Crónicas de la América profunda (29 page)

BOOK: Crónicas de la América profunda
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Pero había una diferencia más fundamental entre los
borderers
y los puritanos que seguían el modelo calvinista de Cotton Mather. A diferencia de los puritanos, las gentes de la frontera, aunque eran religiosos, no emigraron por motivos de esa índole. No llegaron a estas costas en busca de la Democracia o huyendo de la realeza. Vinieron porque en el Ulster los alquileres y los impuestos eran demasiado altos y escaseaba el trabajo. Los escoceses del Ulster fueron uno de los grupos más explotados de su época, martirizados y exprimidos por los terratenientes hasta la última gota. Los trataban como a una mano de obra desechable, provocando que cada individuo se enfrentara con todos lo demás para sobrevivir en un exitoso modelo mercantil que ha sido emulado en Norteamérica hasta el día de hoy. De modo que resulta comprensible que casi no hubiera gratitud entre estas dos castas de escoceses. Pronto los pastores presbiterianos provocaron el disgusto de las instituciones coloniales inglesas en América por la manera en que soliviantaban a la manada de fieles pobres, cafres e ignorantes «bramando desde su púlpito contra los terratenientes y el clero, llamándolos extorsionadores de la renta y chantajistas del diezmo».

Pasaron un par de décadas y los
borderers
volvieron a encontrarse en una zona de frontera: la frontera de la civilización occidental, que en aquel momento pasaba por el límite oeste de Pensilvania. Como era de esperar, estaban justamente donde se suponía que no debían estar, labrando la tierra y matando indios al oeste de las montañas Allegheny, desafiando la prohibición expresa del rey Jorge II. Con el paso del tiempo, sin embargo, estos fanáticos luchadores se volvieron de suma utilidad para los aristócratas que deseaban conquistar las vastas tierras que les habían sido concedidas en las colonias. Por ejemplo, a partir de 1730 la élite de los colonos de Virginia procuró poblar las montañas Blue Ridge a fin de crear una barrera entre los indios y las plantaciones donde trabajaban sus esclavos, y para ello vendieron todo el valle de Shenandoah a los chiflados que estaban dispuestos a instalarse allí. Así fue como la élite virginiana, como Thomas Lord Fairfax y las familias Bird y Beverly, introdujeron a los
borderers
en ese rincón del mundo, junto con los fornidos germanos de Pensilvania. Las gentes de la frontera parecían más que contentas de esperar a los indios y más tarde a los franceses, a quienes mataban antes de que cruzaran las montañas, mientras los caudillos de Virginia amasaban fortunas que aún se conservan, entre otras cosas vendiendo tierras, sobre todo a los colonos germanos. Como podemos ver, desde el primer momento Virginia se especializó en la especulación del suelo y la urbanización, y hasta el día de hoy encontramos a los descendientes de aquellas primeras élites vendiendo de nuevo los campos y los bosques del valle a los compradores que se abren paso para llevar cada vez más lejos el caótico crecimiento suburbano.

Pese a todo, los
borderers
ocupaban casi tantas tierras como las que adquirían legalmente, y no les importaba ahuyentar a tiros al cobrador de la renta. El joven oficial George Washington, en la época en que se estaban construyendo las defensas en Fort Loudoun, Winchester, como protección contra franceses e indios, dijo que la nuestra era una de las ciudades más ignorantes, mezquinas y depredadoras de toda la colonia, una tradición que hemos sabido mantener. A Washington no le gustaba nuestra gente y a nuestra gente no le gustaba Washington, ya que había cerrado muchas de las tabernas en las que acababan emborrachándose sus soldados. Eso no impidió que Washington penetrara en las montañas Allegheny, según contaban aquellas almas incultas —entre ellos mis ancestros—, para llevar a cabo un «ataque preventivo» contra las amenazadoras tropas francesas y los feroces paganos emplumados.

