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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Cruzada (76 page)

BOOK: Cruzada
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―Sobrevivirá ―les aseguró el almirante cambresiano un momento más tarde―. No soy médico pero puedo oler el veneno en la herida y no es fatal, sólo dolorosa.

Intenté combatir el sufrimiento buscando el vacío mental, pero era demasiado intenso y tras un instante volví a abrir los ojos ante el cielo nocturno sembrado de humo. Perdí la conciencia del tiempo y no percibí que se acercaba gente hasta que Khalia ya estaba junto a mí, untándome la herida con una sustancia que me produjo primero un frío ardor, pero que en seguida anuló el dolor y me anestesió por completo el brazo y el hombro.

Cuando Tanais regresó ya me sentía en condiciones de volver a hablar, pero Khalia me advirtió que me quedase quieto.

Ella repitió el improvisado diagnóstico de Xasan y noté la expresión de alivio en el rostro del mariscal.

―Tenemos que sacarlo de aquí ―indicó Khalia―. Debo limpiar la herida y en este sitio es imposible.

―Tenemos varios asistentes de campo, habituados a cargar camillas. Enviaré a algunos hombres a buscarlos. Requisaremos una de estas casas. Me alegra que estés aquí, Khalia, al menos sé que Cathan está en buenas manos y no depende de ningún charlatán local.

Supuse que el brusco comentario no le habría gustado, pero no podía estar seguro. Ambos se conocían de los pasillos de la corte imperial.

―No pude salvarlo ―susurré, sintiendo una tremenda desilusión―. Habrá una guerra.

―Sí ―afirmó Tanais―. Tienes razón. Una guerra a una escala que ninguno de nosotros ha calculado ni imaginado jamás.

Sus ojos se perdían contemplando la distancia.

―Era inevitable ―intervino Ravenna―, desde el momento mismo en que Lachazzar fue designado primado.

―No es así ―objetó Sagantha, que esa noche parecía un siglo más viejo―. Cathan y Sarhaddon podrían haber tenido éxito. Es irónico. Eshar era el emperador más belicoso en doscientos años, pero de haber vivido nos habría traído la paz.

―Una paz según las reglas del Dominio.

―La paz tiene su precio, Ravenna ―remarcó Tanais con severidad―. El precio que proponían Cathan y Sarhaddon era el más pequeño para muchas vidas.

―¿No queda ninguna esperanza? ―preguntó Khalia.

―No ―respondió Alexios―. El emperador del Dominio ha muerto y su sucesor será uno de los que estamos reunidos aquí esta noche. No podemos olvidar lo sucedido y el Dominio nunca nos perdonará. No tras esta masacre.

―Habéis visto la reacción de Amonis ―indicó Ravenna recorriendo con la mirada el círculo de rostros preocupados que había detrás de mí―. Fueran cuales fuesen nuestras esperanzas, ¿creéis que Lachazzar habría considerado esa propuesta como otra cosa que una herejía? Por supuesto que no.

―Si no existe entonces ninguna oportunidad ―intervino Sagantha―, eso no nos allana en absoluto el camino. Se avecina una cruzada, una cruzada que hará que las anteriores parezcan una nimiedad y que implicará a todo el mundo, desde las islas Tiberianas hasta Turia. Y, como combatiremos por las almas, por creencias más que por simples disputas territoriales, será mucho más sangrienta que todo lo conocido, salvo quizá la guerra de Tuonetar. Y todos hemos leído las descripciones escritas por cada uno de los bandos. Ninguno de nosotros puede imaginar el terrible futuro que nos espera.

En medio del repentino silencio, mis ojos se cruzaron con los de Palatina. Ella se agachó y me tomó la mano, que aún conservaba un poco de sensibilidad.

―Fracasé ―dije antes de que ella pudiese hablar―. No intentes justificarlo.

―La mayoría ni siquiera habría tenido el coraje de intentarlo ―replicó.

Por el rabillo del ojo distinguí a dos hombres con capa blanca llevando una camilla.

Tanais asintió y se llevó al rostro la empuñadura de su espada.

―Te saludo ―dijo.

―No lo merezco.

―El almirante piensa lo contrario ―añadió Alexios―, de modo que sí lo mereces.

Se hicieron a un lado para dejar pasar a los camilleros y oí que Tanais intercambiaba unas palabras con un subordinado:

―Lo llevaremos a palacio ―declaró―. La ciudad no es segura y no podemos permitirnos perderlo.

Khalia asintió y yo aguanté el dolor mientras los dos hombres me alzaban con tanto cuidado como podían para ponerme sobre la camilla.

Tanais dejó allí unos pocos hombres para recibir mensajes, pero los demás me acompañaron mientras me llevaban a través de la incendiada Tandaris la noche en que todos los caminos hacia la paz parecían haberse cerrado para siempre. De todas partes manaban nubes de humo y por todas partes personas ennegrecidas recorrían el caos de las calles. Me pareció oír truenos en la distancia, pero era sólo el ruido de edificios que se derrumbaban, un recordatorio de lo sucedido y un tenebroso anticipo del futuro.

