Crónicas de la América profunda (10 page)

BOOK: Crónicas de la América profunda
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Al mismo tiempo, los Toms de este país tampoco estaban preparados para desenmascarar, por poner un ejemplo, las mentiras republicanas vertidas sobre John Kerry y su participación en la guerra de Vietnam, como años antes no lo habían estado para desenmascarar las intenciones de toda esa patraña de la madre abandonando al bebé en la caja de cartón en cuanto cobraba su subsidio. Hasta Tom, que estuvo en Nam, prefiere creer que el debate abierto por Kerry acerca de las atrocidades cometidas en la guerra por parte de Estados Unidos no fue más que un duro ataque contra los soldados de familias obreras a fin de ganarse el «voto universitario». Y esto, según Tom, pone de manifiesto el odio que sienten los «pijos mimados de Yale por los combatientes». Da igual que Kerry fuera uno de los pocos de Yale que se alistaron. Tom sostiene con la misma convicción que cuando George W. Bush intervino ilegalmente los teléfonos de los ciudadanos americanos «lo hizo por una buena causa. Para arrestar a los terroristas que pululan por todo el país —dice Tom, y añade—: No puedes estar usando siempre la Constitución como excusa».

Cuando Tom retrocedió un par de pasos para contemplar con cierta distancia a George Bush y John Kerry, vio lo mismo que todos nosotros: «Dos tipos. Uno que cortaba los hierbajos en su rancho y otro que practicaba windsurf en Martha's Vineyard. ¿Quién demonios hace windsurf?». Puedes ver la respuesta flotando sobre la cabeza de Tom: los pijos liberales del Este y sus hijitos mimados y arrogantes.

—Por cierto —añade—, ¿por qué los candidatos liberales se quitan la americana durante las campañas electorales? ¿A quién pretenden engañar?

—A los mismos que creen que George Bush ha estado alguna vez cortando los hierbajos en su rancho —respondo, cayendo en la cuenta de que estamos poniéndonos un poco agresivos.

—No me convencen —dice— estos liberales de camisa blanca que practican todos esos deportes como el windsurf y van de escalada sólo para probar que ellos también pueden sudar.

El estereotipo de Tom no se forma sólo a fuerza de tertulias radiofónicas. Al igual que otras decenas de millones de hombres «orgullosos de ser trabajadores blancos», él no ha tenido ni tiempo ni ocasión de leer o aprender otras cosas porque no hace más que trabajar. De hecho, las veinticinco horas extras semanales en Rubbermaid no se las quita nadie. A su vez, sus compañeros de planta, amigos y vecinos, manejan la hormigonera con la que van echando los cimientos de su propia casa, cambian ellos mismos el aceite del coche o cortan de verdad los hierbajos que el presidente finge cortar.

Para el trabajador blanco americano la vida consiste en currar. Cuando digo trabajadores blancos no me refiero sólo a los del Sur sino a todos, desde los húngaros y los polacos que bajan a las minas de carbón en los montes Apalaches hasta los escandinavos que trabajan de leñadores en los bosques del noroeste. En el Sur y el Medio Oeste hay incluso obreros judíos que conducen viejos mastodontes con motor de ocho válvulas y arman alboroto allá adonde van y les encanta la música country. Para toda esta gente el trabajo es una obsesión, y durante generaciones no han hecho más que currar en todas partes: la industria textil, las explotaciones agrícolas del Oeste y el Medio Oeste, la minería de Virginia Occidental, Colorado y Montana, la agricultura de subsistencia del Sur. Para los antepasados de los actuales trabajadores blancos, la falta de trabajo suponía que sus familias se morían de hambre, literalmente, de modo que llevan la ética del trabajo grabada a fuego en el código genético. (Por cierto, no estoy hablando de
white trash:
hablo de trabajadores blancos, y la diferencia radica en que éstos se matan trabajando y nunca aceptarán una limosna. Los
white trash
son de otra clase). Para la mentalidad de un trabajador blanco lo peor que se puede ser en esta vida es un perezoso; les parece más grave que ser un idiota, un borracho, un miserable, peor que ser un embustero, un reo o un zumbado. Y sin lugar a dudas lo peor que un trabajador blanco puede decir de alguien es: «Ese no quiere trabajar», lo que por lo general va seguido de: «Yo tampoco, ¿no te jode?, pero no me queda más remedio». Siguiendo esta lógica, los liberales educados que tienen tiempo suficiente para leer, y que de hecho leen tanto que incluso se hacen socios de los clubes de lectores, pasan a ser para ellos unos tipos sospechosos.

Sólo hay una cosa que permite evadirse de esa actividad incesante: la conexión directa entre los deportes televisados y el cerebro. Y, para que esa conexión funcione bien, se requieren grandes dosis de cerveza, algo a lo que personalmente no hago ascos, con la salvedad de que tanta ocupación y tanta cerveza nos embrutecen y nos mantienen ciegos ante la inmensidad del mundo.

