Corsarios Americanos (10 page)

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Authors: Alexander Kent

Tags: #Histórico

BOOK: Corsarios Americanos
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Una conmoción en el costado de la goleta anunció cambios en el combate. De inmediato, los invasores que retrocedían hasta entonces oyeron la penetrante voz de Sparke que gritaba:

—¡Conmigo, hombres del
Trojan
! ¡Conmigo!

La dotación de la goleta recibía ahora el ataque por dos lados a la vez, e ignoraba si había otras embarcaciones enemigas al acecho. Su ánimo defensivo se agotó, por lo que el combate terminó tan rápidamente como había empezado.

Ni tan sólo hubo entre esas gentes ánimo para maldecir e insultar a los marinos británicos. Los hombres del
Trojan
, por su parte, acumulaban demasiada furia, tras el combate cuerpo a cuerpo y el dolor de ver caer heridos o muertos a sus compañeros, como para aceptar insultos. La dotación de la goleta pareció apercibirse de ello y aceptó ser desarmada, cacheada y luego dividida en dos grupos manejables.

Sparke, que se acercó dando zancadas y esquivando los cuerpos caídos de muertos y heridos, acarreaba aún una pistola en cada mano. En cuanto vio a Bolitho soltó:

—Podía haber sido peor. —Parecía incapaz de disimular su júbilo—: Un barquito precioso, pero que muy bonito. —Enseguida vio a Quinn y se agachó—. ¿Está mal herido?

Balleine, que había roto a jirones la camisa del teniente y trataba de detener la sangre, respondió:

—Del tajo le han abierto el pecho como una fruta madura, señor. Claro que si pudiésemos llevarle…

Pero Sparke ya se había apartado y llamaba a gritos a Frowd, el segundo del piloto, a quien exigía que se ocupase de dar velas y recuperar el gobierno del barco en cuanto soplase la más mínima brisa.

Bolitho, de rodillas, sostenía las manos de Quinn e impedía que se las acercase a la herida mientras Balleine trabajaba en el improvisado vendaje.

—Tranquilo, James. —Vio que la cabeza de Quinn colgaba sin fuerza; el joven apenas podía soportar el dolor de la agonía. Tenía las manos frías como el hielo y la sangre de su herida lo cubría todo—. Te pondrás bien, te lo prometo.

Sparke volvía a estar a su lado.

—Venga, venga, señor Bolitho, todavía hay mucho por hacer. Apuesto a que no tardaremos en recibir visitas.

Su voz cambió de tono repentinamente, y Bolitho descubrió entonces a un teniente Sparke desconocido en los dos años que llevaba a sus órdenes.

—Entiendo lo que siente respecto a Quinn. Se siente usted responsable. Pero haga todo lo posible por no mostrarlo. Un oficial no debe declarar jamás su debilidad en plena acción y ante sus hombres. ¿Me entiende? Todos ellos nos miran y están pendientes de nosotros. Por tanto, los remordimientos hay que dejarlos para más tarde, ¿de acuerdo?

Un instante y volvía a ser él mismo:

—¡Muévanse! Conduzcan los botes hacia popa y den amarres fiables. Pasen revista al armamento del barco, si es que lo tiene, y carguen y prepárense para resistir un ataque. Proyectiles, metralla, pólvora, todo lo que se pueda disparar. —Su mirada registró la oscuridad en busca de un hombre—: ¡Usted! ¡Archer! Monte aquí un cañón giratorio y apúntelo hacia los prisioneros. ¡A la menor señal de que piensan rebelarse o retomar el control del barco, ya sabe lo que debe hacer!

Stockdale limpiaba la hoja de su machete en un fragmento de camisa arrancada a un desafortunado adversario.

—Yo atenderé al señor Quinn, señor —dijo tras repasar por última vez la hoja de su arma y enfundarla en el cinto—. Diría que un buen trago de algo caliente y reconfortante no le puede hacer ningún daño.

—Sí —asintió Bolitho—. Ocúpese de ello.