EPÍLOGO

LOS FANTASMAS DEL PARAÍSO

Puerto Occidental, Selerian Alastre

Seis meses más tarde

 

Permanecimos en el extremo del muelle. Éramos un solitario grupo de figuras bañadas en la luz del ocaso, observando la partida de la manta. Seguimos sus movimientos al alejarse del puerto, sumergiéndose en las aguas del mar de las Estrellas, hasta que al fin se perdió de vista.

«Y sobre toda esta nación impía de herejes e infieles, paganos e idólatras, esta raza de personas que en su locura se alejaron de la luz rectora de Ranthas, invocamos la ira de su venganza...»

Por un momento nadie dijo nada. Luego Palatina se alejó de Sagantha y caminó con lentitud hasta el final del pantalán, bajo una farola apagada, con la mirada fija en el oeste. Ninguno de nosotros intentó seguirla.

«... por la autoridad que nos ha sido conferida, el Consejo General del Dominio reunido en Taneth en esta Festividad de Ranthas, establezco que para la salvación de almas y la gloria de Ranthas, el único Dios verdadero y señor de toda Aquasilva...»

Descansé la mirada en la silueta solitaria al final del muelle que todavía sostenía en la mano el pergamino. Ni siquiera las formalidades habían vencido sus ingobernables cabellos y la túnica no le sentaba nada bien, como si no encajase con ella pese a todo el esfuerzo de los sastres.

«... decreto a esta tierra hereje de Thetia anatema y maldita, excomulgada en su totalidad de la bendición de Ranthas, y retiramos su protección a toda la población, noble u ordinaria, con excepción de aquellos que luchen a nuestro lado en esta santa causa...»

―La ciudad espera oírte. Palatina ―dijo Sagantha―. La gente debe de haberlo visto todo, pero sin duda se pregunta qué ha ocurrido.

Por un momento Palatina no respondió, luego dio media vuelta.

―Dejémosles dormir otra noche, Sagantha. Merecen al menos eso.

Se volvió otra vez, absorta en el océano. Me pregunté cómo conseguía ver el brillo de las aguas sin la visión de las Sombras.

―No. Ya han esperado demasiado.

«...Y liberamos a todas las naciones del yugo de los tiranos, todos los antiguos tributos, obligaciones y obediencias. Liberamos a sus súbditos de cualquier deber o lealtad hacia su gobernante, la apóstata Palatina, a quien despojamos de todos sus títulos y derechos, de toda autoridad que el señor del Cielo pudiera haber proporcionado a sus ancestros. Aquellos que en un período de noventa días no se hayan reconciliado con la fe...»

El enviado no había puesto el pie en el muelle. Sólo le había entregado el pergamino al asistente imperial, esperando a que Palatina lo leyese. En eso sin duda seguía órdenes específicas, aunque no se me ocurría qué podían significar.

―¿Puedo ir a comunicárselo al estado mayor? ―preguntó Alexios.

―¿Y a la Asamblea? ―dijo su líder, el canoso Aurelian Tuthmon.

Palatina asintió.

―Reúnelos. Les hablaré dentro de una hora.

Ambos hicieron una reverencia y caminaron con lentitud abandonando el muelle, mientras sus sombras se estiraban en las tranquilas aguas.

«...Convocamos a todos los imperios y naciones, a todas las personas y razas bajo su brillante sol, a acercarse y unir sus brazos en esta ciudad de Taneth el décimo tercer día de verano del próximo año para una cruzada contra estas islas impías de Thetia y el Archipiélago...»

Dos gaviotas aterrizaron en el agua y sus ásperos chillidos quebraron el poco común silencio de un puerto que solía hervir de actividad. Era como si toda la ciudad hubiese vuelto la mirada hacia nosotros en aquel momento, consciente de lo que ponía el pergamino entregado por el mensajero.

«...Y por lo tanto exigimos, requerimos y ordenamos que todos los hombres disponibles, todas las naves y fuerzas sean entregados a esta gran empresa, que las naciones dejen a un lado sus disputas y se integren al espíritu de concordia durante el tiempo que dure esta importante misión, de modo que su bendito nombre resulte victorioso.

»Firmado los presentes en el Décimo Segundo Consejo del Dominio, en la séptima festividad del primado de Lachazzar en el bendito año de dos mil setecientos ochenta y uno de la calenda annalis, para ser enviado a cada rincón de la tierra y a la última de las islas de los mares, en el nombre de Ranthas.»

Éramos cuatro los que estábamos en esos momentos con la emperatriz: Sagantha, Persea, Ravenna y yo. Sagantha había escapado de forma milagrosa cogiendo la otra raya y avanzando entre los restos tras la destrucción del
Cruzada.
Con excepción de Alexios, todos los demás que nos habían acompañado aquella horrible noche se habían marchado, dispersándose por el mundo como amigos o enemigos, marcados por el mero hecho de haber estado presentes.