Pocos años después, cuando el Washington elitista y especulador entró en política, se puso a regalar barriles de ron por nuestras calles, y así fue como el populacho formado por esos mismos winchesterianos sucios y mezquinos le eligió para su primer cargo público como miembro de la Cámara de los Burgueses (la primera asamblea legislativa de la América colonial). Lo que viene a demostrar que para nosotros no hay personalidad o idea política que no se pueda digerir con unas copitas, o en todo caso convertirse en algo aceptable con un poquito de retórica religiosa y una pizca de demagogia patriótica que haga alusión a la sangre de nuestros héroes y mártires. Eso todavía funciona. La repetida proyección de las imágenes de las Torres Gemelas y las decapitaciones que nos llegan vía Internet son la clase de mensaje patriótico que una América empapada de la cultura fronteriza consigue entender.

Como resultado de estos dos siglos y medio, los hijos de la clase trabajadora de cultura fronteriza, particularmente en el sur del país, han seguido siendo útiles para los ricos y la gente con ambiciones políticas, incluso para la mayoría de las familias primigenias y adineradas de la zona: los Byrd, los Lee, los Carter y los Glass. Durante la guerra civil, aunque no tuviésemos donde caer muertos, íbamos a morir de cien en cien para defender la esclavitud en beneficio de los dueños de las plantaciones (los esclavos, propiedad de la élite, constituían el cuarenta por ciento de toda la riqueza del Sur). Más tarde, en la era de la discriminación racial legal amparada en la ley de Jim Crow, los
borderers
de Virginia éramos engranajes indispensables de la maquinaria política utilizada por Harry Flood Byrd para «mantener a los negros a raya», como decían ellos. Clausuramos las escuelas públicas de Virginia y enviamos a nuestros hijos a las escuelas improvisadas en los sótanos de las iglesias metodista, pentecostal y baptista durante la «resistencia masiva» de Harry Flood Byrd, que trató de impedir el éxito de la campaña de integración racial en las escuelas. Y en la actualidad todavía se puede contar con nosotros cuando hay que oponerse de forma beligerante a cualquier tipo de opresión por parte del gobierno, cosas de carácter tan opresivo como un programa de asistencia sanitaria para pobres, una política fiscal redistributiva en función de la riqueza (ninguna clase de impuesto es bien vista por la gente de la frontera), la ley que regula las prácticas laborales de las empresas, la ley que obliga al uso del cinturón de seguridad y las leyes para la protección del medio ambiente.

La mayor parte de los primeros inmigrantes de la frontera se dirigieron a Pensilvania. Desde allí se dispusieron hacia el norte y el sur, y luego hacia el oeste, absorbiendo siempre las culturas con las que se encontraron en el camino. Los que fueron al sur se identificaron con el Sur durante la guerra civil. Los que fueron al norte se identificaron con la ideología de los yanquis, y, mientras tanto, se iba propagando su raza por toda la nación. ¡Y vaya raza! Cada uno de esos condenados era medio
wampus cat
y medio
cherokee,
criaturas que siempre han resultado fácilmente maleables y que hoy en día están la mar de contentos si pueden pagarle a cada musulmán que se lo merezca un billete al paraíso en forma de bala del cuarenta y cinco. Siempre están listos para embarcarse en la nueva guerra santa rumbo a cualquier costa en la que ondee una bandera pagana. Y es que, según nuestra mentalidad, ¿qué hay de malo en hacer que el mundo se arrodille ante un imperio pilotado por el fantasma de Calvino y ungido por la gracia de Dios? Puede que ustedes nos adoren o nos odien, pero en cualquier caso somos esa gente sentimental, testaruda y obsesionada con Dios que les dio a Johnny Cash, Andrew Jackson, Ma Barker, Ronald Reagan, Mark Twain, la música country, las carreras NASCAR, Edgar Allan Poe, John Hancock y Bill Clinton.

