—Ésta es Wencke Bencke —dijo el policía que acababa de presentarse—. Vive en el piso de abajo. Iba al desván a dejar unas maletas. La puerta estaba abierta, así que…
—Llamé al timbre —lo interrumpió ella—. Como no respondió nadie, me tomé la libertad de echar un vistazo. Supongo que ya saben lo que me encontré. Llamé inmediatamente a la policía.
—Wencke Bencke —dijo Erik Henriksen—. ¿La escritora de novelas policíacas?
Ella sonrió insondablemente y asintió con la cabeza.
No en dirección a Henriksen, que le había planteado la pregunta. Tampoco la sonrisa iba dirigida al policía de uniforme que daba la impresión de querer sacar un pedazo de papel en cualquier momento y pedir un autógrafo.
Era a Yngvar a quien miraba. Se dirigió a él cuando sacó la mano y dijo:
—Yngvar Stubø, ¿no? Un placer saludarte por fin.
Su apretón de manos era firme, casi duro. La mano era grande y ancha. La piel anormalmente caliente. Él la soltó rápidamente, como si se hubiera quemado.
El asesino de los famosos se había convertido en un monstruo.
De todos modos la prensa se había calmado ligeramente después de que se supiera que el asesino de Fiona Helle era paciente de una institución psiquiátrica, con un móvil que la mayoría al menos podía comprender. Durante un breve periodo de tiempo había dado la impresión de que también los periodistas contemplaban la posibilidad de que se enfrentaban a un efecto de contagio. Posiblemente no se trataba de un asesino en serie, admitían los comentadores, sino más bien de la amenazadora coincidencia de varios grotescos asesinatos singulares. Cuando Rudolf Fjord eligió quitarse su propia vida, los medios de comunicación estuvieron sorprendentemente moderados, fueron casi sobrios a la hora de cubrir la trágica noticia.
Cuando encontraron a Håvard Stefansen muerto y colocado como diana de su propia pequeña pista de tiro cubierta, Noruega volvió a salirse de sus casillas.
Los psicólogos regresaron a la arena. Los acompañaron detectives privados y altos cargos de policía extranjera, investigadores y analistas criminales. Los expertos dibujaban y explicaban, a lo largo de muchas columnas y en todos los canales. Al cabo de una jornada, el asesino en serie volvía a estar en la conciencia de todos. Era un monstruo. Un psicópata sin sensibilidad. En un par de días, el asesino de los famosos pasó a ser una figura mítica con rasgos de carácter que, por lo general, sólo se encontraban en la literatura sombría y gótica.
La familia real marchó al extranjero y Palacio no podía precisar para cuándo se esperaba su regreso. Los rumores sostenían que en el Parlamento se había doblado la plantilla de guardas, a pesar de que el jefe de seguridad, tenso y serio, se negó a comentar el caso. Se cancelaron estrenos de teatro. Se suspendieron conciertos previstos. Una boda muy comentada, entre un político y una ejecutiva, fue suspendida tres días antes de la ceremonia. Pospuesta hasta el otoño, dijo un novio parco en palabras que aseguró que el amor seguía floreciendo.
También la gente corriente, la gran mayoría cuyo nombre nunca ha salido en los periódicos ni ha visto su cara impresa en una revista a todo color, tiró las entradas del cine a la papelera y decidió no salir el fin de semana. Un ambiente de conmoción y curiosidad, miedo y emoción, placer en el sufrimiento ajeno y sincera desesperación hacía que la gente se quedara con los suyos.
Era lo más seguro.
Inger Johanne Vik e Yngvar Stubø también estaban en casa. Era ya jueves 4 de marzo y eran casi las ocho y media de la noche. Ragnhild dormía. El televisor estaba encendido. El volumen era bajo, ninguno de los dos estaba prestando atención.
En los dos últimos días apenas habían hablado. Los dos cargaban con un miedo demasiado grande como para compartirlo con el otro. Esta vez el asesino había elegido a un deportista. Sólo quedaba un caso de la conferencia de Warren Scifford sobre
proportional retribution
, e Inger Johanne e Yngvar se merodeaban con tensa y fingida amabilidad. La vida del chalé adosado de Tåsen transcurría ajetreada. En la cotidianidad el miedo podía camuflarse.
Un rato, al menos.
Yngvar estaba montando unos estantes en el baño. Llevaban medio año con el armario. Inger Johanne esperaba oír el llanto de Ragnhild de un momento a otro, aquellos martillazos podían despertar a un muerto. Pero no tenía fuerzas para hablar con él. Estaba sentada en el sofá hojeando un libro. Leer era imposible.
—Esta noche,
Redacción EN
será ampliado a una hora —dijo una voz apenas audible.
Inger Johanne cogió el mando a distancia. La voz subió de volumen. Sonó la sintonía.
El presentador iba vestido de negro, como si fuera a asistir a un entierro. No sonreía, como solía hacer al principio de la emisión. Inger Johanne no recordaba haber visto nunca con corbata al experimentado presentador del programa.