A algunos, lo sabía muy bien, nunca volvería a verlos. Amadeo y Oailos habían partido hacia el centro del nuevo poder del Dominio para intentar difundir el mensaje de Ilthys, explicarle al mundo qué era lo que el Dominio pretendía suprimir. No se habían hecho ninguna ilusión sobre sus posibilidades de supervivencia, extranjeros heréticos en una tierra extraña.

Hamílcar, que aún gozaba de los favores de Lachazzar, había sido encargado del reto colosal de organizar la cruzada, un beneficio mayor del que ninguno de nosotros hubiese deseado, pero que lo obligaba a moverse con cuidado, a trabajar casi en secreto. Hamílcar no era ningún mártir y esperaba sobrevivir a aquello, pasase lo que pasase, por su propio bien y por el de su familia. Era sencillo olvidar cuánta gente trabajaba para un lord mercantil tan poderoso como Hamílcar, cuántas vidas dependían de él.

Luego estaban los dos marinos, Charidemus y Xasan, a quienes yo no conocía demasiado en realidad. Pronto se enfrentarían entre sí en otra línea de batalla. Laeas lideraba ahora un escuadrón imperial con base en Ral Tumar. Los instrumentos del sacrificio.

Mi madre, que a causa de los sucesos de aquella noche y a los que nos enfrentábamos desde entonces, había abdicado en favor de Palatina y había regresado a su isla, prometiendo volver a visitarnos. Ignoraba aún si ella lamentaba o no haber perdido el trono, Eran tantas las cosas que no sabía de Aurelia y que quizá nunca pudiese averiguar.

Y también estaba Sarhaddon, para quien aquella noche en Tandaris había representado una derrota final, la victoria de Midian desde la tumba en el juego en el que ambos habían estado participando. Mantenían su conflicto tan bien oculto que sólo con mucho esfuerzo pude notar la tensión, la lucha por el poder que se había decantado en hostilidad con tan trágicas consecuencias.

Y sólo con esfuerzo me había percatado de que Sarhaddon, pese a toda su traición, nunca había deseado aquello. Lo último que había tenido en mente era desencadenar una cruzada, algo que sus venáticos habían conseguido evitar durante cuatro años, sacrificando a unos pocos miles de habitantes del Archipiélago en pos de la seguridad de la mayoría. Quizá eso fuese lo que más me costaba aceptar. A pesar de que él había deseado mi muerte con todo su ser, compartíamos un objetivo común y al final ese objetivo había acercado nuestras posiciones, construyendo un delgado puente sobre el abismo insondable que nos separaba.

«Aunque escuches cosas terribles sobre mí, aunque algunas de ellas sean incluso verdaderas, mantendré la fe en ti, Cathan. No olvidaré lo que podríamos haber logrado juntos. Lo prometo, y que mi alma arda por toda la eternidad si te traiciono como he hecho con tantos otros.»

―¿Hablarás mañana ante la Asamblea? ―preguntó Sagantha cuando Palatina volvió junto a nosotros.

―Lo haré esta misma noche, cuando estén encendidas las lámparas del Octágono. Le hablaré a toda la ciudad.

Eso era un hecho sin precedentes, incluso en Thetia, y no me sorprendió. Palatina necesitaba todo el apoyo que pudiera conseguir y, aunque apelar al pueblo de la capital, que dada su importancia era el cuerpo y el alma de Thetia, podía tener consecuencias imprevistas a largo plazo, era un riesgo que estaba obligada a asumir.

―¿Qué les dirás?

Palatina escribiría su propio discurso en lugar de delegarle esa tarea a alguno de los oradores que solía emplear. Como le habíamos instado a hacer, había abandonado su sueño de ocupar el trono, aunque insistió al menos en mantener las apariencias, reuniéndose y conversando con la Asamblea (o como la llamaban los thetianos, el Praesidium). Cuando acabase la crisis, anunció ella, entonces intentaría hacerse con el trono. Nada muy digno de una republicana, pero los tiempos lo imponían.

Fue también un final amargo para las esperanzas de los últimos republicanos, pero todos sabíamos que Thetia necesitaba un liderazgo en aquel preciso momento, no la confusión de un nuevo gobierno. Se habían otorgado a la Asamblea sus propias obligaciones, y lo único que podíamos hacer era sentarnos a esperar que las cumpliesen, que Palatina no se viese forzada a reducir otra vez ese organismo a una reliquia formal sin verdadero poder.

―¿Sabíais que esta tarde han llegado dos naves más desde Taneth? ―nos preguntó Palatina de repente.

―Por supuesto. ¿Más refugiados?

―Sí. Uno de los barcos era tan antiguo que hacía aguas por todas partes. Los ingenieros le echaron un vistazo y concluyeron que ése había sido su último viaje. Ninguna novedad hasta ahí, pero Aurelia habló con algunos de ellos. En su mayoría son estudiantes, unos setenta u ochenta, junto a medio centenar de oceanógrafos y todas sus familias, todos abarrotados en dos mantas.

Tuvo que haber sido una tortuosa travesía, dos meses desde Taneth con el triple de pasajeros para los que estaban preparadas las mantas.

―¿Debo imaginar que ya han purgado las universidades? ―preguntó Persea.

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