Anduvo en la oscuridad escuchando los lamentos y gruñidos que surgían de los rincones de la cubierta, más descriptivos de la escena que cualquier imagen visible.

Dunwoody, el hijo del molinero de Kent, tanteaba de rodillas cerca de una figura tumbada junto a la regala.

—Es Bill Taller, señor —se lamentó el marinero—, mi camarada.

—Ya lo sé, le vi caer —respondió Bolitho, que enseguida recordó los consejos de Sparke y añadió con brusquedad—: Trepe a la jarcia y bájeme esa linterna al instante. ¿Qué pretende? ¿Atraer los insectos de la noche con esa luz?

Dunwoody se incorporó y se secó las mejillas.

—No, señor. Imagino que no. —Salió corriendo pero aún tuvo tiempo de volver a mirar el cadáver de su amigo, como si intentase convencerse de que aquello no había ocurrido de veras.

Sparke, que parecía estar en todas partes, se encontró con Bolitho junto a la rueda del timón y dijo con satisfacción:

—Se trata de la goleta
Faithful
. Pertenece a los hermanos Tracy, de Boston. Corsarios reconocidos, muy eficientes, por supuesto, en su oficio.

Bolitho esperó a que el teniente continuase. Sentía en sus manos y muñecas un temblor que sólo podía provenir de la tensión acumulada.

—He registrado la cámara, y he hallado un buen puñado de noticias. —Se le notaba eufórico de placer—. El capitán Tracy ha muerto en el combate —dijo señalando al hombre de ojos blancos y saltones caído bajo el hachazo de Balleine—. Ahí lo tiene. El otro, su hermano, manda un bergantín aparentemente muy fino, el
Revenge
, que nos fue arrebatado el año pasado. Entonces se llamaba todavía
Mischief
.

—Sí señor, ahora lo recuerdo. Fue apresado en las cercanías de cabo May. —Le parecía mentira que las palabras le saliesen tan pausadas. Era como si ambos paseasen por un parque y no entre los restos de una carnicería, rodeados de dolor.

Sparke lo estudió con curiosidad.

—¿Está más tranquilo ahora? —preguntó, añadiendo sin siquiera esperar la respuesta—: Bien. No hay otra forma de actuar.

—¿Hay algún tipo de carga a bordo, señor? —preguntó Bolitho.

—Ninguna carga. Es evidente que esperaban llenar sus bodegas con lo que pudieran capturar en nuestro convoy. —Echó una ojeada hacia los mástiles desnudos y ordenó—: Dedique a algunos de sus hombres a trabajar en la cubierta. Eso parece un matadero. Que echen los cadáveres por la borda y bajen los heridos al sollado. No es que ahí abajo se esté mucho más cómodo que aquí, pero hace algo menos de frío.

En cuanto Bolitho se aprestaba a marcharse para cumplir las órdenes, Sparke añadió con calma:

—También quiero que trabajen en el máximo silencio. No me extrañaría que otros barcos merodeasen por la zona, y quiero conservar éste, es nuestra presa.

Bolitho buscó por cubierta el sombrero que había volado de su cabeza durante el combate. Eso tenía más sentido, reflexionó con pesar. Por un instante había imaginado que Sparke ordenaba retirar los heridos por un impulso humanitario. Debía haberlo entendido antes.

Sin respiro, continuaron las tareas para limpiar y ordenar la cubierta, preparar la defensa del velero y pasar revista a sus existencias. Los hombres más fuertes, los que no estaban heridos, realizaban el trabajo pesado. Los heridos leves se encargaban, sentados y armados de mosquetes y cañones giratorios cargados, de vigilar a los prisioneros. Quienes más sufrían eran los heridos graves, como el hombre a quien se le disparó el mosquete antes del ataque, que había perdido la mitad de la cara: esos se arreglaban como podían.

