. Leam nunca había querido saber el porqué de esa máscara.

—Creo que es la primera vez desde que nos conocemos que te oigo quejarte.

—No me estoy quejando —el joven se incorporó en su asiento—. Me limito a lamentar el tiempo perdido —le tendió la copa.

Leam inclinó el decantador de brandy, le sirvió y luego acabó de llenar su copa. Tras ver a Kitty en aquel camisón transparente, con esa espesa mata de cabello recogida en una trenza sobre su pecho perfecto, le hacían falta uno o dos tragos más.

—¿Cuándo nos marcharemos a Liverpool?

—Supongo que en cuanto hayas convencido a nuestros anfitriones de que no puedes vivir sin su hija.

Yale dejó la copa, se levantó y se dirigió hacia la puerta.

—¿Tan pronto te acuestas? —murmuró Leam.

—Me limito a dejarte en compañía de alguien mucho más atractivo que yo. Será mejor que te apresures. Ella podría no esperarte despierta —dijo Yale antes de marcharse.

Leam se acercó a la chimenea, encendió una vela alargada y recorrió el salón para encender el resto de las velas. En invierno le desagradaban las estancias poco iluminadas. Le recordaban demasiado aquel otoño de cinco años atrás, con Alvamoor sumido en la oscuridad y el frío, y su corazón convirtiéndose en piedra entre los sillares helados de su casa. Antes de eso, había regresado a Londres y se había encontrado por casualidad con Colin Gray.

De todos modos, aún no podía acostarse. Estaba ahí por un único motivo: asegurarse de que Kitty y lady Emily ya no se encontraban en peligro, y de que Cox no estaba apostado en algún sitio con una pistola esperando a que ellas se asomaran. Cuando todo el mundo se hubiera acostado, haría una ronda de reconocimiento. Otra vez su experiencia en el
Club Falcon
le resultaría útil.

Se acomodó en una butaca y se quedó mirando con desgana el periódico que había sobre la mesa. No le importaban las noticias de Londres. Ni de París, Edimburgo o Calcuta. Era como un descanso haber recuperado esa sensación: el alivio agradable y sólido de no tener que preocuparse por nada.

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