Crónicas de la América profunda (27 page)

BOOK: Crónicas de la América profunda
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Esa extraña mezcla de violencia proletaria y devoción presbiteriana que tanto desconcierta a las mentes seculares casi nunca se ha manifestado con tanta virulencia como a principios de este siglo, en el que hemos entrado armados hasta los dientes. Una muestra de salvajismo que probablemente no se veía desde que los escoceses de Ulster eligieron al primer presidente de ese origen, Andrew Jackson, el asesino de indios, el fervoroso populista que compraba a todos con cerdo y maíz molido. A partir de entonces los norteamericanos eligieron a dieciséis presidentes a su imagen y semejanza, y a unos cuantos más que eran exponentes de lo bueno y lo malo de la cultura irlandesa de origen escocés. La verdad es que, pensándolo con cierta objetividad, considerando los lamentables ejemplares a los que hoy en día vota mi generación de sucios y borrachines ciudadanos de la frontera, llego a la conclusión de que Andrew Jackson no estaba tan mal. Tal vez no fuera tan liberal como Lincoln, pero al menos tenía las pelotas de beber en público, descuartizar a los cerdos en lo que ahora es la rosaleda de la Casa Blanca y disparar a un par de esos aristócratas chulescos que tanto nos ofenden. Era un patriota fanático, un guerrero de nacimiento y un extremista americano de primer orden.

Lo que en la actualidad se conoce como el “nacionalismo jacksoniano” sigue siendo la base política de lo que podríamos llamar el Partido Republicano de la Guerra Permanente, el ala política de la industria armamentística norteamericana. Lincoln ya predijo que la industria militar sería el resultado más espantoso de la guerra civil. Ciento cuarenta años más tarde, dicha industria se ha dado un festín y ha engordado gracias a los numerosos guerras, acciones, bombardeos y operaciones militares en los que han intervenido los americanos. Durante este tiempo ha amasado una fortuna que le alcanza para comprar, literalmente, al gobierno, controlar sistemáticamente los procesos políticos desde dentro y eliminar los restos del liberalismo yanqui más bobo e indulgente. Estas ambiciosas corporaciones siempre han contado con un tipo malo capaz de azuzar a todos esos engreídos liberales de fuertes principios que sostenían que la gente debería tener algunos derechos además del derecho a la propiedad. Ese tipo rabioso son los escoceses del Ulster y su descendencia.

En ocasiones, cuando oigo el tren que pasa por Winchester me viene a la memoria su recorrido; de camino a Wheeling también cruza Fort Ashby, Virginia Occidental, la ciudad natal de Lynndie England. Ambos crecimos casi en el mismo ambiente obrero de escoceses del Ulster. La vida en una casa de alquiler desvencijada no era muy distinta a la vida en la caravana donde vivía Lynndie en Fort Ashby. Nada ha cambiado desde que George Washington construyó el fuerte en la acera de enfrente de mi casa, que le dio nombre a Fort Ashby, para proteger así de los ataques de los indios a los escoceses del Ulster establecidos en la zona.

Caminando por la calle en la que crecí veo por todas partes a chicas como Lynndie, y muchas se parecen a las jóvenes con las que yo salía cuando era un chaval. Gracias a la comida rápida (que en mis años de juventud no existía) las de hoy en día están más gordas, pero son las mismas chicas blancas fumadoras y sin pelos en la lengua que traté entonces, unas tías con muchos arrestos, hijas del populacho. En mi viejo barrio, más de una cuarta parte de los adultos carecen de estudios secundarios y hay muchísimas cintas amarillas en las ventanas, como la que se ve en la caravana de la familia de Lynndie England, en honor de los hombres y mujeres que prestan servicio en Iraq o en cualquier otro lugar del extenso perímetro del imperio americano de sangre y negocios, un imperio en constante expansión.

Más allá de lo que piensen de la chica con la correa de perro de las fotos de Abu Ghraib, déjenme decirles que Lynndie England nunca tuvo una oportunidad. No le esperaba más futuro ni otro destino que terminar vigilando presos en Abu Ghraib, o quizá algo mucho peor, como ser alcanzada por un misil granada RPG. Casi la mitad de los tres mil norteamericanos que han muerto en Iraq hasta el momento de escribir estas páginas eran gente procedente de pequeñas ciudades como la mía, ciudades de menos de cuatro mil habitantes. La desproporción es notable, ya que esas ciudades apenas constituyen el veinticinco por ciento de la población americana. La mayoría de los soldados jóvenes que se alistaron en el ejército sólo lo hicieron para escapar de lugares económicamente deprimidos, de trabajos sin perspectivas de futuro, como el que tenía Lynndie (era empleada en una planta procesadora de pollos), aunque muchos lo niegan o ni siquiera son conscientes de ello, embebidos como están en un patriotismo animoso y una ceguera de juventud puestos al servicio de los grandiosos planes de su país. Estos llamados «voluntarios» son en realidad parte de un reclutamiento económico. El dinero siempre es el mejor azote para tratar con la clase obrera. Mil trescientos dólares al mes, un incentivo extra por sumarse a la causa, más alojamiento y comida. Fijo que todo eso le da cien vueltas a un curro que consista en sacarle las tripas por el culo a un pollo.