Para la mayoría de los trabajadores que viven aquí, el mundo exterior, es decir, todo lo que se encuentra más allá del Royal Lunch, de Rubbermaid o de Winchester, Virginia, es una fantasía, algo que carece de existencia real. Claro que hay quien decide viajar a Orlando, o a Branson, Misuri, o a la Pensilvania holandesa, pero si te pasas los días aletargado por un trabajo repetitivo y por las noches te espera la tarea de cambiar los neumáticos del coche, reparar la instalación eléctrica de tu casa, llevarle a tu anciana madre una carga de leña —como hizo Tom al día siguiente de nuestra conversación—, o recuperarte de dicho trabajo tumbándote en el sofá contemplando el recibo de los últimos gastos realizados con tus tarjetas de crédito, ¿de dónde vas a sacar el tiempo y los medios necesarios para pensar en las consecuencias del calentamiento global? Eres como un muerto viviente, así que un par de noches a la semana te dejas caer por el Royal Lunch y riegas con cerveza tu masa gris inerte. Recuerdo que hace algún tiempo vi a una multitud reunida en un bar que miraba atentamente y en absoluto silencio un canal de televisión donde salían unos afganos jugando al polo con una cabra decapitada. Si aquellos no eran muertos vivientes, a saber qué eran.

Recibir la peor educación del mundo para luego dedicar tu vida entera a enfrentarte con tus compañeros trabajadores en ese circo de gladiadores que es la economía del libre mercado no contribuye al desarrollo del optimismo ni a tener una mentalidad abierta, las dos señas de identidad del liberalismo. Contribuye más bien a la amargura, a una falta de refinamiento y a un proceso de degradación interior que conduce a la gente trabajadora a consentir las guerras del imperio americano sin pestañear.

Como la mayor parte de la población conservadora de Winchester, Tom está convencido de que la violencia es la mejor solución para los problemas políticos del extranjero. En las charlas sobre política que tienen lugar por estos barrios es normal oír a alguien decir que tal o cual país de Próximo Oriente, Asia o Europa «se ha pasado de la raya» y «hay que ponerlo en su sitio». Un día cualquiera de la semana podría señalar a unas cien personas que creen que deberíamos bombardear Francia (aunque dudo que muchas de ellas pudieran encontrar el país en el mapa a la primera). Al parecer, para cierta clase de americanos el bombardeo indiscriminado ayuda a purgar cierta furia interior no articulada, una furia que antaño parecía conceder cierta nobleza a las vidas más brutas, según rezaban los viejos tópicos que han dejado de resultar creíbles. Siempre que los americanos estuvieron de acuerdo en que eran valientes, fieles y extraordinarios —gente a la que el mundo entero admiraba, por ejemplo—, y siempre que se cubrieron a sí mismos con el manto de una bondad autoproclamada, sus vidas tuvieron algún sentido. En tales situaciones no parecía necesario disponer de ninguna clase de conocimiento profundo. (Sólo falta sumarle a lo anterior la fe religiosa). Porque ser americano era algo que se llevaba en el corazón, algo que valía la pena defender, preferiblemente en territorio enemigo.

Entonces ¿qué ocurre si eres Tom Henderson y te has tirado más de veinte años trabajando en una fábrica, propiciando la degeneración de cada parte insustituible de tu cuerpo a fin de alcanzar el sueño americano, aunque sólo para descubrir al final que el manto de bondad estaba rasgado? Veinte años en el mismo trabajo y en la misma iglesia, treinta años de buena reputación, y alzas la vista y te encuentras con que tu mujer sufre depresión crónica y los terroristas lanzan aviones contra dos enormes edificios de Nueva York. Y, para más inri, por ahí se empieza a rumorear otra vez que Rubbermaid traslada tu trabajo a Asia, y los lumbreras de la televisión anuncian con orgullo la inminente muerte del sistema de pensiones con el que contabas para cuando te llegara el momento, aunque nunca se te ocurriría reconocerlo en público porque, bueno, en fin, es como una limosna… Un privilegio para gente débil.

«América no era así —se lamenta Tom—. La gente ha jodido este país». No está seguro de quiénes lo han jodido. Sin duda no ha sido él. Pero cuando sales del manto protector y te encuentras deslumbrado por una luz hiriente, vislumbras algunos sospechosos, empezando por esos «estrafalarios catedráticos universitarios, los sindicalistas corruptos y los pijos californianos de la ACLU (Unión de Libertades Civiles). Gente que nunca ha tenido que trabajar —dice—. No cabe duda de que todo empezó a joderse en los sesenta». Por eso Tom es antiliberal y se declara a favor de atacar Teherán con armas nucleares.

«¿Querrás postre, cariño?», me pregunta la camarera del Triangle Diner. Le digo que no, y en ese momento Tom y yo empezamos el típico forcejeo sureño por pagar la cuenta. Gano yo, mintiendo al argüir que puedo desgravarlo. De camino al aparcamiento le sugiero:

—Tenemos que quedar un día de éstos para tocar algo de música, ¿eh, viejo?

—Tío, no he cogido la guitarra en años.

—Te digo por experiencia que eso nunca se olvida, te oxidas un poco, pero nada más.