No obstante, para lucirnos de verdad lo que necesitamos es una buena guerra, emocionante y sangrienta, una guerra en la que Dios, el patriotismo, la gloria y el caos se den cita en un plano superior. El descontento de los americanos con la guerra de Iraq no tardará en apagarse, como sucedió con el disgusto que provocó la guerra de Vietnam. Pero para cuando se prepare la próxima contienda volveremos a morder el anzuelo como unos pardillos, y seguirá siendo así mientras perviva un sistema que sustenta la ignorancia, el atriotismo y la militancia religiosa. Recibo algunos correos electrónicos desde Iraq, de un cristiano compañero de profesión que me felicita, y los reenvío a mis amigos progresistas, vecinos de ciudades liberales, quienes los descartan de inmediato por considerarlos puros rollos de un chiflado religioso. Pero lo cierto es que hay millones de chiflados como ése que ejercen su derecho a votar. Aquí va un extracto de un e-mail de un corresponsal de guerra designado por el gobierno de Estados Unidos y que escribe para el boletín informativo de la iglesia de Arlington, en Virginia, perteneciente a la congregación de la Asamblea de Dios. Es el dueño de una pequeña pastelería y uno de los cientos de fanáticos evangelistas enviados a Iraq durante los últimos tres años junto con periodistas de verdad, un corresponsal de guerra nombrado por la Administración Bush.

¡Envío mis bendiciones para todos desde la tierra de Babilonia!

… Me fastidia mucho que estos combatientes anónimos no reciban el reconocimiento de los medios de comunicación […] Los que trabajan en los medios son un hatajo de mentirosos, unas putas embusteras capaces de cualquier cosa con tal de frustrar a George Bush y desviarlo de su recto camino en la misión de liberar a esta gente del espíritu del Anticristo encarnado en Saddam y en sus malvados hijos, Uday y Usay […] Sólo existen dos dueños y señores, la elección es nuestra. Podemos seguir a Jesús o al Demonio […] Coge el teléfono y llama a esos periodistas de pacotilla que se lucran con el engaño, los del
Washington Post, L. A. Times, N. Y. Times,
la CBS y la CNN (la cadena de noticias comunista) y expresa tu desaprobación a esa sarta de mentiras […] Como dice la canción, «conoces a Jesús y él te conoce a ti».

Que Dios os bendiga a todos.

Michael

Para que luego digan que no estamos librando una guerra santa.

Desde la perspectiva de la clase trabajadora de los irlandeses-escoceses, el mundo siempre ha sido un lugar difícil, y va a peor. Para el tío o la tía que se dedican a instalar teléfonos o curran de reponedores en una selecta tienda de alimentación, la vida se reduce a lo siguiente: beber, rezar, combatir y follar. Y matar a los malos, claro. Puede que él o ella sean cristianos renacidos y puede incluso que no sean bebedores, pero en términos generales la ideología conservadora no difiere entre unos y otros. «La vida no es tan complicada, amigos. Así que basta de quejaros y a matar cabrones si hace falta. Y si no, también. Para que aprendan».

Parece que todos los idiotas pueblerinos sabemos ser crueles desde temprana edad. No me digan que de pequeños nunca le arrancaron el rabo a una lagartija y observaron cómo seguía retorciéndose… Eso es precisamente lo que George W. Bush y yo tenemos en común. Tal como lo ve la gente de color de todo el mundo, los blancos pueden ser muy sádicos, especialmente si se sienten amenazados —y así es como suelen sentirse respecto a cuanto los rodea en estos tiempos—. Pero si además se alimenta a ciertos idiotas de raza blanca con los incentivos adecuados, tales como la aprobación de Dios y el gobierno, el resultado son los linchamientos, Faluya y los atentados de Birmingham. Y, desde luego, Abu Ghraib.