Sparke no había mencionado el incidente del disparo. De no ser por éste, el número de bajas se habría reducido al mínimo. Porque los tripulantes de la goleta eran, sin duda, valientes, pero atacados por sorpresa y faltos del entrenamiento y la disciplina de los marinos del
Trojan
, poco habrían podido resistir: la lucha habría terminado con, a lo sumo, un par de narices ensangrentadas. Bolitho sabía que Sparke había pensado en ello. Sin duda, cifraba sus esperanzas en que Pears se fijase en el barco apresado y olvidase la negligencia.

Entre una tarea y otra, Bolitho descendió varias veces a la cámara donde había vivido y planeado sus acciones el difunto capitán Tracy. Allí yacía Quinn, con su cara pálida y sus vendajes empapados de sangre, tumbado en un sucio catre. Sus labios mostraban huellas de los dientes con que se mordía para dominar la angustia.

Bolitho preguntó a Stockdale lo que opinaba.

—Tiene ganas de vivir, señor —respondió ávidamente el hombre—, pero hay pocas esperanzas, creo yo.

Con la primera luz del alba empezó a levantarse la niebla alrededor del velero.

Se halló la reserva de ron de la goleta, con lo que se pudo repartir una buena ración a todos los hombres, incluidos los dos guardiamarinas.

De los treinta y seis hombres y oficiales que componían la misión doce habían muerto o estaban tan mal heridos que no contaban para nada; varios de los supervivientes habían recibido cortes y heridas, y estaban demasiado débiles o abrumados para ser de alguna utilidad en aquel instante.

Bolitho observó cómo la niebla se desvanecía por momentos y apreció por vez primera la forma de la goleta que pisaba. También vio a Couzens y al guardiamarina Libby, del grupo de Sparke. Ambos fijaban sus asombrados ojos en las grandes manchas de sangre que ensombrecían las tablas de madera. Por fin, pensó, tomaban conciencia de lo que habían hecho y visto aquella noche.

El señor Frowd, segundo piloto del
Trojan
, esperaba junto a la rueda y vigilaba las velas fláccidas que los hombres de Bolitho habían izado y dejado listas por si empezaba a soplar algo de brisa. Ningún sonido hendía el silencio del alba, aparte del crujir del aparejo, el golpeteo de los herrajes sueltos y el crujir de las maderas producido por el incómodo balanceo del barco sobre las olas.

A medida que aumentaba la luz, crecía la sensación de peligro, la misma que debía notar un zorro al cruzar a toda velocidad una explanada desprovista de arbustos.

Bolitho repasó la cubierta con su mirada. La
Faithful
armaba ocho cañones de seis libras y seis morteros giratorios, todos ellos fabricados en Francia. Ese dato, junto con las botellas de coñac de calidad embotellado y empaquetado hallados en el armario privado del capitán, hacía pensar en una relación muy cordial con los corsarios franceses.

Se trataba de un velero ágil y manejable; su eslora no debía superar los setenta y cinco pies. Sin duda podía ceñir el viento mejor que la mayoría, así como superar en velocidad a cualquier navío de aparejo cruzado, siempre más pesados y lentos.

Quienquiera que fuese el capitán Tracy, jamás habría pensado que su muerte llegaría aquella madrugada.

La botavara que colgaba de la amplia vela cangreja del mayor resonó con un crujido. La cubierta respondió y tembló.

—¡Atentos, hombres! —bramó Sparke—. ¡Ahí llega el viento!

Bolitho vio la expresión del teniente y gritó a su vez:

—¡Hombres a proa! —Al mismo tiempo señaló con un gesto a Balleine—: ¡Listos con la trinqueta y el foque!

Sentir que el casco de la goleta recobraba la vida pareció darle nuevos ánimos.

—¡Señor Frowd, busque a un hombre experto y colóquelo al timón!

Frowd le mostró la dentadura. Aunque ya había elegido a un timonel experimentado, entendía el estado de ánimo de Bolitho. Llevaba sirviendo en la Armada quizá desde el día en que el cuarto teniente nació, allá en Cornualles.