También la jefa de la policía se había engalanado para la ocasión. El uniforme le quedaba suelto; las últimas semanas, la normalmente delgada mujer se había quedado en los huesos. Estaba sentada rígida y tensa en su silla, como si estuviera en guardia. Por una vez tuvo problemas para responder con claridad a las preguntas que le formulaban.
—Yngvar —dijo Inger Johanne—. Deberías venir. —Fuertes martillazos en el baño—. ¡Yngvar!
Fue a buscarlo. Estaba a cuatro patas intentando separar dos estantes.
—Joder, mierda —dijo él para sí—. Este manual de instrucciones está fatal.
—Hay una emisión especial sobre tu caso —dijo ella.
—No es mi caso. No es de mi propiedad.
—No digas tonterías. Anda, ven. Los estantes no se van a ir a ningún sitio.
Yngvar dejó el martillo.
—Mira —dijo cabizbajo señalando el suelo—. He roto una baldosa. Lo siento. No me di cuenta de que…
—Ven —repitió ella brevemente, y volvió al salón.
—… y obviamente tenemos una serie de pistas en el caso —decía la jefa de policía en la televisión—. En los casos, supongo que debería decir. Pero no son pistas unívocas. Nos va a llevar tiempo arreglar esto. Estamos hablando de un enorme conjunto de casos.
—Pistas —murmuró Yngvar, que había seguido a Inger Johanne y se había dejado caer en el otro sofá—. Que me las enseñe, anda. ¡Que me enseñe las pistas!
Se pasó la punta de la camisa por la cara y cogió una lata de cerveza tibia de la mesa del salón.
—¿Puede usted entender… —dijo el presentador, inclinándose hacia delante y abriendo los brazos en señal de desánimo— que la gente tenga miedo? ¿Que esté aterrorizada? ¿Tras cuatro grotescos asesinatos? ¿Y ahora que la investigación parece estar completamente estancada?
—Permítame que lo corrija —dijo la jefa de policía, que carraspeó contra el puño cerrado—. Estamos hablando de tres casos. Tres. El caso de Fiona Helle está resuelto, en opinión de la policía y de la fiscalía. Todavía queda algo de investigación por hacer también en eso, pero los cargos serán aclarados a lo largo de…
—Tres casos —la interrumpió el presentador—. Muy bien. ¿Y qué tienen en esos casos?
—Ruego que se comprenda que no puedo profundizar en las precipitadas evaluaciones que se hacen de la investigación. Lo único que puedo decir esta noche es que estamos valiéndonos de grandes recursos…
—Comprender —la interrumpió el presentador—. ¿Pide que comprendamos que no tengan nada? Que la gente se vea obligada a parapetarse en sus casas y…
—Tiene miedo —dijo Yngvar, que se bebió el último trago perezoso de cerveza—. No suele enfadarse nunca. ¿No es más propio de él engatusar y tentar? ¿Sonreír y dejar que la gente meta la pata ella solita?
Inger Johanne respondió subiendo aún más el volumen.
—Déjame oír.
—Está aterrorizado —murmuró Yngvar—. Él y el otro par de miles de noruegos que viven en esa caja.
Señaló el televisor con la lata vacía.
—Calla.
—Ven aquí —dijo él.
—¿Qué?
—¿No puedes venir aquí? ¿Sentarte conmigo?
—Yo…
—Por favor —rogó Yngvar.
Por fin soltaron a la jefa de policía. Mientras cambiaban al invitado en el estudio, intentaron emitir un reportaje sobre la casa de vecinos en la que, dos días antes, habían encontrado a Håvard Stefansen, muerto y sin un dedo. La cinta de vídeo se enganchó. La vista panorámica desde el portal hasta el quinto piso se quedó atascada en el movimiento, convirtiéndose en una foto fija desenfocada en la que una escandalizada mujer miraba por la ventana del tercero desde detrás de la cortina. El sonido chirrió. Algo pitó. De pronto el presentador volvió a aparecer en pantalla.
—Pedimos disculpas por los problemas técnicos —carraspeó—. Entonces creo que…
—Siempre seremos novios —murmuró Yngvar oliéndole el pelo, ella se había acurrucado junto a él y los había tapado a los dos con la manta.
—Quizá —dijo Inger Johanne acariciándole el antebrazo con el dedo—. Si me prometes no aventurarte nunca más con tareas prácticas.
—Bienvenida al estudio, Wencke Bencke.
—¿Cómo? —dijo Yngvar.
—¡Calla, Yngvar!
—Gracias —dijo Wencke Bencke sin sonreír.
—Eres autora de nada menos que diecisiete novelas policíacas —dijo el presentador—. Y todas tratan sobre asesinatos en serie. Se te considera experta en el asunto, cosechas grandes halagos por la profundidad de tu trabajo preparatorio y la extensión de tu
research
. También entre la policía, como hemos podido constatar hoy. Tienes tus orígenes en el Derecho, ¿no es así?
—Es correcto —dijo ella, seguía seria—. Pero ya no me queda mucho de jurista. Llevo escribiendo novelas desde 1985.