Y no olvidemos ese dineral para matricularse en la universidad que reciben los soldados al regresar: unos 65.000 dólares. Después de licenciarse, Lynndie tenía pensado ir a la universidad para acabar convirtiéndose en una «perseguidora de tormentas», como Helen Hunt en la película
Twister.
Es posible que muchos chicos de clase trabajadora y familias pobres se paguen la universidad con la ayuda militar. Pero por mi parte puedo contar con los dedos de una mano a los que me consta que lo han hecho. Vamos a ser sinceros: terminar la secundaria en una escuela de trabajadores de una ciudad pequeña y seguir sin ser capaz situar el estado de Alaska en un mapa de Estados Unidos no te abre precisamente el camino para ir a codearse con los de Harvard. Sospecho que muy en el fondo Lynndie sabía desde el principio cuál sería su destino. Iba al instituto equipada con botas de combate y uniforme de camuflaje. Y juraba que le encantaba. Porque si uno está condenado a comer mierda, al menos debería poder usar su propio tenedor. Es esa resignación triste e ignorada lo que desde hace mucho tiempo ha servido como técnica de supervivencia a los habitantes de las zonas de frontera, esa conciencia de que tu vida sigue un camino oscuro que jamás se cruzará con el del éxito social o económico.

Desde que llegaron a América a lo largo de las primeras tres cuartas partes del siglo
XVIII
, los escoceses calvinistas del Ulster han dado forma a una cultura paralela a la de los yanquis liberales ilustrados. Podría decirse que los valores calvinistas de los irlandeses de origen escocés avalan la ira y el deseo de venganza contra lo que perciben como la autoridad de cualquier clase de élite: la clase secular universitaria que dirige las escuelas, los medios de comunicación y los juzgados, y que no parece tener reparos en que su predicador sea un bujarrón. Una premisa calvinista ha dominado siempre entre esa gente: la palabra de Dios está por encima de todos y cada uno de los gobiernos. Punto final. Es la misma soflama calvinista traída a estas tierras por los escoceses del Ulster que sirvió como punto de partida del fundamentalismo cristiano norteamericano, y que ahora amenaza con cargarse la separación entre Iglesia y Estado. Peor aún, ya que sus más vehementes apóstoles exigen que Norteamérica desencadene de una vez la guerra santa nuclear.

Han oído bien: exigir una guerra santa nuclear, y se han puesto a ello. Puede que ustedes no se tropiecen con esta clase de gente en sus círculos de amistades, pero hay millones de norteamericanos encarnizadamente convencidos de que deberíamos bombardear Corea del Norte e Irán con armas nucleares y luego apoderarnos de las reservas petrolíferas de Oriente Próximo (
Kick their ass and take their gas
[«Patada en el culo y llévate su gasolina»], reza un eslogan que puede leerse en las pegatinas de los parachoques). Estos tíos creen que Estados Unidos conquistará el mundo entero e inculcará a todos sus habitantes las ideas norteamericanas sobre democracia y religión cristiana fundamentalista. Aunque últimamente, debido a la creciente aversión que despiertan la guerra de Iraq y las ideas estrictas de estos grupos en el conjunto de la sociedad, han abandonado el uso de términos como «cristiano fundamentalista» y «Estado teocrático» para adoptar otros como «masculinidad cristiana».

Para entender cómo esas ideas políticas tan inquietantes se difunden en este país debemos remontarnos unos cuatrocientos cincuenta años y observar a un grupo de celtas ladrones de ganado matándose unos a otros a lo largo del Muro de Adriano: son los
borderers,
los primeros fronterizos. Fanáticos religiosos y amantes de la guerra, estos protestantes escoceses emprendieron su camino primero hacia Irlanda, donde se los conocía como los
ulster scots,
y de ahí partieron hacia las costas de América durante el siglo
XVIII
. Estos escoceses del Ulster, gente de frontera, llevaron consigo al Nuevo Continente los valores culturales que actualmente gobiernan las emociones políticas de millones de norteamericanos. La sórdida situación que hoy vivimos se la debemos a Jacobo I de Inglaterra. Mi amigo virtual Billmon (
www.billmon.com
), quien ha realizado un estudio sobre el tema, dice que Jacobo, ese escocés paticorto, es el principal responsable de la psicosis cultural que con el tiempo alentaría a líderes como Jerry Falwell, Ian Paisley y George W. Bush, y ha inspirado cosas como los ataques con bombas de Oklahoma y al mapa electoral que divide Norteamérica en estados liberales y estados conservadores.

Billmon también dice que sin duda es demasiado para atribuírselo a una sola cabeza, aunque ésta lleve una corona. «Pero es la verdad —insiste—. Las razones de que América sea lo que es (y mucho de lo que el resto del mundo detesta de nosotros) provienen en su mayor parte de este pequeñajo escocés. Una historia con suficiente ironía como para que Tom Stoppard se sintiera inspirado para escribir alguna de sus obras de teatro, ya que el rey Jacobo, cuyo nombre se ha convertido en la marca registrada del cristianismo fundamentalista, era además un notable homosexual: uno de los más entusiastas de la larga y orgullosa historia de la sodomía aristocrática británica».