Todos los hombres, que debían atender por lo menos dos o tres maniobras a la vez, se sentían observados por los prisioneros. Eso les espoleaba a correr por la estrecha cubierta como si llevasen meses laboreando en ella.

—¡Señor! ¡Mástiles por barlovento!

Sparke se revolvió sobre sus pies y miró hacia la nube baja en movimiento que señalaba Bolitho. Por encima de ella aparecían las perillas de dos mástiles, uno de los cuales ostentaba un gallardete. Por el tamaño era fácil deducir que pertenecían a un buque mayor que la
Faithful
.

Los marineros tiraron de las escotas con todas sus fuerzas; golpeaban los motones, rechinaban los ejes y los zunchos. El foque pronto se llenó de viento, seguido de la mayor, que mostraba aquel curioso parche de color escarlata en la boca del pico. La cubierta se inclinó. El timonel, trabajando ya a la rueda, informó con un gruñido:

—Ya caminamos, señor, ya responde el timón. Sparke estudió la aguja tras el cristal cubierto de rocío.

—Parece que el viento se mantiene como ayer, señor Frowd. Yo caería hacia sotavento. Aunque es conveniente no perder el barlovento respecto a ese intruso; si es necesario correr, correremos.

Las dos enormes velas se agitaron en el aire y soltaron una lluvia de gotas procedentes del relente y la lluvia del día anterior. Era como si dos perros se sacudieran las melenas al salir de un arroyo.

—¡Señor Couzens! —llamó Bolitho—. ¡Traiga tres hombres y ayude a Balleine a cazar la trinqueta!

Se volvió y vio lo mismo que había visto Sparke. Entre la niebla que se rompía en jirones al avanzar con el viento, el otro buque aparecía cada vez más cercano. Sobre su aparejo de bergantín destacaba el entonces ya demasiado familiar pabellón de la Unión, con sus rayas rojas y blancas y su círculo de estrellas. El trapo empezaba a agitarse con los primeros soplos de la brisa.

Una especie de suspiro pareció surgir de entre los prisioneros que observaban desde un rincón. Uno de ellos advirtió a viva voz:

—¡Ahora sabréis lo que es el acero, y luego os enterrarán!

—¡Hagan callar a ese hombre! —estalló Sparke—, si no quieren que le agujeree la cabeza de un disparo, sea quien sea. —Echó una mirada a Frowd y ordenó—: Caiga dos cuartas más a sotavento.

—¡Rumbo nordeste!

—¿Quiere que saque los cañones de seis libras hacia fuera, señor?

Sparke había encontrado un catalejo y lo enfocaba al bergantín.

—Es el antiguo Mischief —dijo sosteniendo el tubo—. ¡Ah!, y ahí veo a su capitán. Debe de ser el segundo Tracy. —Luego se volvió hacia Bolitho y respondió—: No. Si llegamos a estar tan cerca para poder usar esos cañones, el bergantín nos hará astillas en menos de media hora. Maniobras ágiles y rapidez son nuestras únicas armas.

Extrajo el reloj de su bolsillo y lo observó. Ni siquiera parpadeó cuando, tras el estampido de un cañón, una bala perforó limpiamente uno de los foques golpeándolo como un puño invisible.

La espuma levantada por el proyectil frente a la amura empapó a los hombres que se atareaban en proa. El viento arreciaba a medida que frente a la pequeña goleta se iba abriendo la niebla, se diría que temerosa de ser empalada por el afilado bauprés.

El bergantín ya había desplegado sus velas gavias y la mayor del trinquete; planteaba una persecución sin cuartel. Parecía que quisiera ceñir al viento y ganar terreno sobre la goleta de una única bordada. Sus dos cañones de mira, situados en las amuras de proa, disparaban por turnos; tras cada explosión, el aire se llenaba de un aullido salvaje que sólo podía provenir del vuelo de las balas encadenadas, destinadas a romper los aparejos. Un único impacto contra uno de los mástiles significaría el principio del fin.

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