En este instante, mientras escribo esto, puedo suponer sin miedo a equivocarme que un compatriota de mi misma tribu está ahogando los gritos de un prisionero en alguna de esas prisiones secretas de las que dispone Estados Unidos por todo el planeta. En un nivel más cotidiano, mi gente podría estar en este preciso instante (como ya se ha visto en la CBS) matando a patadas y pisotones a cientos de pollos en la planta reprocesadora de Pilgrim's Pride de Moorefield, Virginia Occidental, no muy lejos de la ciudad desde la que escribo y en la que Lynndie llegó a tener un trabajo. Pensemos por un segundo en la imagen del cuerpo retorcido del joven homosexual Matthew Shepard en una valla cerca de la Universidad de Wyoming. Todo eso hay que incluirlo en la lista de nuestros trabajos manuales. Así somos nosotros, los currantes con cara de poco espabilados, hijos de los escoceses emigrados a Irlanda y después a Norteamérica, nacidos para matar a pisotones el pollo cuya pechuga nos comeremos, y hacerlo en los rincones más oscuros y deprimentes de este gran país; nacidos para matar y morir en las carreras NASCAR, o en una trifulca casera después de haber pillado una buena cogorza, y cómo no, en las calles desérticas y polvorientas de los barrios pobres en los confines de nuestro imperio.

Puede que los liberales urbanitas de clase media nunca nos reconozcan como sus hermanos, y mucho menos como sus humildes sirvientes, pero, como suelen decir los que están en la cárcel, somos carne de cañón. Cumplimos órdenes. Los liberales se niegan a reconocer que nosotros les hacemos el trabajo sucio, por no mencionar las palizas y los atracos que llevamos a cabo en el extranjero por el bien de la República —acciones de las que ellos se benefician materialmente mucho más que nosotros.

Desde que nacemos se nos condiciona sobremanera para matar a esos «amarillos» y «monos del desierto», y a todo el que necesite una lección en cada momento particular de la historia y de acuerdo con los líderes de turno. Como muchos críos blancos de mi generación, apenas aprendí a caminar empecé a jugar a la guerra simulando que mataba japoneses, indios, alemanes, coreanos y zulúes (como los que salían en las películas
Sbaka Zulú
y
Uhuru
), interpretando a diversos personajes, como oficiales de caballería de Estados Unidos, vikingos al estilo de Kirk Douglas, soldados estadounidenses de la segunda guerra mundial, soldados de la época colonial y, por supuesto, soldados confederados. Como todos los chavales blancos, jugábamos con soldaditos de plástico a los que torturábamos con fuego, petardos, regueros de gasolina, queroseno y gas para encendedores, y si las cosas se ponían feas y había que recurrir a la bomba atómica, metíamos explosivos M-80 en los cubos de basura. Nos íbamos a dormir soñando con los alaridos de las bestias malvadas que habíamos mortificado a lo largo del día, todos esos japos y nazis enemigos de la democracia y de nuestro estilo de vida.

Más tarde, convertidos ya en niñatos blancos de instituto, salíamos a dar vueltas en coche buscando bronca con cualquiera que fuera diferente: negros, marrones, forasteros o simplemente alumnos de otras escuelas. Ya convertidos en unos jovencitos, armábamos follón en las fiestas y los bailes, o en cualquier sitio, por el simple hecho de cruzar una mirada con otro borracho aburrido. Nos dábamos de hostias por las mujeres, por las bolsas de droga que no daban el peso, por las deudas de dinero y por supuestos agravios a nuestro honor, nuestras esposas, nuestras madres o nuestro modelo de coche —había piques entre los de Ford y los de Chevrolet—; en otras palabras, por todas las nobles causas de los
white trash
americanos. Así es como cargamos con la tradición pendenciera de los irlandeses de origen escocés y así nos pasamos la vida metidos en reyertas, tanto en los campamentos de caravanas como en los bares, de noche y de día, en invierno y en verano, hasta que finalmente llegamos a la cincuentena y acabamos perdiendo el entusiasmo (por no hablar del aguante) que siempre nos habían suscitado esos venerados deportes de frontera.

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