—Vale, pues entonces igual quedamos un día.

Ambos sabemos que, por más razones de las que puedes contar, como les gusta decir a los viejos de por aquí, eso nunca sucederá. El abismo del tiempo y la experiencia es demasiado grande.

Tom y yo no llegamos a hablar de su trabajo en Rubbermaid. Los detalles de su puesto como supervisor de planta tampoco son demasiado interesantes. Lo que me impresionó mientras le escuchaba hablar fue lo siguiente: Tom es tan inteligente como yo. En el instituto escribía mejor que yo y en aquella época decía a menudo que quería ser escritor, pintor, músico. ¿Qué fue de sus sueños? Estarán en el mismo lugar adonde van a parar los sueños de los niños que pertenecen a las familias de los trabajadores pobres. Los sueños se escapan por la misma puerta por la que nunca entra la oportunidad de una educación decente. Se desvanecen en rincones perdidos de lugares como Vietnam o por las polvorientas calles de Iraq. Desaparecen entre la ceremonia de graduación del instituto y la necesidad inmediata de ganarse la vida (los trabajadores blancos no viven de sus padres por mucho tiempo, sólo hasta que cumplen los doce años). Eso te curte y acabas esperando en la sala de recursos humanos de Rubbermaid mientras rellenas una solicitud para trabajar extrayendo los carteles amarillos de
CUIDADO: SUELO MOJADO
de un molde caliente o durante el turno de noche metiendo cables eléctricos por las tuberías callejeras en una ciudad de hormigón sin ventanas. Y una vez que aceptas tu destino como ciudadano de esa ciudad nocturna, te vuelves aún más duro.

La planta Newell Rubbermaid que se encuentra en las afueras de la ciudad de Winchester es realmente una ciudad en sí misma, según me han contado mi hijo y otros que trabajan allí. Cada departamento especializado es como un barrio que está bajo la vigilancia del Departamento de Policía de Rubbermaid —el personal de seguridad— y cada uno cuenta con su propio tráfico de drogas. En las fábricas te las venden los compañeros de trabajo, así que al menos son más de fiar que las que se consiguen en la calle, ya que el vendedor debe verles la cara a sus compañeros cada día. Como es de suponer, en el ambiente de la producción en cadena de una fábrica las drogas favoritas son las metanfetaminas, y luego la marihuana para ayudar a bajar la aceleración. Por este motivo los controles de orina forman parte de la rutina laboral. Son varias las situaciones que exigen un control de orina, incluido lo que la seguridad interna llama «comportamiento extraño», pero la principal razón son los accidentes. Si no pasas el control de orina puedes considerarte despedido. Antiguamente, en Rubbermaid, si dabas positivo en el test de drogas podías conservar tu empleo a condición de que aceptaras recibir apoyo psicológico o ingresaras en un programa de rehabilitación. Ahora, a la primera te ponen de patitas en la calle. Por eso los fumetas que con frecuencia suspenden el examen de orina siempre están cambiando de empleo y de lugar de trabajo —del gran almacén Dollar General a la General Electric, y de allí a White House Apple Products—, antes de tocar fondo y acabar currando en una de las empresas feudales que están en manos de las grandes familias locales, y en donde apenas ganan cinco o seis dólares por hora. Suponiendo que encuentres sitio, porque ese último peldaño del escalafón de empleos locales suele estar ocupado por gente que se apellida Martínez o Delgado.

Allá por 1994, Rubbermaid fue elegida la empresa americana más admirada por la revista
Fortune.
Esta clase de sandeces por parte de la comunidad empresarial resulta cargante; sin embargo, Rubbermaid no carecía totalmente de méritos. En aquel entonces la compañía pagaba un salario que daba para vivir y, pese a la atracción que sentían sus directivos por el currante medio tarado de los estados antisindicalistas del Sur, en muchas de sus plantas en otras regiones del país todavía trabajaba gente sindicada. Desde su llegada en la década de los sesenta, la compañía había obtenido un precioso rendimiento de su inversión en Winchester. Y a la larga, después de que los negros como el legendario Betty Kilby Fisher suprimieran la barrera de color levantada por la querida y antigua junta directiva local de Rubbermaid (léase
Wit, Will, and Walls
[«Ingenio, voluntad y muros»], de Betty Kilby Fisher), la planta pasó a ser considerada un lugar de trabajo más que aceptable por parte de la gente de ambas razas. La población de Winchester estaba agradecida por la presencia de Rubbermaid. Muchos amigos de mi edad trabajaron toda su vida en la planta. Trabajadores respetables que pudieron comprarse una casa después de jubilarse con un plan de pensiones de la propia empresa, y que se retiraron sin reclamar los meses acumulados de la baja por enfermedad que no habían llegado a aprovechar. Para este modelo de gente muchos de los actuales empleados no serían más que los desechos de Winchester, gentuza que según Tom «sólo vagabundea de un trabajo a otro». Estaba deseando responderle: «Los empujan de un trabajo a otro, y todo gracias a la "flexibilización laboral"», pero no dije nada.

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