Como muchos otros monarcas y primeros ministros ingleses desde su época, el pobre Jacobo tuvo que encargarse de apaciguar los ánimos de los habitantes del Ulster, que llevan siglos dedicándose con suma frecuencia a los disturbios y a sacarse los ojos los unos a los otros. Pues el Norte de Irlanda, ese forúnculo supurante en el culo del protestantismo británico, siempre ha estado a punto de reventar. La solución de Jacobo fue hacer que los siempre leales protestantes escoceses se establecieran en medio de la población católica nativa del Ulster. Los resultados fueron previsiblemente desastrosos. Más tarde los protestantes escoceses del Ulster demostraron su lealtad a Guillermo III de Orange, y dieron origen a la figura del orangista, el equivalente norirlandés del fundamentalista blanco americano. Y puede que ambos sean una verdadera lata si se quiere formar una república libre y disciplinada, pero a la vez resultan sumamente útiles para los peores bichos de la vida política.

Finalmente, la suma de una terrible subida de precios y un aumento de impuestos condujo a la ruina y la destrucción del empleo en el Ulster, lo que empujó a los escoceses de Irlanda hacia las prometedoras costas del Nuevo Mundo. Las condiciones primitivas que encontraron allí y el desgobierno general los animaron a recuperar el espíritu de los sanguinarios pictos, a los que la corona británica había conocido y amado a lo largo del Muro de Adriano. Cuando llegaron a América fueron bendecidos con armas en abundancia, indios de sobra para afinar la puntería, grandes cantidades de maíz para elaborar su whisky casero y un gobierno colonial detestable que insistía en hacerles pagar impuestos por ese whisky, y así fue como llegaron a forjar un nuevo pueblo que ha perdurado en la sociedad americana: los
white trash,
los palurdos blancos
(crackers)
, los obreros blancos de zonas rurales
(rednecks).
Gente a la que no le gusta nada que el gobierno se entrometa en algunos aspectos de la vida doméstica tales como la destilación ilegal de alcohol, las peleas de gallos, la caza y la pesca furtivas, la ocupación ilegal de tierras y las disputas familiares. Esa misma gente a la que tampoco le gustaban los indios, y mucho menos los esclavos (ya que los pequeños caseríos de los blancos rurales en las colinas no eran apropiados para la agricultura del tabaco y algodón, basada en el trabajo de los esclavos, a diferencia de las tierras bajas que poseían sus vecinos «superiores» en la región del Tidewater de Virginia y en todo el sureste de Estados Unidos), esa misma gente tan fiera esparció su semilla a los cuatro vientos. Fue así como su descendencia se propagó hacia el oeste, fusionando el Oeste y el Sur en un lugar llamado Texas. La violenta vida de frontera les vino de perlas, y estaban más que agradecidos por verse sometidos a esas condiciones. Por eso todavía los vemos por allí, siempre armados y recelosos del gobierno pero a la vez enfurecidos por lo del 11-S (y es que desde la batalla de El Álamo en 1836 no habían encontrado ninguna excusa tan buena para poner en marcha la maquinaria militar. ¡O quizá desde la batalla de Killiencrankie, maldita sea!).

Tan sólo un año antes del 11-S salían de cualquier rincón de todos los estados conservadores para coronar a George W. Bush como si fuera el mismísimo William Wallace, aquel valiente noble escocés de sonrisa satisfecha, el líder de la rebelión de 1297 contra Inglaterra. De los treinta estados conservadores que votaron a Bush, veintitrés estaban en la lista de los treinta estados con mayor población descendiente de los escoceses del Ulster. Bush ganó en nueve de los diez primeros de esta lista con un margen del 55 por ciento de los votos. Pero sólo se impuso en dos de los diez estados con menor población de escoceses del Ulster: Dakota del Norte y Dakota del Sur. En cualquier caso, la influencia cultural de esta gente de frontera, ya sea en el plano espiritual, el filosófico o el político, sigue muy arraigada en América. Tanto que, como señala David Hackett Fischer en esa síntesis magistral sobre las costumbres británicas y americanas titulada
Albion's Seed
(«La semilla de Albión»), tanto los italianos como los alemanes, los polacos y muchos otros grupos étnicos adoptaron los valores y la mentalidad de los escoceses del Ulster como la quintaesencia de lo americano. Y es que la cultura política de estas gentes en América conserva desde siempre una serie de elementos que resultan atractivos para otros grupos y que contribuyeron a la expansión de su idiosincrasia. Es una cultura populista y que no excluye a nadie. Por lo general no sienten envidia de la riqueza ajena, y miden a los líderes políticos en función de lo que ellos entienden como su fuerza, es decir que evalúan si pelearían por aquello en lo que creen, físicamente si hiciese falta. Aparte, no olvidemos que son cristianos, como la mayoría de los inmigrantes que desembarcaron en la isla de Ellis.

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