—Estamos especialmente contentos de tenerte hoy aquí, ya que hace doce años que no concedes una entrevista en Noruega. Obviamente las circunstancias que te han traído aquí son trágicas. Pero, a pesar de todo, tiene que estar permitido empezar planteando una pregunta con guasa: ¿a cuánta gente le has quitado la vida a lo largo de estos años?
Se inclinó expectante hacia ella, como si esperara que lo hicieran partícipe de un gran secreto.
—Ya no lo tengo muy claro —dijo ella sonriendo, tenía los dientes anormalmente blancos y regulares para ser una mujer de unos cuarenta y cinco años—. He perdido la cuenta. Pero, al fin y al cabo, la calidad es mejor que la cantidad, también en mi oficio. Me concentro en el refinamiento, no en la cantidad. Es a los giros originales a lo que yo… les encuentro el gusto, se podría decir.
Se apartó el flequillo de la frente. Éste volvió a caer inmediatamente.
Inger Johanne se desembarazó de los brazos de Yngvar, que estaba a punto de ahogarla. Acababa de coger el periódico
Dagbladet
de encima de la mesa, había mirado algo y lo había vuelto a soltar, directamente sobre el suelo. Se volvió parcialmente hacia él y preguntó:
—¿Qué pasa?
—… así que tú encontraste a la última víctima —decían por los altavoces del televisor—, que era tu vecino más cercano. Desde tu punto de vista de indiscutida experta en esto, ¿qué puede haber detrás…
—¿Qué pasa, tesoro?
—… del deseo de ser visto como otra cosa que…
—¡Yngvar!
Él tenía la piel húmeda. Grisácea.
—Yngvar —gritó ella, cayéndose del sofá—. ¿Qué es lo que te pasa?
—… recuerda a casos sucedidos en lugares distintos a nuestro propio continente. No sólo en Estados Unidos, sino también en Inglaterra, por no decir Alemania, donde conocemos…
Inger Johanne levantó la mano. Le pegó. El chasquido de su mano abierta contra la mejilla de Yngvar hizo que por fin él levantara la vista.
—Es ella —dijo Yngvar.
—… tener cuidado con sacar conclusiones en la dirección…
—¿Qué es lo que te pasa? —gritó Inger Johanne—. ¡Creía que te había dado un ataque al corazón! Te he dicho mil veces que tienes que ponerte a dieta, y no tocar el azúcar y…
—Es ella —repitió él—. Es ella.
—… con la limitación de que he pasado estos últimos meses en el extranjero y de que por tanto sólo he podido seguir el caso por la red y algún que otro periódico, yo diría que…
—¿Te has vuelto loco? —dijo Inger Johanne—. ¿Te has vuelto rematadamente chalado? ¿Por qué iba…?
Él seguía señalando el televisor. El color le estaba volviendo a la cara. La respiración se le había calmado. Inger Johanne se giró lentamente hacia el televisor.
Wencke Bencke llevaba gafas sin montura. La potente luz del estudio provocaba reflejos que impedían verle los ojos. El traje chaqueta le quedaba un poco estrecho, como si lo hubiese comprado con la esperanza de perder peso. En la solapa de la chaqueta tenía un pequeño broche. Una fina cadena de oro brillaba en torno a su cuello, estaba morena para la época del año.
—Lo veo bastante sombrío —respondió la entrevistada a una pregunta que Inger Johanne no había captado—. Puesto que la policía todavía no parece tener ni idea de qué va esto, me cuesta pensar que haya grandes probabilidades de que lo resuelvan.
—¿Estás diciendo esto en serio? —dijo el presentador haciendo un gesto con las manos como si deseara que le dieran un respuesta más detallada.
—No entiendo —empezó a decir Inger Johanne, volvió a girarse para intentar captar la atención de Yngvar.
—Por favor —le rogó él—. ¡Déjame oír lo que está diciendo!
—Entonces vamos a tener que poner punto final a esta parte del programa —dijo el presentador—. Me tienes que permitir que acabe planteándote una pregunta, en consideración a los terribles sucesos de la vida real en los últimos tiempos: ¿nunca te hartas de imaginarte y entretenerte con crímenes y asesinatos?
Wencke Bencke se enderezó las gafas. La nariz era demasiado pequeña para su cara ancha, y las gafas amenazaban todo el rato con caérsele.
—Sí —admitió—. Me hastía. Mucho, de vez en cuando. Pero escribir novelas policíacas es lo único que sé hacer. Estoy ya entrando en años. Y… —Alzó el corto dedo índice y dirigió la mirada a la cámara. De pronto se le vieron claramente los ojos. Eran marrones e iluminaban una sonrisa que hacía que las mejillas se dividieran a lo largo de profundos hoyuelos—. Y el sueldo por horas es desorbitado, claro. Eso ayuda.
—Con esto te damos las gracias.
Inger Johanne soltó el mando a distancia.
—¿Qué quieres decir? —susurró—. Me has asustado tantísimo, Yngvar. Creía que te estabas muriendo.
—Fue Wencke Bencke quien mató a Vibeke Heinerback —dijo él aplastando la lata de cerveza entre las manos—. Le quitó la vida a Vegard Krogh. Y también mató a su vecino, Håvard Stefansen. Ella es la asesina de los famosos. Tiene que ser así.